17

Encontramos a los cuatro hombres en la biblioteca. Habían llevado una mesa de juego al centro de la enorme alfombra Aubusson, y jugaban al bridge. Parecía una actividad inusitada en las circunstancias en que nos hallábamos, y constituían un insólito cuarteto. El conde se inclinaba sobre sus cartas con mirada atenta, como la de esos sujetos contra los cuales se suele prevenir en las travesías transatlánticas. Bill Flanders, con la muleta apoyada contra su silla, demostraba malhumorado desinterés, en tanto que Chuck y Amado parecían abrigar la hosca determinación de quienes se esfuerzan en no pensar en cosas muy distintas y desagradables.

Estaban tan intensamente concentrados en pasarlo mal, que sólo advirtieron nuestra presencia cuando el inspector Craig soltó un formidable bufido. Chuck, Amado y Laguno se pusieron en pie de un salto, dejando a Flanders sentado ante la mesa. Con una pobre imitación de sonrisa, Chuck se acercó a nosotros y dio la mano al inspector.

—Me alegro de que esté usted aquí, Craig.

La penetrante mirada del inspector sometió a Chuck a un minucioso examen.

—He tenido noticias muy sorprendentes de usted en Reno, Chuck. ¿De manera que ha vendido usted su club a Jack Fetter y su pandilla?

El inspector habló con tono tan suave que por un segundo no capté el significado de sus palabras. Un rubor de confusión acentuó el tostado del agradable rostro de Chuck. Parecía un boxeador que acabara de recibir un golpe donde menos lo esperaba.

—Las noticias vuelan —dijo débilmente.

—Lo dicen por toda la ciudad. Fetter había querido comprarle el club desde que usted lo inauguró, y de repente decide usted vendérselo… más rápido que una ardilla. —El inspector se encogió de hombros—. Según tengo entendido, además, la venta es al contado. Es una buena suma para entregar al contado, pero es prudente por su parte hacer tratos con Fetter al contado.

—Sí. —Chuck se miraba los zapatos—. Me iba bastante bien, pero… ¡qué demonios! Uno se cansa de estar atado. He vendido el club y me alegro de verme libre de él.

—Chuck, ¿has vendido el club?

Todos nos volvimos al oír la voz de Lorraine, que llegaba desde la puerta y sonaba aguda y desafiante. Había bajado sin que la oyésemos, y se acercó a Chuck, convertidas las cejas en dos arcos de asombro.

—Chuck, no es posible que hayas vendido el club. No es posible. No me habías dicho nada. Tú…

—Lo he vendido esta tarde, querida. Me hicieron una buena oferta, de manera que lo he vendido, sencillamente. Te lo quería decir, pero… —Sus ojos, fijos en ella, parecían suplicar—. Lo he hecho por ti, chiquilla. Este lugar ha dejado de ser seguro para ti. No quiero que nos ligue con él ninguna atadura. Te llevaré lejos de aquí.

Había algo en los dos, mientras permanecían de pie uno frente al otro, algo intenso y vibrante, que hacía que la atención de todos se concentrara en ellos, con exclusión de toda otra cosa. Yo me estaba haciendo algunas reflexiones acerca de la sorprendente noticia de que Chuck, en un trato al contado de rapidez relámpago, había vendido su club a su rival en la localidad. Los motivos que alegaba para justificar la operación eran bastante galantes, pero aun siendo por motivos tan galantes, resultaba extraño que se hubiera decidido, sin el conocimiento ni la aprobación de Lorraine, a vender un club cuya existencia dependía enteramente del dinero de ella.

Su mujer continuaba observándole con enigmática intensidad.

—Pero, Chuck, ¿cómo puedes haberlo vendido? Bien sabes que era idea tuya desde el principio decir al señor Throckmorton que poseías el club y que marchaba bien, hacer que te viera allí y…

Chuck se humedeció los labios.

—Escucha chiquilla, esto tenemos que discutirlo más tarde. Por el momento hay bastantes más cosas para preocuparnos. —Indicó al silencioso Craig—. El inspector Craig.

Lorraine giró rápidamente en dirección al inspector con una automática sonrisa de dueña de casa.

