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Con una despreocupación por el racionamiento de la gasolina muy propia de los Pleygel, nos esperaban tres coches sobre el ancho camino de grava que se extendía frente a la casa. Lorraine en persona empuñaba el volante del primero: una camioneta rural que prefería casi siempre a los modelos más lujosos que poseía. Nos hizo seña a Iris y a mí de que nos metiéramos en el coche; Iris se sentó delante, con Lorraine y la pequeña Fleur Wyckoff; y yo atrás, con el doctor Wyckoff y Dorothy. Lorraine gritó algo a Amado, que iba en el segundo automóvil, y tomó por la peligrosa carretera, con sus maravillosas vistas del dormido lago Tahoe.

El disco de la luna llena refulgía como un botón de bronce en el azul marino del cielo. Una belleza cargada de misterio envolvía la carretera de Reno, sobre la enorme jiba del monte Rose. El coche subía hacia la cumbre y la altura nos hacía zumbar los oídos; solitarias gargantas se abrían a ambos lados, con sus altos montes y praderas montañosas sumidas en la azul magia. Un ciervo cruzó el camino velozmente. El aire de Nevada olía a pino.

Yo miraba a Dorothy Flanders con el rabillo del ojo. Su belleza era tan fría e inhumana como la de la noche. Era una belleza de líneas curvas, una belleza de superficie, tras la cual sólo había un magnífico aparato digestivo. Sus cabellos rubios resplandecían como la plata. También su perfil parecía de plata: un camafeo que se recortaba en la oscuridad.

Ninguno hablaba. Habíamos traído nuestro desasosiego con nosotros, y la noche no contribuía a calmarlo. Yo tenía delante de mí la cabeza de Fleur, pequeño remanso de quietud. Pero era sobre todo su marido quien me atraía la atención. Estaba sentado al lado de Dorothy, rígido e impenetrable. En una ocasión en que el auto tomó una curva, Dorothy extendió una mano para apoyarse contra él. Fue el único momento en que Wyckoff mostró un destello de vida. Apenas sintió que los dedos de Dorothy le tocaban la rodilla, la retiró como si le hubiera mordido una serpiente venenosa.

Cuando después de llegar a la cumbre de la montaña iniciamos el descenso por la otra falda, oímos el ruido de un cupé verde que pasaba junto a nuestro coche, haciendo sonar el claxon. Lo guiaba Chuck Dawson. Mimí Burnett, semejante a una deslucida mariposa rosada, estaba lánguidamente sentada a su lado. Lorraine agitó la mano y gritó algo, pero Chuck no le prestó atención. Con su cara de vaquero convertida en una adusta máscara, lanzó el cupé a una velocidad loca y desapareció de nuestra vista en medio de una nube de polvo.

—¡Ese Chuck! —exclamó Lorraine—. Me dan ganas de matarlo. ¡Imaginarse que me va a ganar!

Apretó el acelerador. La vieja camioneta rural inició la rauda persecución. De pronto, asomó una curva en el camino de montaña, y Fleur dio un grito:

—¡Lorraine, por favor, no vayas tan de prisa! En estos caminos es peligroso.

Lorraine dejó escapar un suspiro.

—Sí, creo que tienes razón. Chuck siempre me hace cometer locuras. El señor Throckmorton dice que algún día me romperé la crisma. Bueno, el señor Throckmorton pertenece al tipo melancólico, aunque yo lo adoro, por supuesto. —Aminoró la marcha y de repente añadió—: ¿No es un encanto? No me refiero al señor Throckmorton, sino a Chuck. Es mi novio favorito de los últimos años.

Dorothy, quien parecía creer que cualquier observación que se hiciera sobre un hombre le estaba especialmente dirigida, se revolvió en su asiento.

—Es muy simpático. Pero ¿qué es? ¿De dónde procede?

—¿A quién le importa qué es la gente o de dónde viene? En Nevada todo el mundo le adora.

—¿Cuándo piensas casarte?

