5

Iris había guardado bajo llave el cerdito alcancía, con su mal habido tesoro de medios dólares, en el cajón del tocador que le servía de fuerte Knox particular. Dejó resbalar de sus hombros el negro vestido de noche, y se sentó muy decorativamente ante el espejo, peinándose la oscura cabellera. Era un alivio que la horrorosa velada hubiera terminado y estar nuevamente a solas con mi mujer.

Mientras yo colgaba en el armario mi uniforme, Iris observó:

—De manera que Dorothy Flanders ha muerto de un ataque al corazón.

—Eso es lo que ellos dicen. —Comencé a desabrocharme la camisa—. A propósito, nunca bailes la rumba con alguien que está a punto de morirse de un ataque al corazón. No te lo recomiendo.

Iris continuó peinándose el cabello con actitud de reserva. Yo tomé mi pijama, un vistoso modelo de seda azul que había comprado, en gran parte, para impresionar al personal doméstico de Lorraine; me encaminé al cuarto de baño y empecé a limpiarme los dientes.

Nuevamente volvió a oírse la voz de mi mujer, entremezclada con el ruido del agua.

—Ha sido un modo de morir muy considerado por parte de ella, ¿no te parece?

Comprendí que me lanzaba una bomba de ensayo, y gruñí un cauteloso «Claro», a través de la pasta dentífrica.

Mi mujer apareció en el vano de la puerta, esbelta y hermosa, mirando cómo me cepillaba los dientes.

—Peter, tú quieres que tu permiso sea agradable, ¿no es así? Agradable y tranquilo.

—Pues claro.

—¿Y quieres que estemos los dos solos?

Si no fuera por la pasta dentífrica la hubiera besado. ¡Parecía tan exactamente lo que uno desea besar!

—Estar a solas contigo es la única cosa que me gusta sin reservas —le contesté.

Mi mujer arrugó la frente.

—En tal caso, mañana mismo nos vamos. Si es necesario viviremos en una tienda de campaña en el desierto. Y… —hizo una pausa—, y Dorothy Flanders ha muerto de un ataque al corazón.

Se retiró al dormitorio, dejándome entregado a mis dientes y a mis pensamientos. Mis pensamientos me causaban más preocupación que mis dientes. Según todas las leyes de la lógica, yo debería estar ansioso por cambiar la poco atrayente situación en que nos encontrábamos por un breve período de paz y tranquilidad con mi mujer. Y sin embargo, en los pasados y frívolos días anteriores a mi incorporación a la marina y a la carrera cinematográfica de Iris, nos habíamos visto enredados en varios crímenes. Siempre habíamos sostenido que cada una de esas épocas había sido detestable del principio al fin; pero, por alguna razón misteriosa, siempre que se presentaba la oportunidad de volver a enredarse en alguno, allí estábamos nosotros. Nos ocurría algo; un extraño hormigueo en la espina dorsal. Y ahora el hormigueo se hacía sentir.

Me enfundé mi pijama, rigurosamente civil. Sin tener apenas conciencia de lo que decía, pregunté:

—Iris, ¿recuerdas a aquel viejo barbudo y borracho de San Francisco que te anunció que Eulalia Crawford sería asesinada?

—Sí. —La réplica de mi mujer fue pronta.

—¿Y recuerdas a Fogarty, metido en la camisa de fuerza en el sanatorio del doctor Lenz?

Iris se había parado nuevamente en la puerta del cuarto de baño. Llevaba puesta una bata negra de la Magnificent Pictures que casi indudablemente había escandalizado a los miembros más severos del personal doméstico de Lorraine. En sus ojos brillaba un fulgor que yo ya conocía de antiguo.

—De manera, Peter, que tú también deseas quedarte. Vamos a averiguar qué es lo que realmente ha pasado.

Yo la miré.

—No olvides, nena, que ahora eres Iris Duluth, de la Magnificent Pictures. Perteneces al mundo. Si se produjera algún escándalo, ¿qué diría el señor Fulanovslcy?

