18

Cuando me reuní con el inspector en el pequeño aposento amarillo, el fuego chisporroteaba aún en el hogar. La atmósfera era incongruentemente apacible. Con Craig estaba el médico de la policía, y ambos examinaban la mancha de color castaño rojizo del guante de Dorothy.

—El doctor Brown ha estado comparando esta mancha con el curare, teniente —dijo Craig—. Se inclina a pensar que la mancha proviene de la sustancia de las flechas, pero habrá que analizarla, por supuesto, para tener seguridad. —Suspiró—. También analizaré las flechas. Y tendremos que conseguir una orden de exhumación para la autopsia de la señora de Flanders. Hay una infinidad de cosas que hacer antes de poder iniciar realmente la investigación.

Me dijo que sus hombres se habían llevado el cadáver de Mimí y que, después de haber hecho todo lo que era posible aquella noche, se habían retirado. Volverían a la mañana siguiente temprano para examinar la destrozada camioneta rural. Momentos después el médico se fue, y Craig y yo nos quedamos solos.

El inspector parecía exhausto. Permaneció sentado unos instantes, hundiendo la vista en el fuego. Después llenó su pipa y la encendió. El gesto de sus labios, al meterse la pipa en la boca, reflejaba abatimiento.

—Bien, teniente, ni yo mismo sé muy bien por qué le pedí que se quedara. Creo haberme enterado ya de todo lo que es probable que sepa de labios de los demás. Todos han hablado hasta dejarme mareado. Y no es que eso me haya ayudado a poner algo en claro. —Me miró con expresión bastante hosca—. Sabemos que miss Burnett ha sido asesinada. Creo que debemos aceptar el hecho de que las señoras de Flanders y Laguno también lo han sido, pero ahí acaban nuestros conocimientos. Con franqueza, no tengo más idea de lo que se oculta detrás de todo esto de la que tenía antes de haberme enterado siquiera del asunto.

No me sorprendía comprobar que el inspector Craig estaba tan perplejo como yo. La mayor parte de los casos criminales ofrece muy poco material para la investigación. Este ofrecía demasiado: demasiados cadáveres, demasiados motivos.

—Es cosa de locos —dijo Craig, meditabundo—. Casi todos tienen algún motivo para haber cometido uno u otro de los asesinatos. Algunos tienen motivo para haber cometido dos. Pero no hay una sola persona por lo que yo veo, al menos, que haya podido querer matar a las señoras de Flanders y Laguno y a la señorita Burnett, para no mencionar la adehala del atentado contra la señora de Wyckoff.

—Precisamente —repuse, observación que no era de gran ayuda.

—La cosa podría tener sentido —prosiguió Craig— si Flanders y Laguno hubieran matado a sus respectivas mujeres, Wyckoff hubiera intentado matar a la suya, y ya sea French, Dawson o la señorita Pleygel hubieran matado a la señorita Burnett. Pero… —extendió las manos—, ¡cuatro asesinatos y cuatro asesinos diferentes! ¿Quién ha oído nunca de cuatro asesinos bajo el mismo techo? ¿No se dice que sólo hay, aproximadamente, un asesino potencial por cada tres millones de personas?

El inspector Craig echó el cuerpo hacia adelante y revolvió los semiapagados leños con un atizador. Ese ademán doméstico le hizo parecer más humano. Se volvió hacia mí con una mueca en el rostro.

—Sólo cabe pensar esto, teniente: alguien mató a tres mujeres e intentó matar a una cuarta. No puede tener ningún motivo real. Por un motivo real quiero decir sensato. —Lanzó furiosamente unas bocanadas de humo—. En eso estamos. Esto no puede, sencillamente, ser algo cuerdo. Hay alguien en esta casa con un tornillo flojo. Todas estas mujeres, excepto la señorita Burnett, eran esposas que se disponían a divorciarse. Y la señorita Burnett, por lo que he podido comprender, estaba engañando a su novio, lo que casi la incluye en la misma categoría. Alguien está loco, y ese alguien está matando a las mujeres que no son constantes con sus hombres. Yo no soy psicólogo o como se llame, pero debo admitir que nunca he sabido de nadie que tuviera esta clase de chifladura. No obstante… —se encogió de hombros—, …¿qué otra cosa podemos creer, teniente? Dígame usted, ¿qué otra cosa podemos creer?

