10

Lorraine estaba exuberante en el desayuno, como si nada hubiera ocurrido. Su entusiasmo se debía en especial a que le habían hecho saber que el señor Throckmorton había tomado el Clipper y llegaría aquella misma noche. El señor Throckmorton lo arreglaría todo, queridos, absolutamente todo. Ella iría en persona al aeropuerto a recibirlo y quizá hubiera que cenar un poco tarde, pero todos adoraríamos sencillamente al señor Throckmorton, que era un encanto y una persona inteligentísima, pese a ser de Boston. El señor Throckmorton, al parecer, era lo suficientemente prodigioso para resucitar a Dorothy y a Janet de entre los muertos.

Se nos alimentó con el señor Throckmorton durante todo el desayuno.

Pero los demás, a diferencia de Lorraine, no contábamos, por desgracia, con ningún señor Throckmorton para que nos levantara el ánimo. Después del desayuno, Chuck, Wyckoff y Laguno partieron para asistir a la instrucción sobre la muerte de Janet. Los que quedábamos sólo teníamos en perspectiva esperar su regreso con el veredicto y el dudoso placer de asistir al funeral de Dorothy, que se verificaría aquella tarde en Reno. Bill Flanders había recibido un telegrama de los únicos parientes vivos de Dorothy en el Este, quienes expresaban sus condolencias y lamentaban la imposibilidad de asistir al funeral. Deduje, por su tono, que en lo que a los deudos de Dorothy se refería, su muerte no había dado motivo a abrumadoras manifestaciones de pesar.

Después que Fleur nos hubo dejado la noche anterior, Iris y yo habíamos decidido registrar su habitación para descubrir qué era lo que había robado o intentado robar entre los objetos pertenecientes a Dorothy. Habíamos forjado un plan sencillo, aunque nada escrupuloso. So pretexto de disculparnos por nuestras impertinentes preguntas de la noche anterior, Iris entretendría a Fleur abajo, mientras yo subiría y me metería en su habitación. El plan se llevó a cabo sin tropiezos, pero no dio resultado. Un registro completo, aunque discreto, que practiqué en el cuarto de la señora de Wyckoff no reveló nada que pareciera sospechoso en ningún sentido. Fleur continuaba tan enigmática como antes. Todas nuestras esperanzas de poder deducir algo se cifraban ahora en el hallazgo del bolso de Dorothy cuando fuéramos a Reno.

Chuck, Wyckoff y Laguno volvieron de la instrucción a eso de las once y media. Lorraine, Mimí, Fleur, Iris y yo les esperábamos en la galería. El grupo, a causa de la apenas disimulada tensión existente entre Mimí y Lorraine, era bastante desagradable. La hostilidad culminó cuando Chuck apareció en las puertas-ventanas con la esperada noticia de que el juez de la vista había dado el veredicto de muerte accidental. Lorraine y Mimí se levantaron a un tiempo para ir a recibirlo.

Mimí, toda sonrisas juveniles, se le acercó, posando la mano sobre su manga.

—¡Pobre muchacho! —dijo arrullándolo—. Después de la terrible mañana que ha pasado necesita usted una copa. Venga, yo le serviré algo.

El rostro de Lorraine se ensombreció.

—Chuck es perfectamente capaz de servirse solo si quiere beber algo.

La expresión del apuesto Chuck revelaba contrariedad, pero Mimí, pegándose a su brazo, lo llevó al interior de la casa. El no opuso reparos, y mientras se alejaban oí que Mimí decía dulcemente:

—Bien se merece usted, querido Chuck, que de vez en cuando le mimen un poco.

Era la segunda vez en dos días que Mimí obtenía una completa victoria sobre Lorraine.

Nuestra oportunidad de recobrar el bolso de Dorothy se presentó con sorprendente facilidad. Cuando llegamos en dos tandas a la oscura y pequeña iglesia en que habría de celebrarse el funeral, vestidos todos de colores oscuros, faltaba media hora todavía para el comienzo de la ceremonia. Mi mujer murmuró algo acerca del Correo y de encargos aéreos, y nos escabullimos apresuradamente hacia Del Monte a través del vulgar bullicio de las calles de Reno. Pasamos por el Bank Club, el Palace Club y el de Chuck. El negocio estaba en plena marcha. Aunque sólo eran las dos y media, la gente ganaba y perdía frente a las mesas, bebía cocteles, y se divertía a más y mejor. La festiva algazara que allí reinaba constituía un grato cambio frente al tenso desasosiego de la mansión Pleygel.

