—Mi tercer marido no es un caballero. Me alegrará mucho librarme de él. —Dorothy Flanders, grande, suntuosa y rubia como el champaña, deslizó el sexto bocadillo de camarón entre sus labios color de buganvilla—. La noche anterior a mi partida para Reno me persiguió por todo el apartamento con un cuchillo de cocina.
Desde hacía un cuarto de hora, la seductora señora Flanders nos estaba brindando un relato, ni solicitado ni pasado por la censura, de su vida amorosa. Mi mujer la miraba fascinada. Yo también lo estaba. Nunca había visto a una persona tan hermosa que comiera tanto.
—Sí, teniente Duluth, en cierto sentido fue una suerte que hubiera perdido esa pierna en Saipán. —Dorothy Flanders fijó sus lánguidos ojos azules en el espacio como si contemplara algo deliciosamente apetitoso—. De lo contrario me habría alcanzado con el cuchillo.
Tragué saliva. Iris, cuya belleza morena parecía un tanto disminuida ante tan rubia exuberancia, preguntó con amabilidad:
—Pero ¿por qué la persiguió su tercer marido con un cuchillo de cocina?
—¡Oh, ya sabe usted cómo son los hombres! —La señora de Flanders alzó los hombros, lo bastante desnudos y llamativos para trastornar a toda la Costa Bárbara—. Siempre he tenido disgustos con ellos. A veces me pregunto por qué seguiré casándome.
Después de estar quince minutos en su compañía, lo que yo me preguntaba era cómo había logrado escapar a un cuchillo en tantos años.
Los sillones amarillos del jardín ponían una nota de color en el gris crepuscular de la interminable galería. Entre los invitados de Lorraine Pleygel habíamos sido los primeros en vestirnos para la comida. La fachada de la absurda mansión de nuestra anfitriona, casi enteramente de vidrio cilindrado, tenía en ese momento su puesta de sol particular. A nuestros pies, más allá de los frondosos jardines, las orillas del lago Tahoe emitían fulgores de color esmeralda, como un vidrio decorado por Tiffany que Lorraine hubiera tirado después de haberse aburrido de él. En el muelle brillaban las bruñidas proas de sus lanchas de motor.
Todavía no habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde que dejé en la brumosa San Francisco el barco en que había pasado ocho meses de combates en el Pacífico. Era el segundo día de mi quincena de permiso en tierra. Aún no había vuelto a tener una visión clara de la vida civilizada. Había olvidado que podían existir mujeres como Dorothy Flanders y que todavía había gente tan ociosa y fabulosamente rica como Lorraine.
Pero ni siquiera la fortuna de los Pleygel, que había mantenido solvente a Lorraine a través de las aventuras más locas, podía domeñar este paisaje. Había demasiado cielo. Los pelados picos de las sierras, desdeñosos de la elegancia, se levantaban ceñudos y negros detrás del lago. La áspera fragancia de la salvia de sus colinas impregnaba el aire, ahogando el olor de los jazmines.
Nevada había sido Nevada mucho antes de que Lorraine Pleygel hubiese querido hacer presa en ella, seduciéndola con sus millones. Como un vaquero cortejado por una heredera, no se había molestado en mudarse la camisa de dril ni en limpiarse las uñas en su honor.
—Sí —dijo de pronto Dorothy Flanders, ingeniándoselas para parecer voluptuosa aun en el momento de llenarse la mano de aceitunas—. Me dijo que me mataría si volvía a echarme la vista encima. ¡Los hombres son tan celosos! Bueno, también lo son las mujeres. —Me miró con expresión intensa, como si fuera una observación de notable profundidad—. Tengo un hambre tremenda. ¿Dónde está Lorraine?
—Ha ido a Reno con Chuck Dawson para traer a otros invitados que vienen en el tren —respondió Iris.
—A Lorraine siempre se le ocurre irse antes de las comidas. ¿Quiénes son esos invitados?
—No lo ha dicho. Sólo sé que son de Frisco.