Yo le devolví la mirada.

—Esto es suficiente para producirle alta presión a Freud.

A los labios del inspector asomó una fugaz sonrisa.

—Usted ha andado por muchas partes, teniente. No creo que se haya topado nunca con algo tan descabellado como esto.

—Comparada con la mansión Pleygel, la matanza de San Valentín fue un juego de niños.

Craig parecía sumido en sus cavilaciones.

—Y sin embargo, teniente, tengo la impresión de que el criminal ha de ser una de las personas con quienes he hablado esta noche. Mientras hablaba con ellos no dejaba de decirme: «Uno de ustedes debe de estar chiflado; uno de ustedes tiene que ser un loco, un desequilibrado», pero… —se quitó la pipa de los labios, apuntándome con ella— el caso es que todos me han parecido bastante cuerdos. Todos, excepto Flanders quizá. Me dijo que acababan de licenciarle en la infantería de marina. Parecía algo nervioso, amargado. Con un tipo así, me parece, nunca se puede estar seguro, un pobre hombre. Neurosis de guerra, conmociones, todas esas cosas…

—De acuerdo —dije—. Cuando llegó aquí Flanders estaba a un paso de la locura; era evidente. Y no obstante, mi mujer y yo juzgamos que Flanders es el único que podemos descartar de modo definitivo. Antes de que mataran a Janet Laguno en la piscina de natación, se apagaron las luces. Sería demasiada coincidencia que eso hubiera sido accidental. Alguien debió de apagarlas a propósito. Y cualquiera hubiera podido hacerlo, excepto Flanders, pues en el momento en que ocurrió estaba en la piscina, con mi mujer y conmigo.

—Quizá tenía un cómplice —replicó el inspector.

—Se contradice usted mismo. Aquí está el quid, precisamente. Si el asesino es un desequilibrado, no pudo haber tenido un cómplice. Un asesino que mata estando perfectamente en sus cabales puede tener cómplice, pero un desequilibrado que obra sin motivo alguno, no.

—Sí, creo que tiene usted razón. —Craig estaba sombrío—. Pero entre los demás, dejando a Flanders aparte, ¿le impresiona alguno como el tipo de persona capaz de ponerse frenético y matar mujeres por simple gusto?

—No, ninguno —tuve que admitir.

—Ahí está la cosa. Yo he conocido en mis tiempos a uno o dos locos homicidas. Desde todo punto de vista, los locos homicidas son muy distintos de la gente normal. Eso, al menos, me dice mi experiencia. Esas historias de Jekyll y Hyde, propias para libros de cuentos, no me convencen mucho. Son patrañas.

—Bien. En resumen —repuse—, usted no cree que los crímenes obedezcan a ningún motivo lógico, y tampoco cree que ninguno de los sospechosos sea un loco. ¿Qué es lo que piensa entonces?

El inspector esbozó una mueca.

—Ha dado usted en el clavo, teniente. Pues bien, no lo sé. —Su obstinado rostro volvió a ponerse solemne—. Puedo, eso sí, decirle una cosa. En mis tiempos conocí muchas clases de personas, teniente. Nunca dejo de descubrir a los farsantes, y tengo la impresión de que en esta casa hay una buena cantidad de ellos. Ese conde es de lo más farsante que puede haber. Y Wyckoff hablaba con mucha volubilidad acerca de los motivos que tuvo para diagnosticar la muerte de la señora Flanders como resultado de un síncope cardíaco, pero su explicación no me ha dejado muy satisfecho. No digo que no sea un buen médico, pero creo que también puede ser un buen farsante. Y por lo que he podido deducir, esa señorita Burnett y esa señora de Flanders eran también dos farsantes. Tratándose de una mujer tan rica y prominente, el gusto de la señorita Pleygel para elegir a sus amistades no me parece muy elogiable. —Hizo una pausa y prosiguió—: Y, para colmo, ¡está casada en secreto con Chuck Dawson! Dawson anda por estos parajes desde hace un par de años. Todo el mundo lo conoce, al parecer, y casi todos lo estiman. Pero dudo que se pueda encontrar una sola persona en Nevada que sepa exactamente quién es o de dónde ha venido. Quizá sea el farsante más grande de todos.

