En la enorme sala de estar reinaba una lobreguez de cámara mortuoria. La casa empezaba a ponerme nervioso. Dos días antes tan sólo habíamos constituido un grupo pasablemente alegre. ¡Y había que vernos ahora! Dorothy y Janet habían muerto. Bill Flanders y el conde estaban viudos. Fleur, que había escapado a la muerte por un pelo, estaba bajo la atención médica de su marido. Amado, nuevamente mero Walter French, lloraba un idilio roto, en tanto que Lorraine, con su matrimonio secreto en grave peligro de naufragar, estaba probablemente encerrada en su cuarto, negándose a escuchar las «explicaciones» de Chuck. Y ahí estábamos Iris y yo en lo más denso del asunto.
La proporción de bajas en aquella lujosa mansión era tan alta como la de un atolón del Pacífico batido por las tormentas.
Seguramente, reflexioné, ningún teniente de navío de la historia había soñado siquiera un modo peor de pasar un permiso.
Me serví una copa (la necesitaba), y me puse a pensar en Iris. Había llegado al extremo de sentirme preocupado si no la tenía ante los ojos. Me levantaba ya para buscarla cuando apareció Bill Flanders cojeando en su muleta. El exinfante de marina se me acercó. Parecía inquieto.
—Teniente, quiero preguntarle algo. Yo…, bien, estaba casualmente en el vestíbulo cuando Chuck llamó a la policía. Vendrán esta noche, ¿verdad?
—Sí —respondí—. Estarán aquí dentro de una hora, aproximadamente.
Flanders fijó la vista en sus manos de boxeador.
—He estado pensando… ¿Vienen a causa del accidente de Fleur de esta tarde?
Ya no tenía sentido continuar ocultando las cosas.
—Hemos avisado a la policía —dije—, porque alguien ha intentado asesinar a Fleur esta tarde, y porque alguien ha asesinado a Dorothy y a Janet.
No pareció sorprendido.
—Ya me lo figuraba, teniente. Supuse que Dorothy tuvo que haber sido asesinada, al fin y al cabo, cuando ocurrió eso con Janet.
Los árbitros de la conducta elegante podrían haber esperado que sufriera una conmoción al enterarse de que su esposa había sido asesinada, pero yo sabía que Bill se había sentido más que satisfecho por la muerte de Dorothy, y él sabía que yo lo sabía. En ese punto, al menos, nos entendíamos.
—He estado pensando —dijo súbitamente—. Usted tiene en su poder ese descabellado testamento que hizo Janet dejándome todo su haber, ¿verdad?
—Sí —contesté, perplejo por su pregunta.
—Este asunto no me gusta —dijo con voz áspera—. Janet apenas si me conocía. Me dejó todos sus bienes por una especie de capricho. No me siento con derecho a ellos, teniente, y quiero que me haga usted un favor: quiero que destruya ese testamento y que se olvide de él.
—¿Que lo destruya? Bill, no puedo destruirlo. Janet me lo dejó en custodia.
Bill me miró con expresión obstinada.
—No quiero su dinero.
—Escuche, Bill, es una locura tener esos escrúpulos. Janet le dejó a usted sus bienes porque quería resarcirlo de lo que le había hecho Dorothy y porque no quería que llegaran a poder de su marido. Si yo destruyera ese testamento lo heredaría todo Laguno. ¿Cree usted que a Janet le gustaría eso?
—Creo que no…; creo que no le gustaría mucho —dijo con débil sonrisa, que no tardó en desvanecerse—. Pero lo que ella tenía era una casa de modas de lujo, ¿no es verdad? Yo no puedo andar tonteando en una casa de modas, teniente.
—Puede usted venderla. Es un negocio importante. Con el producto que obtenga y el resto del dinero, podrá usted vivir cómodamente hasta el fin de sus días. —Fijé la vista en el colgante trozo de su pantalón donde debería haber estado su pierna—. No le será fácil encontrar empleo; nada fácil, por cierto. No sea tonto. Acepte lo que le ofrece el destino. Y si le da por ponerse magnánimo, siempre le queda el recurso de dotar un hogar para pesos pesados retirados o cualquier otra cosa que le guste.
Pareció sorprendido. Me miró, y después meneó la cabeza.
—Bueno, si es así…, lo lamento. Lamento haber planteado la cuestión. Olvide esto.
Se volvió, apoyado en su muleta, y se apartó cojeando.
—¿Ha visto usted a mi mujer? —le grité.
—Sí, está en la biblioteca, leyendo.