—Seguro que son unas mujeres inaguantables. —Dorothy lanzó un suspiro y se revolvió dentro de la escasa tela de su traje de noche—. Lorraine tiene un talento especial para llenar su casa de mujeres inaguantables. Yo debiera haberme quedado en Reno, obtener tranquilamente mi divorcio y no haber dejado que me secuestrara. Pero ustedes saben cómo es Lorraine.
Yo sabía perfectamente cómo era Lorraine Pleygel. Con sus ojos saltones, su pelo alborotado y su poderoso encanto, nuestra anfitriona no era solamente la más cordial y alocada de las millonarias; era también una fuerza irresistible.
En los viejos tiempos en que habíamos conocido a Lorraine, yo me ganaba la vida poniendo obras en escena en Broadway, mientras mi mujer cosechaba grandes elogios de los críticos como actriz. De pronto, estalló la guerra. Yo me incorporé a la Marina y fui trasladado a la flota del Pacífico. Iris condescendió en aceptar una propuesta de Hollywood y se dirigió al Oeste para estar más cerca de mí. A la sazón nos pareció el arreglo más conveniente. Pero durante los ocho meses de mi última ausencia en el mar, cierto magnate de algún estudio decidió, en un acceso de histérica inspiración, que mi mujer era precisamente lo que el mundo destrozado por la guerra estaba ansiando. Cuando mi barco entró en dique para reparaciones en San Francisco, y llegó por fin la tan anhelada oportunidad de pasar dos semanas de tranquilidad juntos, descubrí con consternación que Iris se había convertido, más a pesar suyo que de ninguna otra, en estrella de cine.
Nuestro primer día había sido un infierno de cazadores de autógrafos, cámaras fotográficas y peticiones telefónicas para actuar en beneficios y cantinas para soldados. De todo el engranaje de la guerra, a Iris sólo le interesaba una pieza: yo; pero estábamos vencidos antes de empezar.
Después que la sexta colaboradora de revista de aficionados hubo recogido material sobre nosotros para un artículo que se titularía «No os durmáis sobre los laureles, morenas incendiarias», Iris no pudo resistir más.
—Yo no tengo la culpa, querido, te lo juro —gimió—. Esto me cayó encima después de haberme visto una vez el señor Piatanovsky en jersey. ¡Vaya una sorpresa para encontrarse de vuelta al hogar! Te casaste con una mujer, ¿y qué tienes ahora en cambio? Una morena incendiaria.
Estábamos desesperadamente entregados el uno al otro en las habitaciones del hotel, con el auricular del teléfono descolgado, cuando hizo su aparición Lorraine, con las manos extendidas y gorjeando:
—Queridos, me dijeron que la gente no os deja en paz. ¡Pobres corderitos! Hay que hacer algo.
Nos engatusó hablándonos de la luna de Nevada, de la paz de las montañas, de la hermosura del lago Tahoe, y de todo un apartamento para nuestro uso exclusivo.
—Si queréis estar solos, encantos, podréis estar solos. Si queréis pasarlo bien, habrá allí gente divertida. Es una idea sencillamente divina. El coche está abajo.
En ese momento particular Lorraine parecía enviada directamente por el Cielo. Antes de que nos diéramos cuenta cabal de lo que habíamos aceptado, nos encontramos secuestrados, camino del demente Shangri-La, que una chifladura por el Lejano Oeste le había hecho construir a unos sesenta kilómetros de Reno.
Naturalmente, no nos dejaron estar solos. Ya hubiéramos debido saber que Lorraine era incapaz de dejar solo a nadie, así fuera un solo minuto. Felizmente, los demás huéspedes estaban tan absortos en sus propios problemas que a ninguno de ellos le importaba un comino que Iris fuera o no una morena incendiaria.
