Cuando llegamos a la casa, Wyckoff ya había llevado arriba a su mujer. Sólo Bill Flanders se hallaba en el amplio vestíbulo, en pie, apoyado en su muleta, debajo de un lienzo enorme y manifiestamente indecente, que uno de los «divinos artistas» de la época en que la locura de Lorraine la constituía el arte, había pintado en México, y que era «en realidad tan atrayente, chicos». Flanders no había encendido ninguna luz. Al entrar tuvimos la impresión de que en aquella alta y sombría estancia se cernía algo macabro.
No era tan sólo la triste luz del crepúsculo. Las casas son curiosas. Se impregnan del estado de ánimo de sus ocupantes como el papel secante de tinta. Todos estábamos un poco asustados entonces. Era inútil negarlo. Hasta el prosaico Amado había revelado su sentir y admitido que el crimen, astutamente disfrazado de casualidad, se había hecho presente tres veces en tres días. La casa reflejaba nuestro temor. Las puertas que daban acceso al comedor y a la biblioteca parecían frágiles barricadas contra desconocidos terrores. Y la enorme escalera, que antes sólo había sido algo por donde subir, parecía conducir ahora a un reino de impalpables peligros.
Lorraine se estremeció y dijo:
—Encendamos la luz. Esto parece una tumba. —Fue hacia un lado y otro arrastrando su vestido de tafetán de color frambuesa negra, encendiendo las luces. Cuando se iluminó la habitación, lanzó una exclamación—: ¡Queridos, qué conjunto tan desmelenado formamos! —Sus ojos se posaron en Mimí, entornándolos con la malignidad que parecía reservar exclusivamente para la novia de su hermano—. Mimí, encanto, cualquiera diría por tu aspecto que has sido raptada por los Paiutes. Ven, vamos arriba y arreglémonos un poco.
Lorraine, Mimí e Iris subieron al primer piso. Laguno se escurrió hacia la sala de estar para servirse algo. Bill Flanders se nos acercó cojeando a Amado y a mí, y comenzó a asaetearnos a preguntas acerca de lo que le había ocurrido a Fleur. Le conté lo sucedido, pero yo mismo no prestaba atención a mis palabras. ¡Las cosas se estaban poniendo tan desesperadamente ineluctables! El asesinato de Dorothy había sido bastante razonable. Cualquiera que estuviera en su sano juicio hubiera deseado matar a Dorothy. Hasta para la muerte de Janet había habido algún motivo. Pero ¿por qué demonios habría de desear nadie matar a la pequeña Fleur Wyckoff?
Quizá, al registrar la habitación de Dorothy, hubiera encontrado algún objeto cuya existencia ignorábamos, algo que tal vez no le hubiera parecido importante a ella, pero de vital importancia para el asesino. Esta teoría no carecía de cierta lógica. Pero, contagiado por la insidiosa atmósfera de la casa, yo comenzaba a abandonar todo intento de encontrar una explicación sensata.
Tres mujeres se disponían a divorciarse de sus maridos. Dos de ellas estaban ahora muertas, y la tercera se había librado de la muerte por milagro.
Era como si algún extraño poder rondara por la glacial casa de Lorraine, dispensando la muerte a las divorciadas.
Yo tenía muchos más deseos de beber algo que de satisfacer la curiosidad de Bill Flanders. Lo dejé y seguí al conde a la sala de estar. Stefano Laguno se había situado en un rincón con su highball. Daba la impresión de estar a la vez inquieto y consciente de su virtud.
Mientras yo me servía un Scotch puro de una garrafa colocada sobre un aparador estilo Reina Ana, el cual se hallaba en el extremo más lejano de la estancia, Amado French se me acercó y se sirvió una copa. Echando una conspiradora mirada hacia el conde Laguno por encima de su rollizo hombro, susurró:
—¿No bromea usted, teniente? ¿Cree de verdad lo que acaba de decirme: que Dorothy y Janet fueron asesinadas?