Pasé rápidamente frente a él y penetré en el vestíbulo. Al abrir la puerta vi a Chuck Dawson, que venía bajando las escaleras. Tenía la cara ensombrecida y borrascosa. Cuando estuvo cerca le dije:
—De manera que Lorraine no quiere atender a explicaciones todavía, ¿eh?
Chuck no me contestó. Frunció el ceño aún más, dobló en dirección a la puerta de la entrada, y salió dando un portazo.
Iris estaba sola en la biblioteca, sentada debajo de una lámpara de pie, con un voluminoso libro sobre la falda. Lo dejó a un lado al verme, y se me acercó. Con sólo cruzar una habitación podía hacer algo por uno. No era extraño que Hollywood y el señor Piatanovsky la hubieran convertido en estrella.
—Peter, ¿qué ha ocurrido? Todos han subido con aire furioso; primero Mimí, y después Amado, Lorraine y Chuck.
—Han ocurrido muchas cosas —le contesté.
—¿Han llamado ya a la policía?
—Sí. Vendrán dentro de poco. ¿Qué has estado leyendo?
—Oh, he querido conocer algo más acerca del curare. Estoy segura de que la solución de todo depende de este episodio inicial. Si pudiéramos comprender cómo fue envenenada Dorothy, creo que a lo demás se le podría encontrar cierto sentido. —Mi mujer se encogió de hombros con desaliento—. Pero no he podido averiguar nada en ninguna parte.
—Ya no tenemos necesidad de averiguar nada, mi vida. Ahora se encargará la policía de todo este asunto.
—Sí, ya sé. —Iris no parecía demasiado complacida—. Será un alivio saber que están aquí. Desaparecerá esa sensación de peligro. Pero, Peter, supongo que tengo una mente muy ordenada. Detesto dejar las cosas por la mitad.
Tenía un aire tan serio que me incliné para besarla.
—«Iris Duluth, la encantadora detective de Hollywood contratada por la Magnificent Pictures».
—Peter, no te rías de mí. Me vuelve loca ver gente asesinada a diestro y siniestro sin saber por qué. Nosotros tenemos el guante de Dorothy manchado de curare. He estado pensando en esos guantes, querido; son de piel. No creo que Dorothy haya podido pincharse el dedo a través de ellos. Son demasiado duros. Y esto significa que el guante tiene que haber estado manchado cuando los metió en el bolso. Pero tenemos también el bolso y en él no hay curare. Si convirtieron ese bolso en una trampa mortal, alguien debe de haberse apoderado de él más tarde y desarmado la trampa. Pero cualquiera puede haberse apoderado del bolso después de la muerte de Dorothy. —Iris parecía indignada—. ¡Oh Peter, todo es tan exasperante!!
Mi mujer tenía razón en lo que decía de la trampa con, el veneno. Wyckoff me lo había hecho ver. Una autopsia: no sería suficiente para demostrar que Dorothy había sido envenenada, y sin esto, probar que la muerte de Janet no había sido accidental resultaría una ardua empresa.
Mi mujer se echó el oscuro pelo hacia atrás con ademán desafiante.
—Peter, si no descubro cómo fue envenenada Dorothy, me sentiré frustrada y se me arrugará el cuello. ¿Te gustaría eso?
—No —dije.
—Entonces no dejes de interesarte en esto por la mera razón de que intervendrá la policía. Sigue ayudándome. Y, para empezar, dime qué es lo que ha pasado. —Suspiró—. No es justo. Tú intervienes en todo. Yo siempre me quedo fuera.
—Muy bien, querida. Te lo contaré todo, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que salgamos de esta espantosa biblioteca y subamos a nuestra habitación, donde podré besarte cuantas veces lo desee.
Iris deslizó su mano en la mía y nos encaminamos al vestíbulo. Estaba desierto. Antes había demasiada gente en la casa. Ahora Iris y yo parecíamos tenerla a nuestra entera disposición.
Cuando empezamos a subir la amplia escalera, apareció la figura de Mimí Burnett, bajando apresuradamente desde el primer piso. Llevaba un gastado abrigo de piel sobre su vestido medieval y traía una maleta en la mano.
Al llegar junto a nosotros, sus pequeños ojos negros se clavaron en mí con frialdad.
—Me voy en el auto de Chuck. Si alguien me necesita, que me busque en el Riverview de Reno.
Pasó velozmente junto a nosotros y salió por la puerta de la fachada, que dejó abierta. Iris la siguió con la mirada.
—¿Se puede saber qué es lo que piensa hacer?
—Esta es una de las cosas que tengo que contarte —dije.
