9

Mimí, revoloteando como un hada de los bosques graduada en la Cruz Roja, sacó a Fleur de su desmayo. Cuando volvió en sí, la señora de Wyckoff observó débilmente que hacía demasiado calor en el cuarto. Dijo que las habitaciones muy caldeadas la hacían desmayarse. Era muy poco convincente.

Lorraine empezó a reunimos a todos para llevarnos de vuelta a casa. Iris y yo dijimos que preferíamos ir a pie. Cuando los otros empezaron a ascender por la colina en el coche, emprendimos la marcha por entre los oscuros álamos de la carretera iluminada por la luna.

Mi mujer deslizó su mano en la mía.

—Bien, Peter, esto lo acaba de completar.

—Desde luego —dije yo.

—Me moría de ganas de gritarle a ese policía que usara su inteligencia, pero hubiera sido inútil. Janet ha sido asesinada; no cabe duda. Y lo malo está en que todos están favoreciendo al asesino, hasta Lorraine. No creo que se dé cuenta, pero está tan resuelta a que la vida siga siendo divinamente alegre, que viene a ser lo mismo. Peter, yo no le encuentro sentido a esto. ¡La han matado de un modo tan sencillo, tan hábil, pero tan inexplicable! No puedo comprender quién pudo haber querido matarla, ni por qué.

—Tenemos a Laguno. Laguno no sabía que ella había alterado el testamento. La cara que puso cuando anuncié la triste noticia lo demuestra.

—Sí, ya sé. Esta tarde suponíamos que Laguno y Dorothy habían planeado matar a Janet y que después, por equivocación, murió Dorothy. Pero he estado pensando. Esta mañana se consideraba perfectamente establecido que Dorothy murió a consecuencia de un ataque cardíaco. Laguno fue el único del grupo que habló de asesinato. Tendría que estar loco para hacerlo si fue él quien la mató…, loco de remate, si también hubiera tenido el propósito de matar a Janet esta noche.

—Tenemos a Bill Flanders —dije—. Tenía todas las razones del mundo para querer matar a Dorothy, y el testamento de Janet, por otra parte, le beneficia. Quizá Janet le haya dicho que había modificado su testamento y…

—Pero Bill Flanders no puede haber matado a Janet. Era el único que estaba en la piscina con nosotros cuando se apagaron las luces. No puede haber dos asesinos rondando por el mismo lugar. La persona que apagó las luces debe ser quien ha dado muerte a Janet.

—A menos que las luces se hayan apagado por accidente, y todo haya sido impremeditado, y que alguien haya aprovechado, simplemente, la oscuridad.

Iris me apretó la mano.

—No se puede hablar de accidentes. Es hacer trampa.

—Pues bien, tenemos a Wyckoff y a Chuck. Se pusieron de acuerdo los dos para hacer que la muerte de Dorothy pareciera respetable. Y esta noche han hecho todo lo posible por crear la misma impresión con respecto a Janet. Sólo que no comprendo qué puede tener que ver ninguno de ellos con Dorothy, y mucho menos con Janet.

—Las dos eran pacientes de Wyckoff en San Francisco. Quizá sea él uno de esos médicos locos y con aficiones de vampiro de las películas que matan a sus propios enfermos.

—Si es así, no ha podido encontrar manera más detestable de ganarse la vida. En la muerte de Janet el quid del asunto estriba en que sabía nadar. Ese policía no se hubiera marchado tan tranquilamente de haberse enterado de que era una campeona de natación. Es Wyckoff quien ha dicho que Janet no sabía nadar. Laguno corroboró su afirmación. Pero Laguno hubiera mentido de todos modos. ¡Tiene tanto miedo por su pellejo! Es Fleur quien…

—Exactamente. Fleur sabía que Janet nadaba bien, y sin embargo, con esa linda boquita suya, faltó a la verdad. Y después, cuando Lorraine le hizo memoria se desvaneció. Fleur me tiene intrigada desde el principio. Anda de un lado a otro callada como un ratoncito, con esa mirada en los ojos como si todo fuera una trampa. Trata a su marido como si éste no existiera. Pero Janet, según creíamos todos, era su amiga. ¿Por qué habría de querer ayudar a quien la ha matado?

