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Cuando pienso en los años pasados trabajando en el servicio doméstico, siempre me pregunto por qué nuestro trabajo tenía tan poca consideración. ¿Por qué se nos llamaba despectivamente «esclavos»? Puede que fuera por la naturaleza íntima de nuestro trabajo. Muchas veces pensé que era por eso, por desvivirnos por ellos, esa gente a la que todo se le ponía en bandeja cuando eran perfectamente capaces de hacer las cosas por sí solos. En muchos aspectos, no éramos más que siervos, más aún porque eran nuestros señores los encargados de regular nuestra existencia; ellos determinaban las horas que trabajábamos y la ropa que vestíamos —y no solo la que nos poníamos en el trabajo, sino también, hasta cierto punto, la ropa que nos poníamos para salir—. Hasta nuestro escaso tiempo libre estaba supervisado por el hecho de que nunca debíamos «volver después de las diez». No teníamos la menor libertad. Puede que por eso la gente mirara tan despectivamente nuestro trabajo, y a nosotros mismos: porque estábamos irremediablemente atados a nuestros patronos.

Los patronos decían siempre que la formación que te daban te iba a ser muy útil para cuando te casaras y fundaras tu propia familia. Cuando yo dejé el servicio doméstico, me llevé dos cosas: conocimientos para preparar una sofisticada cena de siete platos, y un enorme complejo de inferioridad. Ninguna de ellas resultó útil en mi vida de casada.

Mi marido era un lechero que ganaba tres libras y cinco chelines por semana, de los cuales me daba tres libras, de modo que saber preparar una cena de siete platos no me servía de nada. Tuve que desaprender rápidamente todo lo que había aprendido de cocina, y volver al estilo de platos que preparaba mi madre cuando era pequeña. Todo el placer que podía sentir cocinando se desvaneció al verme obligada a pasar a ese estilo.

Ya se imaginarán que al principio de mi matrimonio preparaba muchos platos de capricho; pensé que a mi marido le gustarían. Hacerlos me costaba un mundo, porque por supuesto tenía que comprar los cortes de carne más baratos. Todo suponía un gran esfuerzo y, cuando terminaba, mi marido me decía: «No está nada mal, pero me habría conformado con pescado y patatas». Con semejante jarro de agua fría, abandoné enseguida.

Todo arte es público, ¿verdad? Quiero decir que la gente que pinta, esculpe o escribe libros necesita un público, por eso hace lo que hace. Pues pasa lo mismo cuando eres cocinera, que necesitas que alguien lo saboree y lo aprecie, no solo alguien que diga: «No está mal».

Así que no tardé en desprenderme del complejo de los siete platos. Erradicar el de inferioridad, en cambio, requirió un poco más de tiempo. Lo intenté. Por aquel entonces se empezaba a hablar mucho de psiquiatría, psicología y demás, y había un sinfín de libros sobre cómo evitar sonrojarse y qué hacer cuando tienes complejo de inferioridad. Yo me compré uno de éstos, con la esperanza de que me explicara qué hacer con el mío. No solo leí libros sobre el tema, sino que además fui a cursos, en los que descubrí que el complejo de inferioridad se puede manifestar de dos formas: con timidez o con agresividad. Yo tenía la segunda forma. Les aseguro que no era un rasgo de carácter entrañable, y que no me ayudaba en absoluto en el asunto de Cómo ganar amigos e influir sobre las personas[8]. Sin dinero, sin ser guapa y siendo agresiva, haces muy pocos amigos y no influyes para nada en nadie. Llegué a la conclusión de que la agresividad solo sirve si va emparejada con la belleza o el poder. Como no tenía ninguno de esos deseables atributos, el sentido común debería haberme convencido de que mi papel en la vida era el de ser un ama de casa oprimida, una de las millones de amas de casa que tienen aspiraciones pero nunca consiguen darles un uso.

No solo recibí consejos de los libros, sino también de la gente. Es increíble la cantidad de gente que hay dispuesta a dar consejos en todo momento, ¿verdad? Me decían: «Lo que necesitas es tener hijos», o: «Lo que te hace falta es volver a estudiar», o: «Te vendría muy bien viajar». Como el primero de estos consejos era el más fácil de seguir, opté por él. Me ocupó un tiempo, porque tuve tres hijos en cinco años. Tres niños. Pero seguí en las mismas.

Me acuerdo de cuando nació el último; era un domingo. Casualmente, mis tres hijos han nacido en domingo. No sé si eso podrá significar algo. Mi marido salió a buscar a la comadrona, que justamente iba para la iglesia y la interrupción no le hizo ninguna gracia. Igual se creía que la llegada de un niño se puede prever. En todo caso, su cara de pocos amigos al llegar no fue para mí de ninguna ayuda; dar a luz no es precisamente plato de buen gusto. Cuando nació, ella dijo: «¡Oh, qué pena, es otro niño!». Y yo le contesté: «Por mí puede ser un mono, con tal de que haya salido ya». Ella me miró escandalizada y me dijo: «Para mí, todos los niños que traigo al mundo son flores que nos manda el cielo, para que las plantemos en el suelo terrenal». Que alguien que no había producido ninguna flor —era una solterona— pudiera decir cosas así me animó a contestarle: «¿Y qué pasa con las semillas que caen en terrenos baldíos?».

Yo tenía una forma bastante prosaica de tratar la cuestión de los niños, porque cuando era pequeña vivía en una calle donde casi todos los que nacían eran fruto de juergas de sábado noche. Se les llamaba «niños de la cerveza».

