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He estado pensando y pensando, amigos míos; de veras. Pero lo que hay que hacer es esto: no pensar. —Lorraine Pleygel nos espetó la observación a través de las mesas del desayuno de la galería, salpicadas de sol—. El señor Throckmorton pensaría que todos deberíamos ponemos largos velos negros; pero el señor Throckmorton es de Boston, ¡y en Boston todo es tan deprimente! Al fin y al cabo, el que uno piense y esté triste no le servirá de nada a la pobre Dorothy. Así que sigamos divirtiéndonos. Estoy segura de que si yo me muriera, querría que la gente siguiera divirtiéndose.

Poniendo en práctica esta típica muestra de la filosofía de los Pleygel, Lorraine llevaba el atavío más frívolo que yo había visto nunca. Era un traje de baño hecho exclusivamente de rutilantes escamas plateadas. Le daba el aspecto de un bull-terrier de raza disfrazado de sirena.

Pero a pesar de Lorraine, no había mucha diversión en aquella terraza. Iris y yo, después de haber reflexionado acerca de mis experiencias de la noche anterior, nos sentíamos vencidos. David y Fleur Wyckoff, como de costumbre, estaban sentados al lado, tan indiferentes el uno al otro como dos desconocidos que se encontrasen por azar en asientos contiguos en el subterráneo. Bill Flanders, Janet Laguno, Amado French y Mimí Burnett no aparecieron. Chuck, que había traído a colación el tema de Dorothy con un lacónico anuncio de que el funeral había de realizarse al día siguiente, parecía de mal humor. Vestía viejos pantalones de dril y una cazadora roja, y se paseaba de un extremo a otro de la galería, contemplando ceñudo la tranquila belleza del lago Tahoe.

Sólo el conde Stefano Laguno parecía satisfecho de la vida. Llevaba una llamativa chaqueta deportiva y amplios pantalones, con una bufanda de seda azul anudada en torno al cuello. Se figuraba, probablemente, que tenía aspecto de Oeste. No lo tenía. Parecía, más bien, un tipo sospechoso de uno de los puntos de la Riviera de peor reputación. Observaba a todos con sus burlones ojos negros, sin dejar de comer, al mismo tiempo, de todo cuanto servía el diligente mayordomo.

Unos minutos después, Amado y Mimí surgieron desde la sala de estar; esta vez, para variar, cogidos de la mano. El hermano de Lorraine y su novia no contribuyeron a aumentar la alegría reinante. De Amado emanaba la melancolía de un lloraduelos profesional. Y Mimí, arrastrando un largo vestido gris, parecía la misma niña de los pesares, como si todas las hadas del fondo de su jardín se hubieran muerto durante la noche.

—Querida Lorraine. —Depositó un alado beso en la frente de Lorraine, en tanto que sus astutos ojos, que intentaban parecer espirituales, recorrían uno a uno a todos los presentes—. Ya me doy cuenta, pobrecitos, de cómo se han de sentir todos. Yo no he pegado ojo. Amado tampoco; ¿no es cierto, Amado?

Amado meneó la cabeza con aire tétrico.

—Sí, claro, Mimí.

Y después de apagar la última chispa de alegría que pudiera haber habido, se dispusieron a tomar el desayuno.

—Esta mañana —dijo Lorraine súbitamente—, iremos al lago Tahoe en las lanchas de motor. Es divino, de veras. Y además, esta noche habrá luna. Bajaremos la colina e iremos todos a nadar a las termas. No han estado todavía en mi piscina caliente. No puedo comprender por qué será caliente. Es decir, por qué sale así el agua directamente del suelo. Pero es divino. —Dirigió una radiante sonrisa al doctor Wyckoff, y luego otra a Fleur; como si todavía, insensatamente, tuviera la idea de la reconciliación metida en la cabeza—. Es tan romántico. Todo el mundo lo dice. A mí me encanta.