Yo no me encontraba en disposición de andar con evasivas, y necesitaba todos los aliados que pudiera conseguir. Le conté exactamente todo lo que sabía y sospechaba. Pareció más aliviado que sorprendido. Había estado pensando algo muy semejante, dijo, pero se había figurado que debía de estar loco. Era bastante agradable saber que no lo estaba. Se hallaba ansioso por actuar. A pesar de las gafas y del cabello encanecido, se parecía absurdamente a un chaval jugando con entusiasmo al juego de «Policías y ladrones».
—Tenemos que avisar a la policía inmediatamente —dijo—. Y esta vez seremos usted y yo los que vamos a dar las explicaciones del caso, no Chuck y Wyckoff.
Era esto justamente lo que yo había proyectado, sólo que quería que también interviniera Wyckoff. Se lo expliqué a Amado diciéndole que, como médico de Dorothy, era la persona más indicada para pedir una autopsia. También dije que pondríamos al tanto de nuestras intenciones a Lorraine, antes de envolver a sus invitados en una investigación por triple asesinato. Amado pareció vacilar cuando mencioné a Wyckoff. Evidentemente, su idea de «Policías y ladrones» no implicaba en absoluto que uno de los policías depositara confianza en uno de los posibles ladrones. Pero no hizo ninguna objeción. La verdad es que parecía causarle alivio verme dispuesto a cargar con la responsabilidad. Tendría así más tiempo para dedicarlo a Mimí. «Pobre Mimí —dijo—, sería una terrible conmoción para su sensible naturaleza saber que andaba suelto un criminal».
Yo sentía por mi parte que a estas alturas del juego hasta un retrasado podría haberse dado cuenta de que andaba suelto un criminal, sin que hubiera necesidad de decírselo, y Mimí Burnett, pese a su afectada actitud de hada etérea, era tan sensible como una barra de hierro.
Pero yo no estaba cegado por el amor.
Lorraine, Mimí e Iris hicieron su entrada en la sala de estar, nuevamente esplendorosas después de una sesión frente a sus respectivos espejos. Todas se sirvieron alguna bebida, pues dos muertes y una tercera evitada por un pelo eran lo suficiente, al parecer, para apagar aún la vivacidad de Lorraine. Las tres mujeres se sentaron, dando la impresión de estar demasiado compuestas para la ocasión. Laguno y Bill Flanders parecían malhumorados, cada cual según su estilo particular, mientras que Amado rondaba solícitamente en torno a su prometida, que había decorado la parte delantera de su traje medieval con una solitaria rosa blanca.
El maligno influjo que parecía reinar en el vestíbulo se extendía hasta aquí. No se mencionó la palabra crimen, pero era fácil advertir que nadie pensaba en otra cosa.
Mientras permanecían ahí sentados tratando de disimular sus sentimientos, el miedo iba cobrando cuerpo en sus; miradas a ojos vistas.
Transcurridos unos instantes, anuncié en medio del embarazoso silencio que subiría para ver cómo estaban los; Wyckoff. Lorraine, en un lastimoso intento de mostrarse digna dueña de casa, dijo:
—¡Oh, sí!, querido; y pregúntales si podemos serles útiles en algo.
Iris se levantó y dijo:
—Voy contigo, Peter.
Me dirigí al vestíbulo seguido de mi mujer. Estaba muy hermosa. Eclipsando en elegancia el complicado atavío de Lorraine y la creación de Mimí tipo Mariana la de la Granja del Foso, llevaba su ceñido vestido nuevo, de color crema y de líneas alargadas, que había comprado especialmente para mi permiso. Se lo había puesto, sin duda, para mantener alto el ánimo.
Deslizó la mano bajo mi brazo.
—Peter, ha sido horrible estar sin saber nada. Dime todo lo que ha pasado desde que me dejaste para ir a hablar con Wyckoff.
Le hice un resumen general de todo lo que sabía mientras subíamos las escaleras.
—Y Fleur iba a Reno en busca de la carta que le robamos —dijo Iris con una mueca—. Somos una espléndida pareja. Entre los dos casi nos las arreglamos para despacharla al otro mundo.
—Este es uno de los muchos motivos que tendré para alegrarme cuando la policía se encargue de esto.