—No lo llames Fulanovsky, Peter. Se llama Piatanovsky. ¿Y a quién le importa lo que pueda pensar el señor Piatanovsky? Si llega a haber un escándalo y mi conducta no le parece satisfactoria a Will Hays, siempre pueden hacer que alguna otra pertenezca al mundo.

Habiendo dispuesto de su carrera cinematográfica, mi mujer me cogió la mano y me sentó sobre el borde de una de las desatinadamente modernas camas de Lorraine.

—Querido, Dorothy no puede haber muerto de un ataque al corazón justamente cuando su marido la había amenazado de muerte y todo lo demás. Es demasiada coincidencia. Además, no había más que mirarla para darse cuenta de que estaba tan sana como un búfalo. Cuéntame exactamente lo que ha pasado en el despacho del gerente.

Se lo conté. Iris comentó:

—Entonces, si Dorothy ha sido asesinada, ¿Wyckoff arriesgó toda su carrera dando un diagnóstico falso? ¿Por qué?

—Bueno, aun sin esto, Wyckoff ofrece materia para una infinidad de porqués. Ante todo, ¿por qué ha venido aquí? No ha sido, ciertamente, para reconciliarse con su mujer. Ni siquiera ha hablado con Fleur desde que llegó.

—Si intentaba engañarnos, corrió un riesgo tremendo echándole el muerto a Flanders de ese modo. Bill podría haber negado estar al tanto del estado físico de Dorothy.

—Tenía que correr ese riesgo. Nadie hubiera creído su historia a menos que la confirmara el marido de Dorothy. Por otra parte, Wyckoff estuvo presente durante la cena. Él sabía que Bill podía perderlo todo si se revelaba que su mujer había sido asesinada. Bill, sin duda, era el más indicado por las circunstancias como posible asesino. Y si en verdad la ha matado, no puedo decir que lo encuentre demasiado culpable.

—Tampoco yo —dijo Iris, y después de una pausa prosiguió—: ¿Y qué me dices de Chuck Dawson? ¿Se las habrán ingeniado entre los dos para engañar a Chuck?

—La verdad es que Chuck parecía tan ansioso como ellos por que se aceptara la teoría del ataque cardíaco. Fue él en realidad quien allanó el camino, valiéndose de su influencia para disuadir a la policía de que iniciara una investigación. Por lo que yo sé, sólo trató a Dorothy durante la semana que ésta pasó aquí. La ayuda que ha prestado para encubrir el crimen no tiene explicación.

—Una semana con Dorothy era suficiente para cualquiera. —Iris cruzó las rodillas y se las rodeó con las manos—. Peter, si no ha muerto de un ataque al corazón, ¿cómo ha muerto?

—Supongo que tienen que haberla envenenado. Y si ha sido envenenada, tengo un presentimiento respecto a la procedencia del veneno. —Hablé a Iris de la flecha india envenenada con curare que habían sacado, posiblemente, de la vitrina de la sala de los trofeos—. No te lo dije cuando lo noté porque no quería inquietarte.

—Curare —susurró Iris—. Y esta noche el conde Laguno le gastó a Dorothy esa broma sobre el curare.

—Exactamente.

—Peter, ¿qué sabes tú acerca del curare?

—Sólo lo que dicen las novelas policíacas. Si uno lo traga no trae consecuencias. Dorothy engulló un emparedado con pollo en el Del Monte. Pero no creo que haya estado envenenado. El curare tiene que penetrar en el torrente sanguíneo, pero un pinchazo con un alfiler basta para producir la muerte.

—Y Dorothy tenía por cierto bastantes superficies desnudas que pinchar. Obra rápidamente, ¿no es así?

—Sí. Pero no sé exactamente el tiempo que tarda. Supongo que de tres a veinte minutos.

