PARTE V

16

Aquel pensamiento me punzaba como un absceso mientras permanecíamos de pie en medio de la cruda luz del garaje. La piedra que había aplastado el cráneo de Mimí yacía a su lado, a plena vista. No habían hecho el menor intento de disimular el registro de la maleta. Dorothy… Janet… Fleur… Mimí… Cuatro de las seis mujeres que se encontraban en la mansión de los Pleygel habían sido objeto de ataques criminales en tres días. La sucesión de muertes se precipitaba con velocidad siempre creciente. Pero esto no era lo peor.

Lo peor era que por último el criminal obraba abiertamente. Ya no le importaba quién pudiera enterarse de que había matado a tres mujeres, e intentado matar a una cuarta; y planeaba probablemente seguir matando. Lo estaba proclamando a voz en cuello.

Era esto lo que le daba a todo ese carácter tan terrible…, y tan descabellado.

Iris estaba en pie a mi lado, sin decir palabra. Yo rodeé su talle con el brazo. Había algo de ominoso en el rostro muerto de Mimí Burnett, mostrando su sonrisa tonta desde el piso manchado de aceite; algo de ominoso en el húmedo olor a lubricante y polvo.

Con voz que sonaba discordantemente alta, mi mujer exclamó:

—¡Mimí muerta! Peter, ¿es que esto no acabará nunca?

Yo pensaba lo mismo. Aun antes de la muerte de Mimí, había sido imposible encontrar algún motivo razonable que explicara a la vez todos los crímenes. Y ahora el cuadro se había vuelto tan disparatado como el sueño de un loco. No había, seguramente, ningún esquema donde cupieran el asesinato de Dorothy, el de Janet, el de Fleur y el de Mimí, a menos que fuera el esquema de un loco homicida, resuelto a eliminar a todas las mujeres de nuestro grupo.

Lorraine e Iris eran las únicas excepciones hasta el momento. Y ahora yo ya sólo tenía una modesta ambición: que mi mujer continuara viva.

—Al menos no tendremos que avisar a la policía —estaba diciendo Iris—. El inspector Craig debe de estar al llegar.

Mientras escuchaba a Iris, advertí por primera vez que estaba rozando con la punta del zapato un objeto que se hallaba sobre el suelo. Me incliné para levantarlo. Era un libro pequeño, encuadernado en piel y con artísticos rótulos. Leí las doradas letras, que decían: Poemas Selectos, Edna St. Vincent Millay. Yo siempre había opinado que la afición a leer poesía de Mimí sólo era otro aspecto de su afectado intelectualismo, pero ese libro tenía ahora algo de patético. Pobre Mimí, ya no necesitaría más el estímulo espiritual que podría brindar Miss Millay.

Deslicé el libro en mi bolsillo.

Mi mujer se volvió hacia la maleta que yacía junto a la puerta. Se inclinó sobre ella para examinarla y yo me acerqué a ella.

—No toques nada. Tendremos que enseñársela a la policía.

—Ya lo sé. —Mi mujer echó una mirada a Mimí por encima del hombro—. Ahora ya no nos costará ningún trabajo convencer al inspector Craig de que anda suelto un asesino.

—Exactamente —respondí.

Las mujeres son singulares. Yo, que había vivido y comido y dormido con la muerte en el Pacífico, tenía aún una horrible y vivida conciencia del cadáver de Mimí Burnett tendido allí a nuestras espaldas. Quería alejarme de él cuanto antes. Pero mi mujer, una vez pasada la primera impresión, pareció adoptar el realista criterio de que lo hecho, hecho estaba, y la presencia de un cadáver no la amilanó en lo más mínimo. Contemplaba la maleta con aire práctico.

—Es para volverse loca eso de no poder tocar las cosas. Sea quien sea el asesino de Mimí, es evidente que quería algo que ella tenía en la maleta. Si tan sólo pudiéramos descubrir qué era, quizá nos fuera posible encontrarle algún sentido a esto. Quizá pudiéramos relacionarlo con lo ocurrido a Fleur, a Janet y a Dorothy.

Yo deseaba que el inspector Craig se apresurara y viniera por fin.

—No es posible relacionar nada con nada —dije con aspereza—. Y no se puede esperar que un loco haga las cosas con sentido. Alguien está loco y ese alguien está matando mujeres. Atengámonos a eso, y confiemos en que no se le ocurra la graciosa idea de matarte a ti.