—¿Casarme? —Lorraine soltó el volante para hacer un ademán de sorpresa—. En verdad, ¡buena estás tú para hablar de casamiento! —Tomó otra curva y lanzó de improviso un grito de alegría—: ¡Se le pinchó un neumático!

El cupé verde de Chuck se encontraba a un lado del camino, con el eje posterior torcido. Chuck trabajaba afanosamente con un gato y Mimí revoloteaba a su alrededor. Al vernos, ambos nos hicieron seña de que nos detuviésemos, pero Lorraine se limitó a asomar su encrespada cabeza por la ventanilla, lanzándoles una risa de burla.

La victoria que había obtenido sobre su novio favorito la llenaba de pueril placer. Todavía estaba tarareando bajito cuando nos precipitamos hacia el valle de Washoe y delante de nosotros, ladeadas como la diadema de una duquesa borracha, las luces de Reno comenzaron a refulgir en las azules tinieblas.

Reno tiene algo; cierta pequeñez, cierta jovial hinchazón, la vulgar benevolencia de una Madame que ha alcanzado una posición en el mundo. A diferencia de las demás ciudades del país, no hay aquí una línea de separación entre los elementos respetables y los de dudosa reputación. Señoras de su casa con gafas de armazón de acero, atractivas divorciadas del Este, soldados, vaqueros, jueces, indios y vagabundos se codean tan contentos en sus presuntuosas calles. Todos comen en los mismos lugares, beben en los mismos bares y tiran los mismos dólares de plata sobre las mismas mesas de juego. En Reno uno puede ser rico y perder. Puede ser pobre y ganar. Nadie permanece en lo alto o en lo bajo de la escala el tiempo suficiente para que el molde se endurezca. Este es uno de los encantos de la ciudad.

Lorraine dobló por Virginia Street, bajo un tremendo letrero eléctrico en que se leía: «Reno, la pequeña ciudad más grande del mundo». Pasamos frente al Palace Club, y un poco más lejos aparecieron altas columnas de luz neón que decían: CHUCK’S CLUB.

Estacionamos la camioneta y descendimos. El club de juego de Chuck, aunque recientemente inaugurado, seguía las tradicionales normas del Harold’s, el Bank Club y todos los demás. Hasta se había agenciado su propia colección de famélicos perros sin hogar, que yacían tendidos sobre el umbral, esperando convertirse en talismanes de la buena suerte, como el famoso Curly, y obtener bistecs con huesos en T de los jugadores supersticiosos. Pasamos junto a ellos, y un momento después nos encontramos en medio del resplandor, el humo y el rumor de las conversaciones.

La noche del sábado estaba en su apogeo. Bajo un cielo raso de espejo de poca altura, unas muchachas, con lazos en sus complicados peinados, tenían a su cargo la banca, y tendían cartas a matronas de la sociedad y a indios por encima del tapete verde de las mesas de roble. La rueda de la fortuna chirriaba en un rincón. Una voz anunciaba estentóreamente los resultados de una carrera de Reno, en tanto que muy cerca de allí, sin que el ruido Ies perturbase en lo más mínimo, unos mirones militares y civiles se inclinaban sobre las mesas de dados.

Chuck, pensé, debía de estar haciendo excelentes negocios.

Yo no estaba de humor como para tener presente que Lorraine, por ser una de las muchachas más ricas del mundo, era una celebridad nacional. La combinación de ella e Iris dio por resultado una entrada sensacional, aun en medio de esa enajenada muchedumbre. Cuando pasamos por entre el laberinto de mesas casi todos se volvieron para mirarlas y cuchichear luego algo. Lorraine, habituada a eso desde niña, parecía completamente inconsciente de su carácter de espectáculo. Iris trataba con toda valentía de mostrarse igualmente indiferente. Pero Dorothy, que también se llevaba sus miradas, era muy distinta. Reaccionaba ante cada ávido par de ojos masculinos moviendo en tal forma el busto y las caderas, que yo temí que se le dislocara algo.