—Y ¿qué sacamos de esto? —pregunté—. Todos son una panda de farsantes. Pero esto ¿qué nos prueba?

—Otra vez ha dado usted en el clavo. Por lo que puedo ver, al menos, no prueba absolutamente nada. —El inspector dio unos golpecitos a su pipa para vaciarla y luego se la metió en el bolsillo—. Pero hay una cosa de la que estoy seguro, teniente. Ojalá no lo estuviera. —Pasó la mirada, sombríamente, del fuego a mi rostro—. Tres asesinatos, casi cuatro, han sido cometidos en tres días. Como no puedo adivinar por qué empezó esto, tampoco puedo imaginar por qué habría de cesar. —Se echó a reír sardónicamente—. Ya tendré bastantes dificultades con el Departamento por haber dejado que las cosas llegaran tan lejos. Si ocurriera algo más sería casi tan terrible para mí como para la próxima víctima.

Esas palabras volvieron a traer a la superficie la ansiedad que yo mismo sentía.

—No crea usted que yo no estoy preocupado, inspector. Usted sólo tiene su reputación que perder. Yo, en cambio, tengo a mi mujer. —Impulsivamente, agregué—: ¿Me dará usted una oportunidad?

—¿Qué quiere usted decir?

—Yo estoy con permiso, según se supone. Debo regresar a mi barco dentro de diez días. Inspector, usted no sospecha de mí ni de mi mujer, ¿verdad?

Craig pareció escandalizarse.

—¡No, por San Jorge! ¿Sospechar de usted…, o de Iris Duluth? Es mi actriz de cine favorita.

—Entonces déjeme partir de aquí mañana. Quiero poder estar solo con mi mujer en algún sitio donde no esté expuesta a que le claven un cuchillo por la espalda. ¿Hará usted lo que le pido? ¿Nos dejará ir? Nos comunicaremos constantemente con usted, por supuesto; siempre sabrá dónde encontrarnos.

El inspector Craig me observaba. De pronto sonrió.

—Esto es lo menos que puedo hacer por la Marina —dijo.

Me invadió una honda sensación de alivio. Le así la mano, apretándosela varias veces.

—Gracias, inspector. Es una verdadera generosidad por su parte.

El inspector seguía sonriendo.

—¿Cree usted que podrá inducir a su mujer a que comparta su punto de vista? Por lo que he podido observar, es una joven de carácter resuelto, y parece habérsele metido en la cabeza la idea de resolver estos crímenes.

—No se preocupe por eso —repuse—; si fuera necesario siempre me queda el recurso de llevármela cargada al hombro.

El inspector echó un vistazo a su reloj y se puso en pie.

—Bien, supongo que esta noche no llegaremos a ninguna parte. Pongo mis cinco sentidos en este asunto, pero estoy dando palos de ciego. A propósito, teniente, antes de que se aleje usted de aquí, quisiera que me dejase alguna pista. Usted conoce a esa gente mucho mejor que yo.

—Desde el primer momento —contesté—, mi mujer y yo sólo hemos vislumbrado una pista: estudiar la manera como fue asesinada la señora Flanders. Cualquiera hubiera podido ahogar a la señora de Laguno en la piscina; cualquiera habría podido escurrirse hasta el garaje y golpear a la señorita Burnett en la cabeza; pero la señora de Flanders fue asesinada de una manera especial. Si se llegara a saber cómo se cometió ese asesinato, es bastante probable que se le pudiera atribuir a una persona determinada. Y una vez logrado esto, estaría ganada la mitad de la batalla.