Llegamos a nuestra habitación y nos dejamos caer sobre las camas. Todos los demás muebles del cuarto eran demasiado angulares y modernos para resultar cómodos. Hice a mi mujer un minucioso relato de mi breve conversación con Bill Flanders respecto al testamento de Janet y le conté luego lo demás.
—Así están las cosas —concluí—, excepto que Chuck llamó además a un tal inspector Craig. Al parecer es un buen hombre y tratará de que no haya escándalo…, si es que alguien puede impedir que haya escándalo con tres asesinatos de por medio.
Iris estaba tendida en su lecho, con la cabeza apoyada en el brazo, mirándome con expresión solemne.
—Nunca imaginé que Lorraine estuviera casada con Chuck, aunque él pertenece precisamente a ese tipo de hombre musculoso y atlético conque suelen casarse las herederas. Pero ¿por qué lo han mantenido secreto?
—Parece haber sido idea de Chuck. No quería que la gente se enterara de que se había casado con Lorraine sin tener un centavo propio. Lorraine le prestó el dinero para instalar el club. Esperaban que fuese un éxito. Después Chuck podría aparecer en los periódicos como el opulento hombre de negocios de Nevada o cualquier otra cosa por el estilo.
—Pero no cabe duda de que el club debe de marchar bastante bien a estas alturas. Hace ya tiempo que le está produciendo ganancias.
—Así es. Y ahora estaban dispuestos a anunciar el casamiento. Por eso es por lo que Lorraine llamó al mítico señor Throckmorton. Ella quería que fuera el primero en saberlo y darle su bendición de tutor. A propósito, ésa es la causa de que nos haya traído a su casa, así como a los Laguno, los Flanders y los Wyckoff. Quería que todos se reconciliaran y que todo el mundo se sintiese feliz para celebrar su propia boda.
Iris sonrió con amargura.
—¡Pobre Lorraine, las cosas no le han salido como esperaba!
—No, no exactamente.
—Pero lo de Mimí no lo entiendo. ¿Por qué motivo habría de andar Chuck tonteando con una pequeña farsante como Mimí, justamente ahora, cuando iban a anunciar el casamiento? Yo soy mujer, quizá no comprenda estas cosas, pero ¿es Mimí el tipo de arrebatadora sirena que hace olvidar a los hombres el amor, la palabra empeñada y los millones de los Pleygel?
—En lo que a mí respecta no me haría olvidar una barrita de caramelo de cinco centavos.
—Entonces, ¿en qué consiste su extraño poder sobre Chuck?
—Ahí está el quid —dije.
Iris comenzó a pasear la mirada distraídamente por la habitación. De pronto, concentró la atención en el tocador.
—¡Peter! —exclamó.
—¿Qué pasa?
Mi mujer saltó del lecho y empezó a correr de un lado a otro, inspeccionando el tocador y después la cómoda. Volvió luego junto a mí.
—Peter, alguien ha registrado esta habitación.
—¿Registrado?
—Sí. Han movido las cosas de encima del tocador. Yo siempre pongo ese frasco de perfume a la izquierda y… fíjate en los cajones de la cómoda. Estoy segura de haberlos dejado todos cerrados, y ahora dos están un poco abiertos. Tú no has vuelto aquí después de la cena, ¿verdad?
—No.
—Entonces alguien la ha registrado.
Me puse en pie.
—¿Falta algo?
—En seguida te lo diré.
Iris buscó febrilmente entre nuestras cosas.
—No, querido, no falta nada. Lo he mirado todo, excepto el cajón cerrado con llave.
—¿El cajón cerrado con llave?
—Sí, el cajón donde guardo la alcancía. El sitio donde pusimos el testamento de Janet. También tengo allí el bolso de Dorothy.
Iris hurgó en su propio bolso en busca de la llave y abrió el cajón de la mesa de tocador. Yo corrí hacia ella.
Estaba todo. El azul y rollizo cerdito alcancía nos miraba de soslayo, y junto a él yacían el bolso plateado de Dorothy y un pliego de papel doblado que reconocí como el testamento de Janet.
Iris levantó la vista excitada.
—Peter, debe de haber sido el testamento o el bolso lo que buscaban. Y habrán tenido demasiada prisa para correr el riesgo de forzar la cerradura. ¡Qué suerte haber cerrado con llave el cajón!, ¿verdad?
Yo reflexionaba.
—Nadie sabía que nosotros teníamos el bolso de Dorothy, excepto Wyckoff, quizá. Pero no veo por qué habría de intentar robarlo. Debía de ser el testamento lo que buscan.
—Fue Bill Flanders —dijo Iris—. Quizá haya venido aquí esperando poder destruir el testamento por sí mismo. Y después, no habiendo podido encontrarlo, se dirigió a ti.
