Traté de moverla. No pude. Me quedé allí parado, con aquel cuerpo rubio y sin vida, que había sido Dorothy Flanders, inerte entre los brazos.
El ritmo de rumba que tocaba la orquesta parecía resonar en mi cabeza. Las parejas próximas a mí dejaron de bailar. Un murmullo ominoso como el incendio de una pradera comenzó a extenderse por la pista.
Hombres y mujeres se agolparon a nuestro alrededor, clavando los ojos en Dorothy. Sus rostros eran caricaturescas estilizaciones de la sorpresa, la curiosidad y el horror. No hicieron nada por ayudar. Aquello era demasiado violento para ellos. No podían hacerse del todo a la idea de que allí, en ese elegante club consagrado a la frivolidad, se hallaba una mujer despatarrada del modo menos frívolo e inelegantemente muerta.
Yo mismo compartía esa impresión. En el curso de dos años de guerra en el Pacífico había visto a la muerte en una docena de formas horrendas, pero en cierto modo esto era peor. Morir es propio de las batallas. Aquí estaba fuera de lugar.
Chuck Dawson y Mimí Burnett rompieron el hechizo. Cogidos del brazo, como si todavía estuvieran bailando, se abrieron paso desde la periferia del conjunto de bailarines. Mimí vio a Dorothy. Su mirada saltó de la mujer muerta a Chuck. La artificiosa belleza etérea se desvaneció de su rostro, dejando una máscara arrugada como una ciruela pasa. Después lanzó un grito agudo, estridente.
—Yo dije:
—Ayúdeme, Chuck.
El novio de Lorraine Pleygel también tenía la mirada fija en Dorothy. Su hermoso rostro no mostraba señal alguna del horror general. Parecía estar pensando en algo complicado y enteramente distinto.
—Muy bien, teniente. Usted cójala de los hombros.
Empezamos a cargarla. Los bailarines se separaron atropelladamente para dejarnos paso, como hojas secas barridas por el viento. Alcancé a ver entre ellos a mi mujer, cuya mano había quedado helada sobre el brazo del conde Laguno. Revolviéndose agitadamente dentro de su chaqueta negra, el gerente nos indicó por señas una puerta que se abría en el revestimiento de cuero rojo de la pared. Nos dirigimos hacia ella. La orquesta seguía tocando, pero la música sonaba con infinita desolación, como la de un barco que se está hundiendo.
El gerente mantenía la puerta abierta. Chuck y yo penetramos en una oficina. Había allí un canapé. Depositamos a Dorothy sobre él. El gerente cerró la puerta.
La cabeza me daba vueltas. Sólo atinaba a pensar en que Lorraine había intentado reconciliar a tres mujeres con sus respectivos maridos. Y ahora, cuando apenas habían transcurrido unas horas, una de las mujeres estaba muerta.
Con esto tenía bastante en qué pensar…, demasiado.
—Está muerta —dije a Chuck—. No creo que quepa ninguna duda, pero llame a un médico. Llame a Wyckoff.
—En seguida. —Chuck se encaminó a la puerta.
Lo detuve:
—Chuck, mejor será que traiga también al marido.
Chuck salió. El gerente de Del Monte se acercó obsequiosamente de puntillas. Miró a Dorothy. No constituía un espectáculo agradable para nadie. Lo peor era el escotado vestido de noche. ¡Dejaba tanta piel blanco-azulada al desnudo!
El peinado hacia arriba estaba semicaído. Esto resultaba mejor. La colgante cabellera dorada ocultaba en parte los estragos que había hecho en su rostro la convulsiva agonía.
—Es algo horrible —gimió el gerente—. Muerta. ¿Cómo ocurrió?
—No sé —respondí, lo cual era bien cierto.
—Y aquí, en Del Monte. —Como buen gerente, sus pensamientos estaban especialmente fijos en la caja registradora—. Es algo espantoso. Espero por lo menos que no sea por algo que le hayan servido. Espero…
—Ustedes no acostumbran servir cócteles a lo Borgia, ¿no es cierto?
Me pregunté por qué habría dicho eso. Por qué algo me decía ya que la muerte de Dorothy no era debida a causas naturales. Al fin y al cabo, la gente suele… morirse.
Chuck volvió a entrar seguido del doctor David Wyckoff. Un poco detrás venía cojeando Bill Flanders, apoyado en su muleta.
Aunque esa noche había observado al doctor Wyckoff en más de una oportunidad, sólo en ese momento reparé particularmente en su apariencia. Debía frisar en los cuarenta años. Salvo por sus hombros agobiados, parecía más joven. Era moreno y tenía una cara simpática y modesta, el tipo de cara que armonizaba con el lindo rostro de muchacha de su desviada mujer. Trataba de parecer frío y profesional, pero sus ojos le traicionaban. Todavía dejaban traslucir el extraño terror que acechaba en ellos desde su llegada a la casa de Lorraine, y ahora de un modo mucho más visible.
