Esto me hizo vacilar un momento. Yo tenía pruebas en contra de él, es cierto, pero de ningún modo eran suficientes para que un asesino se entregara tan sin reservas.
Disparándole la pregunta a quemarropa, dije:
—¿Cómo se las arregló para matar a Dorothy?
—Yo…, yo… —comenzó a decir torpemente.
Entonces comprendí.
—No se esfuerce. Las cosas son ya bastante complicadas sin que usted se sacrifique noblemente por añadidura. Usted no la mató, ¿no es cierto? Usted cree que lo hizo su mujer. Es eso lo que lo aflige.
—Mentira —dijo furioso—. Si piensa usted que puede…
—Todo esto es bastante gracioso. Aquí está usted dispuesto a cargar con las culpas de Fleur, mientras ella se afana y se agita (fabricándole coartadas, inventando historias, metiéndose en las habitaciones de la gente, robando cosas), todo porque cree que el culpable es usted.
Le conté entonces todo lo que sabía sobre las andanzas de Fleur hasta ese momento. Fue sorprendente el cambio que se operó en él. Otra vez tenía aire de muchacho, excitado, casi alegre. Cuando terminé estaba ansioso de hablar.
Lo que me contó era bastante parecido a lo que yo esperaba: una sórdida historia acerca de una mujer que necesitaba un buen puntapié, y de un hombre que olvidó en unos instantes de ofuscación que no es posible nadar y salvar la ropa.
Wyckoff y Fleur estaban casados desde hacía ocho años, y durante esos ocho años habían estado fervientemente enamorados el uno del otro. De pronto había hecho su aparición Dorothy en el consultorio de Wyckoff, enviada por otro médico para que la trataran de una leve afección cardíaca.
—Tenía un ligero soplo sistólico, pero no se propagaba, y carecía de toda gravedad. Después que la hube reconocido, se quedó un rato más. Empezamos a conversar. Y…, bueno, usted la conoció. No hace falta que entre en los repulsivos pormenores de aquellas proposiciones, ¿no es verdad?
Dorothy, más que satisfecha, al parecer, de las proposiciones, continuó visitándole regularmente. Para dar a sus sesiones un aire de respetabilidad profesional, ella había insistido en que él continuara enviándole periódicamente sus cuentas, que guardaba de verdad con el único fin de presentárselas a Bill Flanders, todavía hospitalizado, a su amargo regreso al hogar.
A pesar de los fascinantes atractivos de Dorothy, Wyckoff seguía queriendo a Fleur, y vivía en el constante temor de que lo descubriera todo, y a medida que transcurrían las semanas, se sentía cada vez más culpable. Era la vieja historia de siempre, con los acostumbrados remordimientos al final. Por último Dorothy, cansada de sus escrúpulos y autorrecriminaciones, y complicada en un nuevo enredo, esta vez con Laguno, se había puesto desagradable y trataba de sacarle dinero. Él, en un acceso de asco, le había escrito aquella carta. No tardó en recibir la respuesta, indicándole que en su carta admitía los cargos que Dorothy le hacía, por lo que sería un documento muy útil si ella se decidía a entablar juicio por daños y perjuicios. Le concedía dos semanas de plazo para decidirse a arreglar o no el asunto. Wyckoff comprendió que podía despedirse de su carrera para siempre, pero sentía de todos modos que se tenía merecida cualquier cosa que le pasara.
Lo que no quería, empero, era que su adorada Fleur fuera arrastrada por el fango junto con él. Antes de que se descubriera nada, sin decirle una sola palabra acerca de Dorothy, sin darle explicaciones de ningún género, le pidió que se divorciara de él. Esto había causado a Fleur una terrible impresión, pero no le hizo ninguna pregunta.
—Es muy altiva y obstinada —dijo Wyckoff, con un acento de orgullo en la voz—. Nunca se me pasó por la cabeza siquiera que hubiera sabido lo de Dorothy desde el comienzo. Nunca me lo dio a entender. Quería ahorrarme esa última humillación.
Y así, pues, Fleur había ido a Reno con su pequeño corazón destrozado, mientras David esperaba en su casa, temiendo a cada minuto lo peor. Cuando Bill Flanders se presentó en su consultorio creyó que lo peor había llegado. Pero a Bill sólo le preocupaban las cuentas de su mujer. Wyckoff le contó la historia semiverídica de su corazón afectado, y Bill se la creyó. En el curso de la entrevista, Flanders dejó escapar que Dorothy había ido a Reno.
