Después de haberse marchado su marido, Janet permaneció muda por un instante. Luego miró a Lorraine con ojos centelleantes.
—Pues bien, querida Lorraine, todo se reduce a lo siguiente: o echas a Stefano de tu casa o yo hago mis maletas y regreso a Reno. ¡Reconciliarnos! Alguien debería juntar tus divinas ideas, atarlas con una cinta rosada y regalárselas a los pobres.
Y dicho esto cruzó atropelladamente la galería, en dirección opuesta a la que tomó Stefano.
Lorraine se había quedado contemplando la puertaventana por la que había desaparecido el conde.
—¡Qué hombre tan espantoso! —Se volvió hacia Wyckoff con un mohín de afectada sinceridad—. Querido David: es claro que Janet tenía razón. Me refiero a toda esa absurda charla sobre asesinatos… Lo ha inventado sencillamente para ver si la disuadía de llamar a la policía, ¿no es cierto?
David Wyckoff tenía los hombros hundidos. Ahora parecía mucho más viejo de lo que era. Yo, aun ante la evidencia, tenía que seguir creyendo lo que había contado Flanders, que Wyckoff había estado tratando a su mujer. Pero se me ocurrió una nueva idea. Quizá Dorothy había padecido realmente una afección cardíaca y había sido, no obstante, envenenada con curare.
Nadie se movió mientras esperábamos que Wyckoff respondiera.
Sin levantar la vista, dijo:
—Usted ha oído a Laguno, Lorraine, y anoche me oyó a mí. Es mi palabra contra la suya.
Lorraine, fácilmente tranquilizada, era toda sonrisas.
—De manera que no hay ningún motivo de inquietud. Yo estaba segura. Y ese hombre atroz…, supongo que Janet tiene razón. Pero es un invitado, y una no puede invitar gente a su casa y después echarla. Tendré que hablar con Janet. ¡Oh, si por lo menos el señor Throckmorton se apresurara y viniera! Y…, pero olvidemos todo esto por un rato, chicos. —Y ya estaba ella volviendo a infundirnos entusiasmo—. He hecho preparar almuerzos para el picnic y demás. Podremos cruzar todos el lago en las lanchas hasta el lado californiano. Eso es lo que haremos: pasar un día encantador al sol.
Y lo pasamos, efectivamente; es decir, Chuck, Lorraine, los Wyckoff, Iris y yo. Mimí y Amado no vinieron. Habían dispuesto, dijo Mimí, pasar la mañana con Edna St. Vincent Millay. La poesía era una gran consoladora. El sol y la estupenda hermosura del lago Tahoe también habrían debido serlo. Atravesamos el lago a la carrera, comimos un suntuoso almuerzo a lo Pleygel en la bahía Esmeralda, nadamos, y nos tendimos sobre la suave arena plateada. Iris estaba conmigo. Yo tenía todo cuanto puede desear un marido cansado de la guerra. Y, sin embargo, no podía aplacar mi inquietud.
Aunque Janet le había restado importancia, la increíble carta del conde llevaba implícita una amenaza contra su vida. Esa amenaza se había ligado en mi mente con una observación que Laguno había hecho a Dorothy la noche anterior, cuando Iris y yo interrumpimos su diálogo en la sala de los trofeos. El curare posee cierta nobleza. Habría que usarlo con arte, para matar tan sólo a los que legítimamente merecen ser asesinados.
Iris y yo habíamos interpretado esto como una maligna indirecta a Dorothy. Pero ¿si nos hubiésemos equivocado y hubiera existido entre el conde y Dorothy alguna especie de conspiración para quitar de en medio a Janet y hacer que «su dulce música sonara hasta la eternidad» con el producto de los bienes del «Monstruo»?
¿Y si hubiese habido algún plan por el estilo que hubiera salido mal? ¿O si algún otro se les hubiese adelantado y asesinado a Dorothy antes de que ella y Laguno…?
Mientras nuestras pequeñas lanchas de motor nos llevaban velozmente de vuelta a casa a través del aterciopelado verde del lago, sentí crecer en mí la desazón por lo que ya había sucedido y por lo que todavía podía suceder.
