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La cena resultó peor aún de lo que yo había esperado. En parte se debió a la misma habitación. Sobre las paredes de color chartreuse, dispépticas mujeres de Marie Laurencin y desnudos de Matisse que parecían haber sido sancochados en salmuera asomaban desde sus marcos blanqueados. Unas máscaras indias que podrían haber parecido cordialmente hogareñas en la choza de algún curandero guatemalteco, pero que producían una impresión de lo más desagradable a la hora de las comidas, nos miraban malhumoradas desde las repisas de los ángulos. La larga mesa de fragmentos de vidrio en torno de la cual nos hallábamos sentados estaba cargada de cerámicas mexicanas. Se suponía que representaban frutas, pero a mí me sugerían algo abandonado después de una autopsia ejecutada por algún patólogo descuidado. En otro tiempo Lorraine había sido protectora de casi todas las cosas que es posible proteger. En la época en que construyó la casa constituían su pasión dominante los decoradores de interiores. Se le había ocurrido que sería sencillamente divino que cada una de las habitaciones fuese amueblada por un decorador distinto.

El que había decorado el comedor, seguro que padecía de úlcera de estómago.

Y en medio del indigesto decorado nada funcionaba normalmente, excepto el apetito de Dorothy Flanders. Había algo de espléndido en su manera de comer. Suntuosa, magnífica, aparentemente impermeable a la nerviosidad de que al parecer era en buena parte responsable, embocaba impertérrita plato tras plato de la exquisita cena.

Casi ningún otro comía. Lorraine, de todos modos, no comía nunca. Todo su fuego parecía alimentarse de algún ocasional mordisco de lechuga o un trago de leche cuajada. Había reemplazado su traje de vaquero por un fantástico vestido color pulga, fabulosamente elegante, y ocupaba la cabecera de la mesa, parloteando en el vacío. O bien trataba de comportarse como una perfecta ama de casa, o bien sentía tanta indiferencia como Dorothy por el hecho de que su cena estaba resultando una de las peores de la historia.

Iris y yo, como un ejemplo de vida matrimonial dichosa, intentamos mostrarnos sociables, pero nuestra exigua vena de pseudo vivacidad y ligereza se agotó al servirse la sopa. Amado French estaba gordo y discreto como siempre, en tanto que Chuck Dawson engullía como si la porcelana Lowestoft fuera lata y el squab béarnais un potaje de habas. Mimí tampoco servía de ayuda. Había encontrado un gran hibisco rosado, y se pasó la mayor parte de la cena observando pensativa sus reconditeces, como si esperara que saliera de él un hada volando para darle un suave beso en la frente.

Las parejas próximas a divorciarse parecían no haber oído hablar nunca de Emily Post. El doctor David Wyckoff y su pequeña y bonita mujer estaban sentados uno al lado del otro, con la siniestra rigidez de los primeros daguerrotipos. Janet Laguno, a la derecha de su desdeñado conde, manipulaba desganadamente una presa de pichón. Estaba despeinada y su amarillo vestido de noche formaba pliegues en los lugares menos adecuados. De repente exclamó:

—¡Lorraine, no deberías haber sacado tanta vajilla de plata esta noche! Seguro que Stefano te robará algo.

El conde, con discreción europea, se limitó a alzar la vista y sonreír. Lorraine, arrancada súbitamente de algún vago recuerdo de su adolescencia, exclamó:

—¡Qué tontería, Janet! Estoy segura de que el conde no acostumbra robar.

—Me hubiera robado hasta los dientes de haberme quedado con él una semana más. —Janet dirigió una mirada maligna a su imperturbable marido—. Lorraine, si te pareció necesario volver a mezclar a estos horribles hombres en nuestra vida, por lo menos hubieras podido ahorrarme el disgusto de estar sentada al lado de Stefano en las comidas. A mí me enseñaron a tener a los animales fuera del comedor.