El inspector no pareció estimar en mucho esta pista.

—Bien —gruñó—; supongo que sabremos algo más de esto después que hagan la autopsia y los análisis. Con todo, quizá no ande usted errado. —Bostezó y echó a andar en dirección a la puerta—. ¿Sube usted?

Ahora que sabía que Iris y yo podríamos hacer nuestras maletas y marcharnos apenas llegara la mañana, me sentía libre de mi gran peso. Toda sensación de apremio me había abandonado. Sobre una mesa lateral había una garrafa con whisky. Yo me sentía con ánimo de tomar una última copa antes de acostarme.

—No, inspector —dije—. Me quedaré un rato más. Quizá me inspire.

—Esperémoslo. —El inspector llegó hasta la puerta, la abrió, me dio las buenas noches y la cerró luego tras de sí.

Me serví una copa y retrocedí hasta el hogar, dejándome caer sobre un sillón y tratando de pensar adonde podría llevar un hombre a una esposa artista de cine sin que el populacho local la recibiera con bombo y platillos.

Me sumí en una ensoñación pasando revista mentalmente a todas las cosas agradables que podríamos hacer Iris y yo para compensar los horribles días de crimen y perversidad que habíamos pasado bajo el techo de Lorraine. Transcurridos unos instantes, sin embargo, las desagradables realidades del momento expulsaron de mi mente los rosados sueños del futuro, y me sorprendí debatiéndome nuevamente con el problema que, después de unas pocas horas, tan sólo, parecía haber derrotado al inspector Craig.

La voz del inspector perduraba en mi pensamiento.

Me parece que en esta casa hay una buena cantidad de farsantes.

El juicio era mucho más exacto de lo que él mismo suponía. Los invitados de Lorraine constituían toda una asamblea de farsantes.

«No me extrañaría —reflexioné— que el asesino fuera el farsante más grande de todos».

El pensamiento me había cruzado meramente por la cabeza; pero, después de darle vueltas, me enderecé bruscamente en mi asiento. Examinados en conjunto los asesinatos parecían inmotivados. Pero ¿y si fueran deliberadamente inmotivados? ¿Y si aquella cadena de crímenes a la ventura fuera una colosal farsa? ¿Y si alguien, que tuviera un móvil perfectamente cuerdo y fundado para matar a una de aquellas mujeres, hubiera asesinado deliberadamente a las otras, para crear la impresión de que el criminal era un loco homicida y encubrir de ese modo el fin que perseguía?

La idea me fascinaba. Estaba dispuesto a precipitarme escaleras arriba para exponérsela al inspector, pero, a medida que el sentido común comenzó a sustituir al entusiasmo, mi confianza fue disminuyendo. Mi teoría, en tanto que teoría, era bastante lógica. Pero ¿podía aplicarse a la vida real? ¿Podría ser alguien tan inhumano; inhumano hasta el punto de asesinar a tres mujeres inocentes sólo para formar una cortina de humo?

Los amigos de Lorraine eran una caterva de farsantes, pero ninguno de ellos, con toda seguridad, podría ser tan monstruoso. Volví a caer en mi anterior desaliento, pero aquel vuelo de mi fantasía había aguzado mi apetito deductivo. A falta de mejor pista, comencé a rumiar la que había ofrecido al inspector: el problema de cómo había sido asesinada Dorothy Flanders.

El médico de la policía pensaba que la mancha del dedo del guante de Dorothy se debía al veneno de la saeta. Si estaba en lo cierto, la teoría de Iris de que provenía meramente de la tintura de una de las fichas era errónea. En tanto que estas dos reflexiones se confundían en mi mente, tuve mi segunda inspiración. El experimento de Iris con la ficha y la toalla húmeda nos había llamado la atención sobre algo en que debíamos haber reparado desde el principio: que el color de las fichas de ruletas era idéntico al del curare.