—Tonterías. —Aun a la cruda luz de la desnuda bombilla del techo, Iris parecía lo suficientemente hermosa para figurar en un cartel de publicidad—. No creo que haya locos capaces de pasar por personas normales durante veintitrés de las veinticuatro horas del día. Sólo existen en los libros. Sé razonable. Esto tiene que haberlo hecho alguno de la casa, lo sabemos con certeza. Y nosotros los conocemos a todos. Serán quizá simuladores y falsos, pero ¿quién de ellos podría ser un loco?

—Yo no pondría las manos en el fuego por ninguno.

—En tu opinión, supongo, al caer la noche Amado se metamorfosea en un gordo hombre lobo, o los dientes de la pequeña Fleur Wyckoff se alargan y entrechocan de ansia de morder venas yugulares. No, Peter, no es posible desentenderse de las cosas con tanta facilidad. Alguien ha llevado a cabo cuatro ataques deliberados por motivos perfectamente deliberados. Si todo esto nos parece rayano en la idiotez es porque aún no hemos dado con esos motivos.

Iris seguía con la misma cantilena. Nada parecía desanimarla.

—Peter —comenzó a decir, volviéndose hacia mí.

—Sí…

—Estaba pensando. Ahora que Mimí está muerta, la senda del verdadero amor debería resultar infinitamente más llana para Chuck y Lorraine. —Se interrumpió y sentí el roce de su mano sobre mi brazo—. Escucha —susurró—, hay alguien en el patio.

Permanecimos unos instantes en absoluto silencio. A través de la oscuridad reinante en el patio, llegaba el suave crujido de unos pasos sobre la grava. Supuse al principio que se trataría de Chuck o de Amado, que habrían venido de la casa para averiguar qué nos había ocurrido, cuando advertí de pronto que las pisadas no provenían de la puerta de entrada. Se aproximaban desde la dirección contraria.

Alguien se deslizaba hacia la casa desde el jardín.

Yo me hallaba en tal estado de nerviosismo que en todo percibía peligro. Susurrando a Iris que no se moviera, salí al patio. La luna iluminaba con suficiente intensidad para, que alcanzara a divisar la encorvada figura de David Wyckoff, encaminándose a buen paso hacia el arco que conducía a la puerta de la entrada.

No sé a quién esperaba encontrar, pero la vista de Wyckoff aquietó mis vagos temores. De todos los heterogéneos huéspedes de Lorraine, Wyckoff era el que me inspiraba más confianza. Tarde o temprano tendría que enterarse de lo de Mimí. Lo mismo era que lo supiese inmediatamente.

—¡Eh, Wyckoff! —llamé.

Se volvió bruscamente, hundiendo la mirada en la oscuridad.

—¿Quién es? ¿Es usted, teniente? —Vino hacia mí—. Fleur duerme. Quería hacer un poco de ejercicio ya que se me ha presentado la oportunidad. ¿Quería usted algo?

—Sí —dije sombríamente—. Tengo algo que mostrarle.

Estaba ahora junto a mí. Yo podía percibir la mirada de sus ojos, ligeramente interrogante. Me volví hacia el garaje. Wyckoff me siguió, y estuvo a punto de tropezar con la maleta de Mimí.

—Observe —le dije—. No mueva nada.

Wyckoff parpadeó por efecto de la luz. Mecánicamente, dirigió a Iris una sonrisa. Después vio a Mimí y la sonrisa se desvaneció de su rostro.

—¡Dios mío! —exclamó.

No había sido leal ponerle frente a aquello sin ninguna advertencia previa, pero él supo resistir el golpe. No dijo nada más. Muy imbuido de su carácter de médico, se dejó caer sobre las rodillas junto al cuerpo de Mimí. Ni siquiera la tocó. Supongo que no hacía falta. Por último levantó la vista; tenía el rostro intensamente pálido.

—Está muerta —dijo—. Pero supongo que ya lo sabrán… Esto… ¿no acabará nunca?

Había dicho lo mismo que Iris.

¿Qué otra cosa se podía decir?

Se puso en pie. Echó una ojeada de soslayo a la maleta y después a mí. Yo no lograba adivinar sus pensamientos. Su rostro no era transparente en absoluto. En la forma metódica en que hubiera podido solicitar datos para la historia clínica de un paciente, empezó a interrogarme sobre los pocos hechos que conocíamos. Yo estaba resumiéndoselos todavía, cuando oímos el ruido de un automóvil que subía por el camino en dirección a la casa.

Iris me interrumpió excitada.

—Este ha de ser por fin el inspector Craig.

Yo miré a Wyckoff escrutadoramente.

—Ahora todo saldrá a la luz, como usted sabe. Usted pedirá que hagan una autopsia del cadáver de Dorothy, ¿no es verdad?

—Sí —respondió ceñudamente.