—O quizá haya sido Laguno. Desapareciendo este testamento, él quedaba como único heredero en virtud del anterior. Este hombre no me inspira ninguna confianza. —Me incliné y saqué del cajón el testamento y el bolso, depositándolos encima de la cómoda—. Sea como sea, quien intentó robarlo una vez, probablemente intentará de nuevo. Estas dos cosas son demasiado peligrosas para guardarlas en un cajón con una cerradura de diez centavos. Tan pronto como vengan los de la policía, les entregaremos estos dos pequeños objetos.
—Me parece que tienes razón —asintió Iris sumisamente.
Oprimió luego el cierre dél bolso, y éste se abrió permitiéndonos ver su interior. Iris sacó los guantes de Dorothy y después fijó la vista en el pequeño tesoro de fichas de ruleta. Alisó el guante de la mano derecha, dejando ver la mancha rojiza del dedo mayor. De repente soltó una exclamación de enfado, tomó una de las fichas y salió corriendo en dirección al cuarto de baño.
—¿Qué demonios…?
Oí ruido de agua que corre. Después volvió a aparecer Iris. Tenía la ficha en una mano y en la otra una toalla blanca. Agitó la toalla delante de mí con aire desesperado.
—Mira, Peter.
Miré la toalla. Cruzaba el blanco lino una mancha rojiza, de tono casi idéntico al de la mancha del guante.
—Mira, querido —repitió Iris—. ¡Y yo estaba tan segura de que el guante estaba manchado de curare!
—Pero ¿qué?… —comencé a decir, confundido.
—Mira el color de estas fichas de ruleta…, es castaño rojizo, lo mismo que el curare. Están hechas de un material barato. Acabo de mojar esta ficha en el cuarto de baño y la he secado con la toalla. ¿No te das cuenta? Una de las fichas con que jugó Dorothy en el club de Chuck habrá estado húmeda. Así es como se manchó el guante. No es curare…, es tintura.
Se dejó caer sobre el borde del lecho.
—¡Oh Peter!, todo queda en la nada. Estamos en el mismo punto desde donde partimos. La autopsia no podrá demostrar que Dorothy fue envenenada con curare. La camioneta rural probablemente estará tan destruida por el fuego que no será posible probar que limaron el cable del freno. En cuanto a lo de Janet, nunca tuvimos prueba alguna para demostrar que fue asesinada. Vendrá la policía. Pero ¿qué podremos demostrar? Sólo que tres personas han sufrido otros tantos accidentes, y que todo es muy sospechoso. Nada más. No poseemos ninguna prueba de que haya habido crímenes. No poseemos nada. Querido, tú serás un héroe en el Pacífico, yo seré una estrella de Hollywood, pero como detectives somos… dos inutilidades.
Como de costumbre, tenía razón. La mancha del guante era casi lo único tangible que teníamos para mostrar a la policía. El inspector Craig, a menos que se pudiera probar algo concreto, estaría tan desasistido como nosotros.
Yo no me preocupaba tanto por el asunto como Iris. A ella la manía detectivesca la había atacado con más fuerza que a mí. Todo lo que yo quería entonces era poder llevármela de ese lugar calamitoso y pasar algunos días de tranquilidad con ella antes de volver a mi barco. Así ocurre siempre con las licencias. Los primeros días me parecía tener todo el tiempo del mundo; tiempo bastante para andar entrometiéndome en misterios ajenos. Ahora pensaba en términos de mi partida. El tiempo me era infinitamente precioso. Me lamentaba por cada segundo que no había pasado con Iris.
Me eché sobre la cama próxima a la de ella.
—No te inquietes por eso, querida. Déjalos que se maten unos a otros. ¿A quién le importa?
Empecé a besarla. No tardé en olvidar que mucha gente tenía muchos problemas. Pero por último Iris se apartó de mí.
—Querido Peter, el inspector Craig estará aquí de un momento a otro. —Se levantó y se dirigió a la ventana—. Si nos quedamos aquí y escuchamos podremos oír el coche.
Me acerqué a ella, deslizando el brazo en torno a su cintura. Nuestra ventana, de manera muy poco romántica, miraba hacia los garajes, que formaban una pulcra hilera blanca un poco más allá de la entrada principal de la mansión. La luna de Nevada lucía radiante en un cielo de purísimo azul.
Yo fijé la vista en los garajes. La puerta corrediza de uno de ellos estaba entreabierta, y un pequeño objeto de color claro que yacía sobre la grava atrajo mi atención. Mientras lo contemplaba, se levantó una ráfaga de viento que lo envió por los aires a través del patio. Por fin se detuvo en un cuadrado de luz que reflejaba una de las ventanas de abajo, y vi que era una media de mujer.