Al terminar de subir las escaleras Iris se detuvo.
—Peter, no puedo expresarte cuánto me satisface que no tengamos que seguir lidiando solos. Esto se parece a la camioneta, precipitándose cuesta abajo cada vez más rápidamente.
Yo leía en sus ojos que estaba asustada. Me resultaba odioso tener que verla así.
—Fuimos unos locos en no haber hecho nuestras maletas y partido ayer —le dije—. Ahora es demasiado tarde. Nadie podrá irse. Me daría un puntapié por haber malogrado mi permiso.
—Tú no lo has malogrado, querido. Yo estaba tan resuelta como tú a quedarme. ¿Y cómo podríamos malograrlo estando los dos juntos? —Iris sonrió, pero su sonrisa no tardó en desvanecerse—. Hasta la casa está empezando a darme miedo. Habiendo un asesino que se escuda detrás de astutos accidentes, uno no se siente seguro en ninguna parte. Quizá podrían matarle al entrar en un cuarto, o mientras enciende un cigarrillo, o… o se limpie los dientes. —Emitió una pequeña carcajada ronca—. Hasta ahora, Peter, se ha ocupado de las esposas descontentas. Lo único que espero es que no se le ocurra empezar con las contentas.
Ahí estaba Iris diciendo exactamente lo que yo había dicho a Amado con otras palabras. Al decirlo yo no había parecido gracioso. Ahora lo parecía infinitamente menos.
Echamos a andar en dirección al aposento de Fleur. Cuando llamamos a la puerta apareció Wyckoff. Tenía un aspecto de extática felicidad. Dijo que Fleur había recobrado el sentido. Todavía le costaba creer que estuviera ilesa. La salvia había impedido que siguiera rodando. Si no hubiera sido por la advertencia de Amado era seguro que no se habría salvado. Con una tímida mirada de soslayo a Iris, me dijo que había seguido mi consejo, confesando todo a su mujer. Ella, a su vez, le había confesado el motivo que la impulsó a robar la carta. La reconciliación, según parecía, era completa.
Dije a Wyckoff que había decidido contarlo todo y confiar el caso a la policía.
—Quiero que usted intervenga en esto, de manera que pueda contarles a su modo la cuestión del certificado de defunción de Dorothy y de la autopsia.
Él me miró extrañado.
—Me da usted la oportunidad de salvar mi carrera. No puedo comprender todavía por qué es usted tan generoso.
—¡Oh, bueno! —tartamudeé—, la gente tiene que ayudarse entre sí.
Wyckoff dijo que podía hablar con Fleur siempre que no me quedara demasiado. Fleur estaba tendida en la cama, junto a la ventana. Yo me acerqué a ella mientras Wyckoff e Iris permanecían al lado de la puerta, A pesar de los rasguños y magulladuras, el rostro de Fleur estaba radiante. Me dirigió unas entrecortadas palabras de agradecimiento por la parte que yo había tenido en la reconciliación entre ella y su marido. Como era por mi culpa por lo que había estado a punto de ser asesinada, eso me pareció verdadera magnanimidad.
—¡Y fue usted tan amable dándole la carta a David! Tendría que haberla destruido apenas la encontré, pero no sé por qué no podía decidirme a hacerlo; no podía hacerlo antes de que David me lo hubiera explicado todo. —Sonrió—. Ahora la hemos destruido.
—A esa camioneta… —dije— le habían hecho algo. ¿No es cierto, Fleur?
En su rostro se reflejó la impresión del terrible recuerdo.
—Sí. En cuanto doblé la primera curva no me cupo duda. Hasta entonces los frenos habían funcionado perfectamente, y luego, de pronto, pareció como si no tuviera frenos de ninguna especie, como si el cable se hubiera roto.
—Entonces tiene usted que decirme algo. ¿Quién sabía que iría usted a Reno? Es decir, ¿quién puede haber tenido tiempo de limar el cable mientras estaba usted arriba hablando con Lorraine?
—Pues…, yo le pedí al conde que me sacara el coche.
—¿No se lo dijo a nadie más?