—¿Por qué mienten todos para ayudar al asesino?

Iris dijo con tono de desaliento:

—¡Oh Peter! No podemos hacer nada. No hacemos más que hablar al aire.

Por un momento seguimos caminando en silencio por el serpeante camino. El perfil de mi mujer brillaba, pálido y encantador, a la luz de la luna. Sentí un súbito anhelo de llevármela, de abandonar aquel sitio y disfrutar de la especie de vida que corresponde a marido y mujer.

—Iris —dije—, ¿no quieres que nos alejemos de esto? Al fin y al cabo, debemos considerar tu carrera cinematográfica y…

—¡Peter, no seas tonto! —Iris se volvió hacia mí casi con fiereza—. Nosotros queríamos a Janet. No vamos a dejar que alguien la asesine y siga viviendo después tan tranquilo. —Se interrumpió un instante—. Además, en dos días han matado a dos mujeres. ¿Quién puede saber lo que ocurrirá ahora?

¡Parecía tan joven y resuelta! La besé.

—Muy bien, chiquilla. Nos quedamos.

Volvió a enlazar sus dedos con los míos.

—Si tuviéramos siquiera algo concreto en que basarnos.

—Está el saqueo del dormitorio de Dorothy. Nos consta que eso ocurrió, pero es casi nuestro único dato.

—Ni siquiera estamos seguros de si se llevaron o no la flecha envenenada de la sala de los trofeos. Si al menos pudiéramos demostrar que una de las flechas fue robada… Peter, yo no he visto esa vitrina. Vayamos ahora a examinarla bien.

Cuando llegamos a los jardines que se extendían hasta la galería, la planta baja de la estrambótica casa de Lorraine se hallaba sumida en completa oscuridad. Las luces que brillaban en las ventanas del primer piso indicaban que sus moradores se disponían a acostarse. Penetramos en la sala de estar a través de las puertas ventanas, y seguimos por el pasillo que conducía a la sala de los trofeos. También aquí reinaba una densa oscuridad. Encendí la luz. Era impresionante la manera en que surgían ante la vista las cabezas de animales que pendían de los muros. Contemplados por los ojos de vidrio de cebras, antas, osos y cocodrilos, nos dirigimos a la vitrina que contenía las cerbatanas y flechas amazónicas de Lorraine. La monstruosa muñeca, sentada en su trono, nos miraba con su imbécil sonrisa fija. Yo señalé los tres abanicos de flechas impregnadas en los extremos del viscoso veneno de color castaño rojizo.

—¿Ves? —comencé a decir—. Los dos primeros abanicos son de seis flechas cada uno, mientras que el tercero…

De pronto, estúpidamente, me interrumpí, porque el tercer abanico, que la noche anterior sólo constaba de cinco flechas, tenía ahora seis. El hecho era innegable. Intenté levantar la tapa. El día anterior no estaba cerrada con llave. Ahora sí lo estaba.

Iris, bajando la vista, preguntó con tono de duda:

—Peter, ¿estás seguro?

—Claro que lo estoy. Alguien debe de haberla vuelto a colocar hoy en su lugar.

Fijé los ojos en los abanicos de seis flechas. Cada una de éstas tenía la punta untada de la sustancia rojiza.

—Que la robaron no hay duda —dije lúgubremente—, pero todas estas malditas flechas tienen el veneno todavía. No es posible que la hayan utilizado. —Observé más de cerca y solté un gruñido—. Espera un poco. Mira la segunda flecha de la izquierda. La sustancia de la punta es… de un color algo distinto, ¿verdad? Es más roja y parece más fresca.

—Sí, Peter, es cierto. De manera que ahora estamos seguros. Estamos seguros de que mataron a Dorothy con curare. —Iris giró sobre sus talones, mirándome de frente—. Si supiéramos algo más sobre el curare, sobre la manera en que obra y… Vayamos a la biblioteca. Lorraine debe de tener una enciclopedia o algo por el estilo. Pronto.

