PARTE IV

12

David Wyckoff solo emitió un grito. Era horrible oír de labios de un hombre ese sonido, delgado y penetrante como el gañido de un perro. Giró sobre sus talones y salió de estampía de la habitación, desapareciendo en el corredor. Yo le seguí. Lo que acabábamos de presenciar a través de la ventana suscitaba en mi mente una porción de preguntas. Fleur Wyckoff había salido precipitadamente de la casa, saltando a la vieja camioneta. ¿Por qué? El auto había empezado a inclinarse sobre el camino, perdida toda dirección. ¿Por qué? A pesar de los esfuerzos de Amado, se había precipitado por el desfiladero, llevando a Fleur a una muerte casi segura. ¿Cómo había ocurrido eso? Yo no comprendía el cómo ni el porqué.

Sólo comprendía, con una sensación de vértigo, que por tercera vez en tres días ocurría un «accidente» fatal a uno de los huéspedes de Lorraine.

Dorothy… Janet… Fleur…

Esto ya no era un caso criminal. Era una carnicería. La marcha de los acontecimientos en casa de Lorraine era tan insensata cómo la del coche que acababa de lanzarse al abismo.

David Wyckoff ya había llegado a la escalera. Yo corría tras él, cuando se abrió la puerta de nuestra habitación e Iris apareció en el pasillo. Mi mujer vio a Wyckoff y después se me acercó, con su hermoso rostro pálido de aprensión.

—Peter, ¿qué le pasa a David Wyckoff?

—¡Pronto! —dije—. ¡Ven, es Fleur!

—¿Fleur? —Iris corría a mi lado—. ¿Qué le ha ocurrido?

Estábamos ya en el arranque de la enorme escalera.

—El coche —dije—. Se le ha averiado algo. Ha volcado. Wyckoff y yo lo hemos visto desde la ventana.

—¡Peter! Pero ¿qué hacía Fleur en un coche? ¿Adonde iba?

—No lo sé. Mimí y Amado venían subiendo el camino. Amado trató de detener el coche. Por lo menos estarán allí ahora si es que puede hacerse algo.

La amplia escalera de madera torcía hacia la derecha. Alcanzábamos a ver ya el enorme vestíbulo que se extendía abajo, suntuoso y sin personalidad, como los cuadros más recientes en las galerías de pintura. Wyckoff corría en dirección a la puerta de entrada. Bill Flanders estaba allí sentado, sobre un bajo banco, con la muleta apoyada contra el cuerpo. Leía una revista, y al ver pasar a Wyckoff levantó perezosamente la mirada.

Parecía imposible que alguien pudiera estar tranquilamente sentado y leyendo una revista en un momento semejante.

Wyckoff atravesó corriendo la puerta. Cuando Iris y yo llegamos jadeantes al vestíbulo, el conde Laguno salía de la sala de los trofeos, y su cara de lagarto denotaba intensa curiosidad.

—¿A qué se debe toda esta agitación?

—¡A Fleur! —respondí.

—¿A Fleur? Me pidió que le sacara un coche del garaje. Unos quince minutos después bajó a todo correr y se metió en el auto sin darme las gracias siquiera. ¿Qué le pasa?

Yo le clavé los ojos.

—¿Estaba en buenas condiciones el coche cuando usted lo trajo?

—¿En buenas condiciones? Los frenos parecían un poco flojos. Pero ¿qué ocurre?

A nuestras espaldas sonó un repiqueteo de altos tacones. Me volví; era Lorraine que venía de la sala de estar, elegantemente vestida para la noche con una larga creación de color de frambuesa negra.

—¿Qué pasa, encantos? ¿Qué es esto? ¿Algún precioso juego nuevo o…?

—Fleur se ha precipitado por el despeñadero con la camioneta —dijo Iris.

Nuestra huéspeda nos contempló con ojos desencajados de horror.

—¡Por el despeñadero! Pero la pendiente es muy abrupta…, es casi un abismo.

Yo me había lanzado hacia la puerta abierta. Los demás, salvo Bill Flanders, me siguieron en tropel. De todas maneras hubiera sido inútil que viniese; no hubiera podido seguirnos con su muleta.