—No. Bill Flanders estaba cerca cuando se lo dije a Laguno. Estaba leyendo y no parecía escuchar. No había nadie más. Ustedes tres estaban arriba. Mimí y Amado habían salido a pasear. Y Chuck estaba en Reno.
—Muy bien —dije—. Una última cosa. La noche que registró usted las cosas de Dorothy, ¿no se llevó alguna otra cosa aparte de la carta de su marido?
—Encontré también aquella otra carta, la que le había escrito Laguno. —Hubo una vacilación en la mirada de Fleur—. Quizá haya hecho mal en haberla deslizado debajo de la puerta de Janet, pero…, bueno, me pareció justo que ella la viera.
—¿Y no se llevó usted nada aparte de las dos cartas?
—No, nada.
—¿Está usted segura? ¿Ni siquiera algún objeto pequeño, algo sin ninguna importancia a sus ojos?
Fleur se estremeció en su cama.
—Estoy segura que no, Peter. ¿Qué quiere usted…?
Yo le sonreí y palmeé su pequeña mano.
—No se inquiete. No queremos que esa linda cabeza magullada se preocupe.
Wyckoff e Iris se nos acercaron. Mientras Iris decía algunas palabras a Fleur, Wyckoff tomó la mano de su esposa y comenzó a mirarla con reverente adoración, casi como si esperara que le brotara un halo de la cabeza y que se fuera volando a través del cielo raso.
Iris y yo nos retiramos. Una vez fuera, en el corredor, Iris me dijo:
—De manera que sólo Laguno sabía que Fleur utilizaría el coche, Peter.
—Sí, sólo Laguno, y tal vez Flanders.
—Pero no puede haber sido Bill Flanders. No puede haber estado metiéndose debajo del coche con su única pierna.
—No —contestó—; creo que no.
Cuando llegamos al vestíbulo los demás estaban reuniéndose para ir a cenar. Yo hice un aparte con Amado, y decidimos entre los dos que hablaríamos con Lorraine después de la comida y que llamaríamos luego a la policía.
Por alguna razón se había decidido que aquella noche comeríamos a la luz de las velas. Las velas, se supone, crean un ambiente íntimo y cordial. En aquella estancia desnuda, asépticamente moderna, no producían este efecto. Los conos de fluctuante luz iluminaban los rostros con un fulgor fantasmagórico.
La cena fue una de las más esmeradas de Lorraine, pero esto no sirvió de nada. Cosa bastante extraña, a pesar de las miríadas de corrientes encontradas de tensión, era la hostilidad entre Lorraine y Mimí lo que dominaba la atmósfera. No por lo que se decían. En verdad apenas si se hablaban. Pero de vez en cuando Lorraine echaba una mirada a Mimí, a través de la mesa, y la luz de las velas revelaba un ominoso destello en sus ojos. Mimí era menos transparente. La luz suave la favorecía. Con su escotado traje castaño de mangas merovingias y la rosa blanca en el pecho, parecía casi tan pintoresca como creía. Picoteaba su comida como un pájaro, interrumpiéndose a cada momento para acariciar la rosa. Pero se advertía en ella una inconfundible satisfacción, una especie de triunfo interno.
Supuse que todo esto tendría algo que ver con Chuck Dawson, pero no sacaba nada en limpio. La relación entre Mimí y Chuck rebasaba mi comprensión.
Miré a Amado de soslayo para ver si él me ofrecía algún indicio. Pero Amado comía gravemente, sin poner en juego su imaginación. No parecía advertir nada en especial.
Después de la cena Amado y yo dijimos a Lorraine que queríamos hablarle a solas, y ella nos llevó a un pequeño aposento contiguo a la biblioteca que yo veía por vez primera. Era muy francés, con una alfombra Aubusson, sillones de brocado amarillo y gran cantidad de finas porcelanas de Sévres. En la chimenea ardía un fuego. La habitación debió de ser concebida por uno de los mejores decoradores de Lorraine.