—¡Oh, el inspector Craig! ¡Qué amable al haber venido! ¿Cómo…? —De pronto pareció recordar que la visita de Craig no tenía un carácter social—. ¡Oh, sí, Dios mío! Ha venido usted por el asunto de la pobre Fleur, por supuesto. ¿O es por Dorothy…, o por Janet? Supongo que en verdad será por todas. —Miró al inspector gravemente—. Espero que pueda usted hacer algo antes de que ocurra otra cosa.

—Mucho me temo, señorita Pleygel —dijo el inspector—, que ya haya ocurrido otra cosa.

Había una serenidad en su persona que obligaba a prestarle atención. Todos teníamos los ojos fijos en él.

—¿Otra cosa? —preguntó Lorraine—. ¿Algo que no sabemos todavía?

Craig se miró las uñas, y después, rápidamente, volvió a levantar la vista.

—Sí. El teniente Duluth y su señora acaban de descubrir a la señorita Burnett en el garaje, muerta…, asesinada.

—¡Mimí! —Lorraine se llevó nerviosamente un pequeño pañuelo a los labios y dio media vuelta encarándose con Amado. Su vivaz rostro parecía descarnado y pálido—. Amado, ¿lo has oído? Dice que Mimí está muerta.

—¡Muerta! ¡Mimí… muerta! —Amado, cuyas mofletudas mejillas estaban grises como bizcochos sin cocer, me asió del brazo—. ¿Es usted quien la ha encontrado, teniente? —me preguntó con voz ronca—. ¡La ha encontrado muerta y no me ha dicho nada! —Pronunció esta frase una y otra vez, con la idiota reiteración de una aguja moviéndose sobre un disco rayado.

Chuck permanecía callado. Tanto Laguno como Flanders parecían sentir más alivio que ninguna otra cosa. Yo adivinaba perfectamente lo que les pasaba por la mente. Mimí nada tenía que ver con ellos. Su muerte, si en algo influía, era para tornar más fácil, antes que dificultosa, la posición en que estaban.

Lorraine hizo una profunda aspiración e inquirió:

—Pero ¿por qué?

—Mi oficio es hacer preguntas, no contestarlas, señorita Pleygel. —La voz de Craig denotaba inflexibilidad—. En primer lugar, me gustaría que me dijera por qué abandonaba la señorita Burnett su casa con una maleta a estas horas de la noche.

Lorraine tartamudeó:

—Peter…; el teniente Duluth ¿no se lo ha contado?

—El teniente Duluth no me ha dicho nada concerniente a las idas y venidas de la señorita Burnett.

—Entonces…, entonces…

—Mimí Burnett se iba porque decidió trasladarse a un hotel de Reno —intervino Chuck—. Estaba asustada por las cosas que habían estado sucediendo aquí. No quería permanecer más tiempo en la casa.

Cuando yo le había prometido a Chuck guardar silencio sobre la disputa entre Mimí y Lorraine, no había soñado siquiera que se proponía mentir a la policía de modo tan descarado. Y ahora no sabía exactamente qué partido tomar ante el inesperado giro de la situación.

—¿La señorita Burnett abandonaba la casa porque temía que atentaran también contra ella? —inquirió Craig.

Chuck seguía tartajeando:

—Bueno, ella…; bueno, ¡qué demonios!, habían agredido a tres mujeres. No quería, sencillamente, quedarse aquí más tiempo.

—Comprendo —dijo Craig.

—De modo que usted comprende, inspector. —El conde Laguno intervino en la conversación con voz tan cuidada y atildada como su traje—. Es una verdadera lástima, porque lo que usted comprende no es cierto. Mimí Burnett no se iba de aquí porque se sintiera acometida por un pueril temor. Se iba porque la señorita Pleygel la había echado.

—Stefano… —dijo Lorraine, volviéndose hacia él.

—No me gusta causarle desagrado, Lorraine —Laguno enseñó sus deteriorados dientes en una blanda sonrisa—, pero si no estamos dispuestos a decir la verdad, ¿qué objeto tiene el haber llamado a la policía?

—¿Es cierto lo que dice el conde, señorita Pleygel? —preguntó vivamente Craig—. ¿Pidió usted a la señorita Burnett que se marchara?

En ese momento intervino torpemente Amado. A pesar de la conmoción que acababa de sufrir, parecía querer ir en ayuda de su hermana.