Pasó delante de mí sin decir nada y se inclinó sobre el canapé. El gerente se dirigió agitadamente a Chuck. La deferencia de su actitud me hizo comprender lo importante que debía ser la figura de Chuck en la vida local. El gerente le cuchicheaba algo acerca de Del Monte, de la excelente reputación de que gozaba, y de cómo Chuck podría evitar que se produjera un escándalo. Sin embargo, era Bill Flanders quien concentraba toda mi atención.
El exinfante de marina se hallaba próximo a mí, haciendo descansar el peso de sus encorvados hombros sobre la muleta. Tenía los ojos clavados en lo que la espalda de Wyckoff dejaba ver de su mujer. Sus facciones estaban rígidas y contraídas, y por la mano con que asía la muleta, los nudillos resaltaban blancos y huesudos. Pero no era el dolor lo que lo afligía. Yo estaba casi seguro.
Parecía un hombre que sabe que se ha encendido una mecha que nadie puede apagar…, un hombre que espera una explosión.
Lamenté haberle pedido a Chuck que lo trajera. En semejantes ocasiones, llamar al marido es lo corriente, pero Bill Flanders difícilmente podría ser considerado un marido corriente, ni aun entre los que están a punto de divorciarse.
Los maridos corrientes no amenazan públicamente con matar a su mujer, como él había hecho aquella noche.
De pronto, se volvió hacia mí. A través de labios tan rígidos como si fueran de madera, dejó escapar esta pregunta:
—¿Está muerta?
—Wyckoff lo está averiguando —le respondí—. Yo creo que sí.
Entonces se echó a reír. Era una risa perversa, y tan ruidosa que el gerente cortó su locuacidad para lanzarle una mirada escandalizada.
Yo no sabía qué hacer con él. Temía que volviera a estallar igual que durante la cena. Y sólo Dios sabía qué se le ocurriría decir ahora. Yo, por cierto, no tenía ningún deseo de oírlo.
—Mejor sería… —comencé a explicarle.
La puerta se abrió bruscamente y entró Lorraine.
Por cierto que ni el momento ni el lugar eran apropiados para una mujer, pero ninguno de nosotros trató de detenerla. Con Lorraine siempre sucedía así. Quizá hubiera que atribuirlo a su inmensa riqueza o quizá, simplemente, al espíritu indomable que ocultaba su frívola apariencia.
Lorraine Pleygel siempre conseguía lo que se proponía.
Se precipitó hacia su prometido, casi corriendo sobre sus tacones absurdamente altos.
—Chuck, no puede estar muerta, no es posible.
Vio a Wyckoff inclinado sobre el canapé e intentó acercarse. Chuck la asió del brazo.
—No, Lorraine.
—Pero, querido…
—No.
Dejó que él la contuviera, pero volvió la mirada hacia mí.
—Peter, estaba bailando contigo. Yo la vi. Uno no se… queda muerto al bailar.
Durante toda su vida el dinero la había mantenido alejada de lo desagradable. Le resultaba casi imposible convencerse de que en ese momento había ocurrido algo evidentemente desagradable, y muy cerca de ella. Sacó un cigarrillo de su fantástico bolso gris y lo encendió con una especie de desafío, como si fumando un cigarrillo pudiera conseguir que las cosas fueran de nuevo divinas y alegres.
—Es absurdo —dijo—, sencillamente absurdo. —Y agregó—: ¡Oh Dios mío, si por lo menos estuviera aquí el señor Throckmorton!
El señor Throckmorton tenía la característica de surgir en los momentos más insospechados. Yo tenía todavía una noción sumamente vaga del papel que desempeñaba en la vida de Lorraine. Probablemente era una especie de tutor.
La voz de Lorraine se apagó. Hasta el gerente había dejado de hablar. El silencio estaba cargado de la tensión que irradiaba Bill Flanders. Yo miraba la espalda del doctor Wyckoff como si no hubiera nada más que eso en el mundo.
Los demás hacían lo mismo.
Ahora, de un momento a otro, Wyckoff iba a hablar, a enterarnos de cómo había muerto Dorothy. Las sospechas que yo abrigaba, fundadas en la multitud de pequeñas cosas que habían ocurrido aquella noche inverosímil, convertían la espera en un suplicio. Estábamos como pájaros hipnotizados ante una culebra. David Wyckoff volvió la espalda al canapé. Tenía el rostro lívido, pero conservaba una especie de artificial dominio que le prestaba autoridad.
Lorraine se arrancó el cigarrillo de los labios con un brusco ademán.
—¿Y bien?…
Wyckoff bajó la cabeza mirando sus delicadas manos de médico.
—La señora de Flanders era paciente mía en San Francisco. —Hablaba en voz tan baja que apenas se le oía—. La traté durante algún tiempo de una seria afección cardíaca. Le advertí repetidas veces que no debía excitarse demasiado ni realizar esfuerzos físicos desmedidos…, como por ejemplo, bailar.
Se detuvo. El silencio volvió a caer sobre nosotros como una tienda de campaña derribada. Yo apenas podía creer que era eso lo que había dicho. ¡Dorothy Flanders, la mujer más sana que yo había conocido, paciente de él, afectada por una enfermedad al corazón!