Lorraine había reunido gente «divertida» con la despreocupada falta de criterio con que una ardilla junta nueces. Dorothy Flanders era otra víctima de la pasión de nuestra anfitriona por tener gente en su casa viviendo a sus expensas. La semana anterior, en una de sus incursiones, Lorraine había descendido sobre Reno, recorrido todos los hoteles, y regresado triunfalmente con la tentadora Dorothy y las otras dos futuras divorciadas a las que había invitado: Janet Laguno y Fleur Wyckoff. No había visto a ninguna de ellas desde hacía diez años, pero todas habían ido juntas al colegio de San Francisco. A Lorraine le pareció una idea divina hacerles aguardar el fin de la tramitación de sus respectivos divorcios cobijadas bajo su ala.
Y cuando Lorraine pensaba que algo era una idea divina, valía más compartir su opinión, porque de todos modos uno acababa por hacer su gusto.
—Claro que yo quiero muchísimo a Lorraine y estoy encantada de volver a verla después de tantos años —dijo Dorothy Flanders—. Recuerdo que cuando íbamos al colegio era una chica espantosa: toda dientes y cuello. —A estas alturas Dorothy se veía reducida a comer la aceituna de su Martini. Yo casi esperaba que también se comiera el palillo—. Pero reconozco que jamás se me hubiera ocurrido venir de haber sabido que Janet y Fleur estaban aquí.
Hizo una pausa significativa.
Iris tamborileaba con impaciencia sobre el brazo de su sillón.
—¿No te gustan la condesa Laguno y la señora Wyckoff?
—¡Oh, sí!, me gustan. Al fin y al cabo pertenecemos al mismo círculo en San Francisco; pero… —Dorothy, con un crujido de sedas, hizo descansar el peso de su cuerpo sobre su ceñida cadera izquierda; parecía una de esas figuras del Esquire que los soldados pegan en las tiendas de campaña—. Resulta un tanto molesto, querida, eso es todo.
Yo me esforzaba por interpretar el significado de esta enigmática afirmación, cuando oí a mis espaldas unos ligeros pasos femeninos. Volví la cabeza y vi que las dos mujeres de que hablábamos venían hacia nosotros cruzando la galería.
Janet Laguno —o la condesa Laguno, o como se hiciera llamar comúnmente— marchaba unos pasos delante de la pequeña señora de Wyckoff, cosa muy de ella. Era una mujer agria, de figura pasada de moda, y cuya cara parecía haber frustrado los esfuerzos de los más caros institutos de belleza. Había reunido una pequeña fortuna con una casa de modas de categoría, pero ella misma constituía su peor propaganda. Las ropas le colgaban como si le tuvieran odio.
Se dejó caer sobre una silla y masculló un saludo.
Dorothy, sin molestarse en volver la cabeza, dijo:
—¡Hola, Janet, qué precioso vestido!
—¡Bah! Ya sé que estoy hecha un espanto. —Janet Laguno sacó un cigarrillo y lo miró con el entrecejo fruncido—. Odio este traje, si así puede llamárselo. Me da la sensación de que parece un cinturón. Y tengo el pelo horrible. La culpa la tiene Stefano. Vi a mi abogado esta mañana y me pasé toda la tarde cavilando sobre Stefano. Cuando pienso en mi marido me siento como de sesenta años. Me enferma.
—No digas tonterías, mujer —replicó Dorothy perezosamente—. Aunque te divorcies de él, Stefano no deja de ser tremendamente atractivo.
—¡Atractivo! No es más que una rata, y además un impostor. ¡Conde! No sé verdaderamente por qué me hago llamar condesa. Si Stefano fue alguna vez algo en Italia, habrá sido porquerizo. —Janet Laguno fijó la mirada en la alta coctelera de cristal—. ¡Los Martini! Los detesto, pero tomaré uno de todos modos. —Se sirvió un coctel y alzó la copa—. Por el día más feliz de mi vida: el día en que pesqué a mi marido tratando de empeñar mis rubíes sangre de paloma. A la salud del conde Stefano Laguno, ladrón, y por añadidura de segunda categoría.
Mi experiencia con las mujeres de Reno era muy escasa, pero había llegado a comprender que vilipendiar a los maridos era el único tema de conversación de moda. Esa era una de las razones por las que la pequeña Fleur Wyckoff me gustaba y me inspiraba curiosidad. ¡Era tan distinta de todas!