Echamos a andar precipitadamente hacia la biblioteca. Lorraine poseía un singularísimo surtido de libros, entre los que incluía una enciclopedia. Leímos ansiosamente el artículo sobre el curare. No era completo ni científico. Decía que el veneno procedía de la misma planta que la estricnina, una especie llamada Strychnos ignatii; explicaba lo mortífero que era el veneno; pero una frase me hizo dar un salto. Después de haberse inyectado el curare bajo la piel, leí, la muerte podía tardar diez o quince minutos en producirse, aunque la paralización muscular sobrevenía mucho más rápidamente. La víctima, en verdad, se convertía en un cadáver viviente a los tres minutos.

—¡Tres minutos! —exclamé—. Entonces alguien debe de haber pinchado a Dorothy ya sea con la flecha o con alguna especie de aguja con curare en la punta tres minutos antes de que se desmayara entre mis brazos en la pista de baile. Probablemente no estaba muerta todavía; probablemente murió mientras la llevábamos a la oficina.

Iris se quedó mirándome.

—Estuvisteis bailando unos tres minutos. Debe de haber ocurrido en la pista de baile. ¿Quién se os acercó?

Traté de recordar.

—Lorraine y su amigo sudamericano se nos acercaron mucho un par de veces. Pero estoy perfectamente seguro de que ninguno de ellos rozó a Dorothy. Y tampoco la rozó ningún otro. Ninguno de los nuestros, quiero decir.

—Entonces debe de haber ocurrido un segundo antes de que os levantarais para bailar. ¿Quién estaba sentado al lado de ella?

Sonreí débilmente.

—A un lado estaba yo. Al otro estabas tú. Luego, cuando saliste a bailar con Laguno, estaba Amado. Pero mediaba entre ellos un ancho espacio. Y recuerdo que ni siquiera nos miraba; estaba hablando con Janet. —Me encogí de hombros—. Somos unos investigadores brillantes. Hemos solucionado el caso. Quien envenenó a Dorothy fuimos tú y yo. ¡Espera! —Se me había ocurrido una idea—. ¡Claro!, ahora lo veo. Antes precisamente de que empezáramos a bailar, Dorothy se quitó los guantes y se los metió en el bolso. —Conté a Iris lo que había ocurrido—. Debe de ser eso, chiquilla. No había nadie lo bastante cerca para poder matarla. Fue el ardid más hábil del mundo. Alguien dispuso ese bolso en forma tal, que al abrirlo se pinchara. ¡Dios mío!, ¿dónde está ese bolso? ¿Lo tendrá Bill Flanders?

—No. Esta tarde se me ocurrió pensar en el bolso y le pregunté si lo tenía. Dice que no se lo dieron.

—Entonces sucedió probablemente que, en la confusión, quedó debajo de la mesa, sobre el asiento. Mañana tenemos que ir a Reno para el funeral. Quizá podamos conseguirlo.

A Iris le brillaban los ojos.

—Por fin llegamos a algo —dijo.

Cuando subimos a nuestro cuarto nos sentíamos casi entusiasmados. Media hora después estábamos todavía cavilando, cuando oímos un golpecito en la puerta.

—¡Entre! —grité. La puerta se entreabrió, apareciendo la pequeña figura de Fleur Wyckoff. Cuando vio que estábamos acostados pareció confusa y empezó a retroceder —pero Iris le dijo:

—No, entre, por favor. No se preocupe por nosotros. Venga, siéntese en mi cama y tome un cigarrillo. No tenemos sueño.

Después de un momento de vacilación, Fleur entró, cerró la puerta y atravesó la alfombra en dirección a nosotros. Llevaba una bata de color azul humo, debajo de cuya amplia falda asomaban unas diminutas zapatillas de cuero rojo. Con vacilante sonrisa, se sentó al borde del lecho de Iris.