Este animado fragmento de diálogo no contribuyó en absoluto a aumentar la alegría general. En el pesado silencio que siguió, me encontré pensando en el motivo que habría inducido a los tres maridos repudiados a aceptar la lunática invitación de Lorraine. Según ella, se habían mostrado encantados ante el proyecto de reconciliación con sus mujeres, pero a los tres tendría que haberles resultado evidente, a menos que hubieran perdido el juicio, que no había la menor posibilidad de reconciliación alguna. Y con todo, en la primera ocasión habían abandonado sin ningún reparo sus diversas ocupaciones en San Francisco para correr adonde se encontraban sus mujeres.

¿Por qué? Cuanto más pensaba en ese «porqué», menos me gustaba.

Era Bill Flanders quien realmente me inquietaba. Con la muleta apoyada en el respaldo de su asiento, ocupaba el puesto de honor, a la derecha de la anfitriona, pero yo estaba seguro que no había oído una sola palabra del deshilvanado monólogo de Lorraine. Sentado ante un plato intacto con antinatural rigidez, en su rostro cuadrado de pugilista sus ojos resplandecían con un brillo febril. Era perfectamente evidente que todo su ser estaba dominado por el pensamiento de Dorothy. Si al menos le hubiera hablado, o mirado, siquiera, la tensión habría disminuido, pero no lo hacía. Se limitaba a estar allí sentado, tieso, con una sonrisa de momia.

Yo había visto en mi barco a marineros víctimas de conmociones después de un bombardeo aéreo. Habían permanecido sentados del mismo modo, callados como peces y con la misma sonrisa fija pintada en el rostro, hasta que de pronto, sin que nada lo hiciera sospechar, les acometía un furioso frenesí.

Yo tenía las manos húmedas de ansiedad por lo que podría suceder aquella noche.

Lorraine hacía esfuerzos por mantener la conversación contándonos las dificultades para conseguir jardinero en época de guerra, cuando Bill Flanders la interrumpió súbitamente en mitad de su relato.

—Si necesita usted un jardinero —dijo, volviéndose hacia ella con brusquedad—, ¿por qué no me toma a mí? No resultaré ninguna maravilla, pero de muchacho solía entretenerme cuidando las plantas en la granja de mi padre.

Su voz era ligera, pero dejaba traslucir un peligroso tono subyacente.

Lorraine llevó su mano de pájaro al collar de perlas que tan acertadamente completaba su atavío.

—Pero, señor Flanders, por supuesto…

—Yo fui boxeador, aunque probablemente ninguno de ustedes lo sepa, y llegué a tener bastante éxito. Cuando me casé tenía grandes probabilidades de convertirme en el campeón nacional de peso pesado. Era de los mejores. —Las palabras salían a borbotones de su boca, en un crescendo de incontenible violencia. El que nunca hubiera visto a una persona al borde de una crisis nerviosa podría creer que estaba borracho—. Entonces ocurrió lo de Pearl Harbour. En la Infantería de Marina un soldado raso no hace mucho dinero que se diga. Pregúnteselo al teniente. Unos cincuenta dólares al mes…, y le vuelan a uno la pierna. —Se rió—. Bonito boxeador sería ahora, con una pierna de menos. Y algo tengo que hacer.

—¿Dice usted en serio que…?

—Sí. Tenía más de treinta mil dólares en el banco cuando me enviaron a alta mar. Dejé todo arreglado para que mi mujer pudiera disponer del dinero por sí misma. Me dijo que le haría falta un poco para los gastos de la casa. —Los músculos del rostro se le agitaban convulsivamente. Era horrible ver tan al desnudo los sentimientos de un hombre adulto—. Cuando me licenciaron, tenía tanta impaciencia por verla que no pudieron retenerme en el hospital de la Marina. Ni siquiera permanecí allí lo suficiente para que me colocaran la pierna artificial y me enseñaran a andar con ella. Y al volver a reunirme con mi mujer, adivinen cuánto me quedaba en el banco: quince dólares y setenta y cinco centavos. —Lo peor de todo era que Dorothy Flanders continuaba comiendo. Hermosa y serena como una deidad pagana, permanecía sentada ante la mesa sin hacer el menor esfuerzo por contener el apasionado torrente de palabras.