Cuando llegamos al muelle, nos esperaba Mimí Burnett, hecha una Wendy en su vestido a cuadros, sin su gordo Peter Pan. Corrió al encuentro de Chuck Dawson para decirle algo acerca de una llamada de larga distancia que había habido para él. Cuando enlazó su brazo de niña con el musculoso de Chuck, yo la miré pensativo. También Lorraine miraba.
De pronto, profirió:
—Ya tiene engatusado a mi pobre hermano. ¿Se cree ahora que también podrá birlarme a mi novio?
Era la primera vez que yo oía una observación malévola de labios de Lorraine. Tenía el rostro encendido de indignación. Yo me hice la reflexión de que Amado no tenía un centavo en tanto que Chuck Dawson parecía poseer todo el dinero del mundo. ¿Habría decidido Mimí cambiar de amado a mitad de camino? ¿Era esa la lección que había aprendido después de pasar el día con Edna St. Vincent Millay?
Una vez devueltos a la intimidad de nuestro cuarto, Iris y yo nos liberamos por fin y comenzamos a parlotear a un tiempo acerca de lo que nos había sugerido el episodio del desayuno. No me sorprendió descubrir que mi mujer había llegado a las mismas conclusiones que yo. La verdad era que hasta había ido más lejos.
—Peter, he estado pensando. ¿Y si Laguno y Dorothy hubieran planeado que ésta pinchara a Janet con curare y después, por error, Dorothy se hubiera pinchado a sí misma? Claro que nada concuerda con nada. Wyckoff es un especialista del corazón. Se hubiera dado cuenta en seguida si Dorothy hubiese sido envenenada. Y si lo fue, él tiene que estar complicado en esto de algún modo. ¿Y qué me dices de Chuck? Y Bill Flanders ¿dirá la verdad? Y el conde, además…, bueno, el conde es una verdadera rata. Pero aunque Dorothy estuviera incitándolo, ¿crees tú que habría tenido arrestos para tratar de matar a Janet?
—No sé… —empecé a decir, y me detuve al oír que llamaban a la puerta.
—Pase —dijo Iris, y Janet Laguno en persona hizo su entrada en el cuarto.
Llevaba todavía la desaliñada falda gris y el jersey de color magenta. De su ancha boca pendía un cigarrillo. Había empezado a gustarme por el desafío que encerraba su poco atractiva apariencia, tal como me había gustado la salvaje sinceridad de su conducta durante el desayuno. Había cierta grandeza en Janet. No le tenía miedo a ningún hombre de la tierra.
Traía en la mano un pliego de papel.
—Bien, chicos, todavía estoy aquí. Lorraine empezó a hacerse la Emily Post en ese asunto de despachar a Stefano, y yo he llamado a todos los hoteles de Reno para conseguir habitación, pero no he encontrado nada en ninguno. De manera que me quedo hasta mañana.
Se posó sobre el brazo de uno de los listados sillones, golpeteándose la rodilla con el papel.
—Sorpresa, amigos, sorpresa. ¿Sabéis qué es este papel? Un testamento. Un nuevo testamento. Quiero que vosotros dos me sirváis de testigos. —Hizo una mueca—. Pensaréis, por supuesto, que soy una mujer tonta y neurótica. Quizá lo sea. Al fin y al cabo, nadie que estuviera en su sano juicio se habría casado con Stefano. No he hecho este testamento por ninguna razón melodramática. Sé que Stefano carece del coraje suficiente para tratar de hacerme nada. Pero el destino tiene un perverso sentido del humor. Es perfectamente concebible que me resbale en la bañera y me rompa la cabeza, o que tropiece con un aro de croquet. Y si mi amado Michino llegara a tocar un solo centavo de mi dinero, me pasaría el resto de la eternidad en un ataque apoplético.
Iris y yo cambiamos una mirada de inquietud. Aunque Janet trataba el asunto con ligereza, lo que decía concordaba demasiado bien con nuestras aprensiones. La condesa Laguno desdobló el papel y me lo entregó, esparciendo por el suelo una larga oruga de ceniza de su cigarrillo.
—Me parece mejor que lo leas —dijo—. No me gusta que la gente firme cosas que no ha leído.
Iris leyó el testamento por encima de mi hombro. Era breve y sencillo. Anulaba todos los testamentos anteriores; excluía rotundamente a Stefano; dejaba todos sus bienes a… Bill Flanders.
