Fleur Wyckoff dejó de gritar. Hubo un intervalo de silencio, y después estalló una babel. Todos los que estaban en la piscina empezaron a nadar apresuradamente, chapoteando y salpicando, en dirección a Fleur. Yo era el que estaba más lejos de ella. Delante de mí, las oscuras cabezas iban convergiendo en un círculo. Parecían grotescas a la luz de la luna…, cabezas sin cuerpo flotando sobre la negra y plana superficie del agua.
Alcancé a los demás. En este extremo el agua era profunda; tenía cerca de tres metros de profundidad. Todos se movían y agitaban sin hacer nada. En el centro del círculo, Fleur Wyckoff sollozaba suavemente. Yo seguí nadando hasta arrimarme a ella. Chuck Dawson, grande y ágil como una foca en el agua, nadaba a mi lado.
—¿Qué pasa, Fleur? —pregunté—. ¿Qué es lo que ha visto?
Fleur asió mi brazo con su pequeña mano.
—Mire. Mire hacia abajo. Se ve el traje, se le ve centellear.
Miré hacia abajo. Tenía razón. Debajo del agua había algo plateado, que temblaba como un reflejo de la luna.
Chuck dijo:
—Vayamos nosotros dos, teniente. Sumérjase.
Arqueó el cuerpo en el agua, y sus piernas de atleta se alzaron y después se hundieron, perdiéndose de vista. Yo le seguí.
Producía una sensación fantasmagórica aproximarse bajo el agua caliente hacia ese objeto rutilante que parecía no tener forma ni significado, pero que, sin duda, debía de ser el cuerpo de Janet Laguno. Yo mantenía los ojos abiertos. El sulfuro del agua hacía que me escocieran. Tenía los brazos extendidos delante de mí. Mi mano se puso en contacto con algo terso, sólido…, un brazo.
Lo así con ambas manos hasta sentir que me tocaban el hombro. Chuck estaba del otro lado. Impulsándonos con las piernas, empezamos a subir a la superficie aquella renuente forma. El agua caliente parecía viscosa como la cola. Pero por fin me libré de ella y pude volver a respirar.
Me sacudí de los ojos el pelo mojado. El rostro de Chuck estaba muy cerca del mío. Me di cuenta de que yo le estaba observando fijamente. Después volví la mirada hacia aquello que se encontraba entre ambos.
Mientras estábamos debajo de la superficie del agua la cosa no había sido tan mala. Había habido algo que hacer. Pero ahora, al mirar aquel objeto flotante, el horror de lo que había ocurrido me produjo una conmoción. El semblante de Janet Laguno parecía de un color verde grisáceo a la luz de la luna. Su boca abierta era un estúpido agujero negro. Su cabello, que siempre había sido tan indócil, se extendía sobre el agua en retorcidos tentáculos.
Chuck, llenándose de aire los pulmones, farfulló.
—A la escalinata. Yo voy detrás de usted. Póngala sobre los peldaños.
Los otros se habían desparramado como torpes patos asustados. Chuck y yo remolcamos a Janet hasta los escalones, la subimos por ellos, y la depositamos sobre el frío reborde de piedra.
Lorraine e Iris vinieron corriendo desde los vestuarios. Iris gritó:
—Peter, ¿qué pasa?
En ese momento Lorraine vio lo que pasaba y lanzó un chillido. Todos salieron de la piscina, formando un enjambre de cuerpos calientes y húmedos.
—¡Atrás! —exclamé.
Uno de los hombres, que vestía bañador negro, se situó a mi lado. Era David Wyckoff.
—Déjeme reconocerla, teniente. Lorraine —llamó—, traiga usted algunas mantas o cualquier cosa por el estilo del vestuario; algo para mantenerla caliente.
Se produjo un revuelo. Wyckoff se arrodilló y tendió a Janet boca abajo. Lorraine, Iris y Amado volvieron precipitadamente provistos de mantas, almohadas, un surtido elegido al azar de ropas de abrigo. Wyckoff deslizó algunas de ellas debajo de Janet, extendió otras encima de ella, y comenzó a hacerle la respiración artificial.