El gerente de Del Monte se acordaba de mí, y la visita de Iris Duluth le causó impresión. Dijo que uno de los camareros había encontrado el bolso de Dorothy sobre la silla de cuero rojo en que había estado sentada. Tenía pensado enviarlo a casa de la señorita Pleygel esa misma, tarde. Me aseguró que nadie lo había abierto desde el momento en que el camarero lo había visto en manos de Dorothy aquella noche, dándose cuenta así de que era suyo. La buena voluntad del gerente por entregárnoslo ponía de manifiesto que cuanto antes se librara de todo lo relacionado con Dorothy y su embarazosa muerte, tanto más satisfecho estaría.

Con el voluminoso bolso plateado bajo el brazo, salí rápidamente de Del Monte seguido de Iris. Divisamos una callejuela desierta y nos deslizamos en ella como conspiradores.

Iris se movía inquieta a mi alrededor.

—Querido, por amor de Dios, ten cuidado. Si estamos, en lo cierto este bolso es una trampa. Tiene que haber una aguja con curare o…

Yo no necesitaba advertencias. Oprimí el cierre con cautela, y el bolso se abrió. Aparecieron ante nosotros los largos guantes blancos que yo había visto quitarse a Dorothy aquella noche. Los saqué y se los di a Iris. Escudriñé el interior del bolso para ver el resto de su contenido. Vi las fichas de color alheña que Dorothy se había llevado de la mesa de ruleta, una polvera con incrustaciones de piedras preciosas, un peine, un lápiz para los labios, un espejo, algunos dólares sueltos y un pañuelo. Todo parecía bastante inofensivo.

De repente Iris dio un chillido de excitación.

—¡Peter, mira!

Me tendía el guante de la mano derecha. La punta del dedo corazón tenía una mancha ligeramente rojiza.

—Debe de ser curare, Peter. Ella lo tocó…, tocó algo con el dedo mientras tenía los guantes puestos.

—Pero cuando abrió el bolso no los tenía puestos —dije yo—. Lo abrió precisamente para meter los guantes.

—Entonces los guantes se habrán manchado al rozar la aguja o lo que fuera cuando los metió dentro del bolso. Peter, estamos en la buena pista. Mira bien, pero ten cuidado.

Empecé a sacar y examinar cuidadosamente los objetos del bolso, uno por uno, y a entregárselos a Iris. No puedo figurarme qué habrá pensado de nosotros la gente que transitaba por la callejuela. Por último terminamos de examinar todo con el máximo cuidado: cada una de las fichas, el interior del lápiz labial, todo. Casi arrancamos el forro del bolso. Pero nos hallábamos ante el hecho de que si en algún momento había constituido aquel bolso una trampa mortal, ya no lo era.

Iris me miró con desconsuelo.

—Por lo menos tenemos el guante. Es algo. Es…, ¡oh Dios mío!, es tarde. Ven, o no llegaremos a tiempo al funeral.

La ceremonia ya había comenzado cuando penetramos de puntillas en la pequeña iglesia desnuda. Lorraine y sus siete invitados estaban todos juntos, sentados en dos bancos del centro. Con ellos se encontraba un hombre de semblante aburrido, presumiblemente el abogado encargado del juicio de divorcio de Dorothy, venido para llorar unos honorarios desvanecidos. El ministro, indiferente a la presencia bajo su techo de una de las muchachas más ricas del mundo, canturreaba con voz mustia. Fleur Wyckoff, pequeña y atenta, se hallaba en el extremo del segundo banco. Yo me senté a su lado, e Iris me siguió.

A medida que el funeral avanzaba, yo iba adquiriendo una conciencia cada vez más clara de la ironía de la situación. Era casi seguro que alguno de aquellos ocho discretos dolientes había asesinado a Dorothy. Y tampoco cabía duda de que algunos otros se habían sentido más que satisfechos de librarse de ella. Me puse a pensar en la mancha rojiza del dedo del guante de Dorothy, tratando de adivinar su secreto.