—En cierto sentido Lorraine pidió a Mimí que se marchara. Todo fue…, ¡ah!…, un equívoco sin ninguna importancia. Lo hubieran podido aclarar inmediatamente si se hubieran permitido mutuamente explicarse las cosas, pero…

—Yo no lo llamaría un equívoco sin importancia. —Laguno continuaba sonriente—. Esta noche, inspector, hubo una verdadera disputa entre la señorita Pleygel y la señorita Burnett, en la escalinata de la entrada. Yo acertaba a pasar por el vestíbulo en ese momento, y no pude evitar oír parte de ella. Según tengo entendido, la señorita Pleygel y el señor French descubrieron a la señorita Burnett abrazándose del modo más comprometedor con el señor Dawson. La señorita Pleygel, por si acaso no lo sabe usted, está casada en secreto con el señor Dawson. Como es natural, lo que veía suscitó su enojo. Ordenó a la señorita Burnett que se marchara de la casa al punto, y no lo hizo precisamente en términos vagos. Le…

—Cada cosa a su tiempo —le interrumpió el inspector—. Señorita Pleygel, ¿está usted casada con Chuck Dawson?

—Sí, lo estoy. —Lorraine estaba desafiante—. ¿Hay algo criminal en esto?

Laguno prosiguió:

—No pretendo ser un detective, y no quiero por cierto hacer el trabajo que le corresponde a usted, pero como la señorita Burnett, al parecer, ha sido asesinada, supongo que le interesará conocer los posibles motivos. Llamo su atención sobre el hecho de que la señorita Burnett era una verdadera espina en la secreta vida de casada de la señorita Pleygel, constituía probablemente un serio estorbo para Chuck, y había sido, sin duda, una gran desilusión para su prometido, el señor French. Hay aquí, me parece, tres explicables motivos para cometer un crimen.

Stefano Laguno desempeñaba el papel de traidor con tanto celo, que yo no podía sino suponer que le gustaba. Lorraine le miró con ojos relampagueantes. Era la primera vez que yo la veía realmente irritada, y el espectáculo resultaba impresionante.

—Debe de haber alguna alcantarilla ahí fuera —dijo—. Me gustaría saber dónde está para pedirle a Chuck que le arroje al lugar que le corresponde. —Giró sobre sus talones en dirección a Craig—. Quiero recordarle que no es Mimí la única asesinada. Dorothy Flanders y Janet Laguno también lo han sido. Ya que ha entrado en discusión el tema de los motivos, podría interesarle saber que el conde había tenido un enredo con Dorothy y que hasta amenazó con matar a su mujer para quedarse con su dinero. Todos los que están aquí pueden atestiguarlo. —Y parodiando malignamente la voz de Laguno, añadió—: No pretendo ser una detective. Pero hay aquí, me parece, un explicable motivo para cometer un crimen.

El inspector no pareció arredrarse ante este estallido de encono.

—El teniente Duluth me ha entregado el último testamento de la señora Laguno —dijo, dirigiéndose al conde—. Espero, conde, que se mostrará usted tan deseoso en cooperar en el esclarecimiento de las otras muertes como en la de la señorita Burnett.

La descarada insolencia de Laguno permaneció inconmovible. Echó hacia atrás la cabeza, haciéndole formar un elegante ángulo, y replicó:

—Naturalmente, inspector. La verdad es que hay algo que quisiera indicarle ahora mismo. Si ha leído usted el testamento de Janet, habrá comprobado que deja todos sus bienes a Bill Flanders. Ningún inspector inteligente pensaría que maté a mi mujer sencillamente para beneficio de otro. —Extendió las palmas de las manos—. En mi opinión, no debería desdeñar usted esta humilde sugestión: en su búsqueda de sospechosos conceda cierta atención a Bill Flanders. Estaba muy lejos de querer a su mujer y…, bueno, la muerte de Janet le reporta un cómodo bienestar. No puedo ver enteramente cómo encaja su persona con la muerte de Mimí, pero…

—¡Cerdo! —Bill Flanders cogió su muleta y se levantó—. ¡Grandísimo cerdo! ¿Cree usted que podrá arrojar lodo a todo el mundo, eh?

Laguno le sonrió.