Se había sentado modestamente en una silla al lado de Iris. Fleur era bonita —tremendamente bonita, tanto como su nombre—, de pelo oscuro, cara de flor y pequeñas manos quietas. Debería tener casi treinta años para ser coetánea de las otras dos futuras divorciadas, pero nadie le daría más de diecinueve. Desde que yo la conocí nunca había hablado del marido de quien estaba a punto de separarse; la verdad es que nunca había hablado mucho de nada en particular. Sus ojos reflejaban una especie de callado temor, como si todo el tiempo estuviera pensando en una sola cosa, en algo que la amedrentara.
Janet agitó la coctelera.
—Vamos, Fleur, tú también eras una mujer malcasada. Deberías beber una copa.
—¡Oh, no!, gracias. David siempre me prepara los Martini de una manera especial, casi sin gin, y… —Fleur Wyckoff se interrumpió bruscamente y sus mejillas de muchacha se cubrieron de rubor. Agitó las manos y balbuceó—: Oh, sí, dame uno, por favor.
—Me meto licor en el cuerpo —refunfuñó Janet—, me cuelgo ropa de los hombros, me lleno el estómago de comida. ¿Y todo esto para qué? Pero tú, Dorothy, comes en cinco minutos lo suficiente para alimentar a un caballo durante diez años, y sin embargo conservas la línea. ¿Cómo te las arreglas? ¿Has hecho un pacto con el diablo?
Un mayordomo —milagrosamente Lorraine tenía todavía mayordomo— apareció en la galería con otra coctelera innecesaria. Janet Laguno dio un tirón a algún pliegue rebelde de su vestido y preguntó:
—¿Para cuándo esperan a la señorita Pleygel, Bowles?
—No sabría decirle, señora. Pero no creo que tarde mucho. La oí decir al señor French y a la señorita Burnett que la cena era para las ocho.
Walter French era hermano de madre de Lorraine y mayor que ella. Mimí Burnett era el pequeño horror de novia que se había agenciado en algún lugar de Las Vegas.
El mayordomo, con su aire pontifical, se retiró, y Janet dijo:
—A Dios gracias, esta tarde hemos estado libres de los tortolitos. ¿Cómo demonios se las arregló Lorraine para tener semejante hermano, tan estúpido y zanganote? ¡Puf!
—No es más que medio hermano, querida —dijo Dorothy Flanders con un bostezo. Parecía una hermosa serpiente pitón disponiéndose para una siestecita después de un espléndido banquete de antílope—. Y además no es tan terrible. Por cierto que no merece cargar con Mimí Burnett.
—Nadie merece cargar con Mimí —replicó Janet—. Ya conozco yo a esas hadas. Mucha espiritualidad, pero no dan puntada sin hilo.
Fleur Wyckoff se echó hacia adelante y dijo con tono indignado:
—Janet, ¿por qué tú y Dorothy tenéis que echar pestes de todo el mundo? El señor French ha sido muy amable conmigo, y Mimí es muy buena.
—¡Buena! —rió Janet—. Fleur, tú te podrías haber criado con Lizzie Borden y decir, sin embargo, que era buena con sus padres.
Dorothy asintió con la cabeza y me dirigió automáticamente una sonrisa seductora.
—Esta Mimí Burnett no es nada buena, teniente, nada buena.
Sentí fuertes tentaciones de decirle: «Usted debe entender mucho de estas cosas», pero logré dominarme. Después de pasar varios meses en alta mar uno se forja una imagen sentimental y patética de las pobres mujercitas que han quedado en tierra; yo no estaba acostumbrado a ver a las pobres mujercitas de carne y hueso… al natural.
Iris me observaba con ansiedad. Yo sabía cómo la afligía que la estancia en casa de Lorraine hubiera resultado tan decepcionante como San Francisco. Se inclinó sobre mí y me apretó la mano. Pude aspirar su perfume, el único perfume que me ha gustado en la vida.