—Entonces no puede haber sido envenenada en el club de Chuck. Estuvimos en Del Monte más de veinte minutos. Pero esto no significa nada. Cualquiera puede haberla pinchado mientras nos dirigíamos a la mesa. —Iris parecía desconcertada. No me imagino a Bill Flanders haciendo algo tan extravagante e imaginativo como pinchar a Dorothy con una flecha envenenada. Necesitaba matarla, sí, pero él es de esos hombres que dan golpes en la cabeza o…

—O lo persiguen a uno con un cuchillo de cocina —interrumpí—. Pero el asesino no tiene por qué ser Bill. Los Laguno y los Wyckoff conocían a los Flanders de San Francisco. Lorraine también la conocía. Y cualquiera que conociera a Dorothy podría sentirse orgulloso de matarla.

El rostro de Iris reflejaba determinación.

—Veamos, Peter, hinquémosle el diente a esto. Comencemos por el principio y reconstruyamos todo lo que ha ocurrido esta noche.

Una hora después estábamos todavía reconstruyendo en nuestras camas individuales listadas como cebras. La reconstrucción de Iris se fue haciendo cada vez más vaga, hasta que se desvaneció en un suspiro e Iris se quedó dormida.

Pero yo no tenía sueño. Tendido en la cama, fumaba en la oscuridad y pensaba. Nuestra reconstrucción de la velada había puesto en claro que, fuera de algunas sospechas vagas, no había pruebas de que hubiera cometido un crimen. Ni siquiera teníamos la seguridad de que alguien se hubiera llevado una flecha de la sala de los trofeos. Sólo una autopsia podría demostrar si Wyckoff había mentido o no. E Iris y yo no estábamos, por cierto, en situación de andar pidiendo autopsias de esposas ajenas.

Chuck Dawson y el doctor Wyckoff regresaron a eso de las dos. Les oí a través de la puerta. Chuck pronunció con voz queda: «Buenas noches, Wyckoff», y se oyó el ruido de las pisadas de ambos al encaminarse a sus respectivas habitaciones.

Dorothy, era de presumir, habría sido depositada en alguna cámara funeraria de Reno.

Gradualmente fui cayendo en una desasosegada modorra, que dominaba una espantosa imagen del cadáver blanco azulado de Dorothy, con su rubia cabellera colgante, tendido sobre una mesa de mármol en una lúgubre estancia.

Debí de dormirme, pero sólo ligeramente, porque de pronto me encontré sentado en la cama, completamente despierto, con el corazón palpitante. La esfera luminosa de mi reloj indicaba las tres y media. Con la mente entorpecida aún por el sueño, traté de adivinar qué me había despertado. Súbitamente comprendí.

Del otro lado de la puerta, sobre el cedro desnudo del piso del corredor, se oía un débil ruido de pisadas.

Oír un ruido de pisadas, aunque fuera a las tres y media de la mañana, no tenía por qué parecer particularmente inquietante. Pero éstas sí lo eran; parecían tan furtivas… Un suave restregar en el suelo, luego un leve crujido. Un restregamiento, un crujido…

Era como si alguien pasara de puntillas frente a mi puerta, con el corazón como a punto de salírsele por la boca.

Encendí un cigarrillo y volví a recostarme en la cama mientras las pisadas se tornaban cada vez más tenues, hasta hacerse imperceptibles. Se dirigían al arranque de la escalera. Fumé el cigarrillo hasta la punta, sin dejar de pensar en aquellas pisadas. No era cosa de mi incumbencia saber quién andaba por allí, pero, investigador por propia designación como era, mi curiosidad rebasaba los límites de lo tolerable. Transcurridos unos cinco minutos sin que las pisadas volvieran a oírse, salté de la cama, me puse la bata y las zapatillas, y me dirigí al corredor.

La luna debía de haberse puesto. El corredor estaba oscuro como boca de lobo. Me detuve un momento, tratando de orientarme. Después percibí un débil haz de luz, en forma de abanico, que se escapaba por debajo de la puerta de un cuarto de enfrente, entre donde yo estaba y las escaleras. Lo estaba observando, cuando repentinamente desapareció. Oí el rechinar de un picaporte apretado con cautela. Después volvieron a oírse las pisadas, aproximándose a mí, precisamente, desde la habitación donde habían encendido la luz.