—No le quedaba otro remedio —interrumpí—. Flanders había empezado a conocerla. Comenzó a perseguirla con el cuchillo de la cocina. San Francisco no sería nada saludable para ella en adelante.
Los labios de David Wyckoff continuaban pálidos.
—Unos días después Lorraine me llamó para hacerme su loca invitación. Acepté. No era porque tuviera esperanzas de reconciliarme con Fleur. Después de lo que había hecho no era digno siquiera de atarle las cintas de los zapatos; tenía miedo de volver a verla. Pero vine porque Lorraine me dijo que también Dorothy estaba aquí. Me sentí horrorizado al pensar lo que podría ocurrir estando Dorothy y Fleur bajo el mismo techo, lo que Dorothy podría decirle a mi mujer. De todos modos, por aquel entonces estaba medio loco de inquietud. Tenía la insensata idea de que si venía quizá pudiera hablar con Dorothy, convencerla de que me devolviera la carta…, algo. Sabía, que probablemente se reiría de mí. Pero era la última oportunidad de salvar algo del naufragio.
—¿Y habló usted con Dorothy cuando vino aquí?
—Nunca tuve ocasión. Pero hablé con Fleur. Vino a mi cuarto antes de que fuéramos todos a Reno. Estaba muy serena, muy fría. Me dijo lo siguiente: «Vienes por Dorothy, ¿verdad?». Y como yo no le respondiera nada, se echó a reír y continuó: «Es verdaderamente gracioso. Es gracioso que toda mi vida esté destrozada, y que sea a causa de Dorothy…, de algo que cualquier marinero borracho podría recoger un sábado por la noche. Supongo que te casarás con ella. Bien, que seas muy feliz». Y se fue corriendo por el pasillo. Nunca me dio la oportunidad de volver a hablarle.
Aquella misma noche Dorothy había muerto en el Del Monte. El rostro de David Wyckoff volvió a reflejar parte de la tortura que debió de haber sufrido cuando examinó su cadáver en la oficina del gerente. Había comprendido inmediatamente que la muerte se debía a un síncope cardíaco, pero había además síntomas de parálisis, y estaba completamente seguro de que el síncope había sido consecuencia de la anoxia respiratoria causada por la parálisis del diafragma y de los músculos torácicos. Todo indicaba que la muerte era efecto de un veneno con acción sobre el aparato respiratorio.
—Usted habla de curare, Duluth. Eso no entra mucho en mi especialidad, pero lo he visto usar en el hospital en casos de tétanos, y debo admitir que la idea del curare me cruzó por la mente. Pero…, bueno, puede usted imaginar cuáles eran mis sentimientos. —Me observó escrutadoramente—. Yo sabía que si cualquier otro médico examinaba el cadáver descartaría el diagnóstico de simple síncope cardíaco. Pensé en mi carta. Dorothy la tenía en Reno. Si la policía se enteraba de que la habían asesinado no podrían menos de encontrar esa carta, lo cual significaría el fin para mí. Y además estaba Bill Flanders en la habitación. Yo conocía sus sentimientos respecto a Dorothy. Si la había matado, ¿quién podría censurarlo? Pero eso no era todo. Estaba Fleur. Ella pensaba que yo estaba enamorado de Dorothy, que me casaría con ella, sabía que Dorothy había destrozado su vida. ¿Y si fuera Fleur quien…? Fue eso lo que me decidió. Era algo insensato, pero como yo había sido el médico de Dorothy, y tanto Flanders como el médico que me la había enviado estaban honestamente convencidos de que sufría del corazón, había probabilidades de que me creyeran. —Se retiró el oscuro cabello de la frente—. Dios sabe lo que hubiera ocurrido si no hubiese convencido a Chuck. Fue su influencia con la policía lo que posibilitó el sucio asunto.
Aquella misma noche, horas después, cuando volvió de Reno con Chuck, fue al cuarto de Dorothy en busca de su carta. Halló la habitación en desorden y comprobó que la carta había desaparecido. No sabía, por supuesto, que era Fleur quien se la había llevado. Había puesto en orden la habitación, porque sabía que si se la encontraba en ese estado a la mañana siguiente la gente empezaría a sospechar.
Eso explicaba la milagrosa manera como se había vuelto a ordenar el cuarto durante mi charla nocturna con Flanders en la galería.