—¿Puedes soportarlo, Peter? —me susurró.
Le dirigí una sonrisa tranquilizadora. La verdad era que estas ridiculas mujeres me tenían casi fascinado. Ejercían sobre mí un efecto sedante. ¡Eran tan extrañas al mundo de horas cero y submarinos en que había estado viviendo!
—Si esto se pone inaguantable —me cuchicheó mi mujer—, me compraré una peluca roja y fundas para los dientes y volveremos a Frisco.
Mientras hablaba, vi que llegaban por el jardín, envuelto ya en la penumbra, Walter French y Mimí Burnett. El hermano de Lorraine y su novia siempre hacían una entrada espectacular. Mimí nunca descuidaba ese punto. Esa noche avanzaban rodeándose amorosamente la cintura. Mimí agitaba en su mano libre una solitaria rosa blanca. Yo estaba perfectamente seguro de que se figuraba que nosotros pensábamos en lo frágil que parecía; como Mélisande, tal vez, o como algún etéreo personaje de James Barrie.
Walter French había tenido la mala suerte de nacer de un primer matrimonio de la madre de Lorraine, antes de que se hiciera rica casándose con el viejo Pleygel. Y recientemente había tenido además la mala suerte de perder íntegramente su escaso haber en una desdichada inversión cinematográfica. Pero, según parecía creer, la vida le había compensado de todo brindándole a Mimí. Niñas de sus ojos era Mimí, a quien nadie podía aguantar. Se había entregado en cuerpo y alma a desempeñar el papel de Romeo para su Julieta; un Romeo gordo, con unas gafas que le daban el aspecto de búho, y cuarenta y cinco años por lo menos bajo el apretado cinturón.
Llegaron al porche cariñosamente enlazados todavía, y Mimí hizo un ademán para mostrar la rosa blanca.
—Amado y yo hemos estado leyendo a W. B. Yeats en voz alta en la glorieta, y Amado me dio esta rosa. ¿No es verdad, Amado?
A Walter French parecía producirle vivo placer el repugnante hábito de Mimí de llamarle Amado. Sonrió con adoración y dijo:
—Claro, Mimí.
Mimí pasó sucesivamente de una mujer a otra, besándolas con besos de mariposa. Al llegar a mí me tendió la flor.
—Huela, teniente Duluth.
Olí. Mimí se apartó con una pirueta, apretando la rosa con fuerza contra su delgado pecho y canturreó:
—¡Oh, cómo me gustan todos ustedes! —Llevaba un vaporoso vestido rosado con el que intentaba parecer infantil y conmovedora, y probablemente un poquitín tuberculosa. Pero no lo parecía. Mimí no era bastante joven para eso, y aunque su cara oval y morena no carecía de belleza, no conseguía dar la impresión buscada. Creo que la falla estaba en sus ojos. Había en ellos algo de sagaz, algo de sagaz y taimado.
Se había apoyado ligeramente en el borde del diván de Dorothy y meneaba la rosa que tenía en la mano. Dorothy la miró con acerado desprecio y dijo lentamente:
—¡Por amor de Dios, llévese esa odiosa flor de aquí, o me la como! ¿Es que Lorraine no piensa venir nunca?
—¿No han vuelto todavía ella y Chuck?
—No. Han ido a traer a otros invitados.
—¡Oh!, espero que sean hombres. —Mimí posó su ligera mano en el brazo de Dorothy y en sus Ojos fulguró un destello—. Lo digo por usted. —Se echó hacia atrás los bucles estilo paje y dirigió a su novio una mirada centelleante—. Yo no necesito hombres porque tengo a mi Amado. ¿No es verdad, Amado?
Janet Laguno produjo un sonido gutural. Amado volvió a sonreír.
—Claro, querida.
Janet Laguno encendió un fósforo con ademán furioso y profirió:
—Amado, ¿por qué no se casa usted con Mimí de una vez? Después podría tramitar un lindo y limpio divorcio, como nosotras…, y descansar. Nunca he leído un solo verso de W. B. Yeats, pero imagino que ha de entrar en la categoría de la extrema crueldad mental.