En otras palabras, si se hubiera untado con curare una de aquellas fichas de ruleta de cinco dólares, la persona que manipulara la ficha no se hubiera dado cuenta de la circunstancia.

Esta deducción elemental pareció levantar un velo de mis ojos. Con súbita claridad, caí en la cuenta de cómo debían de haber matado a Dorothy Flanders. Y apenas me di cuenta, me resultó inconcebible no haberlo comprendido antes.

Alguien había convertido una de las fichas de ruleta en una tosca trampa con veneno. Yo sólo podía conjeturar con respecto a su disposición exacta, pero no debía de haber requerido ningún excepcional gasto de tiempo ni de inventiva. Tenía que haber sido algo muy sencillo; por ejemplo, incrustar un par de puntas de agujas, impregnadas en curare, en uno de los lados de una ficha. El curare, confundiéndose su color con el de la ficha, habría vuelto las minúsculas puntas casi invisibles. También hubiera sido sencillo, para cualquiera de los integrantes de nuestro grupo, deslizar una ficha con veneno en el montón que tenía Dorothy ante sí en la mesa. Los que juegan a la ruleta siempre manosean y enderezan su rimero de fichas antes de jugar. En circunstancias normales, Dorothy se hubiera pinchado el dedo y muerto directamente en el Chuck’s Club. En circunstancias normales, la manera como había muerto no habría constituido probablemente misterio alguno.

Pero las circunstancias, por una razón bien poderosa, no habían sido normales. Dorothy tenía puestos sus largos guantes de cuero mientras jugaba. La mancha del dedo indicaba en qué punto se había producido el contacto con el curare, pero, como ya había deducido Iris, la piel de los guantes era demasiado dura para que un pincho pudiera atravesarlo. Si no fuera por su codicia Dorothy hubiera seguido con vida hasta el día presente, y la víctima hubiera sido algún pobre diablo, un croupier del club de Chuck. Pero Dorothy había sido codiciosa. Había metido la mitad de las fichas en su bolso en lugar de ir a cobrarlas. Y entre aquellas fichas se encontraba la que tenía el veneno.

Los más nimios pormenores de aquella noche volvieron a mi espíritu con viveza extraordinaria mientras proseguía excitadamente mi reconstrucción. Cuando le habían traído el emparedado en Del Monte, Dorothy se había quitado los guantes. Había abierto el bolso para guardarlos. Había advertido mi ojeada al interior de éste, y, en medio de su confusión al ver descubierto su hurto de las fichas, introdujo los guantes con inusitada violencia. Yo recordaba incluso cómo había retirado la mano, como si se hubiera pinchado. El ademán en ningún momento me había infundido sospechas, porque había atribuido su nerviosa premura a lo embarazoso de la situación.

Pero ahora su significado se hacía evidente. Al meter Dorothy los guantes en el bolso, se había pinchado el dedo con la ficha del veneno, colocada de canto en el interior, junto a las otras. Los restos del curare, aumentada su eficacia por la afección cardíaca de Dorothy, habían surtido efecto en el Del Monte, en lugar de hacerlo en el Chuck’s Club. Iris y yo habíamos estado en lo cierto al suponer que el bolso era una trampa. Nuestro único error estribaba en haber creído que era el asesino quien la había dispuesto en él.

El asesino había intentado matar a Dorothy en el Chuck’s Club. Todo había sido extremadamente sencillo. La confusión que había rodeado al crimen se debía no a que el plan del asesino fuese complicado, sino al mero azar de la conducta de Dorothy. El asesino, es verdad, se las tuvo que ingeniar para retirar la ficha envenenada del bolso de Dorothy después del crimen. Pero eso no formaba parte de su plan original. El sólo se había adaptado a una situación que ya estaba fuera de su dominio.

Cuanto más pensaba en todo esto, tanto más seguro me sentía de haber dado con la verdad. Empero, con bastante desaliento, eché de ver que mi descubrimiento no servía absolutamente para disminuir el núcleo de sospechas. Todos habíamos rondado en torno a la mesa de ruleta durante unos minutos antes de que Dorothy comenzara a jugar. Cualquiera de los miembros de la partida había tenido oportunidad de deslizar la ficha con el veneno entre las de Dorothy.