—No podía dormir —explicó—. No me gusta estar sola. Sentía deseos de hablar con alguien…, por un ratito, nada más.

Iris y yo, ansiosos ambos por conocer la verdadera causa de su venida, tratamos de disimular nuestra curiosidad. Iris le ofreció un cigarrillo.

—Sí, comprendo —dijo Iris—. Cuando Peter está en el mar me compadezco de mí misma.

Fleur encendió su cigarrillo con visible nerviosismo. Sus manos infantiles revelaban también gran inquietud. Nosotros, sin decir nada, sin ayudarla, esperábamos.

—Es terrible lo de Janet —dijo de repente—. Sufrí una impresión tan grande cuando el policía se dirigió a mí, que no pude recordar nada. Y sin pensarlo dije que Janet no sabía nadar. —Soltó una risilla incongruente, que no era más que nervios—. Claro está que yo sabía que Janet nadaba bien. Me di cuenta unos minutos después, y… y ya era demasiado tarde. Estaba tan aturdida que hasta me desmayé.

¿Era por esto por lo que había venido? ¿Para darnos esta versión oficial y evidentemente inexacta de la causa de su desvanecimiento?

Iris dejó escapar unos tranquilizadores murmullos de comprensión. Fleur parecía ir ganando confianza.

—Es eso lo que me preocupa. Si yo le hubiera dicho a ese policía que Janet sabía nadar, ¿creen ustedes que su actitud hubiera sido distinta? Es decir, ¿creen que…?

—Yo creo que hubiera sido muy distinta —dije, serena, pero firmemente—. Al fin y al cabo, ¿le parece lógico que una campeona de natación se ahogue en menos de tres metros de agua sólo porque se han apagado las luces?

Las pestañas de Fleur se agitaron.

—¿Quiere decir que en su opinión alguien la ha matado?; ¿que ese horrible conde Laguno la ha asesinado?

Entonces se lo solté:

—Pienso que la ha matado la misma persona que mató anoche a Dorothy Flanders.

Fleur perdió todo dominio sobre su cigarrillo.

—Pero a Dorothy no la mataron. Esa no es más que una infame mentira que inventó el conde para protegerse a sí mismo. Usted no puede creer eso. Dorothy murió a causa de su enfermedad de corazón.

—¿Sabía usted que sufría del corazón?

—Pues claro. David…, mi marido, la había estado tratando.

—Su marido también trataba a Janet, ¿no es así?

—¿A Janet? No, de ningún modo. Ella no sufría de nada. Oh, hace tiempo sí, había ido a verle alguna que otra vez. Janet era amiga nuestra. Siempre la atendía David cuando estaba enferma.

—¿Qué clase de médico es su marido? —Se lo pregunté rápidamente, tratando de mantenerla aturdida.

—¿David? Es un especialista en enfermedades del corazón. —Ahora Fleur estaba desafiante—. Uno de los mejores especialistas de San Francisco. Puede consultar usted la Guía Médica.

—Anoche examinó a Dorothy. ¿No hubiera debido saber con certeza si había muerto de un ataque cardíaco?

—Naturalmente.

—¿No hubiera podido decir inmediatamente si la habían envenenado?

—Pues claro.

—¿Si la hubieran envenenado con una droga rara, como por ejemplo el curare?

—Sí, sí, por supuesto.

—¿Y tiene que conocer todos los síntomas y demás detalles del envenenamiento por curare?

—Sí, claro.

—Entonces podría fácilmente haberla envenenado con curare y afirmar después que había muerto de un ataque al corazón.

Fue como si le hubiera arrojado una llave inglesa. Se dobló hacia adelante en la cama, alzando el brazo para cubrirse el rostro. Después, con un remolino de su bata, se levantó de un salto mirándome con ojos llameantes.

—¿De manera que acusa usted a mi marido de haber dado muerte a Dorothy y a Janet y de utilizar su situación de médico para protegerse? Esta es una infame, atroz…

Comprendí que había ido demasiado lejos. También Iris lo comprendió. Se levantó del lecho y se acercó a Fleur.