Iris y yo levantamos la vista asombrados. Iris dijo:
—¿Bill Flanders? Pero…, yo no sabía que fuera amigo tuyo o…
—No lo es en especial. —Janet aplastó su cigarrillo en un extraño objeto de cristal que tanto podía ser como no ser un cenicero—. Pero yo no tengo familia, excepto una repelente tía en Seattle. Esta tarde estuve hablando con Bill. Es un buen muchacho; perdió la pierna peleando por nosotros; y gracias a Dorothy se quedó sin un centavo. Me da pena. Y no se me ocurre nada que pueda poner más furioso a Stefano que verse suplantado por el viudo de Dorothy. De manera que… —extendió las manos—. ¿Bien, chicos, queréis firmar? Aquí está mi estilográfica. En los momentos críticos nadie tiene nunca estilográfica.
Iris y yo pusimos unas firmas bastante inseguras al pie del documento. Janet se levantó y volvió a entregarme el testamento.
—Supongo que debería haber hecho dos copias, pero no las he hecho. Así, pues, guárdalo tú para que esté seguro. —Se encaminó a la puerta, y una vez allí se detuvo, sonriendo con acritud por encima del hombro—. Y no pongáis esa cara tan fúnebre. No me sucederá nada. El Monstruo nunca se ha sentido más sano en su vida.
Al cerrarse la puerta detrás de ella, Iris murmuró:
—Dios quiera que no se equivoque.
Guardamos el testamento bajo llave, en el cajón que servía de caja fuerte para el cerdito alcancía de Iris. En un estado de ánimo decididamente inquieto, nos vestimos para la cena y bajamos.
En la galería ya habían comenzado la puesta de sol y los cócteles. Janet y Bill Flanders, sentados en el mismo banco, contemplaban un cielo de color carmesí hendido por los picachos gigantescos de las sierras. Lorraine, Mimí y Chuck Dawson, indiferentes a las bellezas de la naturaleza, bebían Martini bajo un parasol amarillo.
Cuando Iris y yo nos reunimos con ellos, Chuck, muy buen mozo y muy vaquero con su chaqueta de cuero y sus pantalones de pana, le tomaba el pelo a Lorraine por sus ropas ciudadanas y su traje de baño de escamas plateadas, que según él la hacía parecer un róbalo. Al oír esto Mimí soltó una tintineante carcajada y sonrió a Chuck traviesamente. Lorraine replicó con brusquedad.
—Muy bien, Chuck; si no te gusta, lo tiraré.
Mimí deslizó la mano bajo el brazo de Chuck, posándola por último sobre sus dedos. Lorraine, con el rostro encendido, se volvió rápidamente hacia ella y exclamó:
—¡Por amor de Dios, deja de coquetear con Chuck!
Chuck parecía molesto. En los hundidos ojos de Mimí fulguró un destello. Yo estaba alarmado por la violencia de la tensión que existía entre ambas mujeres.
Pero en ese momento apareció Amado, inocentemente jovial, llevando del brazo a Fleur Wyckoff. Mimí corrió hacia él, exclamando:
—Pícaro Amado, ¿por qué me dejaste sola para que tuviese que mirar la puesta de sol con otros? Lorraine ha estado diciendo cosas terribles.
Apretándose contra la manga de Amado, encontró refugio en su felicidad de prometida.
A continuación vino Wyckoff. Después de él, con despreciativa indiferencia por las miradas hostiles, apareció el conde Laguno por las puertas-ventanas, y se sirvió un Martini. Olvidando sus preocupaciones, Lorraine comenzó nuevamente a comportarse como la dinámica anfitriona que era. Cuando entramos para cenar, estaba tan locuaz y alegre como siempre.
La comida fue monopolizada por el tema de la piscina de agua caliente y lo divino que sería nadar allí a la luz de la luna. Por alguna razón, sus invitados se mostraron más rebeldes que de costumbre. Chuck, refunfuñando, sugirió desacertadamente que en vez de nadar fuésemos a Reno. Janet declaró que no había traído traje de baño. Hasta la pequeña Fleur dejó oír su vocecilla de ratón. Pero Lorraine, en forma magnífica, se sobrepuso a todos los obstáculos.
