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Con tantas dificultades, decidí buscar trabajo y volver a hacer labores domésticas. No podía ser cocinando, porque durante la guerra apenas había trabajo para las cocineras. Tenía que ser limpiando. Por aquel entonces eso se pagaba fatal. Al principio, me daban diez peniques por hora. Ahora, cuando lo piensas, parece increíble. Supongo que era el precio que se pagaba a todo el mundo, porque de lo contrario estoy segura de que habría pedido más.

Trabajé para un vicario, y aquello era la mar de duro. Ya saben cómo es una vicaría: que si el día de los boy scouts, que si el día de las exploradoras, que si el día de reunión de mujeres y el día de reunión de madres y, por supuesto, esas viejas instalaciones de las vicarías no están realmente pensadas para ahorrar trabajo. Se construyeron pensando que iban a estar llenas de criados. Sin embargo, a mí me gustó. Me daban poco dinero, pero había extras: comida que sobraba o, los días de mercadillo benéfico, la mujer del vicario siempre me dejaba pasar antes de que llegara todo el mundo para que me llevara lo que pudiera necesitar. Me decía: «Deje unos peniques y llévese lo que quiera», y así pude llevarme bastantes trajes y jerséis decentes para los chicos. Me quedé algún tiempo en aquel trabajo en la vicaría, y luego, un día en que estaba charlando con una amiga que trabajaba en lo mismo que yo, me dijo que a ella le estaban pagando un chelín y tres peniques por hora. La tarifa había subido cinco peniques por hora en un período bastante breve. Dado que ese tipo de trabajo solo se hace por una razón, y es el dinero, me puse a buscar otro sitio.

Lo primero que me sorprendió fue la diferencia con que me encontré, después de tantos años. Aquellas grandes casas, que antes estaban amuebladas con opulencia y tenían mucho personal de servicio, ya no tenían personal interno, sino solo a una persona unas horas al día. Gran parte de sus cosas, tan bonitas, ya no estaban. Habían tenido que venderlas para pagar el impuesto sobre la renta.

Muchas de aquellas señoras eran mayores, y aceptaban con entereza ese cambio en su posición social. Algunas me contaron cómo habían cambiado sus circunstancias, y cómo se habían esfumado sus posesiones. Me acuerdo de una a cuya casa iba dos mañanas por semana. Lo único que quedaba de su plata era una bandeja grande, una de esas que sirven para poner un juego de té al completo. Un día en que la estaba abrillantando, la anciana, la señora Jackson, me dijo con un suspiro: «Margaret, cuando poníamos el juego de té en esa bandeja y el mayordomo la traía al gabinete, yo veía una imagen de seguridad. Nunca pudimos imaginar hasta qué punto iba a cambiar nuestra vida».

No podía evitar que me dieran pena, ni siquiera considerando que, comparando sus ingresos con los míos, aún salían bastante bien parados. Si te has pasado la vida con los bolsillos llenos, ser pobre es mucho más duro que si nunca has tenido dinero; y encima caer así, y tener que hacer tal cantidad de trabajo, a sus años. Cuando eres joven es fácil salir adelante; eres resistente.

Pero lo más gracioso, figúrense, era que, aunque solo podían permitirse tener personal por horas, algunos mantenían sus hábitos autocráticos. Se quejaban amargamente de la sordidez de sus vidas; les encantaba decir eso: todo lo encontraban «sórdido». Sus frases favoritas eran: «La clase trabajadora imita como un mono a sus superiores» —los superiores eran ellos, por supuesto—, y «El país está regido por una panda de don nadies que lo van a echar a perder».

Una de las señoras para las que trabajé se apellidaba Rutherford-Smith y un día me dijo: «Margaret, eres una excelente trabajadora y me caes bien, pero tienes un defecto, y espero que no te ofendas si te digo cuál es. Nunca me tratas de “señora”». —Acto seguido, agregó—: «Verás, Margaret, si yo hablara con la reina, la trataría de “señora”». A mí me dieron ganas de contestarle: «Sí, pero reina no hay más que una, y señoras Smith hay montones».

La señora Rutherford-Smith y los que eran como ella echaban de menos todas las pequeñas atenciones que eran su prerrogativa, como que se les saludara levantando el sombrero, la deferencia de los tenderos, o disponer de criados bien entrenados que los esperasen.

Muchas de las personas a cuyas casas iba por horas eran mayores y estaban solas, y yo era quien les ponía en contacto con el mundo exterior. Se hacía raro, porque muchas de ellas vivían en pisos, y cabría pensar que vivir en un bloque de pisos es un poco como estar en un microcosmos. Pero, sencillamente, no es así. Trabajé en por lo menos media docena de bloques de pisos y nunca me crucé con nadie, ni al entrar ni al salir. Todo el mundo parecía estar aislado en su propia celda. Tenían que vivir en esos pisos porque eran fáciles de mantener, pero era una vida muy solitaria.