Restregamiento y crujido…, restregamiento y crujido…

Producía una sensación bastante rara estar en medio de la oscuridad mientras la persona desconocida se acercaba furtivamente más y más. En los primeros días de desesperación en el Pacífico, mi instinto había aprendido a asociar cualquier sonido de deslizamiento furtivo con la idea de peligro.

Las pisadas sonaban ahora casi frente a mí, en el extremo del corredor. Podría haber estirado la mano y tocar a la persona que las producía, fuera quien fuese. Pero no lo hice. En la mansión de una millonada, los huéspedes no se abalanzan unos sobre otros sin provocación.

En lugar de eso pregunté:

—¿Quién está ahí?

Durante un segundo reinó completo silencio. Luego, escabullándose como el Conejo de Alicia en el País de las Maravillas, la presencia invisible pasó frente a mí con la rapidez de una flecha. Antes siquiera de que tuviera tiempo de volverme, oí que detrás de mí una puerta se abría y cerraba precipitadamente. Y otra vez no hubo ya nada en el corredor, salvo oscuridad.

Era imposible determinar en qué habitación había desaparecido mi invisible coinvitado, y, evidentemente, nada me quedaba por hacer allí. Volví a dirigirme hacia la escalera. Ahora ya tenía una visión clara de la distribución del piso. Entre donde yo estaba y el arranque de la escalera sólo había tres habitaciones. Las que se encontraban de mi lado eran las de Chuck Dawson y Janet Laguno, respectivamente. Pero la habitación de enfrente, la habitación de donde acababa de salir el merodeador, era la que había pertenecido a Dorothy Flanders.

Crucé rápidamente el corredor. La puerta estaba entreabierta. Me deslicé en el cuarto y cerré la puerta a mis espaldas. Busqué a tientas una luz, encontré una y la encendí.

A Dorothy le habían asignado una de las pocas habitaciones sedantes de la extravagante casa de Lorraine; un cuarto de estilo Americano Primitivo. El estado en que la hallé, no obstante, estaba muy lejos de ser sedante. Los cajones de la antigua cómoda habían sido abiertos de un tirón; los exóticos vestidos del armario estaban desordenados; por la alfombra yacían desparramadas maletas vacías.

Hice un breve examen del aposento. Sobre el tocador, perfectamente visibles, había varios anillos y collares. En uno de los cajones abiertos de la cómoda encontré un fajo de billetes de banco. Era evidente que la persona que tan febrilmente acababa de registrar la habitación no era un simple ladrón furtivo.

Eso parecía apoyar la teoría del crimen. Nadie suele revolver de arriba abajo los cuartos de las mujeres que mueren de respetables ataques al corazón.

Pero ¿qué era lo que había buscado el intruso? Miré en derredor. No encontré nada que pudiera servirme de indicio. Estaba loco de furor por haber permitido que él o ella se me hubiera escapado de entre las manos en el pasillo. La luz que había encendido se hallaba junto a la ventana. Me llegué a ella, la apagué, y permanecí inmóvil unos instantes, hundiendo la vista en la noche y pensando qué hacer a continuación. Debajo de la ventana, el borde de la galería se divisaba vagamente a la luz de las estrellas. Pero también se divisaba otra cosa: la roja punta de un cigarrillo encendido.

Quienquiera que fuese el que se encontraba levantado a esa hora de la noche, el hecho era digno de ser investigado. Volví al corredor y bajé las escaleras. Atravesé la amplia sala de estar, empujé una de las puertas-ventanas de vidrio cilindrado, y salí a la galería.

Afuera, la oscuridad era menos densa. Las estrellas resplandecían con intenso brillo en el cielo de Nevada. El rojo extremo del cigarrillo no estaba ya donde lo acababa de ver. Por un momento pensé que la galería se hallaba desierta. Pero pasados unos minutos volví a percibir su centelleo, algo más lejos, detrás de las hacinadas macetas con arbustos. Más allá se alzaba una silueta envuelta en sombras.