Chuck y yo nos movíamos de un lado a otro.
—Lorraine —dijo Chuck—, haz que se vayan todos. No pueden ser útiles para nada. Diles que se vistan. Llévalos, al bar y sírveles algo. Pero llévatelos de aquí.
Se oyó un obediente golpeteo de pies húmedos sobre el cemento. Pocos minutos después sólo quedábamos nosotros tres sobre el borde de la piscina. Chuck se volvió hacia mí.
—No hace falta que permanezca usted con nosotros, teniente. Yo sustituiré a Wyckoff cuando se canse.
—Gracias —respondí—. Prefiero quedarme.
El día anterior, cuando había muerto Dorothy, Wyckoff y Chuck se habían encargado de todo. Habían dejado de inspirarme confianza.
Chuck me miró, se encogió de hombros, y se volvió rápidamente en dirección a Wyckoff, que trabajaba lúgubremente silencioso. Después de unos quince minutos, Chuck ocupó su lugar. Yo relevé a Chuck y luego Wyckoff me sustituyó a mí. Prolongamos nuestros esfuerzos por espacio de más de una hora. Iris nos trajo unas batas, que nos vinieron perfectamente, porque después de la tibieza de la piscina estábamos azules de frío.
Por último Wyckoff se irguió.
—Es inútil —dijo—. No nos será posible reanimarla. Está muerta.
En realidad yo no esperaba otra cosa.
—Llevémosla a uno de los vestuarios, para poder examinarla.
La cargamos entre los tres hasta el vestuario más próximo y la depositamos sobre uno de los cinematográficos divanes. Después de la luz lunar, las bombillas eléctricas resultaban cegadoras. Lanzaban su resplandor sobre la piel gris azulada, los ojos desencajados, el pelo lastimosamente enredado.
Me volvieron a la mente las palabras que había pronunciado Janet Laguno aquella misma noche.
«No se preocupen. No me sucederá nada. El Monstruo nunca se sintió más sano en su vida».
—«¡No se preocupen!».
Wyckoff, en torno a cuya boca se dibujaban hondas arrugas, examinaba los brazos y piernas desnudos. Permanecía mudo. Pero era evidente que buscaba rasguños o alguna otra señal de lucha.
Yo, por mi parte, no pude descubrir ninguna.
Wyckoff se apartó del diván, se despojó de su albornoz y lo extendió sobre el cuerpo.
—Necesito un trago —dijo, ceñudo—. Vamos al bar.
Nos vestimos y después volvimos a reunimos. Chuck nos condujo por el borde de la piscina, salpicado de luna, hacia un bungalow iluminado. Chuck y Wyckoff marchaban uno muy junto al otro, como si existiera entre ellos alguna tácita alianza. El sereno y ciudadano especialista del corazón y el misterioso y rudo hombre de Nevada formaban una incongruente pareja. Me hubiera gustado saber qué estaban pensando.
Penetramos en un lujoso y moderno bar, que sólo la locura y los millones de los Pleygel habían podido instalar junto a una piscina de natación. El resto del grupo se encontraba ya allí. En la chimenea ardía un brillante fuego. Lorraine, Iris, Fleur y Mimí Burnett estaban sentadas sobre un largo diván de color chartreuse, muy cerca unas de otras, como si se sintieran confortadas en la proximidad. Bill Flanders se había acurrucado en un sillón gris, contra cuyo respaldo había apoyado su muleta. Amado, sombrío barman, estaba empinado sobre un taburete detrás del bar de cristal, en forma de media luna, mientras el conde Stefano Laguno, inconsciente al parecer de la hostilidad de los demás, paseaba a grandes zancadas por la estancia, reflejándose su atildada figura en los espejos negros que cubrían las paredes.
Todos tenían vasos en las manos.