Amado pareció incomodarse. Mimí giró el cuerpo en dirección a Janet, arremolinándosele la rosada falda en torno de las delgadas piernas. Durante una fracción de segundo la expresión de su rostro fue verdaderamente maligna. Después soltó su risa aguda y tintineante y se inclinó para besar la frente de Janet.
—¡Qué encanto de muchacha! —exclamó—. Siempre está diciendo cosas ingeniosas.
Hubiera sido muy posible que en ese momento alguien le hubiera arrancado los ojos a alguien, pero afortunadamente Iris dijo:
—¡Escuchad! ¿No será el coche de Lorraine?
Lo era. El ruido del motor, mientras el coche subía por el largo camino de acceso, hizo de pronto que el paisaje cobrara más importancia que las personas. Una vez más tuve conciencia de las sombrías y melancólicas sierras, del aroma de la salvia, y de la vasta cúpula del cielo por encima de nuestra cabeza. No me había dado cuenta de la tensión que se había creado en la galería. Todos permanecimos en silencio, escuchando el ruido del automóvil de Lorraine, cada vez más próximo. Por alguna extraña razón, era un sonido ominoso. Se asoció en mi mente con el zumbido de un avión enemigo. Era como si el coche viniera a traer a cada uno de nosotros su sentencia particular.
El auto se detuvo en el extremo más lejano de la casa. Continuamos callados. Pronto se oyeron ruidos en la sala de estar y pisadas, y el agudo parloteo de Lorraine. Las grandes puertas de cristal cilindrado —variación moderna de las puertas vidrieras— se abrieron de golpe, y Lorraine Pleygel apareció ante nuestra vista, seguida por la enorme figura fanfarrona de Chuck Dawson.
Lorraine llevaba una camisa de hombre de color escarlata, pantalones de dril que podrían tener una antigüedad de cuatro generaciones, y altas botas de cuero. Un enorme sombrero pendía de un cordón detrás de sus cortos rizos desordenados. Probablemente Lorraine quería parecer un vaquero, pero no lo lograba. Parecía exactamente lo que era: una de las mujeres más ricas y conocidas del país. Se precipitó hacia nosotros impetuosamente.
—¿Cómo estáis todos? Seguro que borrachos. ¡Qué paseo! Fue algo hermosísimo. Estaréis muertos de hambre. Chuck ha estado pidiendo de comer durante todo el camino. —Sus manos nerviosas, de finas muñecas, parecieron acariciar a cada uno de nosotros—. Mininos, ricuras —Lorraine giró sobre sus talones y asió el enorme brazo de Chuck—. Y tú, corderito, bebe algo y deja de graznar que necesitas carne y patatas. Espera un instante, nada más, mientras me visto. Sé un ángel.
Chuck asintió con una mueca y bebió un cóctel de un trago. Fornido y buen mozo, de pelo rubio, dentadura resplandeciente y pelotones de músculos en todos los lugares apropiados, Chuck Dawson personificaba el sueño del perfecto cowboy de las mecanógrafas del Este. Eximido del reclutamiento en su calidad de ganadero, en Reno se le consideraba todo un personaje y recientemente había inaugurado un rumboso club de juego. Nadie conocía su procedencia, ni la de su dinero, ni sabía con exactitud quién era. Pero Lorraine, que cambiaba de novio con la misma rapidez con que reunía a sus huéspedes, estaba comprometida con él desde hacía más de seis meses, todo un récord para ella.
Nuestra anfitriona acarició la mano de Mimí, besó a Iris, y acabó por sentarse en el borde de mi sillón.
—Querido Peter, estuve hablando con un capitán de navío o algo por el estilo en el Del Monte. Te conoce y me hizo grandes elogios sobre lo maravillosamente que te portaste en esa batalla… ¿Dónde fue? No recuerdo. Pero sí eres un héroe, amigo mío. Has salvado vidas y ganado medallas, y has hecho una porción de cosas más. ¿Se puede saber por qué no nos has dicho nada?