La luz iba muriendo ya cuando llegamos al amplio y cercado camino de acceso a la casa. Iris y yo corríamos delante. Los picos de las montañas se erguían con desolada grandeza. Aquí y allí, asomaban negros y sucios, como los árboles de un grabado en madera, trechos de siemprevivas.

—Estábamos perplejos buscando la explicación del crimen de ayer, y ahora el crimen de hoy… —dije amargamente.

—¡Crimen! —repitió mi mujer.

—Claro que ha sido un crimen. A ese coche le han hecho algo. Nadie hubiera podido conducirlo. Alguien le ha hecho algo para que Fleur volcara.

Por fin lo había dicho. Ya no lo tenía sobre la conciencia.

Lorraine, a pesar de sus tacones altos y de su remolineante traje de noche, corría como el que más. Nos alcanzó a Iris y a mí, con sus rizos flotando al viento y su elegancia absurdamente fuera de lugar.

—Peter —dijo jadeante—, ¿por qué habrá querido Fleur ir a Reno?

—¿A Reno? —dije—. ¿De manera que era allí adonde iba?

—Sí. Parecía tan raro. Irrumpió literalmente en mi cuarto mientras me estaba cambiando para la cena. Dijo que tenía que ir a Reno a buscar algo y me preguntó si podía usar la camioneta y si tenía bastante gasolina. Le dije que Chuck estaba en Reno y que podría llamarle por teléfono y hacer que trajera cualquier cosa que quisiese. Pero Fleur insistió en ir ella misma. No pude comprenderlo. Le…

Lorraine siguió monologando. Yo dejé de escuchar. Con un humillante sentimiento de culpabilidad, comenzaba a darme cuenta de lo que le habría ocurrido a Fleur. Cuando llegamos de Reno, debió de haber descubierto la desaparición de la acusadora carta de su marido a Dorothy. No sabía que yo la había robado, pero sí que el bolso se le había caído y abierto sobre el piso de la iglesia. Supuso, naturalmente, que la carta se encontraría allí todavía, y, como es lógico, sólo tuvo una idea: volar a la iglesia para recobrarla.

Si no hubiera sido por mis intentos de pretendida investigación, Fleur nunca se habría lanzado a la absurda empresa. En cierto sentido, yo era el culpable de lo que íbamos a encontrar, fuera lo que fuese.

Me sentía casi ahogado de ansiedad. Llegamos a una pronunciada curva. Un nuevo trecho del camino apareció; ante nuestra vista, apretándose como una enorme y sinuosa serpiente contra el escarpado flanco de la montaña. El lugar desde donde el coche se había precipitado al desfiladero quedaba unas doscientas yardas más lejos.

Divisamos a Mimí, que venía corriendo desde allí por el camino.

Delante de nosotros, David Wyckoff corría velozmente hacia ella. La visión de esa figura solitaria reveló crudamente la lastimosa ironía de la situación. Pocos minutos después de enterarse gracias a mí de que Fleur seguía amándole, Wyckoff había tenido que ver con sus propios ojos cómo caía vertiginosamente al desfiladero junto con la camioneta.

Wyckoff recibía un duro castigo por sus pasadas indiscreciones.

Alcanzó a Mimí. Ambos quedaron parados uno junto al otro durante un momento. Después Mimí se volvió y ella y Wyckoff se dirigieron juntos al lugar donde había desaparecido el auto. Cuando estuvieron allí Mimí señaló hacia abajo con el dedo. Wyckoff se lanzó arrojadamente a la abrupta pendiente y desapareció, dejando a Mimí arriba.

Yo fui el primero en alcanzarla. Llevaba un vestido de noche seudomedieval, con largas mangas colgantes. Lo tenía arrugado y salpicado de trocitos de salvia seca. Se retorcía las manos como una Lady Shallot enloquecida. Se arrojó a mis brazos, escondiendo la cabeza contra mi hombro,

—Amado le gritó que abriera la puerta y saltara —dijo sollozando—. El coche volcó. Fleur abrió la puerta. Pudo salir del coche. Quedó tendida allí abajo; Amado está con ella. Y el coche siguió cayendo, dando vueltas y vueltas…

Yo estaba jadeante todavía, tratando de recobrar el aliento. Los otros se acercaron en tropel. Miré por encima de la estremecida cabeza de Mimí el fondo del desfiladero. En este punto la pendiente no estaba cortada a pique, pero era muy empinada y enteramente rasa, excepto algunas rocas salientes y uno que otro matorral de salvia disperso.