En el preciso instante en que Lorraine decía: «¿Dónde estarán los demás?», hizo su entrada el segundo grupo: Amado French, los Laguno y Bill Flanders, apoyado en su muleta. Lorraine les hizo una seña con la mano, y ellos se acercaron con aspecto malhumorado. Supuse que su viaje habría sido tan poco agradable como el nuestro.

Amado, que había adoptado una expresión remilgada, como si la vulgar atmósfera del lugar no fuese apropiada para su inocente novia, dijo:

—Al coche de Chuck y Mimí se le pinchó un neumático. Les hemos dejado atrás, pero estarán aquí en seguida.

Lorraine se encaró con el círculo de rostros agrios con una sonrisa arrebatadora, cuyo objeto era invitar a todos a que olvidaran sus agravios particulares.

—Amigos, divirtámonos. Al fin y al cabo, no hay nada como divertirse.

Nos condujo al rústico bar manchado de cerveza y nos convidó a una copa, dejando como propina al obsequioso barman la vuelta de un billete de veinte dólares. Bebió su coctel de un trago.

—Que cada cual haga lo que quiera. Así será mucho más divertido. Yo jugaré a la ruleta. —Cogió del brazo a su medio hermano—. Vamos, Amado. Tú perteneces a la escuela antigua, y jugar para ti es un pecado; pero me traerás suerte, me lo dice el corazón. Dorothy —añadió, asiendo a la señora Flanders con su mano libre—, hay en ti algo de grandioso. Creo que tú también me traerás suerte. Hay que elegir el número once, encantos. Tiene que salir; estoy segurísima de que saldrá.

Iris, apretando su alcancía, me dirigió una sonrisa culpable y se escurrió hacia la máquina de ranura de monedas de medio dólar que estaba próxima a la mesa de ruleta. Los demás parecían menos dispuestos a dejarse llevar por el espíritu de «diversión» de Lorraine. Demostrándose mutuamente una deliberada indiferencia, siguieron uno tras otro a su huéspeda, sin rumbo fijo.

Rodeaba la mesa de ruleta un compacto gentío, pero los jugadores se separaron, como las aguas del mar Rojo, para dejar paso a Lorraine Pleygel. Lorraine sacó un billete de cien dólares de su frívolo bolso y se lo arrojó a la llamativa muchacha que oficiaba de croupier, a la que saludó como a una antigua conocida. Bill Flanders se había acercado hasta la mesa a fuerza de empujar con los hombros, situándose entre Dorothy y Amado. Los Wyckoff, que continuaban uno junto al otro, pero sin cambiar una sola mirada, se apresuraron a seguirle. El conde Laguno rondaba detrás de Dorothy. Todos estábamos apretados unos contra otros.

La rueda giraba. Fichas rojas, amarillas y azules salpicaban vistosamente el tapete verde con sus números negros y rojos. Lorraine había recibido un montón de fichas de cinco dólares, de color alheña. Apartó algunas con la mano, poniéndolas frente a Dorothy.

—Para que me dé suerte, querida. Dale dos a Amado. Un poquito de audacia le vendrá bien.

Dorothy recogió las fichas con avidez. Amado, que estaba mirándola, chasqueó la lengua con desaprobación.

Lorraine dijo:

—Juguemos al once, angelitos.

Agitó la mano por encima del montón de fichas. Alguien gritó: «¡Lorraine!». Ella volvió la cabeza. Chuck Dawson y Mimí Burnett avanzaban apresuradamente hacia nosotros por entre indios, respetables viudas, chinos y soldados. Traían a la zaga a otro hombre, un desconocido. Chuck, abriéndose paso a codazos entre saludos amistosos, palmaditas en la espalda y voraces miradas de divorciadas, llegó por último hasta donde estaba Lorraine y le hizo una mueca.

—¡Muy bonito! —dijo—. Dejarnos pudrir a un costado del camino. —La cogió del brazo con rudo afecto—. Vamos, muchacha. Hay aquí un admirador tuyo que desea conocerte. —Con la otra mano asió a Amado por el cuello—. Y tú, amigo, deberías estar avergonzado. Bien sabes que tu novia dice que no se debe jugar.