Yo empecé a sentirme horriblemente turbado. No eran esos el lugar ni el momento de ponerme a explicar cómo se asusta uno bajo el fuego y hace cosas locamente arriesgadas precisamente porque está asustado. Dije:
—Sólo tienes que esperar, Lorraine, a que el departamento de publicidad de Iris se entere. Entonces podrás enterarte de todo lo que concierne en el próximo número de «Amantes de la Pantalla».
Iris intervino, haciendo una mueca.
—Peter, no digas eso… ni siquiera en broma.
—Pero si es maravilloso, querido, sencillamente maravilloso. —Lorraine dejó vagar sus pensamientos—. A veces me parece que verdaderamente no me preocupo bastante por la guerra.
Dorothy Flanders la observaba desde detrás de sus largas y perezosas pestañas.
—Todo esto está muy bien, Lorraine, ¿pero qué pasa con los nuevos invitados? ¿Se las ingeniaron para escapar?
Lorraine rió:
—¡Oh, no!, querida. Les he dejado en el vehículo luchando con las maletas y todo lo demás. Es algo terrible, ahora no tengo ni la mitad de los criados que necesito.
Mimí Burnett, que se había apretado como una niña contra su gordo Amado, dijo:
—¿Son hombres o mujeres?
—Son hombres, rica. —Lorraine acarició a la pequeña Fleur Wyckoff, sonrió a Janet, y por último tomó la mano de Dorothy—. Fue una idea maravillosa. Ante todo, el señor Throckmorton vendrá dentro de algunos días. —Nos dirigió una sonrisa radiante, como si fuéramos a recibir la noticia con un alborozado batir de palmas, pero como nadie tenía la más remota idea de quién era el señor Throckmorton, no sucedió nada por el estilo—. Sí, chicos, el señor Throckmorton, mi amigo favorito. Es un hombre divinamente inteligente, y además… bueno, pero esto no importa ahora. Lo que quería decirles es que la idea se me ocurrió anoche. ¡Nevada es tan maravillosa! Las montañas, la luna… ¡Las pequeñas disputas y todas esas cosas parecen tan insignificantes! Enojos, disgustos… en Nevada todo eso se desvanece. Todos lo saben, todos dicen lo mismo.
Siempre se tardaba cierto tiempo en caer en la cuenta de lo que Lorraine quería decir. Sus extraños ojos saltones, que daban a su rostro su gracia particular —ese rostro que se diría que era producto de un descabellado cruce entre Bette Davis y un bonito Boston Bull—, se fijaron gravemente en el pequeño grupo que formábamos.
—Claro está, chicas, que no quiero inmiscuirme en vuestras cosas. Hace ya muchos años que no veo a vuestras caras mitades y no conozco los sentimientos de cada cual, pero creo que hay que ser feliz en este mundo, de modo que les llamé por teléfono y, cuando les expliqué lo que quería, todos parecieron encantados de venir. Es una idea verdaderamente divina, preciosas, y bueno, es porque viene el señor Throckmorton. El señor Throckmorton es abogado, y además inteligente. El sabe cómo se suspende una causa y todo lo demás. Y aparte de todo eso, no hay que olvidar el dinero que se ahorra.
Tuve el horrible presentimiento de haber adivinado el plan de Lorraine. En ese instante ella se volvió bruscamente y tres figuras masculinas aparecieron detrás de las puertas vidrieras, avanzando en dirección a nosotros. Lorraine se echó a reír con esa risa suya estridente y contagiosa capaz de hacer que pareciera alegre una cámara de torturas.
—Queridos amigos, creo que casi todos vosotros conocéis a estos simpáticos muchachos. Os los presentaré: Bill Flanders, el conde Laguno y el doctor David Wyckoff.
Mi horrible presentimiento se confirmaba. Sin embargo, sólo me percaté de lo espantosamente infortunada que había sido la última idea divina de Lorraine al ver la reacción de las tres mujeres sentadas en la galería.