—Querida Fleur, Peter no ha querido decir eso. Pero debe comprender. Nosotros creemos que Dorothy y Janet han sido asesinadas. Lo creemos sinceramente. No podemos quedarnos cruzados de brazos, ¿comprende? Debemos hacer todo lo posible por descubrir la verdad. Tenemos que sospechar de todos, seguir todas las pistas que se presenten.

Fleur intentó librar su brazo de la mano de Iris.

—A ustedes qué les importa. ¿Qué tienen que ver con esto?

—Fleur —dijo Iris—, ¿le gustaría a usted dejar escapar tranquilamente a quien ha asesinado a dos mujeres?

La señora de Wyckoff se encogió de hombros con un ademán de impotencia.

—Lo siento. Si ustedes creen eso, entonces, naturalmente…, lo siento. —Volvió a dejarse caer sobre el borde de la cama—. Y todo lo que me han estado diciendo, ¿se lo contarán a la policía?

—No diremos nada a la policía hasta que estemos seguros —dije yo—. Si resulta que estamos equivocados, si no ha habido ningún crimen, no nos gustaría haber armado un escándalo por nada.

Fleur estaba muy callada. De pronto, preguntó:

—Ustedes no pensarán que yo trataría de proteger a mi marido si creyera que es culpable, ¿no es cierto? Al fin y al cabo, me estoy divorciando de él. Para mí no significa ya nada.

—Fleur —dijo Iris—, no quiero inmiscuirme en sus asuntos, pero por si acaso le sirve de algo, díganos, ¿por qué se divorcia usted?

—¡Oh, porque sí! David está tan ocupado; trabaja noche y día en el hospital, en el consultorio… Nunca lo veía. —Levantó los ojos; sus labios temblaban—. ¿Qué objeto tiene estar casada con un hombre a quien una nunca ve?

Yo la observaba atentamente.

—¿Conocía su marido a Dorothy? Es decir, socialmente, no como paciente.

—No. —La palabra brotó rápida como un pistoletazo—. No. No la conocía en absoluto. Ni siquiera yo la había visto…, desde que dejamos el colegio.

Yo disparé un tiro al azar.

—Entonces estaba equivocado. Yo creí que usted se divorciaba de Wyckoff porque él tenía un enredo con Dorothy.

Fleur volvió a saltar.

—No es cierto. En absoluto.

—¿Está usted segura?

—Claro que lo estoy. —Su rostro de flor estaba arrebolado y colérico—. Y le diré algo más. Yo no sé quién mató a Dorothy ni quién ha dado muerte a Janet. Ni siquiera creo que las hayan matado. Pienso que ustedes dos son personas crueles y cínicas y que están a la pesca de sensaciones, haciendo sufrir a todos para proporcionarse emociones baratas. Pues bien, no será a costa de mi marido. —Se detuvo, mirándonos con ojos centelleantes—. David no pudo haber matado a Janet esta noche en la piscina. Durante todo el tiempo en que estuvieron apagadas las luces mi marido estuvo… conmigo.

Se volvió bruscamente dirigiéndose a la puerta. Yo abandoné la cama de un salto.

—Fleur.

Fleur llegó a la puerta, la abrió de un golpe y se deslizó por el oscuro corredor. Yo me precipité tras ella. Abrí la boca para pedirle que volviera, pero oí sus pisadas al entrar en su cuarto y me contuve.

Se oía un restregamiento, y dominándolo, como un ruido armónico, un crujido de sus zapatillas de cuero rojo.

Restregamiento, crujido… No era la primera vez que oía yo ese sonido.

Volví a la habitación. Iris me miró.

—Bueno, Peter, ¿qué se puede deducir de esto?

—No sé —respondí—. Pero hay algo que sí sé. Acabo de oír las pisadas de Fleur al pasar por el corredor. Son idénticas a las de la persona que anoche pasó a mi lado. —Me acerqué a Iris—. Fleur fue quien deslizó la carta del conde por debajo de la puerta de Janet. Fleur fue quien registró el cuarto de Dorothy.