Mientras estas impías reflexiones pasaban por mi mente, bajé la vista y vi sobre la lustrosa superficie del banco, entre el codo de Fleur y el mío, su voluminoso bolso negro. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Habíamos registrado el cuarto de Fleur en busca del objeto que había robado a Dorothy, pero en ningún momento habíamos pensado que ella podría llevar consigo ese objeto, fuese el que fuese.

El caso parecía convertirse en una tragicomedia de bolsos.

Fleur tenía la mirada fija en el ministro, absorta, al parecer, en el melancólico desarrollo del funeral. El bolso, igual que el de Dorothy, tenía un cierre de una sola pieza, que bastaba apretar para que se abriera. Con un fuerte sentimiento de culpa, extendí la mano hasta tocar el cierre. Fleur no se movió. Agarré el cierre con dos dedos y lo apreté. El bolso se abrió y resbaló hacia mi lado sobre el banco, revelando su forro de color rosado. El débil chasquido del cierre me pareció ensordecedor como una descarga cerrada, pero Fleur no dio señales de haberlo oído. Atisbé dentro del bolso abierto, y el corazón me empezó a palpitar aceleradamente: asomando entre un pañuelo y un portamonedas de piel de Suecia había una carta. Y en su anverso alcancé a leer las siguientes letras, escritas con tinta:

Señora Dorothy Fland…

Con agilidad más propia de un carterista que de un teniente de navío, saqué la carta y me la metí en el bolsillo. Volví a extender la mano en dirección al cierre, y en ese mismo momento rompió a tocar el órgano y la gente se empezó a mover. Fleur medio volvió la cabeza. El bolso continuaba abierto. Sólo quedaba un recurso: haciendo como que intentaba coger torpemente un libro de himnos, me las ingenié para tirarlo al suelo con el codo, de manera que volcara su contenido sobre la desnuda piedra. Todo ocurrió tan velozmente que no me cupo duda de que Fleur no advirtió que el cierre estaba abierto desde antes.

Con una sonrisa de confusión, me incliné, volví a meter las cosas en el bolso, lo cerré, y se lo entregué a Fleur. Ella estaba sumida en algún melancólico ensueño. Se limitó a tomarlo con aire ausente, colocándoselo bajo el brazo.

Había vehementes indicios de que habíamos encontrado al fin el misterioso objeto que Fleur había robado del cuarto de Dorothy Flanders.

Era una carta escrita a Dorothy; ¿por quién?

Chuck tenía ciertas diligencias que hacer en Reno y no volvió con nosotros. Iris y yo regresamos en la camioneta rural con Amado, Mimí y Fleur.

Cuando llegamos a casa, Amado llevó la camioneta al garaje, Mimí y Fleur se marcharon juntas, e Iris y yo nos vimos retenidos por Lorraine, que había vuelto en el otro automóvil. Venía agitando un telegrama y lamentando el hecho de que la prioridad para viajar de que gozaba el señor Throckmorton no le hubiera servido de nada, puesto que se había visto obligado a bajar del avión en Cheyenne. No llegaría hasta el día siguiente.

Con unos vagos murmullos de simpatía, conseguí librarme de Lorraine y llevé a Iris arriba, a nuestro cuarto, donde le enseñé orgullosamente la carta, dándole las correspondientes explicaciones. Iris estaba halagadamente impresionada por mi robo.

—¡Pronto, Peter! ¡Leámosla; pronto!

Haciendo caso omiso de la discutible ética de mi proceder, saqué el sobre de mi bolsillo y extraje de él una hoja de un libro de notas, cubierta por una torpe letra masculina.