—Quince dólares y setenta y cinco centavos. —Al repetirlo, Bill Flanders volvió el rostro hacia su mujer. Tenía los ojos húmedos de lágrimas—. En un par de años había despilfarrado los ahorros de toda mi vida. Y con eso apenas tenía para un diente. Dios sabe cuánto más sacó de todos los hombres de Frisco por los que se dejó cortejar. —Las manos le temblaban y apretó los puños—. Esa es la mujer con quien me casé, esa mujer que está ahí sentada, atracándose la muy desvergonzada… Si yo no fuera un gallina, ¿saben ustedes lo que haría? Le… le…

Se interrumpió bruscamente y hundió el rostro en sus grandes manos. Unos sollozos roncos y ásperos como los ladridos de un perro le sacudían todo el cuerpo. Hasta ese momento los heterogéneos invitados de Lorraine me habían inquietado, aunque también divertido. En aquel instante los odiaba; los odiaba por hallarse tan seguros y cómodos; los odiaba por estar allí sentados, contemplando lo que la guerra, que a ellos no los había afectado en lo más mínimo, había hecho a Bill Flanders.

Todos tenían los ojos fijos en Dorothy, como si estuvieran presenciando alguna representación teatral y ahora le correspondiera actuar a ella. Dorothy, efectivamente, levantó la vista. Dejó caer el tenedor junto a sus crêpes suzettes, se pasó lánguidamente la mano por sus rubios cabellos peinados hacia arriba y dijo con lentitud:

—Después de este bonito discurso supongo que uno de nosotros dos debería abandonar la mesa. Me temo que tendrá que ser mi marido; yo no tengo la menor intención de dejar el postre sin terminar.

En ese momento yo mismo la hubiera matado con gusto, pero Bill Flanders no se encontraba en estado de oír nada. Tanteó en busca de su muleta y se puso en pie. Apoyándose torpemente en ella, se encaminó hacia la puerta dando traspiés.

Lorraine, con el rostro contraído de pena, había empezado a levantarse. Tenía el corazón más bondadoso de la tierra. No podía ver sufrir a nadie.

—¡Pobre muchacho! —susurró—. ¡Pobre muchacho!

Intentó seguirlo, pero yo la disuadí:

—No, Lorraine, déjale solo.

Comprendí que Flanders no hubiera podido soportar que se inquietaran por su causa. Al parecer, también Lorraine lo comprendió. Volvió a su asiento. La puerta se cerró tras de Bill Flanders con un golpe. Lo que tenía el irrisorio nombre de cena prosiguió sin él.

Nadie hablaba. Seguramente todos sintieron tanto alivio como yo cuando Lorraine se levantó para sugerir que fuéramos a la sala de los trofeos a beber café y licores.

Hacía algún tiempo ya, Lorraine había pasado un año en el África Negra y la América del Sur, satisfaciendo una violenta aunque temporal pasión por la caza mayor. La sala de los trofeos era un monumento conmemorativo de aquel año de inclinaciones varoniles. Era un recinto cavernoso de grandes proporciones, decorado con las cabezas y cuellos de casi todas las especies conocidas de animales de caza y con los más horrendos objetos evocativos de las artes amazónicas del amor y de la guerra.

Me pareció que la sala de los trofeos no era exactamente un lugar adecuado para beber café y licores. Pero en verdad, ninguna de las habitaciones de la casa de Lorraine resultaba adecuada para nada.

Echamos a andar en desasosegado grupo a la sala de los trofeos, y descubrimos que Bill Flanders estaba ya allí, sentado en un rincón bajo una considerable cabeza de elefante. Aunque el exinfante de marina tenía el rostro pálido y contraído, su furor parecía haberse aplacado. Cuando su mujer pasó a su lado y se puso a sorber kümmel golosamente, a menos de un metro de distancia, ni siquiera le concedió una mirada.

Nadie mencionó el episodio de la mesa. La velada había sido tan fuera de lo común que de todos modos nadie hubiera sabido qué decir.

Para escapar a todo aquello, Iris y yo nos habíamos apartado de los demás, situándonos junto a una de las vitrinas de trofeos con tapa de vidrio. La vitrina contenía cerbatanas y flechas envenenadas que, era de presumir, habrían sido dirigidas contra Lorraine por algún indignado aunque incompetente saetero amazónico.