Fleur Wyckoff se estremeció como si sintiera que algo en su interior la desgarrara horriblemente. Se incorporó en su asiento y tartamudeó:
—David.
Janet Laguno se puso en pie de un brinco, con un revuelo de su horroroso vestido, y lanzó un ligero grito:
—Stefano.
Dorothy Flanders desenroscó su sinuoso cuerpo del diván en que estaba tendida, como una cautelosa culebra pronta a atacar o a ser atacada. Con voz ronca, extraña, susurró:
—Bill.
Iris y yo cambiamos una mirada de consternación. De todas las insensatas ocurrencias de Lorraine, esta tentativa de reconciliar a tres mujeres con sus repudiados maridos era, sin duda, la más desastrosa.
Los tres hombres siguieron acercándose. Al tornarse más visibles en medio de la luz crepuscular, advertí que a uno de ellos le faltaba una pierna y que se apoyaba en una muleta para andar. La silueta de Dorothy Flanders, ahora en pie, se destacaba contra el paisaje de la tarde, magnífica como una Venus del Renacimiento. Los tres hombres se detuvieron frente a ella casi alineados; los tres la contemplaron con fijeza, como si no hubiera otra cosa que ver en el mundo.
El conde Stefano Laguno fue el primero en hablar. Sus apagados ojos de lagarto se posaron en su mujer. Dobló el cuerpo ágilmente en una profunda reverencia.
—Mi querida Janet, el destino, o la señorita Pleygel, ha dispuesto que volvamos a encontrarnos.
Le tendió la mano. Janet no se la tomó; tenía el pálido rostro contraído de estupefacción y cólera. Yo pensé que se retiraría furiosamente, pero la sorpresa, o un respeto instintivo por lo dramático de la situación, la mantuvo clavada en su sitio.
El doctor Wyckoff se había vuelto hacia su pequeña mujer. Hizo ademán de tenderle la mano, pero se detuvo indeciso ante la helada inmovilidad del rostro de Fleur. No dijo palabra, y luego se apartó pesadamente, volviendo a clavar la mirada en Dorothy.
Noté que tenía los hombros agobiados, como si le hubieran cargado sobre ellos un peso casi insoportable.
Era el hombre de la muleta quien dominaba con su personalidad aquella maraña de encontradas emociones. Bill Flanders no era alto, pero tenía una figura maciza y corpulenta, cuyo porte militar hacía que sus ropas de civil parecieran un disfraz. Sin quitar los ojos de su mujer ni por un instante, avanzó unos pasos apoyado en su muleta. El colgante trozo de pantalón donde debiera haber estado su pierna producía una impresión de conmovedora impotencia.
Se acercó tanto a Dorothy, que ésta debió de sentir su aliento sobre su mejilla tersa como un durazno. El hecho de que todos nosotros le rodeáramos no afectó en lo más mínimo el intenso fulgor de su mirada.
—Bien, Dorothy —dijo—, supongo que estarás contenta de verme.
No era lo que decía; no era exactamente la dura y cruda amenaza de su voz; era la expresión de su rostro lo que puso por un momento tan al desnudo la tensión de la escena. Era la expresión de un hombre que odiaba tan intensamente que casi estaba enamorado de su odio.
Lorraine agitó su Martini.
—Bebamos todos, a la salud de tres felices reencuentros. Estoy segura de que todo saldrá maravillosamente bien. La luna, el desierto, el lago, el señor Throckmorton…
El eco de su voz resonó en medio del silencio, y luego se extinguió. Creo que hasta ella comenzaba a abrigar una vaga sospecha de que las cosas no estaban resultando todo lo divinas que debieran ser.
Iris se acercó adonde yo estaba. Entrelazó sus dedos con los míos.
—Peter —susurró—, ¿te has fijado en la cara de Bill Flanders?
Yo asentí con la cabeza.
Iris tuvo un ligero estremecimiento.
—Si ahora llega a echar mano a un cuchillo de cocina, no habrá señor Throckmorton que pueda detenerle.
Y era eso, exactamente, lo que yo estaba pensando.