Comencé a andar por la galería, sin tratar de ocultarme. Yo era sencillamente alguien que no podía dormir y que había salido a pasear a la luz de las estrellas. La figura que tenía frente a mí era la de un hombre. Ahora podía verle. Estaba sentado, con los hombros agobiados, en una silla blanca de madera. Contra la silla había un objeto apoyado: una muleta.

Por lo menos ahora sabía una cosa: no había sido el marido de Dorothy el que había registrado su habitación.

Fui directamente a su encuentro. Estaba completamente vestido, con la misma ropa que había llevado durante la velada. Tenía la mirada clavada a lo lejos, más allá del débil resplandor del lago Tahoe, sin reparar en mí ni en ninguna otra cosa.

—¡Hola! —dije.

Se sobresaltó y el cigarrillo se le cayó de la mano.

—¿Quién?… Oh, es el teniente Duluth, ¿verdad?

—No podía dormir —dije—. Supongo que a usted le pasa lo mismo.

—¡Dormir! ¿Acaso creía usted que yo podría dormir?

De pronto, me sentí desconcertado. Tenía ciertas sospechas de que él había matado a su mujer, y aquí estaba espiándolo. Me volví, pero el exboxeador e infante de marina me asió inesperadamente del brazo.

—No se vaya, teniente —dijo con voz ronca—. Tengo que hablar con alguien, o me volveré loco.

No contesté nada. Me limité a apoyarme en la balaustrada de la galería, cerca de él.

—Tengo que contarle esto a alguien, teniente, porqué me pesa sobre la conciencia. La semana pasada, antes de que partiera para Reno, intenté asesinar a mi mujer.

Tantas cosas extraordinarias habían sucedido en tan breve espacio de tiempo, que esta confirmación verdaderamente notable de lo que la misma Dorothy había alegado, ni me sorprendió ni me escandalizó.

Me miraba con ojos centelleantes y se retorcía las manos.

—Quizá piense usted que estoy loco o algo por el estilo, y que habría que encerrarme. Y quizá no ande errado. No sé. Yo siempre he sido un tipo pacífico. Era boxeador, pero cuando estaba en el ring no tenía la impresión de estar peleando. Para mí, eso sólo era mi trabajo, ¿me entiende? Trabajaba como cualquier otro, tratando de reunir un poco de dinero, porque todo lo que quería era establecerme en algún lado con Dorothy, establecerme tranquilamente y tener hijos. Después vino la guerra, y Saipán. Y allí era cuestión de matar o morir. Pero yo nunca dejaba de soñar en que todo sería diferente algún día, y que volvería a vivir con Dorothy. Yo sabía que ella era mucho más fina que yo. Ya había estado casada, y había andado con gente de la sociedad y todo eso. Pero al fin y al cabo se había casado conmigo, y pensé…

Se le estranguló la voz. No me resultaba nada agradable tener que escuchar.

—Entonces, teniente, perdí la pierna y volví. Y…, bueno, usted ya sabe con lo que me encontré. Dorothy se había gastado todos mis ahorros. Había estado coqueteando con cuanto oficial se hallaba a la vista. Y empecé a pensar. Yo había ido a pelear con los japoneses por Dorothy, y ¿qué es lo que ella había estado haciendo? ¿En qué era mejor que los japoneses? Y después empezó a tirarme todas esas facturas que quería que yo le pagara y… Oh, ¿para qué le cuento todo esto? Nunca podré hacerle comprender.

—Sí —dije en voz baja—, lo comprendo. Si me hubiera encontrado al volver con una mujer semejante, probablemente también yo hubiera intentado matarla.

—¿Lo dice de veras? —Su voz parecía patéticamente ansiosa, pero recobró inmediatamente su tono apagado—. Pero esto no es todo, teniente. Anteayer, esta Lorraine Pleygel me llama por teléfono y me invita a venir aquí, para reconciliarme con mi mujer, según dice. —Se echó a reír—. Eso me pareció gracioso, palabra. Reconciliarme con Dorothy. Pero antes de saber siquiera lo que hacía, le estaba diciendo: «Claro, ya lo creo que me gustará ir». Y vine, efectivamente, y por un solo motivo —agregó con voz sombría—. Acepté esa invitación y vine sólo para tener otra oportunidad de darle a Dorothy su merecido.