De pronto, se me ocurrió una tercera idea, tan excitante, que sentí que la cabeza me daba vueltas. Una ficha de ruleta con veneno hubiera sido bastante fácil de preparar, pero era seguro que no podría ser obra del momento. Las puntas de aguja, o lo que fueran, tenían que ser obtenidas con anterioridad. La flecha envenenada tenía que ser robada de la sala de los trofeos… En otras palabras, aquel instrumento letal, indudablemente, tenía que haber sido preparado por el asesino antes de habernos dirigido de casa de Lorraine a Reno, y debía de haber sido llevado al Chuck’s Club con el deliberado propósito de matar a Dorothy en la mesa de ruleta. Me parecía bastante extraño que alguien hubiera elegido una manera de asesinar tan pública y precaria; pero había algo mucho más extraño todavía.

Aunque el asesino tenía que haber preparado la trampa con el veneno con cierta anticipación, nadie sabía, antes de partir para Reno, que Dorothy jugaría a la ruleta. No había dicho nada al respecto. Ni siquiera había demostrado el interés más remoto por el juego. La verdad era que se debía a una casualidad que hubiera jugado con aquellas fichas.

Dorothy Flanders había jugado a la ruleta simplemente porque Lorraine, que era quien había canjeado el dinero, había decidido en el último momento no jugar. El rimero de fichas en medio de las cuales se había deslizado la trampa para administrar el veneno no pertenecía a Dorothy.

Pertenecía a Lorraine.

Si las cosas hubieran sucedido como era de esperar, Lorraine habría jugado con aquellas fichas en lugar de hacerlo Dorothy.

Esa era la clave. La puerta que abría dejaba penetrar una luz cegadora.

Dorothy había muerto al tocar las fichas de ruleta de Lorraine. Janet Laguno se había ahogado mientras tenía puesto el traje de baño de Lorraine; aquella deslumbrante malla plateada que había fulgurado en la oscuridad, constituyendo un perfecto blanco para un asesino, aquella maña que Lorraine había desechado y dado a Janet impulsada por el más imprevisible de los caprichos.

Y eso no era todo. Fleur Wyckoff había estado a punto de morir aquella tarde conduciendo la camioneta rural de Lorraine. El viaje de Fleur a Reno había sido completamente impremeditado. Nadie, con la posible excepción de Laguno, podría haber tenido tiempo para limar el cable del freno después de haberse decidido Fleur a utilizar el coche.

Pero horas antes Lorraine había anunciado a todos que iría al aeropuerto en la camioneta para recibir al señor Throckmorton. Más tarde había recibido un telegrama informándole que el señor Throckmorton había tenido que ceder su puesto en el avión, pero sólo Iris y yo nos habíamos enterado de eso.

Si no fuera por aquel telegrama, habría partido Lorraine, no Fleur, en la camioneta… hacia su destino.

Ahora tenía sentido todo lo que antes había parecido descabellado; ahora tenía sentido lo que la casualidad y el irresponsable carácter de Lorraine habían enmarañado de manera aparentemente irremediable. Mi presentimiento había sido exacto. Los crímenes sólo eran una inmensa farsa…, una farsa de un asesino chapucero y un irónico destino.

Tres trampas se habían armado para Lorraine Pleygel, y cada una de ellas había atrapado a otra mujer.

El peligro que se cernía sobre la casa, atacando al parecer al azar, había tenido como objetivo, desde el primer momento, a una sola persona: Lorraine.

En cuanto a la muerte de Mimí, requería todavía explicación. Esta vez, con toda seguridad, no podía tratarse de otro intento desafortunado de matar a Lorraine. Pero aquél no era momento para seguir entretejiendo pensamientos. Me sentía terriblemente inquieto por Lorraine.