Fue en este momento cuando Janet Laguno hizo su irrupción en la galería. Su «erupción» sería la expresión adecuada, porque nunca vi entrada tan volcánica. Enfundada en una ceñida falda gris y en un chillón jersey de color magenta que daba a su rostro el tono del apio, surgió de detrás de las puertas-ventanas, mirándonos con ojos fulgurantes.

—Yo —anunció— soy mujer de palabras escasas y breves. Diré ahora una breve palabra, y se la diré a ése que llaman marido mío.

Se volvió bruscamente hacia el conde, y su collar de perlas osciló como un péndulo sobre su pecho de color magenta.

—¡Rata! —dijo—. ¡Rata, rata, rata!

Stefano Laguno se limpió con la servilleta una imaginaria miga de pan de los labios, y dirigió luego a su esposa una lánguida sonrisa.

—Buenos días, Janet. Deduzco que no has dormido bien esta noche.

—¡Dormir! Nunca volveré a dormir mientras esté bajo el mismo techo que tú.

Janet Laguno empezó a hurgar en un voluminoso bolso de color escarlata, semejante a un cesto de mercado, desparramando sobre la galería estuches de polvos y cigarrillos. Por último sacó una carta y la agitó ante nosotros.

—Esta carta —dijo— está escrita por la inculta mano del hombre que se hace llamar, risiblemente, conde Laguno.

Stefano clavó los ojos en Janet; de pronto su rostro había adquirido la expresión de un zorro atrapado. Se levantó de un salto e intentó apoderarse de la carta. Janet la retiró con brusquedad y él volvió a hundirse en su silla, mirando con expresión atontada.

—Cuando era niña —dijo Janet ominosamente—, me solían alabar mi manera de recitar. Espero no haber perdido el don. Escuchen mientras leo textualmente esta obra maestra, corrigiendo de paso la ortografía. Está dirigida a la por fortuna fallecida señora Dorothy Flanders.

Con voz rezumante de burlona pesadumbre, comenzó:

«Dorotea, mia carissima:

»¿Con quién he estado soñando todo el día? ¿Debo decirlo? Contigo. ¡He pasado una noche tan terrible remolcando al Monstruo por la pista de baile de un lujoso y vulgar club nocturno! Sólo la imagen de tu maravilloso rostro me impidió enloquecer. Querida, yo creía ser un hombre cínico, cansado del mundo, cansado de las mujeres. Después de una semana o cosa así dejaba a las mujeres a un lado, como limones exprimidos. Pero te conocí a ti…, ¿y qué es el cinismo? Una palabra, algo que no significa nada. Amada, vivo en un sueño, un sueño celestial. Tenía pensado hacerte un pequeño regalo, pero el Monstruo vigila sus joyas como un dragón. Tiene ojos en la nuca. No debes impacientarte, mi paloma. Ahora soy pobre. Pero el Monstruo, como sabes, me lo ha dejado todo. Lamento todas las noches que goce de tan buena salud. ¡Si las cosas fueran distintas! Ah, mio tesoro, si el Monstruo no se interpusiera entre nosotros, tú y yo podríamos hacer que nuestra dulce música sonara hasta la eternidad.

»Preciosa mía, beso las almohadas y pienso en ti. Addio, Dorotea de mis sueños.

»Tu amante,

Michino».

Cuando se dio fin a esta extraordinaria lectura, el conde estaba rojo hasta las ralas raíces de sus cabellos. Creo que fue la palabra «michino», pronunciada con todo el veneno concentrado de Janet, lo que abatió la última línea de defensa de su aplomo. Los demás seguían sentados en torno a las mesas, boquiabiertos y mudos de asombro.

La carta, con su ridículo estilo literario, me había asombrado también a mí. Aunque a Iris y a mí nos parecía indudable que alguna relación debería de haber existido entre el conde y aquella devoradora de hombres que era Dorothy, nunca me habría imaginado algo tan sórdido como aquello.

En medio del tajante silencio que siguió, Janet volvió a doblar la carta y la metió en el sobre. Cruzó los brazos sobre el jersey de color magenta y fijó la vista en su marido.

—¡El Monstruo! —barbotó—. Gracias, Stefano. Soy probablemente una de las escasas mujeres de la historia que aparecen en las cartas de amor de sus maridos bajo el nombre de … Monstruo.