Abajo, a unos cien metros de nosotros, se extendía el lecho seco de un río, sembrado de cantos rodados. Y allí, desparramados, apenas más grandes que juguetes desde la altura, y centelleando como un faro, yacían los restos de la camioneta.

Sobre la pendiente, a menos de diez metros del camino, el rechoncho Amado conservaba un precario equilibrio junto a un arbusto de salvia. Wyckoff descendía dificultosamente la traicionera ladera en dirección a él. Amado se inclinaba sobre algo, invisible para mí, que yacía entre unos brotes de salvia sobre una plana losa de roca.

Cuando me di cuenta de que Fleur no se encontraba entre los llameantes restos del coche, experimenté una profunda sensación de alivio. Había tenido suficiente dominio de sus nervios para obedecer al desesperado grito de Amado de que abriera la portezuela. Había podido librarse. Quizá estuviera viva todavía.

Mimí parecía casi histérica. Lorraine e Iris rondaban agitadamente a mi lado, Laguno estaba detrás de nosotros. Dejé a Mimí al cuidado de mi mujer.

—Cuida de Mimí, querida. Laguno, vea si puede encontrar alguna soga en la casa. Les hará falta para subirla. Yo bajaré para ver si puedo serles útil.

—Hay una soga en el garaje, conde —dijo Lorraine.

Laguno salió corriendo. Iris rodeó con el brazo la cintura de Mimí. Sus ojos expresaban temor.

—Peter, ten cuidado.

—No tengas miedo. Tengo zapatos con suela de goma.

Me dejé caer por el borde y comencé a deslizarme por la ladera, asiéndome a los matorrales de salvia para sostenerme. Wyckoff ya estaba junto a Amado. Se había arrodillado y estaba inclinado sobre aquello que yo no podía ver. No tardé en llegar al lugar donde se encontraban. El esfuerzo me había dejado sin aliento. Me aferré a un arbusto de salvia próximo a Amado y miré por encima de su hombro.

Entonces vi a Fleur. Wyckoff, que tenía el rostro blanco como el de un cadáver, palpaba el pequeño cuerpo. Fleur yacía de espaldas, con el vestido semiarrancado del cuerpo y los brazos tendidos flojamente por encima de la cabeza. La cabellera, enmarañada, encuadraba su rostro de flor. Tenía los ojos cerrados y salpicaban la marfileña piel de sus mejillas unas manchas de sangre tan brillantes como si fuese pintura.

Yo no podía darme cuenta por su aspecto de si estaba viva o muerta.

Amado, girando en torno al arbusto que le servía de ancla, y semejante a un torpe perezoso con gafas, fijó la vista en mí. Ahora no tenía nada de animoso. Parecía deshecho.

—El coche… —dijo con voz ronca—. Mimí y yo lo vimos venir. Algo no funcionaba bien, teniente.

Se advertía que, bajo la fuerte impresión, su mente aturdida intentaba trabajosamente comprender lo ocurrido.

—No lo comprendo. Yo conducía la camioneta al volver de Reno esta tarde. Cuando la guardé en el garaje estaba perfectamente bien. Y de pronto… empezó a dar tumbos por el camino como si estuviera completamente desprovista de frenos. ¡Imagínese!

Yo no tenía ninguna duda acerca de lo que había ocurrido con el coche, pero no quería decirlo delante de Wyckoff.

—Por lo menos tuvo usted el buen sentido de gritar —murmuré—. Si está viva supongo que debe agradecérselo a usted.

Una débil sonrisa se dibujó en su rostro.

—Yo… traté de detenerlo. Pero ¿qué podía hacer?

Wyckoff estaba inclinado todavía sobre su mujer. Sus ojos eran los de un hombre que vive una pesadilla. Lentamente, sus manos se apartaron del cuerpo de Fleur. Quedó sentado en cuclillas un momento, con la vista fija en el vacío. Después, en un estrangulado susurro, musitó:

—La salvia…, la salvia debe de haber detenido su caída.

Sentí como si me hubieran quitado de los hombros un peso inmenso.

—¿Quiere decir que está bien?