Transcurrida una hora aproximadamente, el malhumorado grupo subió a buscar las ropas de baño, congregándose después en el camino de acceso. Había dos automóviles. Lorraine se dirigió a la vieja camioneta rural, seguida de Bill Flanders, Janet Laguno, Fleur, Iris y yo. La luna no había salido todavía. Nos precipitamos colina abajo en medio de una lóbrega oscuridad. Los grillos cantaban, las ranas croaban. Una abrupta pendiente nos lanzaba hacia el campo envuelto en tinieblas. Lorraine detuvo el coche frente a la rielante silueta de un bosquecillo de álamos.
—Hemos llegado.
Descendimos en tropel y atravesamos una puerta blanca. Lorraine encontró una llave de luz y las tinieblas se iluminaron.
Los altos álamos, a cuyo pie se erguían pequeños arbustos en flor, formaban un rectángulo. En el centro del claro se extendía una inmensa piscina de natación, con un ancho borde de piedra. A los lados, los cuartos de vestir, construidos como casitas individuales, formaban como pequeños caseríos. Sobre el brillo trémulo del agua centelleaban sartas de luces multicolores.
—Es una gran piscina, ¿verdad? —dijo Lorraine—. No sé por qué no la uso más. Peter, Bill, los hombres tienen que ir al otro lado para cambiarse.
Los vestuarios eran tan lujosos como todo lo que pertenecía a Lorraine. Cada uno de ellos tenía su pequeña salita, con tapizados impermeables en los sillones, un armario que podía cerrarse con llave y un cuarto de ducha. Bill y yo fuimos los primeros en estar prontos.
Con sus pantalones de baño, el recio físico de boxeador de Bill Flanders, parecía más lastimoso aún el inútil muñón de su pierna. Se dirigió cojeando, apoyado en su muleta, a una escalerilla que había promediando uno de los lados de la piscina y se metió en el agua. Yo me zambullí tras él.
Producía una voluptuosa sensación bucear en el agua caliente como un baño tibio. Me eché perezosamente sobre la espalda, aspirando el ligero olor medicinal a sulfuro y dejándome penetrar por el calor. Las luces en arco iris brillaban como alocadas estrellas. Detrás, por encima de los combados picos de las montañas, se percibía en el cielo una opalescencia, anuncie de la inminente aparición de la luna.
Bill chapoteaba en la piscina, feliz como un oso polar. Janet apareció del lado de las mujeres. Su falta de traje de baño había sido subsanada por la desechada malla de escamas de Lorraine. Se sumergió y se acercó hacia donde nosotros estábamos, semejante a algún espantable y fosforescente monstruo de las profundidades.
Iris salió junto con Fleur y Lorraine, todas vestidas sobriamente de negro. Se zambulleron, y pronto estábamos todos retozando en la aterciopelada tibieza. En el corpiño de Fleur ocurrió alguna pequeña catástrofe, y Lorraine y Janet, con muchas risitas contenidas, se la llevaron a uno de los cuartos de vestir para arreglárselo. En la piscina sólo estábamos Iris, Bill y yo cuando llegó la segunda tanda. Mimí, única mujer que venía con ellos, se encaminó saltando como una sílfide algo madura a la sección de las mujeres, y en los cuartos de vestir de los hombres resonaron ruidos de pisadas, fragmentos de diálogo y hasta una irreconocible y desafinada versión de Home on the Range.
La reunión se iba animando.
Iris y yo nadábamos indolentemente por la parte menos profunda y más caliente de la piscina, cuando todas las luces de la arboleda se apagaron. Iris me asió de la muñeca. En la negrura de alquitrán que nos rodeaba se oyeron gruñidos de fastidio. Alguien gritó. Después se dejó oír la voz de Lorraine, aguda y alegre.
—Chicos, se ha quemado un fusible. ¿No es divino? Es mucho más divertido estar a oscuras. Que nadie trate de arreglarlo. Además, la luna saldrá dentro de un momento.
Oí un chapoteo, vi un destello blanco, oí más chapoteos. Al parecer todos convenían con Lorraine en que era divino estar a oscuras. Y constituía en verdad una espléndida sensación nadar a través de aquella acariciadora tibieza en anónimas tinieblas.