Las mejillas del conde iban perdiendo el color que había hecho subir a ellas la confusión. Ya había recobrado casi por entero su insolente calma.

—Lo siento, Janet, si encuentras el título poco atractivo. Comprenderás que no era de suponer que tú leerías esta carta.

—Me lo imagino. Y para tu gobierno, Michino, te diré que el Monstruo no tiene ojos en la nuca. Yo sabía que Dorothy era una verdadera bazofia, y Dios sabe que no me hago ilusiones con respecto a ti. Pero jamás se me pasó por la cabeza que juntaseis ambos vuestra perversión.

Como siempre hacía al enfrentarse con lo desagradable, Lorraine intentaba aparentar que no existía. Revoloteaba en torno de Janet.

—Debe de haber algún error. Escucha, nadie escribe cartas así. ¡Michino! Eso es una falsificación. Tu marido no se llama Michino. Pero ¿dónde la has encontrado?

—La he encontrado en el suelo, al lado de la puerta, al despertarme esta mañana. Algún buen amigo mío debe de haber pensado que sería una excelente lectura para antes del desayuno. Pero no cabe duda de que está escrito en la hermosa letra italiana de mi marido. De manera que ¿a quién le importa cómo ha aparecido?

A mí me importaba. Dorothy era el tipo de mujer que conserva cartas comprometedoras, lo mismo que había hurtado las fichas de cinco dólares de Lorraine, para utilizarlas en algún momento de apuro. Era casi seguro que la persona que había registrado su habitación la noche anterior había encontrado el peligroso documento y, fuera por maldad o por algún otro motivo, lo había deslizado bajo la puerta de Janet.

Janet había vuelto a clavar los ojos en el conde.

—Cuando partí para Reno, Stefano, estaba dispuesta a divorciarme de ti, lamer mis heridas y hacerme la cuenta que todo había sido un mal sueño. Ahora las cosas son muy distintas. Esta carta indica que acariciabas la idea de asesinarme y vivir del producto del crimen con tu robusta rubia. «Lamento todas las noches el que goce de tan buena salud»; ¡hay que ver! Sé, por supuesto, que sólo es una frase; nunca hubieras tenido el valor de hacer nada. Pero como la policía no está casada contigo, no lo sabrá. Y voy a llamarla inmediatamente. Un poco de dura vida de cárcel te vendrá a las mil maravillas.

El conde le sonrió casi con suavidad.

—Dudo, querida Janet, que tú o ningún otro de esta casa llame a la policía.

Yo agucé el oído. Janet dijo:

—¿Y por qué no?

—Vamos, Janet, no seas estúpida. Es algo que raras veces sueles ser. —El conde sacó un cigarrillo y lo encendió con exasperante elegancia—. Tenía esperanza de no tener que sacar a colación un tema desagradable, pero tu actitud no me deja otra alternativa. Si llamas a la policía no tendré reparo en informarles que Dorothy Flanders fue asesinada anoche. Y en ese caso el excelente trabajo realizado por Wyckoff y todos los demás quedará en nada.

Esta fue, con mucho, la más electrizante observación de aquel electrizado desayuno. Cambié una mirada con Iris. Nuestra teoría del asesinato rebotaba contra nosotros como un bumerang. Wyckoff se puso en pie de un salto, con la cara lívida como la de un fantasma. Mimí, hecha un niño angelical, se refugió bajo la protectora robustez del brazo de Amado. Un conato de conversación nació y murió. Chuck Dawson giró sobre sus talones y gruñó:

—¿Dorothy asesinada? ¿Está usted en sus cabales?

—Calma, calma, no se alarmen. —El conde sacudió la ceniza del cigarrillo sobre el platillo de su taza—. Mientras a Janet no le dé por meterse con la policía no habrá nada que temer. Esta carta tan indiscreta fue escrita por mí. Lo admito. No tengo la menor idea de cómo llegó a manos de mi mujer, pero esto no viene al caso. Lo que sí viene al caso es que Janet omitió mencionar la fecha. Fue escrita hace más de un mes. Temo que mi ardor por la señora de Flanders no haya sido de muy larga duración. La verdad es que al final estaba mortalmente aburrido de ella. De manera que, como ustedes comprenderán, a mi modo, calladamente, estaba tan contento como todos ustedes por haberme librado de ella.