No se oyó pronunciar ni una palabra cuando nosotros tres nos dirigimos al bar y nos servimos highballs. En ese momento los ojos de Iris encontraron los míos. Con la delgada voz de quien ha pasado mucho tiempo sin hablar, preguntó:
—Peter…, ¿está… muerta?
—Me temo que sí —contesté.
El conde Laguno se acercó a Wyckoff, enseñando los dientes en una sonrisa medio inquieta, medio insolente.
—Bien, doctor —dijo—. ¿Cuál es el veredicto esta vez? ¿Se ha ahogado, sencillamente, o la han matado?
Su cínica franqueza quebró el silencio como un latigazo. Fleur Wyckoff, que se retorcía ansiosamente las manecitas, tenía los ojos clavados en el rostro de su marido. Lo mismo ocurría con todos los demás. Wyckoff rehuyó cuidadosamente la mirada de su desviada mujer.
—El teniente Duluth y Chuck han examinado conmigo el cuerpo de su mujer, conde —dijo tranquilamente—. Creo que ambos concuerdan conmigo en que no había señales visibles de lucha.
La sonrisa de Stefano parecía mucho más segura.
—¡Qué alivio para todos nosotros! —exclamó con lentitud—. Especialmente para mí. Gracias a la falta de escrúpulos de Janet en leer aquella carta en voz alta, podría encontrarme en una posición de lo más desagradable. —Hizo una pausa—. De todos modos, tuve la precaución de meterme en su cuarto de vestir hace un momento y sacar esto de su bolso.
Extrajo del bolsillo superior de su chillona chaqueta deportiva la carta que había escrito a Dorothy y que contenía la implícita amenaza a la vida de su mujer.
—Como nadie la ha visto, salvo mi mujer y yo, nadie puede dar testimonio de su contenido. —Mientras todos lo contemplábamos en silencio, estupefactos, se acercó al fuego y echó la carta a las llamas—. Ya está. Hay que ser cuidadoso. —Se volvió, sin dejar de sonreír—. Ahora, aunque llegara a haber algo desagradable, nada me indica como vehementemente sospechoso, fuera del hecho de que soy el único beneficiario del testamento de la pobre Janet. Estado de cosas bastante natural para un hombre casado.
Si había gente más ruin que el conde, yo no la conocía todavía. Los rostros de los demás traslucían una impresión idéntica a la mía. Me volví hacia Stefano Laguno, devolviéndole la suave sonrisa.
—Espero por su propio bien que no haya matado a su mujer —dije—. Si en verdad la ha matado me parece que ha perdido usted su tiempo. Mire usted, esta noche Janet hizo un nuevo testamento. Mi mujer y yo fuimos los testigos. Usted queda completamente excluido, sin un níquel.
Toda su bravuconería le abandonó. Su cara se tornó de un color blanco sucio.
—Janet… —balbuceó.
—Sí —dije yo—. Hizo un nuevo testamento. Mi mujer y yo lo tenemos a buen recaudo, en nuestro poder. No me cabe duda de que será completamente legal. Se lo ha dejado todo a Bill Flanders.
El viudo de Dorothy se volvió en su asiento. Todos miraron en su dirección. Tenía el rostro pálido.
—¿A mí? Pero esto es una locura. Yo apenas la conocía. Yo…
—Ya lo sé —repliqué—. Pero ella pensó que Stefano y Dorothy, con sus bajas intrigas, se habían portado tan mal con usted como con ella. Le pareció que dejándole a usted todo su dinero podría poner a su marido muy limpiamente en el lugar merecido. Y creo que lo ha hecho. —Volví a enfrentarme con el apabullado conde—. Por cierto, que ella no tenía idea de que moriría tan pronto.
Se oía ahora un siseo de voces, como el de un fusible húmedo. Mimí Burnett había olvidado por completo su actitud «Amo-a-la-naturaleza-, y-después-de-la-naturaleza-al arte». Sus ojos, semejantes a botones de zapatos, saltaban de un rostro a otro, como si estuviera presenciando una partida relámpago de ping-pong. Por último, la voz de Lorraine se elevó por encima de todas las demás.