Nuestra anfitriona acercó uno de los sillones amarillos al fuego y se sentó. Tenía un aspecto espléndido con sus manos pequeñas y nerviosas, su revuelta cabellera y su traje de color frambuesa negra. La elegancia de su figura armonizaba perfectamente con la estancia. Amado, gordo y pontifical, se sentó sobre un diván. Yo seguía en pie, colocándome junto a Lorraine, frente al fuego.
—Bien, queridos —dijo ella—. ¿De qué se trata?
Yo tenía el presentimiento de que nuestra gestión resultaría dificultosa. Desde el primer momento Lorraine había estado ofreciendo una soberbia imitación del avestruz. No la culpaba. Lo que pasaba es que tenía demasiado dinero. Siempre habían estado el señor Throckmorton y sus paniaguados para impedir que se pusiera en contacto con un mundo donde podía darse algo tan espantoso como el crimen. Tener que decirle que había un asesino en su casa era como tener que decir a una princesa de cuento de hadas que la varita mágica de su madrina estaba descompuesta, y que el sapo, en vez de convertirse en un príncipe, según lo establecido, continuaría siendo sapo.
No obstante, cuando comencé a hablar de la camioneta, Lorraine, con gran sorpresa mía, completó la frase por sí misma.
—Quieres decirme que alguien limó el cable del freno. Ya lo sé. Me he dado cuenta perfectamente. No hace una semana todavía hice revisar los frenos de la camioneta. —El resplandor del fuego jugueteaba sobre su rostro pálido, intenso—. Puedo parecer tonta, pero no lo soy a tal extremo. Alguien ha intentado asesinar a Fleur esta noche. —Levantó la vista—. Esto significa que también Dorothy y Janet fueron asesinadas…, a pesar de todo. Este terrible conde Laguno tenía razón. Pensáis avisar a la policía, ¿verdad? Es por eso por lo que me habéis hecho venir aquí, para darme la noticia con suavidad, como si yo fuera alguna horrible vieja postrada, vestida con una balita de cama y un gorro de dormir de raso rosado.
—Me alegro de que lo tomes así, Lorraine —dije.
—¿Cómo creías que lo iba a tomar? Yo tenía fe en David y… en Chuck, con respecto a Janet y Dorothy. ¿Por qué no habría de tenerla? No había nada que pudiera suscitar sospechas. Pero ahora… Peter, ¿qué pasa? ¿Qué es lo que sucede? —Su mirada, suplicante, saltó de mí hacia su medio hermano—. Las invité a que vinieran. Invité a sus maridos. Supongo que fui una idiota. Pero tenía mis razones. Quería que todos fuesen felices. Yo…, yo nunca me figuré que… Peter, yo las invité aquí, y… y ahora están muertas.
Sus ojos estaban cargados de temor. Yo me acerqué a ella y la tomé de los brazos.
—Tú no tienes la culpa, chiquilla.
Lorraine se puso en pie, apartándose de mí y clavándome los ojos.
—Peter, ¿quién es el autor de todo esto? ¿Quién lo hace?
—¡Ojalá lo supiera!
Amado también se levantó.
—No te aflijas, Lorraine. Supongo que la policía lo descubrirá. Ahora es cosa de ellos.
—¿Avisaréis en seguida?
—Cuanto antes, mejor —dije yo sombríamente—. No podemos saber qué ocurrirá a continuación.
—¡Si al menos no hubieran hecho bajar al señor Throckmorton del aeroplano! —Lorraine me asió del brazo—. Peter, querido, por favor, espera a que Chuck regrese de Reno. Tiene que estar aquí de un momento a otro.
Con una voz en la que se percibía hostilidad, Amado dijo:
—¿Por qué tenemos que esperar a Chuck? Tú misma admitiste que fue uno de los que trataron de tapar el asunto.
—Yo no he dicho eso. —Lorraine giró en dirección a mí—. Amado quiere dar a entender que Chuck impidió deliberadamente que se enterara la policía. Esto no es cierto, ¿verdad que no?