—Una media —dijo Iris—. Ha salido del garaje.
Yo volví a mirar la abierta puerta del garaje. En el interior, vagamente discernible desde nuestra ventana, se veía un bajo cupé convertible. Reconocí sus líneas.
—Iris, ¿no es el auto de Chuck ése que está en el garaje?
—Creo que sí —respondió Iris mirándome—. Pero Mimí dijo que pensaba ir a Reno en él.
—Debe de haberse ido en alguno de Lorraine. Pero ahora que lo pienso, no he oído salir ningún coche del garaje; ¿y tú?
—No, yo tampoco. Tendríamos que haberlo oído desde aquí. Pero, Peter, Mimí no puede haberse quedado en el garaje todo ese tiempo. Quizá haya decidido no ir.
—No era a ella a quien tocaba decidir esto. Lorraine la ha echado. ¡Y la media ésa! ¿Qué hace allí esa media?
Mi mujer y yo nos miramos uno a otro. Yo me encaminé a la cómoda, cogí el testamento y el bolso de Dorothy, y los volví a guardar bajo llave en el cajón del tocador, junto con el cerdito alcancía. Le tiré la llave a Iris.
—Vamos —dije.
Salimos de la habitación, cerrando la puerta con llave para mayor seguridad. Cuando empezábamos a andar por el desierto corredor, se abrió la puerta del cuarto de Chuck e hicieron su aparición Chuck y Amado.
Nos acercamos a ellos y yo pregunté a Amado:
—¿Le pidió usted a Lorraine que dejara quedarse a Mimí?
Amado parecía abstraído.
—Pues…, no. Intenté hablar con Mimí y después con Lorraine, pero ninguna de ellas quiso escucharme. ¡Qué cosa tan terrible! Estuve hablando con Chuck. Él me asegura que no hubo nada entre Mimí y él, absolutamente nada. Como Mimí es tan cariñosa y…
Yo interrumpí sus divagaciones.
—Chuck, Mimí iba a ir en su coche a Reno, ¿no es cierto?
El marido de Lorraine me devolvió la mirada con expresión desafiante.
—¿Y por qué no? De alguna manera tenía que ir.
Iris me empujó hacia adelante con impaciencia.
—Vamos, Peter.
Seguidos por las miradas perplejas de ambos hombres, nos encaminamos apresuradamente hacia las escaleras y descendimos al desierto vestíbulo. Yo abrí prestamente la gran puerta de la entrada. Corrimos luego hasta el camino de acceso y doblamos hacia atrás, bajo un alto arco de color blanco, en dirección a los garajes.
La media, pequeña y lastimosa, yacía aún en el suelo, cerca de la casa. Iris la levantó. Yo me precipité hacia la puerta entreabierta del garaje. Atravesado sobre el umbral había un objeto. Casi tropecé con él, me aparté hacia un lado para evitarlo. Era una maleta. Estaba abierta y su contenido yacía desparramado por el piso, en revuelta confusión.
Oí la voz de Iris.
—Es una media perfectamente buena. Debe de ser de Mimí.
—Lo es —respondí—. Aquí está su maleta. La han abierto y la han registrado.
Iris se me acercó. Yo salté por encima de la maleta, penetrando en el oscuro interior del garaje. Pude advertir una llave de luz en la pared. La hice girar.
Iris, a mis espaldas, lanzó una pequeña exclamación entrecortada.
Yo también estaba muy lejos de sentirme dueño de mí.
Mimí Burnett yacía despatarrada junto al cupé verde de Chuck, sobre la piedra desnuda del piso del garaje. El abrigo de piel, extendido desde sus hombros, se asemejaba a las alas de un murciélago muerto. El vestido medieval estaba arrugado y torcido, y su cabeza se hallaba en media de un charco de sangre.
Se veía a su lado una piedra, de borde irregular y manchado de sangre. Era más que evidente el propósito con que se la había utilizado.
Me arrodillé, tembloroso, inclinándome sobre ella. Los ojos de Mimí miraban con ciega fijeza. Sus labios, ya no más ingenuamente traviesos, se entreabrían en una tonta sonrisa sin sentido.
Miré el aterrorizado rostro de mi mujer.
—Peter —susurró—; ¿está…, está…?
—Sí —contesté—. Es eso exactamente: está muerta. Parece que la era de accidentes ha terminado. Esta vez se trata de un asesinato; de un sencillo y honrado asesinato, que no deja lugar a ninguna duda.