Wyckoff giró la cabeza hacia mí. Le costaba evidentemente un esfuerzo inmenso concentrar la mente en lo que yo decía. Creo que hasta le resultaba difícil recordar quién era yo. Pronunciando palabra por palabra, en una parodia de voz profesional, murmuró:

—No tiene ningún hueso roto. No creo que haya lesiones internas. Tiene magulladuras, rasguños. Está desmayada. Está…

Se interrumpió y se cubrió el rostro con las manos.

Yo sabía que había empleado todas sus reservas de energía preparándose a hallarla muerta. Y ahora que estaba milagrosamente viva, no le quedaban fuerzas para recibir la buena fortuna.

—La soga, teniente —gritó una voz desde arriba.

Alcé la mirada y vi a Laguno, que hacía oscilar una larga soga sobre el declive. Había amarrado un extremo a una pequeña caoba de montaña. Entre los tres, con ayuda de la soga, nos arreglamos para subir a Fleur al camino. Una vez allí, Wyckoff no dirigió una sola palabra a nadie. Se limitó a alzar a su mujer en brazos, iniciando el camino de vuelta.

Los demás lo seguimos. Mimí, en su atavío seudomedieval, no cesaba de gimotear. Iris marchaba a su lado, rodeándole la cintura con el brazo y tratando de tranquilizarla. Lorraine y el conde Laguno, ignorándose glacialmente uno a otro, iban detrás. Amado y yo cerrábamos la marcha.

Aunque avanzaba en silencio, el rostro de Amado delataba de modo evidente que se debatía aún con inquietantes deducciones. Al cabo de un rato se volvió para mirarme, como queriendo resolver si yo era o no un confidente seguro. Debí de haber salido airoso de la prueba, porque dijo:

—Estoy preocupado. Hace ya cierto tiempo que estoy preocupado. No he querido decir nada. ¡La pobre Mimí es tan impresionable, tan sensible! Preferiría cortarme un dedo antes que trastornar a ella y a todos los demás sin motivo. Pero el caso es que… ¡Teniente, estoy seguro de que a ese coche le han hecho algo!

Yo, sin comprometerme, respondí con un sonido vago.

—Si Mimí y yo no hubiéramos estado aquí y presenciado lo que ocurrió, quizá la gente pudiera pensar que fue sólo un accidente. Otro accidente. —Acentuó irónicamente la palabra otro—. Pero yo conozco bien esa vieja camioneta. He conducido llevando en ella a Lorraine semanas enteras. Nunca hubiera volcado de ese modo…, si no le hubieran hecho algo a los frenos. —Se humedeció los labios—. Es un modelo viejo con freno de cable. Alguien puede haberse metido con toda facilidad en el garaje y limado el cable por la mitad. Y esta bajada brusca y tortuosa bastaba para lo demás.

Yo también había pensado lo mismo. Había habido tiempo suficiente para que alguien hubiera limado el cable entre el momento en que Fleur expresó su intención de ir a Reno y el momento en que partió. Pero ¿quién lo había hecho?

Como un eco de mis pensamientos, Amado dijo:

—¿Habrá sacado Fleur en persona el auto del garaje?

—Se lo sacó Laguno —dije.

—¿Laguno? —Amado siguió andando, con su rostro regordete cubierto de palidez. Impulsivamente añadió—: Dorothy murió de un ataque al corazón. Janet se ahogó. Y sin embargo, Wyckoff, Chuck y todos los demás lo consideraron muy natural. Ninguno pensó que era raro que dos mujeres murieran así en dos días. Yo he querido convencerme de que me estaba imaginando cosas. Pero ahora… —Bajó la voz de manera que los que iban delante no pudieran oírlo—. Creo que aquí hay algo que anda mal, teniente, algo que anda muy mal.

Era un alivio, después del ridículo optimismo en que había estado sumergido todo ese tiempo, oír que alguien enfocaba razonable y sombríamente la situación. Hasta entonces yo sólo había considerado a Amado como un eco de Mimí. Sus acciones comenzaban a subir.

Lo miré y dije:

—No cabe duda de que algo anda mal. Dos asesinatos y una tentativa…; esto ya es andar bastante mal para mí. Tres mujeres en tres días. Si esto continúa, pronto estaremos viudos todos.

Lo había dicho con intención de hacer un chiste, de aliviar la tensión.

Pero ahora que estaba dicho no parecía nada chistoso.