Separó a hermano y hermana de la mesa. Amado trató de desasirse con ultrajada dignidad. Lorraine protestó: «¡Pero querido Chuck, estoy jugando!», mas no hizo ningún esfuerzo por soltarse. Era evidente que le gustaba que Chuck la tratara con rudeza.

—¡Juega por mí! —le gritó a Dorothy.

Arrastrados como un par de cachorros por las recias manos de Chuck, Lorraine y Amado se reunieron con Mimí y el desconocido. Mimí se apretó contra Amado, retorciéndole infantilmente las solapas. El desconocido, que tenía un marcado aire español, se inclinó sobre la mano de Lorraine como si ésta fuera una princesa de sangre.

Yo me volví para mirar a Iris. Mi mujer, tratando de no prestar atención a un pequeño grupo de admiradores que la rodeaba, continuaba arrojando monedas de cincuenta centavos a una máquina, al parecer indiferente. Yo me acerqué. De pronto, toda la máquina pareció estallar con terrible estruendo y de sus fauces comenzó a caer una mágica lluvia de monedas de cincuenta centavos.

Olvidando su dignidad de estrella cinematográfica, Iris lanzó un grito de júbilo y se dejó caer sobre las rodillas, en medio de un mar de plata federal.

—¡El pozo! —gemía como una poseída—. ¡Me he sacado el pozo!

El corro de admiradores divulgó el acontecimiento: «Iris Duluth se ha sacado el pozo». Eso originó una pequeña sensación. Los que rodeaban la mesa de ruleta volvieron la cabeza. Hasta Lorraine, Chuck, Amado, Mimí y el nuevo amigo fueron corriendo hasta Iris. En medio de una completa confusión unos se arrastraban entre las piernas de otros, juntando monedas de cincuenta centavos. Iris, satisfecha la ambición de su vida, me besaba impetuosamente. De pronto, sin embargo, recordó su regla de oro y dijo:

—La alcancía. ¿Dónde está la alcancía?

La había dejado en el piso. Chuck se la entregó. Sonriendo con toda la boca, Iris recogió su mal habido tesoro y, pieza por pieza, empezó a echarlo al interior del horrible cerdito, mientras la gente en derredor la arrullaba diciéndole lo maravillosa que era y trataba de obtener autógrafos.

Cuando la confusión comenzaba a ceder, Lorraine, presa de un nuevo entusiasmo, arrastró hasta nosotros al sudamericano.

—Les presento a todos a Álvarez. Hace un numero especial de rumba en el Del Monte, me vio bailar con Chuck la semana pasada, y dice que bailo la rumba espléndidamente y que quiere bailar conmigo. ¿No es algo divino? Jugar es aburrido. ¿Por qué no vamos todos al Del Monte a bailar? ¿Dónde está Dorothy? —Giró sobre sus talones y encontró a Dorothy a su lado—. ¿Has terminado, querida?

—Sí, ésa es la palabra, he terminado —dijo lánguidamente Dorothy, alisando sus guantes blancos y poniéndose bajo el brazo su bolso plateado—. Siento decirte que lo he perdido todo. El once no salió.

—¡Espléndido!

Lorraine, mudable como el viento, estaba ya aburrida hasta morir de la ruleta y excitada por la perspectiva de otra «diversión». Era lo suficientemente ingenua para creer que un bailarín profesional, deseaba sinceramente bailar la rumba con ella. Lorraine era así. Nunca se le había ocurrido que no había gigoló en el mundo que no fuera capaz de asesinar a su madre con tal de ganarse la simpatía de Lorraine Pleygel.

Cogiendo del brazo al bailarín y a Chuck, se dirigió a la puerta. Sus invitados la siguieron, sumidos ahora en malhumorada resignación. Al cabo de unos minutos la «divina» ruleta era historia pasada, y todos nos encontrábamos sólidamente instalados en la mejor mesa del mejor lado de la pista de baile del Del Monte, en tanto que mozos, maîtres y hasta el mismo gerente, rondaban a nuestro alrededor con objeto de asegurarse de que Lorraine Pleygel e Iris Duluth fueran debidamente atendidas.