—Puede no ser cierto —respondí—. No hizo más que seguirle el juego a Wyckoff. Fue Wyckoff quien comenzó a ocultar. Y ahora admite que se equivocó. Admite que probablemente Dorothy fue envenenada. Pedirá que le hagan una autopsia. —Y al acabar de decir esto, como pude leer en los ojos de Lorraine el intenso amor por Chuck y que sería la muerte para ella tener que sospechar de él, añadí—: No te aflijas por Chuck. Tú lo conoces mejor que ninguno de nosotros. Tú sabes lo que es o no es capaz de hacer.
Lorraine se volvió a medias hacia su hermano.
—Amado…, ¡qué nombre tan repelente! ¿Por qué te llamo Amado? Walter es el nombre que te puso mamá, y es un nombre bastante bueno. Walter, espera por favor a que regrese Chuck.
Amado me miró y comenzó a tartamudear:
—Bien…
—¡Por favor! —dijo Lorraine, cruzando el cuarto hasta donde él estaba—. Walter, no lo comprendes. Tú nunca has sido rico. Oh, ya sé que ha de ser duro tener por hermana a una de las muchachas más ricas del mundo. Pero lo soy, y eso significa que cualquier cosa relacionada conmigo se convierte en sensacional. Todo lo que me ocurre aparece impreso en todos los periódicos escandalosos del mundo. Piensa en lo que será para mí tener que soportar por el resto de mi vida que, vaya donde vaya, la gente me mire y empiece a susurrar: «Esa es Lorraine Pleygel. Yo siempre quedé intrigada acerca de esas mujeres, que asesinaron en su casa. ¿Sabes? Dicen que…». Chuck conoce a todos los empleados de la policía de Nevada. Si fuera él quien los llamara y les hablara, se mostrarían más amables. Tratarían de ayudarme, de ver que las cosas no-aparezcan en primera página. ¿Comprendes?
Amado le acarició la mano torpemente.
—No creo que haya inconveniente en que esperemos a Chuck, ¿verdad?
—Claro —dije yo.
—Gracias, a los dos. ¡Muchas gracias!
Lorraine sacó un cigarrillo de una pequeña pitillera y lo encendió. Volvió a acercarse al fuego. Nadie decía palabra. Mientras contemplaba la esbelta y elegante figura de Lorraine, de pie frente a las fluctuantes llamas, me puse a pensar en ella. Hacía años que la conocía y sentía por ella mucho afecto, pero todavía constituía un enigma para mí. ¿Por qué motivo, por ejemplo, no se había casado? Desde que yo era amigo suyo, se había comprometido por lo menos cinco veces, y en todas ellas, súbitamente, el compromiso se había roto. ¿Por qué? ¿Era a causa de su dinero? ¿Descubría en el último momento que era su fortuna más que ella misma lo que había atraído a sus admiradores? También me puse a pensar en Chuck, el reservado jugador acerca de quien, al parecer, se sabía tan poco. Que Lorraine estaba loca por él no admitía duda. Ya acababa de verlo en sus ojos mientras hablaba de él.
Pero también había visto otra cosa. Una imagen del hipócrita rostro de Mimí Burnett asomó a mi mente; Mimí con su rosa blanca y su traje medieval, Mimí con sus repulsivas efusiones con Amado y sus taimadas miraditas a Chuck. ¿Era Mimí la causa de esa mirada diferente en los ojos de Lorraine?
En el delicado aposento amarillo reinaba gran quietud. De pronto, desde detrás de la ventana, oí el ruido de un coche que torcía hacia la puerta de la entrada.
Lorraine se irguió.
—Debe de ser Chuck.
—Vamos —dijo Amado—. Salgámosle al encuentro.
Pasamos a la biblioteca. Laguno estaba allí todavía, leyendo con aire hosco. Le dejamos atrás y nos encaminamos rápidamente al vestíbulo. La puerta de la entrada estaba entreabierta. Lorraine se deslizó afuera. Yo la seguí, y tuve un encontronazo con ella cuando se detuvo súbitamente sobre sus pasos.
Miré por encima de su pequeña cabeza rizada. El auto de Chuck estaba detenido delante de la casa. Pero no pude verlo bien, porque frente a él se encontraban Chuck y Mimí. Y Mimí se hallaba en brazos de Chuck.
Estaban confundidos en un estrecho y apasionado abrazo.