Al lado de la vitrina, ocupando una especie de trono, se hallaba el más terrorífico de todos los objetos de la sala. Algunos años antes una mujer «maravillosamente inteligente» había persuadido a Lorraine de que se dejara hacer una muñeca en tamaño natural que reprodujera su figura. Lorraine pensó que la idea era divina, pero el objeto terminado era espantoso, hasta para ella. Por alguna razón, sin embargo, dejó la muñeca en la sala de los trofeos, donde, enfundada en un largo vestido de noche verde limón, contemplaba el mundo con sonrisa idiota. Iris y yo la miramos con aire lúgubre, pensando en cómo pasar la noche.

Lorraine debía haber estado pensando en lo mismo, porque después de unos penosos instantes en que sólo se oyó el tintineo de los vasos, se puso en pie de un salto, con un remolino de sus faldas de color pulga, y mostrando esa arrebatadora sonrisa que anunciaba siempre el nacimiento de otra idea divina.

—Esto está muy triste, chicos —dijo—. Vayamos a Reno, al club de Chuck, a jugar. No hay nada como la ruleta. Verdaderamente.

El remedio de Lorraine para todas las situaciones molestas era escapar e ir a divertirse. Fuera su teoría valedera o no, jamás se aceptó idea alguna con tanto entusiasmo. Todos abandonamos precipitadamente la sala de los trofeos para buscar abrigos y bufandas. Iris y yo salimos los primeros. Fuimos casi corriendo hasta nuestras enervadoras habitaciones listadas como piel de cebra, producto sin duda de algún decorador de interiores que se emborrachaba con demasiada frecuencia en El Morocco. Cerré la puerta al remolino de emociones que había invadido la casa.

Iris, más hermosa todavía que en las seductoras fotografías que le había hecho el señor Hurrell, se echó el pelo hacia atrás, con el ademán que le era peculiar cuando estaba preocupada.

—Dime, Peter, ¿no se te está convirtiendo el permiso en un completo fiasco? Esta gente espantosa… Tú no quieres ir a Reno, ¿verdad?

Yo conocía la frívola pasión de mi mujer por las máquinas «tragamonedas». La besé, cosa que hubiera podido seguir haciendo por tiempo indefinido.

—Mejor será que vayamos. ¡Lorraine se ha metido en tal lío! Alguien debe estar a su lado para ayudarla. Además me estoy acostumbrando a tener a una estrella por esposa. Me gustaría exhibirte un poco.

Iris me miró con gravedad.

—¿Lo dices de veras, Peter?

—Naturalmente.

Yo no iba a permitir que se destrozara el corazón pensando que me había traicionado porque un señor Fulanovsky de la Magnificent Pictures la había convertido en un producto nacional, como los copos de maíz.

—Ve a buscar el abrigo, preciosa.

Iris sacó su capa del armario, se la echó sobre los hombros y volvió a mi lado.

—Peter, ¿por qué aceptaron esos maridos la disparatada invitación de Lorraine?

—Es lo que me estaba preguntando.

—Ese pobre Bill Flanders… ¿Crees de verdad que intentará matar a Dorothy?

—Yo no le culparía por eso —contesté—; un pequeño asesinato haría a Dorothy la mar de bien.

—Quizá la mate —dijo Iris, abstraída—. Quizá me vea mezclada en un crimen y me expulsen de Hollywood por falta de moralidad. ¿No sería maravilloso?

Por alguna razón sus palabras no sonaron tan divertidas como sería de esperar. Mi mujer se encaminó a la mesa de tocador, abrió un cajón cerrado con llave y sacó de él un rechoncho y repelente cerdito alcancía de alfarería. Se lo puso debajo del brazo.

—Muy bien, querido —dijo—. Vayamos a Reno y exhibámonos.

La función del horrible cerdito consistía en salvar a Iris de sí misma y de los «tragamonedas». Algún atávico instinto de Nueva Inglaterra la prevenía en contra del juego, y ella tranquilizaba su conciencia destinando sus ganancias a la compra de bonos de guerra. Era muy rígida en cuanto a eso. Hasta había comprado otro de esos cerditos de pesadilla para mí, pero yo era demasiado orgulloso para mostrarme con él y lo tenía encerrado en una maleta debajo de la cama. Iris, por su parte, no tenía tales reparos. Llevaba el cerdito a todos lados, echando en su prominente estómago cada medio o cuarto de dólar y moneda de diez centavos que ganaba.