Así que el sistema del limón exprimido empleado por el conde había alcanzado a Dorothy. Tomé nota de esto mentalmente, aunque había muchas otras cosas, por cierto, dignas de observar. Fleur Wyckoff tenía los ojos clavados en su marido. Estaba tan pálida que yo temí que se fuera a desmayar. El mismo Wyckoff tampoco parecía demasiado firme.

—Me gustaría saber, conde —dijo con lentitud—, si me está acusando de falsificar deliberadamente el certificado de defunción. Mi diagnóstico ha sido que la señora de Flanders ha muerto de un ataque cardíaco.

Stefano mostró sus dientes ligeramente amarillentos.

—A mí no me pareció un ataque cardíaco, doctor Wyckoff. Por supuesto, yo no soy un especialista caro, como usted, pero en mi disipada juventud viví durante algún tiempo a orillas del Amazonas, en una húmeda y poco atractiva plantación de caucho de la selva. Presencié la muerte de un hombre envenenado con curare. Anoche no tuve oportunidad de reconocer a la señora de Flanders. La verdad es que apenas si la vi. Pero me interesaría conocer su opinión acerca de la muerte por el curare.

Yo me había aferrado a los brazos de mi sillón. Lorraine exclamó con voz entrecortada:

—¡Curare!

Wyckoff no decía nada, y el conde prosiguió:

—Naturalmente, no tengo idea de quién la mató, ni de por qué ni cómo lo hicieron. No tengo la menor idea de por qué usted, Wyckoff, habría de querer echar tierra al asunto, ni de por qué algunos de los otros habían de estar tan ansiosos por ayudarle. Ni siquiera me interesa averiguarlo. Creo haber expuesto mi posición con claridad. Si mi mujer se comporta como es debido no tomaré ninguna medida. Pero si, impulsada por un rencor muy impropio de una dama, trata de crearme dificultades (se encogió de hombros), yo les crearé dificultades a ustedes.

Aunque carecía de cualquier otra cualidad, el conde era al menos franco. Y su franqueza pareció haber sometido a todos, excepto a su mujer.

Janet había estado escuchándolo estupefacta y furiosa. De repente, dijo:

—Que nadie se deje engañar por él. Todo es una ridícula farsa. Sabe que yo podría meterle en la cárcel por tentativa de robo y quizá también por el proyecto de asesinarme. No hace más que fingir para asustarme. No tiene ni la más mínima prueba.

—Claro que no tengo pruebas, mi querida Janet. —El conde se volvió en su silla para obsequiar a su mujer con su sonrisa más continental—. Pero hay una manera muy simple de demostrar si tengo razón, ¿no? Lo único que debo hacer es comunicar mis sospechas a la policía, y el resto lo hará una autopsia.

Nuevamente miraba a Wyckoff, quien le devolvía la mirada con un aplomo que indicaba ya fuera confianza, ya fuera un inmenso autodominio.

—¿Piensa usted pedir una autopsia, conde?

—Tonterías —intervino Janet—. David, no deje usted que le embauque.

Hay algo más. —El conde jugueteaba con el fleco del mantel—. Una vez que hayan descubierto que Dorothy fue asesinada empezarán a buscar motivos. Y cuando vean esa carta, querida Janet, verán que tú tenías mejores motivos que nadie. La esposa despreciada mata a su rival en un furioso ataque de celos.

El rostro de Janet se había teñido de escarlata, matiz que desentonaba violentamente con el color magenta del jersey.

—¡Esposa despreciada! —farfulló.

—Piénsalo. —El conde dejó su servilleta sobre la mesa y se puso en pie—. Tengo la impresión de que serás sensata.

Hizo a Lorraine una ceremoniosa reverencia y se marchó de la galería.