Se llamaban unos a otros. Las mujeres dejaban escapar pequeños chillidos, medio de susto, medio de excitación. Yo perdí por completo el rastro de Iris, y nadaba a ciegas. A cada instante chocaba contra otro cuerpo caliente y húmedo. Una vez oí la voz de Chuck.
—Lorraine, ¿eres tú, nena?
Y a Lorraine que contestaba:
—Sí, querido. ¿No es divertido esto?
Seguí nadando. Me topé con otro. Unas manos tensas se aferraron a mis brazos, y la voz de Mimí susurró:
—Chuck, te he estado buscando. Tengo miedo. Estoy…
—No soy Chuck —dije, antes de que se traicionara más.
Y me alejé prestamente, para evitarle la confusión que debía de sentir.
Al cabo de un rato la tibieza del agua y la no atenuada oscuridad se volvieron sofocantes. El resplandor del cielo era la única cosa visible. Flotando sobre la espalda, lo veía tornarse cada vez más intenso. Y súbitamente, irrumpiendo como un muñeco de resorte, se elevó en el cielo la luna llena. Nuevamente se veían los álamos y el fulgor de los blancos vestuarios. A través del agua se extendía una vía de plata. Hasta me era posible percibir cabezas individuales moviéndose aquí y allí en la piscina.
En aquellos escasos segundos la estigia oscuridad se había transformado en un mundo de hadas.
Descubrí a Iris y me acerqué nadando hasta ella. Chuck y Lorraine se nos reunieron. Lorraine parecía contrariada por algo.
—Está demasiado caliente —dijo—. Salgamos de aquí antes de quedar cocidos.
Estábamos cerca de los peldaños. Lorraine salió de la piscina de un salto. Chuck la siguió. Iris y yo también salimos. Yo quería fumar.
—Ahí dentro hay un bar —dijo Lorraine. Gritó en dirección al agua—. Vamos, angelitos, vamos todos a beber algo.
Los invitados empezaron a abandonar la piscina. Amado fue el primero en hacerlo, ayudando a Bill Flanders a subir los escalones hasta encontrar su muleta. Después vino Mimí, rodeando con el brazo la cintura de Fleur. Wyckoff surgió del otro extremo y se nos acercó, en tanto que el conde Laguno, ignorando orgullosamente el hecho de que se ignoraba su presencia, se alisó su pelo negro y trepó de la piscina, apareciendo junto a nosotros.
Lorraine miró en derredor.
—¿Estamos todos?
—Falta Janet —dijo Fleur—. ¿Dónde está Janet?
—¡Janet! —llamó Lorraine con voz indiferente—. Sal de ahí, Janet.
No hubo contestación. Mi pulso se aceleró mientras observaba la extensión de agua iluminada por la luna. Nada quebraba su serena superficie.
—¡Janet! —Era Mimí quien llamaba ahora—. Janet, ¿dónde estás?
—Quizá haya salido antes de que apareciera la luna. Quizá esté en el vestuario. —Iris asió el brazo de Lorraine—. Vamos, vamos a ver qué pasa.
Corrieron alrededor de la piscina y desaparecieron en las casitas del lado opuesto. Los demás permanecimos allí sentados, invadidos por una creciente inquietud, mientras las voces de las dos mujeres se perdían medrosas en medio de la noche iluminada por la luna.
—Janet… Janet…
De repente, Chuck se zambulló en la piscina. Esa fue la señal. Uno tras otro nos fuimos sumergiendo después que él. Nadie decía nada. Era eso lo que volvía tan ominosa la situación. Mimí pasó nadando a mi lado. Laguno, con los ojos muy brillantes, avanzaba cerca de nosotros. Hasta Bill Flanders había vuelto a sumergirse, hendiendo el agua con sus poderosos brazos.
La luz lunar parecía ahora intolerablemente brillante. Alguien murmuró unas palabras junto a mí. Se oyó un chapoteo. Todavía seguían oyéndose las voces de Lorraine y de Iris, llamando.
Luego, en el extremo más lejano de la piscina, una mujer empezó a gritar. Era Fleur Wyckoff. Reconocí su voz.
—¡Janet… está aquí! ¡La estoy viendo!… ¡Está debajo del agua…, está ahogada…!