Con Iris, muy ansiosa a mi lado, leí:

«Dorothy:

»Al fin has conseguido algo. Me abriste los ojos de una vez para siempre. Ahora comprendo la clase de persona que eres y cómo he hecho el tonto por ti. No comprendo qué es lo que quieres. Matrimonio, seguramente, no puede ser. Supongo que será dinero. Pues bien, el chantaje es chantaje, sea cual fuere la delicadeza con que se lo mencione, y yo no pienso tolerarlo. De manera que puedes continuar. Haz todo el daño que quieras. Proclama desde los tejados que el doctor Wyckoff, el niño mimado de un centenar de dolientes viudas, te hizo proposiciones indecorosas cuando le visitaste en calidad de paciente. Según recuerdo, las proposiciones no partieron tan sólo de mí. Pero si te causa placer comprometer mi carrera por despecho…, sigue adelante. No merezco nada mejor. Estoy haciendo planes para que sólo puedas dañarme a mí. Esta será la última comunicación entre nosotros. Te recordaré hasta el día en que me muera…, o en que te mueras tú.

David Wyckoff».

Miré a Iris. Iris me miró a mí e hizo una mueca.

—¡Wyckoff también! Cuanto más sabemos acerca de Dorothy menos simpática resulta, si cabe.

—Sin duda. Defrauda a Flanders, malgasta todo su dinero, tiene un sórdido enredo con Laguno que engaña a Janet, hurta a su huésped fichas de cinco dólares, compromete a Wyckoff y trata de explotarlo bajo amenaza de perjudicarlo en su carrera. Es de esas mujeres que cualquier hombre estaría orgulloso de asesinar.

—«Hasta el día en que me muera…, o en que te mueras tú» —murmuró Iris, abstraída—. Da la impresión de que Wyckoff acariciaba la idea de matarla, ¿no te parece?

—Exactamente —repliqué—. Lo que vuelve a llevarnos a Fleur.

La posición de Fleur resultaba tan evidente ahora que inspiraba lástima. Resultaba claro que la noche anterior nos había mentido acerca del motivo por el que se divorciaba de su marido. Debía de haber sabido o sospechado lo de Dorothy. Y después, cuando Dorothy murió y Wyckoff diagnosticó que la causa de su muerte era un ataque cardíaco, habría deducido que se trataba de un asesinato y que su marido quería echar tierra al asunto porque era culpable. Ella sabía que Dorothy era el tipo de mujer cuidadosa y prudente que guarda las cartas acusadoras atándolas con cintas rosadas. De manera que se había introducido en el cuarto de Dorothy para asegurarse de que no quedara ninguna prueba contra su marido. Había encontrado esa carta y la de Laguno a Dorothy, que había echado por debajo de la puerta de Janet. Y desde entonces había estado mintiendo sin ningún reparo para proteger a Wyckoff.

Una cosa era segura; con Dorothy o sin Dorothy, con divorcio o sin divorcio, Fleur continuaba enamorada de Wyckoff.

—Pobrecita —dijo Iris—, debe de haber estado sufriendo las torturas de los condenados. —Se le ensombreció el rostro—. Pero a ti ¿qué te parece? Wyckoff, por muchos conceptos, parece el más sospechoso de haber asesinado a Dorothy. Todo le señala como culpable.

—Pero ¿por qué habría de matar a Janet?

—¿No te das cuenta? Wyckoff sabía que Janet tenía la carta de Laguno a Dorothy. Supuso que era ella quien había registrado el cuarto de Dorothy, y que por lo tanto tendría en su poder la carta que le acusaba.

—Puede ser. —Volví a doblar la carta y la metí en el sobre—. Pero antes de hacer nada le daremos a Wyckoff la oportunidad de hablar. Cuando se vea frente a esto, tendrá que hablar quiera o no.

Iris, ansiosa por actuar, dijo:

—¿Vamos a buscarlo ahora?

—No, querida —le dije, dándole un beso—; no vamos, voy. Esta será una de esas delicadas conversaciones en que asoman el sexo y muchas otras feas cosas por el estilo. Me parece preferible mantenerla de hombre a hombre.

Dejé a Iris en la habitación, y llevando conmigo la carta, fui en busca de Wyckoff. Me dirigí ante todo a su habitación, y allí estaba.