Algunos, los que habían adoptado una postura filosófica, se ponían a hablar contigo como si fueras una de ellos, pero otros actuaban como si al sentarse contigo y ponerse en igualdad de condiciones estuvieran haciéndote un favor. También les parecía muy raro que una trabajadora por horas diera signos de inteligencia.

Me acuerdo de la señora Swob, aunque realmente no debería llamarla Swob, porque se escribía Schwab y ella lo pronunciaba «Swaib», que era como le gustaba que lo pronunciaran, y la enfurecía que casi todo el mundo lo pronunciara Swob.

La casa de esta señora estaba llena de antigüedades, acaparadoras de polvo donde las haya, en especial unos espejos redondos con enrevesados marcos dorados, y que yo me golpeara con alguna de las protuberancias de los marcos no le hacía ni pizca de gracia. «Tienes que tratar mejor las cosas, Margaret —me decía—. ¿No te gustan los objetos de valor?». Una vez, le contesté: «No, señora Schwab, no me gustan. Para mí no son más que cosas materiales. Coincido con lo que decía Chesterton acerca de la malignidad de los objetos inanimados, y creo que son malignos porque me roban mucho tiempo para quitarles el polvo, abrillantarlos y limpiarlos. Fíjese en aquel jarrón, ése que usted dice que vale cien libras. Si se cayera al suelo y se rompiera no sería más que tres o cuatro trocitos de porcelana sin ningún valor». Esto la dejó desconcertada unos segundos. «No sabía que leyeras, Margaret. Yo, desde luego, leo mucho». Esta señora era de las que, hicieras lo que hicieras, ella lo hacía diez veces más. Por ejemplo, una vez yo hablaba de películas, y ella dijo: «Sí, yo podía haber sido estrella de cine. Quería serlo, pero por aquel entonces salía con el hombre que ahora es mi marido, y no me dejó. Todo el mundo lo lamentó muchísimo». Les sorprendería la cantidad de tonterías que tuve que escuchar. Te las soltaban y se quedaban tan campantes, y tú tenías que fingir que estabas convenientemente impresionada. Trabajas para ellos y quieres que te paguen, y si no fueran ellos, serían otros. Te dan trabajo para que seas un público entregado. Lo que pasa es que, si te dedicas a escucharles, no trabajas.

La tal señora Schwab tenía una costumbre de lo más molesta. Cada vez que iba a su casa, me decía: «Margaret, cuando friegue el baño, no se olvide de las esquinas». Le sirvió de bien poco. A partir de entonces dejé el cepillo de fregar y me limité a esparcir jabón por el suelo.

El colmo fue una mañana en que estaba barriendo la terraza y me dijo: «No barras en esa dirección, sino en la otra». ¿Dónde se ha visto semejante majadería? Cogí mi paga y no tuve valor para decirle que no iba a volver, porque sabía instintivamente que empezaría a soltar improperios; debía ser de esa clase de personas. Le escribí una carta de lo más elegante, o al menos así me lo pareció, en la que le venía a decir que «para ella debía resultar irritante tener que decirme cómo hacer las cosas, del mismo modo que para mí era humillante tener que escucharla».

En los trabajos por horas no tenías por qué preocuparte de las referencias. Valía con que dijeras que nunca habías trabajado fuera, o que la gente con la que trabajaste la última vez había fallecido. De hecho, todas las personas para las que yo había trabajado en último lugar habían fallecido. No sé si habrá alguna conexión siniestra, pero es la verdad.

No puedo dejar de pensar que la gente que en algún momento tuvo dinero a espuertas y de pronto tiene que arreglárselas con ingresos fijos sale peor parada que la gente de la clase trabajadora, porque esta última al menos tiene ingresos que aumentan con el coste de la vida. Pueden pedir un aumento y hacer huelga si no se lo conceden, o bien les dan una prima por la subida del nivel de vida. Sin embargo, la gente que vive con ingresos fijos, como esas ancianas, tiene que seguir aparentando una especie de espectáculo. Un lugar como Hove está lleno de esas damas de buena familia venidas a menos que pasan apuros para llegar a fin de mes. Pero pese a todo, y pese a algunos casos particulares que he mencionado, son personas que hacen una labor extraordinaria, porque se enfrentan a un modo de vida para el cual su educación no las ha preparado en absoluto. El aguante y las ganas de vivir de algunas de esas ancianas me llenan de asombro.