—En cuanto a lo que ocurrió con Janet —dijo Wyckoff—, no lo sé. No fue envenenada con curare; de eso estoy seguro. Pero…, supongo que tiene usted razón. Supongo que también a ella la habrán asesinado…, haciéndole mantener la cabeza debajo del agua, aunque no puedo imaginarme el motivo, a menos que Laguno… —Se me acercó y me asió del brazo—. Le he dicho la verdad, se lo juro. Lo que hice fue algo criminal para un médico, y estoy dispuesto a cargar con las consecuencias. Pero usted mismo acaba de decirme que Fleur había pensado que el culpable era yo. Eso significa que no es posible que sospeche usted de ella, ¿no es verdad?
Lo que me decía tenía sentido. Él creía que Fleur era la culpable y Fleur creía que el culpable era él…, lo que tenía que descartar a ambos. Por espacio de un segundo tuve la cínica idea de que podrían haber armado entre los dos un colosal plan de doble embuste, pero resultaba difícil creer tal cosa al contemplar el descarnado semblante de Wyckoff.
De manera que la saga de los Wyckoff estaba completa: era una trágica historia de un hombre y una mujer todavía enamorados el uno del otro, demasiado orgulloso el uno y demasiado humilde el otro para admitirlo.
Me encaminé hacia una de las ventanas, tratando de ordenar mis pensamientos. Miré distraídamente abajo. La vieja camioneta rural estaba estacionada frente al pórtico de la entrada. La última vez que había mirado afuera no estaba allí.
—Si me dirigiera a la policía y pidiera una autopsia del cadáver de Dorothy —dije por encima del hombro—, su carrera como médico habría terminado, ¿no es cierto? Hasta creo que le arrestarían por encubridor del crimen.
Wyckoff se me acercó, situándose frente a la ventana.
—Por supuesto —dijo con voz ronca—. Me doy cuenta perfectamente. Pero no me es posible impedirle obrar.
—Quizá sí. —Me volví hacia él y le tendí la carta que había escrito a Dorothy Flanders—. Quiero hacer un trato con usted.
Wyckoff miró la carta como si no pudiera dar crédito a sus ojos.
—Esta carta es lo único que compromete a usted y a su mujer. Si me promete venir conmigo a la policía mañana y pedir usted una autopsia del cadáver de Dorothy, se la entregaré.
—¿Pedirla yo mismo? —preguntó, mirando todavía sin comprender.
—Es la única manera de salvarle y el modo más fácil de inducirles a iniciar una investigación. Si fuera yo, la policía podría pensar que soy un chiflado, pero usted es el médico que firmó el certificado. Si sabe usted desenvolverse, podrá parecer perfectamente inocente. Dígales que Dorothy sufría del corazón y que usted nunca hubiera empezado a sospechar si yo no le hubiese venido con el cuento de que habían robado una flecha envenenada con curare. Ya le contaré lo de la flecha. Diga que existe la posibilidad de que haya sido envenenada y que su diagnóstico ya no le satisface. La necropsia revelará la presencia del curare, la policía se pondrá en acción, y nosotros habremos cumplido con nuestro deber. —Yo conservaba la carta—. Correrá usted el riesgo de que de todas maneras descubran su enredo con Dorothy, pero al menos podrá destruir esto.
Wyckoff tomó la carta. Su rostro reflejaba fielmente sus pensamientos. Yo no sólo le había demostrado que su mujer todavía le amaba. Le ofrecía además la oportunidad de salir de una de las situaciones más delicadas en que se hubiera visto mezclado médico alguno. Era demasiada fortuna.
—Iré con usted a la policía, por supuesto —añadió—, pero temo que una autopsia no aclare las cosas tan fácilmente como usted piensa. Dudo que haya un patólogo en el país que pueda demostrar que se le ha administrado curare.
Yo no había contado con esa posibilidad.
—¿Quiere usted decir que la policía tendría que demostrar en forma concluyente cómo fue administrado el curare para que esto constituya un caso criminal?
—Supongo que sí. Probablemente tendrá que presentar el arma que empleó el asesino…, la aguja o lo que haya sido. Y probar también que el sospechoso tenía posibilidad de conseguir curare. No es una droga fácil de obtener.
—En esta casa sí. Lorraine tiene esa vitrina de la sala de los trofeos llena de curare. Eso no constituirá un inconveniente. Pero en cuanto al arma que empleó el asesino…
Le conté entonces mi semiesbozada teoría de que alguien habría dispuesto una trampa mortal en el bolso de Dorothy, y le pedí luego su opinión.