—Pero, ángeles, ¿a qué vienen toda esta conversación, estas cosas tan desagradables? ¿A quién le importa quién recibirá el dinero de la pobre Janet? David dice que…, que se ha ahogado, simplemente. No ha habido nada terrible. —Tenía los ojos muy salidos debajo de las largas pestañas, tratando desesperadamente de que, junto con sus confusas palabras, nos hicieran comprender cómo quería que fuese la vida—. Se ha fundido un fusible. Es algo que puede ocurrir en cualquier momento. En la piscina estaba muy oscuro. Algo le habrá pasado a la pobre Janet; un calambre o algo por el estilo. El agua está demasiado caliente, realmente demasiado. Muchas veces yo misma me he sentido semidesvanecida. Quizá Janet se haya desmayado. Quizá tratara de gritar pidiendo auxilio. Pero no pudimos oírla porque todos estábamos gritando y riendo. Claro que es horrible. Primero Dorothy y ahora la pobre Janet. Y el conde es un hombre espantoso y probablemente lo echaré de mi casa y me alegro de que no se haya quedado con el dinero de Janet. ¡Qué suerte que haya hecho ese testamento! Creo que todos deberíamos hacer testamento. Le diré al señor Throckmorton que me haga uno en cuanto venga. Pero esto no viene al caso. Lo que importa es que la pobre Janet ha muerto, que ha ocurrido un accidente.
—Eso tendrá que decidirlo la policía, Lorraine —dije.
Wyckoff y Chuck Dawson se acercaron un poco más el uno al otro. Todos volvieron rápidamente la cabeza para mirarme, casi como si yo fuera un enemigo.
—¡La policía! —exclamó Lorraine tragando saliva—. Pero, querido Peter, David dice…; ¿no confías en David?
—No se trata aquí de confiar o de no confiar en nadie —respondí—. Todos los accidentes fatales deben ser denunciados a la policía. Tiene que haber una indagación. Pregúntale a Chuck.
El novio de Lorraine me miraba con extraña cautela. Separó apenas los labios para pronunciar:
—Claro, naturalmente. —Dirigió luego la vista a Amado, que continuaba sentado detrás del bar—. Amado, ahí detrás está el teléfono. Llama a la policía. Pide que te comuniquen con Genoa City. Queda más cerca, y además me parece que estamos en su jurisdicción.
Amado trató de adoptar un aire animoso y murmuró su inevitable «Sí, claro». Se puso en comunicación con la policía, dio una confusa versión de lo ocurrido, y colgó el auricular.
—Vendrán lo más pronto que puedan —explicó, y se sirvió un whisky puro.
Fue una espera larga y melancólica. Casi nadie intentó conversar. De cuando en cuando alguien se dirigía al bar y se servía alguna bebida. Traté de imaginarme cómo nos hubiéramos comportado si fuésemos diez personas corrientes y una de sus amigas acabara de ahogarse en una piscina de natación. Seguramente que no sería así.
¡Pero estábamos tan lejos de ser diez personas corrientes! Eramos diez personas ligadas por una docena de intrincadas cadenas de sospecha y temor; diez personas que quedaban de doce.
Janet, naturalmente, podría haberse ahogado accidentalmente. En este caso, más aún que en el de Dorothy, nada había que pudiera suscitar legítimas sospechas, excepto el carácter poco recomendable del marido de Janet y la escalofriante coincidencia de dos muertes «naturales» en dos días. Pero yo estaba seguro de que Janet había sido asesinada, como estaba seguro de que lo había sido Dorothy. Yo estaba seguro de que habían quemado el fusible intencionalmente, a fin de que a favor de la oscuridad alguien pudiera mantener la cabeza de Janet bajo el agua hasta producirle la muerte. Quién lo había hecho, y por qué, no lo sabía, como tampoco sabía quién había asesinado a Dorothy, o siquiera cómo la habían matado. Pero a mí me gustaba Janet, y abominaba por principio a los asesinos. Estaba decidido a retorcerle el pescuezo a éste en particular, aunque ello me exigiera hasta el último minuto de mi precioso permiso.