—Y ¿tiene preparado lo que va a decir? ¿Cree que su diagnóstico original podrá resultar lo bastante justificado para que no le acarree dificultades?

—Espero que sí. —Era evidente que trataba de juntar fuerzas para las proezas que nos esperaban—. Ustedes dos quédense aquí, mejor. Yo traeré a Craig. Al fin y al cabo, lo de Dorothy es historia vieja. —Echó una mirada a Mimí—. Es esto lo que les interesará primero.

Se apresuró a salir, para detener al coche que se acercaba antes de que llegara a la puerta de la entrada.

Iris parecía pensativa.

—¿No piensas decirle nada a la policía acerca del lío de Wyckoff con Dorothy o del robo de la carta por Fleur?

—Prometí no hacerlo —contesté—. Es obvio que Wyckoff pensó que Fleur mató a Dorothy y que Fleur pensó que fue Wyckoff quien lo hizo. Yo creo que esto los elimina a ambos como sospechosos. Ya lo han pasado bastante mal, tanto uno como otro. Al menos podemos ahorrarles algo.

—Sí, tal vez tengas razón —dijo Iris sin comprometerse.

Wyckoff no tardó en, reaparecer, acompañado de una figura baja e inquieta. Al parecer, el inspector Craig había venido solo. Ambos se reunieron con nosotros fuera del garaje. Alcancé a distinguir los rasgos del inspector Craig a la luz de la luna. Parecía más bien joven y de mirada firme.

—El doctor Wyckoff dice que desde que Chuck Dawson me llamó han asesinado a una mujer —manifestó—. ¿Han sido ustedes dos los que han descubierto el cadáver?

—Sí —repuse, y me presenté a mí mismo, y después a mi mujer. Craig miró a Iris con expresión de deferencia.

—Iris Duluth —dijo—. La he visto en películas, y me pareció una buena actriz. Es cosa delicada para una artista de cine verse mezclada en un asesinato. Tendremos que hacer los mayores esfuerzos para que su nombre aparezca lo menos posible.

—Mi carrera cinematográfica no me interesa —replicó Iris con impetuosidad—. De todos modos, estoy aburrida de Hollywood. Lo único que me importa es resolver esto. Mi marido y yo hemos ayudado a esclarecer algunos asesinatos en el Este, y ya nos hemos ocupado un poco en éste. Tenemos un sinfín de cosas que contarle.

Me pareció ver asomar una sonrisa ligeramente irónica en el rostro del inspector mientras contemplaba a mi mujer.

—Muy bien, muy bien. —Se volvió hacia mí y me indicó el garaje con la cabeza—. Wyckoff me ha dicho que no han tocado nada.

—No —contesté.

Craig se encaminó hacia la puerta del garaje seguido de Wyckoff.

—Ustedes dos no se vayan —nos dijo por encima del hombro—. Quiero hablarles después de acabar con esto.

Ambos hombres desaparecieron en el garaje. Estuvieron allí un buen rato. De cuando en cuando los oíamos hablar, pero la mayor parte del tiempo Craig, al parecer, prefirió trabajar en silencio. En el garaje había un teléfono. Había un teléfono en cada una de las habitaciones, rincones y huecos de la absurda casa de Lorraine. Al final oímos que el inspector se comunicaba con alguien. Pedía que enviaran a sus colaboradores habituales en casos dé homicidio…, y pronto.

Después de la conversación, él y Wyckoff volvieron a emerger a la brillante luz de la luna de Nevada.

El candado del garaje colgaba del pestillo de metal. Craig tiró de la puerta para cerrarla y apretó el candado, guardándose la llave en el bolsillo. Era evidentemente hombre de pocas palabras, y, de modo igualmente evidente, no pensaba malgastarlas. No dijo absolutamente nada acerca de lo que había observado o dejado de observar al examinar el cadáver de Mimí. Se volvió hacia nosotros, contemplando fijamente el rostro de Iris y el mío con su firme mirada.

—Tengo entendido, por lo que me ha informado la policía de Reno, que una señora invitada por la señorita Pleygel murió de un ataque de corazón hace dos días. También me he enterado, por la policía de Genoa City, que otra mujer se ahogó en la piscina anoche. No puedo decir que la llamada de Chuck Dawson me haya sorprendido.

Nos soltó esto llanamente, dejando que nosotros hiciéramos las deducciones pertinentes.

—La mujer de Del Monte era una paciente mía de San Francisco —intervino torpemente Wyckoff—. Estaba… seriamente enferma del corazón. Fui yo quien diagnosticó que su muerte se debía a un ataque cardíaco. Entonces parecía bastante lógico, pero mi diagnóstico dejó de satisfacerme, en especial desde que el teniente Duluth… —Sus explicaciones no resultaban muy convincentes—. Nuestra opinión es ahora que Dorothy Flanders fue asesinada. Hay cierta base para pensar que se utilizó curare. Este fue el motivo de la llamada de Dawson.