No dije nada. El terreno era demasiado peligroso.

Bill Flanders se estremeció sobre su silla blanca de jardín.

—Lo tenía todo planeado. Iba a matarla esta noche; iba a estrangularla en la cama y entregarme a la policía. Lo tenía que hacer, porque de otro modo no me sería posible seguir viviendo. Pero parece como si hubiera alguna fuerza, alguna fuerza más poderosa que nosotros que nos quita las cosas de las manos. Porque la oportunidad de matarla no se me presentó nunca, y Dorothy murió al fin de ese modo, sencillamente de su enfermedad al corazón.

Después de esto era muy difícil seguir creyendo que Bill Flanders había asesinado a su mujer.

Pregunté con cautela:

—¿Está usted seguro de que murió de un ataque al corazón?

—¿Qué quiere decir? —preguntó con voz áspera como una sierra—. No irá a creer que después de todo la he matado yo.

—No es que crea que la ha matado usted, Bill. Pero…

—Pero Wyckoff la reconoció. Él es médico; sabe. Él…

—¿Y si Wyckoff no hubiera dicho la verdad?…

—¿Respecto a que Dorothy padecía del corazón? Usted está loco. Claro que estaba mal del corazón. ¿No me lo oyó decir? Wyckoff me habló de eso hace algunas semanas. —Sonrió—. Nadie mejor que yo para saberlo. Salió bastante caro. Aquí tiene. —Empezó a hurgar en el bolsillo superior de su chaqueta. Sacó un fajo de papeles. Encendió un fósforo con mano trémula y se puso a pasar uno tras otro—. Estas son algunas de las cuentas que Dorothy nunca pagó. Las traje conmigo para que no se me fuera la rabia. Hay dos o tres de Wyckoff. Aquí están, fíjese usted mismo.

Me tendió tres hojas de papel. Con una sensación de vértigo, yo también encendí un fósforo. Todos los papeles tenían en lo alto el membrete de Wyckoff, y todos eran cuentas por servicios profesionales prestados, dirigidas a la señora Dorothy Flanders.

—Y si no me cree, teniente, puede consultar los ficheros de Wyckoff.

Bill Flanders continuó hablando, pero yo no le escuchaba. Toda mi teoría del asesinato descansaba sobre el hecho de que Dorothy no había muerto de un ataque al corazón.

Pues bien, a menos que los hechos fueran mucho más complicados de lo que parecían, había muerto sencillamente de un ataque.

Flanders y yo permanecimos allí en el porche. Él quería seguir hablando para librar su mente de algunas de las desordenadas imágenes de pesadilla que la llenaban. Yo le compadecí, tanto más cuanto que yo mismo me sentía atontado. Los grandes picachos de las sierras comenzaban a dibujarse a la luz del alba cuando le dejé y subí a mi habitación.

Al pasar frente al cuarto de Dorothy decidí echarle otra ojeada. Al fin y al cabo, aunque nuestra teoría del asesinato hubiera quedado desbaratada por los hechos, el saqueo al menos constituía todavía un enigma. Abrí la puerta, recordando vivamente la confusión en que se hallaba el cuarto. La débil y grisácea luz diurna que penetraba por la ventana permitía ver con claridad.

Todos los cajones de la cómoda estaban cerrados. Los vestidos pendían ordenadamente en el armario. Las maletas formaban una pulcra pila a los pies de la cama. Ni el menor indicio demostraba que la habitación había sido registrada.

No había asesinato. Y ahora tampoco había saqueo. Esto era demasiado para mí.

Me deslicé hasta nuestra habitación. Iris seguía durmiendo. Me metí en la cama junto a la de ella, tratando de no creerme un lunático insensato.

Supongo que dormí.