El doctor Wyckoff ocupaba una de las más sorprendentes de la multitud de habitaciones sorprendentes de Lorraine. Se hallaba en uno de los ángulos de la casa y constituían su rasgo dominante dos enormes ventanas de cristal cilindrado, cada una de las cuales abarcaba casi toda una pared. La luz de la tarde iba muriendo, y las dos vistas que encuadraban las ventanas parecían tan planas e irreales como fotos murales gigantescas. Una de ellas comprendía todo el camino hasta la giba del monte Rose, ocupando el primer plano el camino de acceso a la casa de Lorraine, empinado y en zigzag, con su escarpado descenso. El otro mostraba las proximidades de la casa, cercadas por colinas, y la refulgente extensión del lago Tahoe, alzándose más allá las ceñudas montañas que le servían de centinelas.

Esta decoración wagneriana tornaba la figura de David Wyckoff pequeña y desamparada, aunque sobrepasaba los seis pies de estatura. Me dirigió al verme una improvisada sombra de sonrisa.

—¡Oh, hola!, teniente Duluth. Tengo por algún lado una botella de whisky. ¿Quiere servirse una copa?

—No, gracias. —Hubiera tomado un trago de buena gana, pero no me parecía decente beber el licor de un hombre a quien me proponía acusar de doble asesinato—. He venido tan sólo para hablar un poco.

—¿Hablar? —Repitió la palabra con aire sorprendido—. ¿Es sobre algo en particular?

—Sobre algo muy particular.

—Espero poderle ser útil. —El tono de su voz había cambiado. Estaba revestido ahora de la simpatía del médico de sociedad—. ¿De qué se trata?

—De lo siguiente —repuse—: creo que Dorothy Flanders fue asesinada y Janet Laguno también. Sé que poco tiempo antes de que Dorothy muriera robaron una flecha impregnada de curare de la sala de los trofeos, y que al día siguiente volvieron a ponerla en su lugar pintándole la punta para disimular. Estoy perfectamente seguro de que Dorothy fue envenenada con curare mediante algún dispositivo que colocaron en su bolso. Estoy perfectamente seguro de que usted también sabe que fue envenenada. —Me interrumpí, dándole tiempo a que considerara mis palabras—. Era de esto que quería hablar.

Wyckoff resistía mi ofensiva fulminante bastante bien. Con tono sumamente suave, replicó:

—Le haré la misma pregunta que hice al conde Laguno cuando me dirigió una acusación similar. Si cree usted lo que dice creer, teniente, ¿por qué no pidió que hicieran una autopsia antes de que enterraran a Dorothy?

—Porque soy huésped de Lorraine. No quería mezclar a nadie en un escándalo antes de estar seguro.

—Me acusa usted de dar un diagnóstico falso para encubrir un crimen. Pero ¿por qué motivo habría de poner en peligro toda mi carrera profesional?

Wyckoff tenía realmente una cara simpática, fresca y bondadosa. Esa expresión altanera no le sentaba.

—Su carrera profesional ya peligraba bastante —repuse—. Basta un poquito de barro arrojado en lugar indicado para causar la ruina de un médico. Dorothy viva, acusándole de haber atacado su virtud cuando lo visitaba en calidad de paciente, era bastante peligrosa. Dorothy asesinada, habiendo grandes posibilidades de que se descubriera todo, era un peligro mil veces mayor todavía. Usted no podía sino ganar si una pequeña mentira profesional bastaba para meterla respetablemente en un ataúd sin más averiguaciones.

El doctor Wyckoff tenía aferrado el respaldo de una de las extravagancias que los decoradores de Lorraine habían hecho pasar por sillar. Recortado sobre los grandes paisajes de Nevada de las ventanas, parecía una delgada sombra sin sustancia.

—¿Qué es lo que quiere usted decirme? —consiguió articular.

—No me gusta, por principio, leer cartas ajenas —dije—, pero ésta era una de mis pruebas.

Saqué la carta de mi bolsillo y se la entregué. Wyckoff la tomó con dedos temblorosos, mirándola como quien mira su propia sentencia de muerte. Parecía viejo y vencido.

—¿Avisará usted a la policía, teniente Duluth?

—Temo no ser propenso a ponerme sentimental con los asesinos.

Wyckoff me devolvió la carta. Se irguió, tratando de enderezar los hombros.

—Muy bien. Mejor será que terminemos con esto de una vez. Yo maté a Dorothy y también a Janet.