Cuando Iris y yo salimos con el cerdito alcancía al corredor, alcanzamos a divisar a la etérea Mimí Burnett en el momento de introducirse en el cuarto que siempre tenía allí reservado Chuck Dawson. Mimí era un tipo de muchacha muy a propósito para introducirse furtivamente en los cuartos de los demás. Pero yo me pregunté vagamente por qué motivo habría de tener la novia de Amado una entrevista a solas con el novio de Lorraine. La vida, sin duda, era bastante complicada aun sin eso.

Iris y yo bajamos al vestíbulo principal sin encontrar allí a nadie. Nos dirigimos a la sala de los trofeos, cuyas pesadas puertas de madera estaban cerradas. Las abrí. En el extremo opuesto de la estancia, junto a la vitrina de las flechas envenenadas, se hallaban de pie dos personas: el conde Laguno y Dorothy Flanders, más incitante aún que de costumbre con su blanco abrigo de armiño y sus largos guantes blancos hasta el codo. Ambos se sorprendieron al oírnos entrar y volvieron la cabeza.

Yo me excusé torpemente:

—Disculpen si venimos a interrumpirles.

—¿A interrumpirnos? —preguntó Dorothy con su voz perezosa— ¿Qué se imagina? ¿Que el conde Laguno me estaba haciendo proposiciones indecorosas?

El conde Laguno parecía un elegante lagarto con educación europea. Sonrió, mostrando una dentadura no del todo buena. Con su tono de voz suave, oxfordiano, explicó:

—No hacía más que instruir a la señora de Flanders sobre los indios del Amazonas, teniente Duluth. Es un pueblo chapucero. Descubrieron uno de los venenos más mortales que se conocen, el curare; una gota en el torrente sanguíneo basta para matar al hombre o a la mujer más robustos, y sin embargo no ponen ni pizca de imaginación en su empleo; se limitan a usarlo para matar ciervos o a otros indios. —Sus ojos oblicuos volvieron a posarse en Dorothy, y me pareció sorprender en ellos un destello de astuta malignidad—. El curare posee cierta nobleza. Habría que usarlo con arte; para matar tan sólo a los que legítimamente merecen ser asesinados. ¿No le parece, Dorothy?

Dorothy bostezó.

—Stefano, estoy segura de que dice usted cosas ingeniosísimas, pero hace falta tiempo para meditar en ellas. Yo nunca tengo tiempo para eso. —Deslizó su voluptuoso brazo enguantado bajo el del conde—. Vamos, porque si no, Lorraine empezará a tocarnos el claxon.

La señora de Flanders y Stefano salieron de la habitación. Yo miré a Iris. Iris me miró a mí.

—Bien… —dijo. Y no había mucho más que decir.

Mientras el conde hablaba, yo me había acercado a la vitrina en que se hallaban las armas indias. Me había puesto a mirar las terribles flechas envenenadas, en cuyas puntas se veía aún una roja capa de curare. Las habían dispuesto en tres grupos en forma de abanico. Conté ociosamente las flechas del primer grupo. Eran seis. En el segundo grupo también había seis. Miré el tercer grupo, y el corazón me empezó a latir apresuradamente.

En el tercer abanico sólo había cinco flechas. Y al fijarme con más atención descubrí unas pequeñas depresiones en la verde bayeta que tapizaba el suelo de la vitrina, como si recientemente hubieran cambiado las flechas de lugar. Conté las marcas de la bayeta. Eran seis.

Eso, no cabía duda, sólo podía significar una cosa. Alguien tenía que haber sacado la sexta flecha y ordenado las cinco restantes de modo que la falta fuera difícil de descubrir a simple vista. Intenté abrir la tapa de la vitrina. No estaba cerrada con llave.

Iris se me acercó.

—¿Qué estás mirando, Peter?

Me apresuré a volver la espalda al pequeño mueble. Lo que pensaba era demasiado melodramático para contarlo, aun a Iris.

—¿Qué estaba mirando? —repetí—. Oh, nada, nada.