El inspector Craig se limitaba a permanecer allí parado, sin hacer comentario alguno.

Iris, impaciente y entusiasta, intervino:

—Creemos que Dorothy Flanders fue asesinada por alguna especie de trampa para envenenarla que dispusieron en su bolso. Arriba tenemos el bolso y algunas otras cosas para enseñárselas.

Una vez más descubrí una expresión claramente irónica en el semblante de Craig. Con tono muy sereno, repuso: —Si abrigaban ustedes todas estas sospechas, me parece que hubieran podido manifestarlas antes. Es de suponer que también creen que asimismo fue asesinada la señora Laguno. Pues bien, esta mañana se instruyó el sumario, y ninguno de ustedes se mostró en desacuerdo con el veredicto de muerte accidental.

—No dijimos nada porque no estábamos seguros —expliqué—. Ambas muertes parecían bastante inocentes. No teníamos nada que exponer, salvo nuestras sospechas.

—Es decir —completó Iris—, hasta esta tarde.

Elevando ligeramente la voz el inspector inquirió:

—Y ¿qué ha sucedido esta tarde?

Wyckoff contó a Craig el tremendo episodio de Fleur y la camioneta rural.

El inspector se permitió el lujo de un comentario. Emitió un pequeño gruñido y murmuró:

—¡Vaya un tiempecito que han estado pasando aquí! —Su voz volvió a tornarse brusca e impersonal—. Pues bien, no nos será posible echarle un vistazo a esa camioneta hasta mañana. Mis hombres tardarán muy poco en llegar, pero entretanto… vayamos mejor a la casa y veamos qué es lo que se puede aclarar acerca del caso de la señorita Burnett. —Dirigió la mirada a Iris—. Usted decía que estaban en su poder el bolso de la señora de Flanders y algunas otras cosas. ¿Querría tener la bondad de traerlas?

—Hay también algo más —dije yo—. Algunas flechas indias con curare en la punta. La señorita Pleygel las tiene en su sala de trofeos. Creemos que alguien ha usado una de las flechas. Nos gustaría que usted las viera.

El inspector me miró con algo parecido a la aprobación. —Parece andar usted con los ojos bien abiertos, teniente. Creo que nos ocuparemos de esas flechas antes que de ninguna otra cosa.

Los cuatro cruzamos el patio de grava, pasamos a través del arco de piedra blanca, y doblamos en dirección de la gran puerta de entrada. Ninguno de los de la casa parecía haberse enterado de la llegada del inspector. El pórtico de la entrada se hallaba desierto. También lo estaba el amplio e inhospitalario vestíbulo.

Apenas llegamos, Iris se dirigió a las escaleras en busca de los objetos que teníamos en nuestro cuarto. Mirando cómo la vasta escalera iba tragando su pequeña figura, sentí un absurdo temor por ella.

—Vaya usted con Iris, ¿quiere? —dije a Wyckoff—. No me gusta pensar que anda paseándose sola por esta casa.

Wyckoff me dirigió una breve sonrisa de comprensión.

—Y ya que sube usted —proseguí—, avise a los demás. El inspector querrá vernos a todos, me imagino. Lorraine está en su habitación…, o al menos así me parece. Podría usted decirle que ha llegado la policía.

—Sí, doctor —intervino Craig, que tenía la mirada fija en Wyckoff—. Y también me gustaría hablar con su mujer.

Parte del antiguo recelo asomó a los ojos de Wyckoff. Con bastante sequedad, repuso:

—Como médico de mi mujer, me temo que tendré que negarme a que nadie hable con ella esta noche. Ha sufrido una impresión muy fuerte.

El inspector seguía mirándole. Se encogió de hombros.

—Muy bien. Entonces tendremos que esperar hasta mañana por la mañana.

Wyckoff comenzó a subir las escaleras en pos de Iris.

Conduje al inspector Craig hasta la sala de los trofeos. También esta estancia se hallaba vacía. La casa parecía tan muerta como los animales que nos contemplaban desde las paredes. Observados por los ojos de vidrio de elefantes, caimanes y cebras y la repelente muñeca de Lorraine, mostré al inspector la vitrina que contenía los tres abanicos de saetas. Le conté lo referente a la flecha que había faltado del tercer grupo y que después había reaparecido. Luego le señalé esa sexta flecha, cuya punta parecía haber sido cubierta de una sustancia de color algo distinto del de la que teñía a las demás. La tapa de vidrio de la vitrina tenía echada la llave. Habría que recurrir a Lorraine antes de poder hacer un examen más de cerca.