Tuve la suficiente perspicacia, no obstante, para comprender que en esta temprana fase no tenía ni una pizca de prueba que ofrecer. Si planteaba una cuestión cuando llegara la policía sólo conseguiría quedar como un tonto. La policía investigaría. Si la teoría del accidente les satisfacía, y la corroboraba una instrucción legal, Iris y yo sólo podríamos seguir trabajando lo mejor que pudiéramos hasta que estuviésemos en situación de explicar a las autoridades por qué ocho personas respetables, en virtud de una enigmática variedad de motivos, se confabulaban para impedir la acción de la justicia.
Pues, por lo que yo podía ver, así eran las cosas.
Por último llegó la policía; tres personas conducidas por un hombre pequeño y de ojos de expresión alerta, a quien Chuck presentó con el nombre de sargento Davis. Chuck y Wyckoff les llevaron a ver el cadáver. Estuvieron fuera de la habitación un rato bastante largo. Cuando volvieron, era evidente que el sargento, después de un escrupuloso examen, no había hallado nada que pudiera despertar sospechas. Estaba enterado de la muerte de Dorothy acaecida la noche anterior, y la mencionó, pero sólo como infortunada coincidencia. Después de un interrogatorio completo, aunque rutinario, durante cuyo transcurso anotó nuestras respuestas en una libreta, declaró que pasaría el informe a su superior, quien probablemente ordenaría la indagación para la mañana siguiente. Dijo que sólo deberían asistir Laguno, como marido de la difunta, Chuck y Wyckoff. Comprendía que la señorita Pleygel e Iris Duluth preferirían que el procedimiento se siguiera con la menor publicidad posible y prometió hacer lo que pudiera para ahorrar molestias a todos en aquel doloroso trance.
—Francamente —dijo en conclusión—, cuando supe que la otra señora había muerto anoche empecé a hacer conjeturas. Y si la señora de Laguno hubiera sido buena nadadora tendríamos que profundizar algo más la investigación. Pero entre la confusión y la oscuridad, es fácil que se haya desorientado, aturdido, y una vez que estuvo en el fondo… —Hizo una pausa, volviéndose hacia Wyckoff, que permanecía silencioso, con la cabeza gacha, a su lado—. El doctor Wyckoff me dice que era su médico en Frisco y que él y su mujer tenían amistad con ella. Según recuerda, apenas si sabía nadar. —Dirigió la vista a Laguno—. ¿Digo bien?
Laguno contestó rápidamente:
—Sí, sí, mi mujer nadaba muy mal.
Los sagaces ojos del sargento se volvieron hacia Fleur.
—¿Confirma usted esto, señora de Wyckoff?
Fleur había estado observando fijamente a su marido. Parecía no darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor. No obstante, respondió:
—Sí, mi marido era el médico de Janet. Y yo la conocía desde chica.
—¿Y no sabía nadar?
Fleur tenía los labios pálidos. Vaciló un instante, y después dijo:
—No, me parece que no nadaba muy bien.
Después de esto el sargento se retiró, llevándose consigo a Wyckoff y a Chuck. Todo había sucedido tan tranquilamente como yo había imaginado.
—Bueno, esto ha terminado. —Lorraine se puso en pie y se sirvió una copa—. ¿Entienden lo que quiero decir? Estoy segura de que ese hombre es muy inteligente y entiende de sumarios y todas esas cosas. Dijo que todo estaba perfectamente. —Se volvió hacia Fleur, con expresión tan cándida como la de un niño—. Pero Fleur, encanto, hay una cosa que me parece rara. ¿Puede uno olvidarse de nadar? ¿No recuerdas, mujer? Cuando Janet era chica siempre ganaba premios y copas y todo eso. Era la campeona de natación del colegio.
Por espacio de un momento Fleur se mantuvo erguida con la mirada perdida en el vacío.
Después, como un títere al que se le cortaran las cuerdas, se encogió y cayó al suelo convertida en una masa inerte.