—Déme un poco más de tiempo, Flanders. Todavía no le he arrojado lodo a… al doctor Wyckoff, por ejemplo. —Sus penetrantes ojos de lagarto se posaron en el rostro del médico—. No quiero confundirle con una excesiva solicitud, inspector, pero debería usted tener muy en cuenta el hecho de que el doctor Wyckoff haya diagnosticado que la muerte de Dorothy se debía a un síncope cardíaco, cuando era un caso tan evidente de envenenamiento. Y creo que también debería interesarle el hecho de que la desviada mujer del doctor Wyckoff casi se mató esta tarde cuando…

—Cállese usted, Laguno —lo interrumpió coléricamente Wyckoff.

Estalló una babel. Todos empezaron a hablar a la vez, lanzándose acusaciones unos a otros.

El inspector consiguió apaciguarlos a costa de grandes dificultades. Fuera como fuese, desistió de todo otro intento de entrevistarse con nosotros en grupo, y anunció que interrogaría a cada uno de los ocupantes de la casa individualmente. Eligió antes que a nadie a Lorraine, y se retiró con ella al pequeño aposento amarillo contiguo a la biblioteca.

Librados a sus propios medios, los restantes cayeron en un tenso silencio surcado de animosidades. Por espacio de un largo y tedioso rato, a medida que una persona tras otra iba compareciendo ante la presencia del inspector, permanecimos sentados o paseándonos por la biblioteca, sin hacer otra cosa que servirnos ocasionalmente una copa. En esto llegaron los hombres de Craig y hubo un intervalo cuando Craig salió con ellos hasta el garaje. Al terminar el inspector las entrevistas y reaparecer en la biblioteca, eran las dos pasadas.

—Bueno, señores, por ahora basta —dijo, y dirigiéndose a Lorraine, prosiguió—: Si no tiene usted inconveniente, señorita Pleygel, pasaré aquí la noche. Creo que, dadas las circunstancias, será bueno que permanezca en la casa.

La afirmación parecía de mal agüero, como si, al igual que yo, creyera que cualquier cosa podría ocurrir en cualquier momento. Lorraine dispuso que se le destinara un cuarto y, a petición suya, mandó traer la llave de la vitrina de la sala de los trofeos. Craig entregó la llave a uno de sus hombres, ordenándole que llevara inmediatamente las flechas a analizar.

Yo no tenía idea de las conclusiones a que había llegado el inspector, si es que había llegado a alguna, pero no cabía duda de que había puesto decididamente manos a la obra.

Un poco antes de las tres, cuando todos estábamos todavía reunidos en la biblioteca, volvió y dijo:

—Mejor será que vayan a dormir. Mañana será para todos un día agotador. A propósito, les recomiendo echar la llave a las puertas, especialmente a las mujeres. —La firme mirada de sus ojos se posó en mí—. No le importará quedarse un poco más, teniente, ¿verdad? Me gustaría hablar con usted.

Iris, era evidente, ardía en deseos de participar en la entrevista. Acercándose a él con seductora sonrisa, aseguró:

—Cómo no, inspector. Tendremos sumo placer en quedarnos con usted lo que sea necesario.

Craig apretó los labios. Con inflexible amabilidad, dijo a mi mujer que era más que suficiente para sus propósitos hablar únicamente conmigo. Y antes de que Iris pudiera darse cuenta de lo que ocurría, la estaba haciendo salir de la biblioteca, a la zaga de los otros.

—Pero, inspector —protestó Iris—, mi marido y yo siempre…

—Está bien, está bien. —Craig soltó una risilla—. Si le interesa saber lo que diremos, estoy seguro de que el teniente se lo contará después. —Condujo a Iris a través de la puerta—. Bueno, teniente, hinquémosle el diente a esto y veamos si es posible hallarle algún sentido.

Iris nos miró alternativamente al inspector y a mí.

—Pero, Peter…

Yo sonreí al inspector lastimosamente.

—Acompañaré a mi mujer hasta arriba un instante, Craig, para mayor seguridad. Bajo en seguida.

Mientras yo la guiaba firmemente a través del vestíbulo, Iris tuvo un estallido de indignación.