Un asesino que había insistido con tanta obstinación sólo se detendría cuando hubiera logrado su propósito. Tres mujeres habían muerto, pero la verdadera víctima continuaba viva. Craig había estado más cerca de la verdad de lo que pensaba al decir que el asesino podía descargar otro golpe.

Por supuesto que descargaría otro golpe. De no hacerlo, toda su sangrienta trayectoria desembocaría en un callejón sin salida. Y además no tenía nada que perder. Gracias a la confusión que había creado, la muerte de Lorraine sólo parecería otro de los ataques a mujeres casquivanas del loco homicida.

Sorbí el último trago de mi whisky y me levanté de un salto. Al depositar la copa sobre la mesita, la mano me temblaba. Con la horrible premura de un sueño, atravesé corriendo la oscura y desierta biblioteca y salí al vestíbulo. Delante de mí se alcanzaba a divisar la gran escalera envuelta en penumbra. Eché a correr hacia ella, esperando y suplicando al Cielo que la verdad no se me hubiera revelado demasiado tarde. Lorraine estaba sola desde hacía más de una hora. Hacía más de una hora que el asesino tenía oportunidad de deslizarse en medio de la oscuridad hasta su cuarto y…

Llegué al corredor que conducía desde los cuartos de huéspedes hasta el ala que Lorraine reservaba para sí. Mis pasos resonaban sobre las tablas desnudas de manera ensordecedora, pero no me importaba a quien pudiera despertar. Me encontré por fin al extremo del pasillo y llegué hasta la puerta de Lorraine. Golpeé en ella con fuerza. Volví a golpear. Llamé:

—¡Lorraine!… ¡Lorraine!…

Del interior del cuarto no llegó ningún sonido en respuesta. La frente se me cubrió de gotas de sudor. Volví a golpear. Traté de abrir la puerta. Debería haber estado cerrada con llave, pero no lo estaba. Se abrió hacia el interior.

En el cuarto reinaba impenetrable oscuridad. Entré y cerré la puerta a mi paso. Tanteé la pared en busca de una llave de luz.

—Lorraine —dije brevemente—. Lorraine, despiértate. Soy yo, Peter.

De pronto, dejé de hablar; en medio de la oscuridad se percibía un nauseabundo olor dulzón, inconfundible. El olor del éter.

La momentánea parálisis que me acometió dio paso a una actividad salvaje. Empecé a dar traspiés por el cuarto, a ciegas, en busca de una lámpara. Por fin encontré una. Levanté la mano hasta dar con el cordón y tiré de él. Parpadeando, me volví de manera que pudiera ver el enorme lecho endoselado.

El hedor de éter me llenaba la nariz. Clavé los ojos en la figura que yacía debajo del lujoso cubrecama de raso blanco. El embozo le llegaba al cuello y se podía adivinar los contornos del cuerpo a través del grueso material.

Pero el rostro no se veía.

Eso era lo espantoso. El rostro de Lorraine no se veía porque le habían arrojado encima una almohada, ahogándole por completo la dormida cabeza.

—¡Lorraine!…

Me acerqué a la cama de un salto. Levanté la almohada y la arrojé a un lado. Lo que apareció debajo de la almohada me produjo un escalofrío. Podía distinguir los contornos de los rasgos de Lorraine, pero aún no podía ver su rostro. Una toalla turca humedecida le envolvía ceñidamente la cabeza. Y la toalla despidió al descubrirla una vaharada de éter, que me puso las rodillas como de trapo.

—¡Lorraine!…

Le toqué el hombro debajo de la colcha de raso. Debajo de mis dedos la piel parecía tiesa y rígida…, sin vida.

Por un momento sólo sentí desesperación. De manera que había ocurrido. Aferrándose a su última y definitiva oportunidad, el asesino se había introducido en el cuarto de Lorraine, había envuelto su cabeza dormida en la toalla empapada en éter, había puesto encima la almohada, para mayor precaución, y luego se había escabullido, abandonándola a la muerte.

La rueda del crimen había dado una vuelta completa. Lorraine había sido atrapada al fin.

Y yo había llegado demasiado tarde para salvarla.