El Del Monte era uno de los escasísimos lugares de Reno donde la elegancia y el buen tono constituían un puntillo de honor. Con sus veladas luces, espejos oscuros y pintoresca orquesta de rumba, remedaba a Nueva York, con miras a sacar provecho de las nostálgicas divorciadas del Este. Pero, pese a todo, la vulgar exuberancia de Reno no estaba totalmente excluida. Aquí y allí, en medio de los vestidos de noche y smokings, la camisa de raso rosada de algún vaquero, o los pantalones de dril de algún hacendado, restaban algo de distinción al ambicioso club nocturno.

Lorraine, que sin duda se hallaba tan harta de sus invitados como ellos lo estaban unos de otros, se encontraba ya en la pista de baile, meneando entusiastamente sus menudas caderas frente al sudamericano. Mi mala estrella me había situado en un rincón, con Dorothy como muro divisorio entre Iris y yo. Iris apretaba todavía su cerdito alcancía, mientras conversaba animadamente con Amado. Antes de que se me ocurriera un modo pasaderamente educado de inclinarme sobre Dorothy para pedir a mi mujer que bailara conmigo, el conde Laguno se adelantó, haciendo profundas reverencias desde la cintura, y se llevó a Iris a la pista.

Ahora no me quedaba más remedio que cargar con Dorothy.

Trajeron las bebidas, y con ellas un gran emparedado de pollo para la señora de Flanders. Mirándolo con ojos glotones, Dorothy se quitó los largos guantes blancos y abrió su voluminoso bolso plateado para guardarlos allí. Al abrirse el cierre de plata, dirigí la mirada casi inconscientemente al interior del bolso. En un instante Dorothy metió los guantes, sacó la mano como si se la hubieran mordido, y cerrando el bolso de un golpe, lo depositó en el sillón, del lado opuesto al mío.

Había sido rápida en sus movimientos, pero no lo bastante para impedirme ver las fichas de color alheña apiñadas de canto entre la polvera y el pañuelo.

La opinión que uno tenía de Dorothy no mejoraba a medida que se la iba conociendo. Experta en todos los vicios mayores, tampoco desdeñaba practicar los menores. Había mentido al decirle a Lorraine que lo había perdido todo en la mesa de ruleta. Había separado un puñado de las fichas de cinco dólares para canjearlas en algún momento de apuro.

Como Dorothy se dio cuenta de que yo había visto las fichas, y yo sabía que ella se había dado cuenta, se originó una situación sumamente tensa. Después de unos minutos de penoso silencio, durante los cuales ella mordisqueó nerviosamente su emparedado, le pedí que bañara conmigo. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Con una sonrisa destinada a destrozarme el corazón, Dorothy se levantó de su asiento en sinuosa espiral. Comprimiendo sus caderas, demasiado voluptuosas quizá, en el estrecho espacio que mediaba entre la mesa y la pared, me siguió a la pista de baile. La orquesta esparcía sus tórridos sonidos sudamericanos. Dorothy Flanders extendió sus desnudos brazos y yo me hundí en ellos.

Nos movíamos entre las demás parejas sin hablar, enteramente entregados a la rumba. Lorraine y su sudamericano se nos aproximaron y luego volvieron a alejarse; ella agitó la mano alegremente. Mimí y Chuck, esa inverosímil pareja, también se movían a compás cerca de nosotros. Iris y Laguno se encontraban en el lado opuesto de la pista. La suavidad y adormecedora tibieza de Dorothy Flanders hubiera sumido a la mayoría de los hombres en un mar de fantasías con orquídeas y selvas tropicales. Pero para mí la única cosa sudamericana que levantaba su fea cabeza era la flecha envenenada que faltaba o no de la sala de los trofeos.