—Existe la creencia general con respecto al curare —dijo— de que basta que se inyecte una dosis mínima debajo de la piel, mediante un aguijón, para producir la muerte. Esto no es del todo cierto. En los círculos académicos le dirán que ninguna dosis menor de los veinticinco miligramos debe resultar necesariamente fatal, y que la dosis debe inyectarse profundamente por vía intramuscular. La verdad está en el término medio. Hay tantos imponderables que considerar…; el estado de salud de la víctima, su constitución, etcétera. Si me preguntara usted si es posible matar a alguien pinchándole con una aguja le respondería afirmativamente, en particular en el caso de Dorothy, en que existía verdaderamente una afección cardíaca. Pero no puede depositarse mucha confianza en el procedimiento. Podría suceder fácilmente que a uno le pincharan una o dos veces, y sin embargo, no muriera.
—¿De modo que la persona que mató a Dorothy se decidió a correr un gran riesgo?
—Con seguridad absoluta, no. Es mucho más probable que, como lego, supusiera que un solo pinchazo sería fatal, y tuvo suerte. La mayor parte de la gente no sabe casi nada acerca del curare, excepto lo que se lee en la literatura sensacionalista.
—Incluyéndome a mí —dije, haciendo una mueca—. Bueno, si quiero impresionar a la policía, supongo que lo que debo hacer es hallar el instrumento del crimen. O al menos determinar de modo más preciso cómo pueden haber matado a Dorothy con curare. Gracias, Wyckoff. Me ha sido usted muy útil.
Me miró con aire de incredulidad.
—¿Me lo agradece usted a mí? Soy yo quien debe darle las gracias. ¿Cómo podré nunca…?
Me sentí protector.
—Yo, en su lugar, iría a buscar a mi mujer y empezaría una nueva vida. —Sonreí—. Quizá Lorraine, al fin y a la postre, no sea tan atolondrada como parece. Los Laguno y los Flanders no respondieron al tratamiento, pero creo que los Wyckoff van hacia una decidida reconciliación, con toque de trompetas.
Se le iluminó la faz.
—Sí, debo ir en busca de Fleur y…
Se interrumpió. Estaba mirando por la ventana. Yo me volví a tiempo para ver la pequeña figura de Fleur Wyckoff bajando a todo correr la escalinata de entrada y metiéndose en la camioneta rural.
—¿A dónde va? —preguntó Wyckoff vivamente.
—No lo sé.
Trató de bajar la ventana de cristal cilindrado para poder gritarle. La ventana no se movió. Hizo otro febril intento. Fleur ya había subido a la camioneta. El coche se lanzó hacia adelante y comenzó a descender por el camino de acceso. Al llegar a una pronunciada curva, viró y se perdió de vista.
Había habido tanta precipitación en las maneras de Fleur, que por algún motivo se nos contagió. Corrimos a la otra ventana, que dejaba ver la parte más baja del camino de acceso, recostada peligrosamente contra el flanco de la montaña en dirección a las estribaciones del Monte Rose. Producía una extraña sensación mirar por la ventana de la alta estancia. Era como contemplar algo en una pantalla cinematográfica, algo que no fuera completamente real.
Por el camino venían subiendo dos figuras. Pude advertir que eran Mimí y Amado. El coche de Fleur no había aparecido aún. Wyckoff tenía el rostro pegado a la ventana, mirando pálido y ansioso.
—¿Qué pasa, teniente? Conduce como una loca. Está…
La camioneta rural surgió ante nuestra vista. Y era algo horrible de ver, porque no marchaba como un coche corriente. Se precipitaba dando tumbos cuesta abajo por el escarpado camino, como un barco sin timón en alta mar. Aunque era completamente imposible que su mujer lo oyera, Wyckoff gritó:
—¡Fleur! ¡Fleur!
Yo miraba fascinado de horror. El coche avanzaba directamente hacia Mimí y Amado. Vi que Mimí se lanzaba al antepecho de piedra para ponerse a salvo. Amado hizo un movimiento como para seguirla, pero luego se volvió, haciendo agitadas señas al coche, que se le venía encima. Casi lo atropelló. Con una indiferencia ante el peligro que me hizo estremecer, intentó vanamente saltar sobre el estribo. El coche pasó a su lado como una exhalación, y Amado cayó de bruces sobre la rocosa grava del camino.
Un poco más adelante había una curva cerrada, con una brusca pendiente que bajaba al desfiladero. No había valla ni protección de ninguna clase. Amado se puso torpemente de pie, volviendo a agitar la mano. El coche seguía avanzando velozmente.
Wyckoff me había asido del hombro. Sus dedos se me hundían en la carne.
—¡Fleur…! —gritó, y la palabra quedó ahogada en un sollozo.
Porque el coche había llegado a la curva, pero no la dobló. Se precipitó directamente al vacío.
Desapareció de la vista por completo, saltando sobre el borde del despeñadero.