—Peter, ¿qué se cree que soy? ¿Una niñita de largas trenzas doradas? Es…

—Lo siento, querida. Lo que ocurre es que Craig es chapado a la antigua. Las mujeres detectives no gozan de su predilección. Y, en verdad, me alegro. Tengo el presentimiento de que todo este asunto es todavía tan peligroso como un volcán. Quiero mantenerte alejada de la senda del peligro.

Iris seguía malhumorada mientras subíamos la enorme escalera. Cuando llegamos a nuestro cuarto, exclamó con vehemencia:

—¡Mantenerme alejada de la senda del peligro! He trabajado en esto desde el primer momento. Y ahora que se pone verdaderamente interesante, la pequeña mujercita debe tener cuidado de… mantenerse alejada de la senda del peligro.

La estúpida frase me retumbaba en la cabeza mientras miraba las paredes rayadas como la piel de una cebra. No hacía más que unas horas, alguien había penetrado en este cuarto, en busca de algún objeto. Se me ocurrió de pronto que dejar sola a mi mujer aquí equivalía tal vez a situarla en plena senda del peligro en vez de mantenerla alejada de él. Cruzaron por mi mente imágenes de alguien introduciéndose de nuevo en la habitación mientras yo estaba abajo con el inspector, alguien acercándose sigilosamente al lecho, inclinándose sobre Iris… Los acontecimientos de esa noche me habían excitado los nervios a tal punto, que el pensamiento me produjo vértigo.

Cogí a Iris del brazo. Traté de adoptar un aire imperioso y dominador.

—Escucha, chiquilla, quiero que duermas en otra parte esta noche.

—¿En otra parte?

—Sí. Según todos los indicios, quienquiera que sea el que se metió aquí, lo volverá a intentar. Vamos, trae tu camisón y tu cepillo de dientes.

Iris me miró con aire apenado.

—Es verdad que soy una inútil mujer, pero al menos confía en que sé echar la llave a una puerta.

—Las llaves no me inspiran confianza. Nada me inspira confianza. Quiero que no te ocurra nada, absolutamente, durante el resto de mi permiso. No nos expondremos a ningún riesgo.

Mi mujer dio un ligero suspiro.

—Está bien, querido.

Revolvió entre sus cosas, de mala gana, apartando un exótico camisón negro, una bata, todas las cosas que necesitaba. Salimos juntos al corredor. Ahora que el índice de mortalidad había sido tan alto, había muchos cuartos vacíos. Elegí el de Janet Laguno. Las camareras ya habían hecho desaparecer todos los vestigios de su anterior ocupante. Iris tiró sus cosas sobre la cama y me miró sumisamente.

—La pequeña mujercita se quedará esperando a su dueño y señor. Corre ahora a reunirte con el inspector y tus masculinas empresas.

—Echale llave a la puerta —dije yo—, y no dejes entrar a nadie. A nadie. Cuando yo vuelva daré cuatro golpecitos.

—Como en las novelas de espías —repuso Iris con una mueca—. Perfectamente.

—Y nada de cosas raras. Nada de la temeraria Iris Duluth, la loba solitaria de Hollywood, as del crimen.

Mi mujer meneó la cabeza.

—No te preocupes. Ya no me queda ánimo. Soy un pimpollo roto.

La besé, deseando que estuviéramos en un lugar completamente diferente y jamás hubiésemos oído siquiera el nombre de Lorraine Pleygel. Mientras Iris comenzaba a lidiar con el camisón negro, me dirigí a la puerta. Quería fumar. Hurgué en mi bolsillo. En lugar del familiar paquete de cigarrillos, sentí el contacto de un objeto duro, voluminoso. Lo saqué. Eran los Poemas Selectos de Edna St. Vincent Millay, que había levantado distraídamente de junto a Mimí Burnett y olvidado luego por completo.

—Toma, querida. —Se lo arrojé a Iris—. Aquí tienes algo delicado y femenino para leer.

Iris cogió el libro. Leyó el título.

—Edna St. Vincent Millay —dijo con voz canturreante—. ¡Qué divino! No hay nada como la poesía como alimento del alma.

—Exactamente —repliqué.

Iris no pudo resistir más. Arrojó el libro sobre la cama, y tras él el camisón, con impotente furia.

—¡Maldita sea Edna St. Vincent Millay! —dijo—. ¡Maldito sea el inspector Craig y su misoginia! ¡Oh, malditos sean los solterones!