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Cuando mi hijo pequeño ya estaba en la escuela secundaria y el mayor se preparaba para ir a la universidad, me di cuenta de que, quitando el estado del tiempo, no teníamos temas comunes de los que hablar. Los chicos volvían a casa y se ponían a hablar de historia, astronomía, francés y cosas así, algunas de las cuales no significaban nada para mí. Yo nunca intenté ponerme a su altura, pero decidí tratar de acortar distancias.

En lo primero que pensé fue en hacer un curso por correspondencia.

Pero, aparte del gasto, cuando haces un curso por correspondencia estás sola y, si no tienes ganas de trabajar, no hay nadie que te impulse a hacerlo; tampoco entras en rivalidad con nadie, y da igual lo mucho que tardes.

Entonces, uno de los profesores de historia de mis hijos me habló de unas conferencias impartidas por el profesor Bruce, docente externo en Oxford. No eran muy caras, creo que solo costaban un chelín por conferencia, o menos si te apuntabas a un ciclo completo, que era de veinticuatro ponencias. Cogí el completo.

Aquellas conferencias fueron fascinantes para mí. Debía de ser un profesor excelente, porque las conferencias eran de siete y media a nueve y media de la tarde con una pausa para un café, pero, muy a menudo, la ronda de preguntas se alargaba hasta las once de la noche, y yo no llegaba a casa hasta las once y media. Mi marido me decía: «No sé qué educación será esa que te están dando que te hace estar levantada hasta las once y media».

Pero a mí aquello me abrió muchísimo los ojos. Yo siempre había creído que la historia era algo muy árido, una sucesión de fechas y poco más.

Después me apunté a clases nocturnas de filosofía, historia y literatura. Lo único que realmente pudo conmigo fue la filosofía metafísica. Es sabido que, cuando empiezas algo, quieres ser lo más. No quieres hacer las mismas cosas que los demás; lo que buscas es algo que tenga un nombre pomposo, así que me apunté a filosofía metafísica.

Nunca llegué a saber de qué iba la cosa. Lo único que llegué a entender es que tenía algo que ver con ser hedonista, o algo parecido. Al cabo de seis sesiones, decidí que no era para mí, pero fue la única materia cuyos cursos no conseguí terminar.

¿Adónde me llevaba todo eso? Pues bien: superé el O Level, nivel ordinario, a los cincuenta y ocho años, y ahora estoy preparando el A Level, el nivel avanzado[9], que espero sacar antes de cumplir los sesenta. La gente me dice que no entiende que lo esté haciendo, pero yo creo que es algo que viene de lejos. Todo lo que hacemos en la vida está relacionado, ¿no les parece? A mí me gustaba ir al colegio y me dieron una beca que no pude aceptar, a raíz de lo cual empecé a trabajar en el servicio doméstico. Estaba descontenta, y ese descontento se reflejó en mi actitud hacia mi ambiente de trabajo. De haber llegado a ser otra cosa, creo que habría sido una militante contra esa forma de vida.

Cuando me casé y nacieron mis hijos me convertí, simplemente, en madre. Después, cuando empezaron a volar por sí solos, volví a sentir la necesidad de estudiar.

La gente me dice: «Será que te aburrías», pero no, no era eso. Esas semillas están en ti, y aunque pasen diez, veinte o cuarenta años, siempre puedes volver y hacer lo que querías en un principio.

¿Habría sido más feliz de haber podido hacer lo que quería de joven? Tal vez. No soy de las que pretenden que hay algo fantástico en ser pobre; a mí me habría encantado ser rica. No hay nada especialmente hermoso en ser pobre, vestirse mal y no ser capaz de ir a los sitios buenos. No envidio especialmente a la gente rica, pero tampoco la culpo. Intentan aferrarse a su dinero. De haber tenido dinero, yo también me habría aferrado a él. La gente que dice que los ricos tienen que compartir sus posesiones no sabe lo que dice. Si lo piensan es porque ellos no tienen tanto. Yo ni me plantearía compartir las mías.

Al repasar lo que he dicho puede dar la impresión de que estoy muy resentida por mi vida en el servicio doméstico. Si lo que predomina es la amargura, se debe a que ésa era la sensación dominante en mí, y porque lo que cuento son las experiencias que recuerdo.

Sé que todo eso está muerto y enterrado. Ahora no pasan esas cosas. Sin embargo, creo que merece la pena no olvidar que pasaron y que, pese a todo, teníamos momentos felices, y disfrutamos de la vida.

Pero recuerden que nunca me he acostumbrado a tener mucha libertad.

El servicio doméstico da amplitud de miras, y puede servir de inspiración para ir en busca de una vida mejor. Piensen en cómo vivíamos, y puede que, sin saberlo, estén tratando de emularlo. Puede que la posición social no signifique mucho, pero ayuda a allanar el camino en la vida.

En definitiva, pese a la impresión que pueda dar, no estoy amargada por haber tenido que trabajar en el servicio doméstico. Con frecuencia me pregunto qué habría sido de mí de haber cumplido mi ambición de ser profesora, pero ahora soy feliz y, a medida que mis conocimientos se ensanchan y mis lecturas se amplían, encaro el futuro con buen ánimo.