Volví la mirada a la mesa. Janet Laguno, envuelta en los pliegues de su vestido amarillo, parecía un soufflé hundido. Amado, inclinado sobre la alcancía de Iris, escudriñaba la pista ansiosamente tratando de localizar a Mimí. Los Wyckoff y Bill Flanders, éste con el rostro curiosamente iluminado, observaban a los bailarines.

Lorraine, que una vez más pasó ondeando junto a nosotros, nos volvió a saludar con la mano, con su bonito rostro respingado chispeante de placer. Al evocar la inolvidable y espantosa velada, me resulta increíble que hasta la aturdida Lorraine hubiera podido dejar de advertir el peligro de una explosión, al reunir aquel verdadero barril de dinamita. ¿Había sido tan ingenua como parecía? ¿Provenía su plan meramente de uno de sus atolondrados rasgos de bondad, o se ocultaba en él alguna disimulada y siniestra malignidad? Hasta entonces Lorraine nunca me había parecido malvada.

Yo empujaba hacia adelante y hacia atrás la exótica figura de Dorothy. La música y el rítmico balanceo de su cuerpo ejercían sobre mí un efecto anestésico. Asaltaban mi mente imágenes de la flecha envenenada confundidas con la de Iris al preguntar: «¿Crees de verdad que Bill Flanders intentará matarla?». Después oía la voz de Laguno: «El curare posee cierta nobleza. Habría que usarlo con arte, para matar tan sólo a los que legítimamente merecen ser asesinados».

¡Los que legítimamente merecen ser asesinados! Si alguna vez había merecido alguien ser asesinado, pensé, era la persona que tenía en mis brazos. Me sentí tan confuso por el pensamiento como si lo hubiera expresado en voz alta. Dije rápidamente:

—Bonita música, Dorothy.

La rumba seguía hendiendo los aires. La mano de Dorothy había intensificado su apretón sobre mi hombro. No me contestó.

—Dorothy —empecé a decir.

Y entonces me detuve, porque sus dedos me apretaban el hombro con tal fuerza que me producían dolor.

Aunque la tenía en mis brazos, había estado demasiado abstraído para mirarla. Me puse de medio perfil, de manera que mi cara casi rozaba la suya. Sus ojos, como los de una muñeca, miraban al frente vacíos de toda expresión. Debajo de los espléndidos cabellos rubios, su piel parecía extrañamente azul a la media luz.

Se me erizaron los pelos de la nuca. Mis pies continuaban moviéndose al compás de la rumba, pero ahora nada parecía real.

—Dorothy…

Si me hubiera inclinado hacia adelante una pulgada, mis labios hubieran tocado los suyos.

Y eran sus labios los que tenían un aspecto tan horrible. Retrocedían lentamente, descubriendo los dientes como descubre la arena la marea baja. No era una sonrisa. Era como si le estuvieran extrayendo hasta la última partícula de humedad.

—Dorothy… —Lo dije con voz tan fuerte que la gente se volvió para miramos.

Uno de los hombres de la orquesta rompió a cantar en agudo y quejumbroso español. Las maracas pintadas empezaron a zumbar rítmicamente, como serpientes amaestradas. Dorothy había dejado de seguir el compás. Tropezamos. Dorothy temblaba de pies a cabeza. De pronto, todo su cuerpo se retorció contra el mío en una convulsión salvaje. Su cabeza dio contra la pechera de mi camisa y luego rebotó hacia atrás. De entre sus dientes apretados brotaban finos hilitos de espuma.

—Dorothy…

Se le arqueó la espalda. Después perdió el equilibrio, y hubiese caído de bruces de no sostenerla mi brazo, que se debilitaba por momentos.

El hombre seguía cantando. Las parejas bailaban. Yo me quedé mirando aquella cosa fláccida, sin aspecto humano, en que se había convertido mi compañera.

Gruesas gotas de sudor cubrieron mi frente.

Porque ya no cabía ninguna duda: yo me encontraba en medio de la pista con Dorothy Flanders muerta entre mis brazos.