El doctor Wyckoff se humedeció los labios.
—Le dije que a menos que estuviera dispuesta a tomarse un prolongado descanso, su estado podría asumir proporciones alarmantes. —Al decir esto se volvió, de manera que sus ojos oscuros se fijaron en Bill Flanders—. Su marido podrá confirmar lo que les estoy diciendo. Se lo advertí hace algunas semanas. ¿No es así, Flanders?
Miré a Bill Flanders, y me pareció que, por un instante, su rostro reflejaba aturdida incomprensión. Pero esta expresión —si es que en realidad existió— se desvaneció tan rápidamente que me pareció haber sido víctima de mi fantasía.
—Sí, doctor —dijo, encogiéndose de hombros—. Claro. Es lo que usted me dijo.
Después de esto la tensión hubiera tenido que disminuir, pero no fue así. Por el contrario, todos parecían más nerviosos que antes, excepto el gerente, que a duras penas reprimía una satisfecha sonrisa de alivio.
—¿Quiere usted decir, doctor —observó—, que esta señora ha muerto de un ataque al corazón?
—Conociendo su historia clínica —respondió el doctor Wyckoff—, mi opinión es que ciertos… ciertos disgustos que tuvo en el día, combinados con algunos excesos y el esfuerzo de bailar, le provocaron un ataque que resultó fatal.
El gerente, nervioso, se pasaba los dedos por su corbata negra.
—Entonces no hay motivo para… para que haya publicidad, la policía…
—Yo soy de California —dijo Wyckoff— no sé cómo se debe proceder en este Estado, pero estoy dispuesto a…
Dawson le interrumpió. Tenso y alerta, dijo:
—Usted era su médico, Wyckoff. La estaba tratando. Por lo que he podido comprender, no hay ningún motivo para que no pueda firmar el certificado de defunción, y con eso todo quedaría arreglado. Supongo que no tendrá usted inconveniente en firmar el certificado, ¿verdad?
—Sí, claro.
Chuck echó una mirada al cadáver tendido en el canapé.
—Con todo, mejor será que nos aseguremos. Tengo muchos amigos en el departamento de policía.
Se encaminó al teléfono de la mesa de despacho y marcó un número. A los pocos segundos estaba relatando lo que había pasado. Tal como él lo contaba, todo parecía perfectamente inocente. Una señora, que formaba parte del grupo de la señorita Lorraine Pleygel, acababa de fallecer en Del Monte. El médico que la atendía de una afección cardiaca se hallaba presente, y después de examinarla estaba dispuesto a firmar el certificado de defunción, atestiguando que había muerto de un ataque al corazón. Chuck salpicó su relato con repetidas menciones del nombre Pleygel, que era en sí suficiente para intimidar a un oficial de policía, y para mayor precaución dejó caer también el de Iris, agregando que el gerente de Del Monte estaba sumamente ansioso por evitar que recayera sobre su establecimiento alguna desagradable notoriedad. Chuck escuchó la respuesta y después colgó el auricular.
—Todo está arreglado —anunció—. Dicen que Wyckoff firme el certificado. No van a enviar al médico de la policía. Comprenden el estado de ánimo de la señorita Pleygel, Iris Duluth y los dueños de Del Monte, y prometen mantener alejados a los periodistas. No habrá sumario ni nada. Nada de trastornos.
Y eso fue todo. En menos de quince minutos Dorothy Flanders se hallaba en camino de un respetable ataúd.
Ahora el gerente casi ronroneaba. Chuck se volvió hacia Lorraine.
—Escucha, chiquilla, tú no puedes hacer nada. Lleva a Flanders y a los demás a casa. Wyckoff y yo nos encargaremos de todo, la llevaremos a algún lugar adecuado. Cuando hayamos terminado volveré con Wyckoff a pasar la noche en tu casa. ¿Conformes?
—Sí, querido, claro. —En la cara de Lorraine, tan ingenua a pesar de su expresión mundana, comenzó a esbozarse un puchero, como si fuera una niñita que acabara de ver atropellar a un cachorro—. ¡Pobre Dorothy! ¡Qué cosa más horrible! ¿Quién se iba a figurar que Dorothy moriría de una enfermedad del corazón?
A Lorraine, a Bill Flanders, al gerente y a mí se nos hizo salir rápidamente del despacho. El gerente se escabulló, seguramente para ir a tranquilizar a sus parroquianos. Lorraine deslizó su brazo bajo el mío.
Sus palabras resonaban todavía en mis oídos.
—¿Quién se iba a figurar que Dorothy moriría de una enfermedad del corazón?
¿Quién?, verdaderamente. Quizá Lorraine creyera en ese ataque cardíaco. Lorraine podía creer cualquier cosa que se le pasara por la cabeza. Quizá también el gerente lo creyera, puesto que le resultaba tan conveniente.
Pero ¿lo creía Wyckoff? ¿Lo creía Flanders? ¿Lo creía Chuck Dawson?
¿Lo creía yo?