Craig estaba inclinado sobre la vitrina. Era la primera oportunidad que se me presentaba de observarle a plena luz. No parecía contar más de treinta años, y poseía rasgos toscos y reveladores de inteligencia. No me había equivocado respecto a su mirada. Era la más firme que había visto en mi vida. De cuando en cuando parpadeaba, estudiando aquellas flechas, pero no había ninguna indecisión en aquel movimiento. Sus párpados se alzaban y bajaban como si cada vez que lo hacían alguna caja registradora mental diera entrada a otra observación.

—Vendrá con los muchachos el doctor Brown —dijo—. Haré que se lleve las flechas para analizarlas. Pronto sabremos si pasa algo con esto, como usted dice. —Levantó los ojos fijándolos en mí—. Usted parece haber aprovechado el tiempo, teniente. Le agradecería que siguiera, ayudándome en esto durante algún tiempo. Creo que me: será usted útil.

—Mi mujer y yo tendremos sumo placer en ayudarlo en todo lo que nos sea posible —repliqué, esponjándome un tanto.

El inspector sonrió. Era una sonrisa turbadora.

—Usted —dijo—, no la señora. No dudo de que es una muchacha inteligente, pero es mujer. Le seré franco, teniente, no soy partidario de que las mujeres se entremetan en cosas de hombres.

Dijo esto con tono bastante cordial, pero advertí en él una obstinación pareja a la de mi mujer. Yo me sentía feliz de que fuera lo bastante anticuado para pensar en Iris más bien como en un adorno que como en precioso auxiliar detectivesco. Desde ese momento en adelante toda clase de pesquisa sería peligrosa. Saludé al inspector como a un aliado en mi campaña de protección de Iris.

Craig contemplaba con asombro y hasta leve espanto la muñeca que reproducía la figura de Lorraine, cuando volvieron a entrar Iris y Wyckoff. Mi mujer anunció que Lorraine bajaría en seguida, y entregó al inspector el bolso de Dorothy y el último y breve testamento de Janet.

No sin satisfacción expliqué a Craig el poco simpático papel desempeñado por el conde Laguno en lo ocurrido hasta la fecha. Iris, Wyckoff y yo hicimos saber al inspector todo lo que sabíamos acerca de todo y de todos. No obstante, pasamos por alto el enredo de Wyckoff con Dorothy, y no hicimos mención del casamiento de Chuck con Lorraine ni de la escena habida entre Lorraine y Mimí en la escalinata del frente. Yo había prometido a Chuck dejar que se encargara él de las explicaciones relativas a su matrimonio. Fuera como fuese, no tardaría en salir todo a la luz.

El inspector escuchaba con la mayor calma. El cuadro era lo suficientemente complejo para alterar el espíritu más tranquilo, pero Craig no parecía inmutarse, como si el asesinato inmotivado, al parecer, de tres mujeres, más un ataque a una cuarta, fueran cosas de todos los días en Nevada.

No hizo más que comentar:

—¿De manera que esta Mimí Burnett estaba comprometida con el medio hermano de la señorita Pleygel?

—Sí —repliqué.

—¿Sabe usted de dónde es o alguna otra cosa sobre ella?

—No mucho. Creo que él la conoció en Las Vegas.

El inspector asintió con la cabeza.

—Aparte de la señorita Pleygel, la señora de Wyckoff y ustedes tres hay en la casa cuatro invitados más. Chuck Dawson, el medio hermano de la señorita Pleygel, el señor Flanders y el conde Laguno, ¿no es verdad?

—Así es.

—¿Dónde están ahora?

—Tienen que estar por aquí —dijo Wyckoff—. Arriba no los he encontrado.

—Perfectamente. —El inspector Craig se metió el bolso de Dorothy bajo el brazo y el testamento de Janet en el bolsillo—. Quisiera verlos ahora. Supongo que no estarán enterados de la muerte de la señorita Burnett…, es decir, ninguno de ustedes les ha dicho nada, ¿verdad?

Miré a Wyckoff, quien meneó la cabeza.

—No —dijo—, yo no se lo he contado.

—Bien —dijo el inspector—. Hay alguien en la casa que no necesita que se lo cuenten. Nuestra obligación es encontrarlo… o encontrarla.

Expresándose así, hacía que el asunto pareciera tan sencillo como levantar una aguja del suelo.

Pero en mi opinión, al menos, la aguja estaba todavía en lo más hondo del pajar.