Cuando Albert y yo decidimos casarnos, yo quería dejar de trabajar de inmediato, como es natural. Al fin y al cabo, todos los años que trabajé me los pasé pensando que al casarme podría irme a todo correr, así que di mi aviso de despido en cuanto se fijó la fecha de la boda.

Tenía un motivo totalmente legítimo para irme, y la señora se mostró muy amable. Tenía gracia que a ninguno de ellos le gustara que te fueras a otro trabajo, pero si te ibas para casarte era distinto. Era algo aceptable, y respetable.

Sin embargo, encontrar novio no lo era, y los señores tendían a degradar cualquier relación que pudieras tener. A mí me parecía que esperaban que fuera la cigüeña quien te trajera el marido. Sus hijas eran «debutantes» e iban a bailes y fiestas para conocer jóvenes pero, si alguna de las criadas se echaba novio, la llamaban «perseguidora». A mí me parece que «perseguidora» es un término degradante, que recuerda a las chicas que andan escabulléndose entre los callejones, sin ver nunca la luz del día, y con un cualquiera que las cuida. ¿Por qué íbamos a hacer eso? ¿Por qué iba a estar mal que estuvieras enamorada siendo una criada, cuando ellos organizaban todo el lío de las debutantes para acercar a sus hijas a hombres jóvenes? Podían habernos dicho: «Si hay algún joven que te guste, puedes decirle que pase a la sala de los criados cuando termines de trabajar». Pero no, tenías que escabullirte por las escaleras de servicio para verle en la esquina de la calle con cualquier pretexto, como que ibas a echar una carta. Cuando tenías la tarde libre y te acompañaba al volver, no podías quedarte con él en las escaleras de servicio para despedirte. No era un joven, sino un «perseguidor». Te hacían sentir como si el hecho de que alguien del otro sexo se interesara por ti fuera intrínsecamente malo.

Nosotros decidimos casarnos por lo civil. No teníamos mucho dinero, y a Albert y a mí la pompa y el ceremonial nos daban un poco igual. Fue una boda con poco ruido. Me hicieron todas las observaciones inquisitivas habituales, como: «Te casas para dejar de servir», o: «¿Estás realmente enamorada?». No, no estaba locamente enamorada, pero le quería mucho, y me parecía que eso bastaba para que nos casáramos.

Dado que mi marido solo ganaba tres libras y cinco chelines por semana, de los cuales me daba las tres libras, puede que ustedes se pregunten por qué no busqué trabajo. Fue, sencillamente, porque por entonces las mujeres no lo hacían. Para los maridos de la clase trabajadora, la sola idea de que sus mujeres tuvieran que trabajar fuera de casa era un disgusto. Era como un insulto para ellos, porque daba a entender que no eran capaces de mantenerte. Si un hombre se quedaba sin trabajo, era distinto; en esos casos no quedaba más remedio.

El primer sitio en que vivimos fue en Chelsea. En el sótano de la casa de al lado vivía una mujer que se había casado con un ruso; se llamaba señora Balkonsky, y su marido, por supuesto, era un Boris. Tenían cinco hijos, y él ganaba más o menos la misma cantidad de dinero que Albert. Aquella mujer era una sombrerera extraordinaria. Podía haber ejercido esa ocupación a domicilio y así completar los ingresos familiares, pero su marido estaba tan sumamente en contra de que ella trabajara, o de que ganara un poco de dinero aparte de que él le daba, que no se lo consentía.

Yo, como se pueden imaginar, no quería salir para trabajar. Nunca tuve la sensación de que me sobrara tiempo, tan contenta estaba de pasarme una temporada sin tener nada que hacer. Aunque era feminista y defendía los derechos de las mujeres, tampoco iba muy lejos. Hice valer mi independencia en el gobierno de la casa y no me sometía en modo alguno a mi marido. Me parecía que compensaba lo que él me daba en todos los sentidos: en la relación física, en cómo llevaba la casa y en las relaciones sociales, pero no me sentía en absoluto constreñida por ninguna obligación con él.

Por otro lado, el único trabajo que sabía hacer bien era cocinar, y hacerlo habría significado salir por la noche para preparar cenas, y no creo que una mujer que sale a trabajar por la noche ponga unos buenos cimientos en su relación matrimonial.

Yo quería que mi matrimonio saliera bien, igual que otras cosas de mi vida. Después de pasarme tanto tiempo pensando en dejar el servicio doméstico, tardé mucho en tener la sensación de que la vida en casa se me quedaba corta, pero para entonces ya tenía tres hijos, lo que echó al traste cualquier aspiración. Cuidar de tres niños es, al menos para mí, un trabajo de jornada completa, porque he sido, creo, una madre en el más amplio sentido de la palabra.

Como ya he dicho, cuando nos casamos vivimos en Chelsea, que nos parecía la mejor zona de Londres. Pagábamos quince chelines semanales por un salón-dormitorio, con una cocina diminuta. Ahí nació nuestro primer hijo. Pero al crecer la familia, un salón-dormitorio se quedó pequeño, y tuvimos que mudarnos. Nos fuimos trasladando de Willesden a Harlesden, y de allí a Kilburn. Eran sitios lóbregos y desangelados, y también lo eran las casas.

Tuve tres hijos en los primeros cinco años de matrimonio y, para entonces, el dinero empezaba a ser muy justito; Albert seguía siendo lechero.

Un día que estaba fuera, cuando nuestro hijo mayor tenía unos cinco años, me encontré con una doncella con la que había coincidido mientras trabajaba. Me dijo que la gente para la que trabajaba estaba desesperada porque su cocinera no estaba y tenían invitados para cenar. Me preguntó: «¿Por qué no vienes y les preparas tú la cena?». Yo le contesté: «Sería incapaz, no he vuelto a cocinar así desde hace años». Ella me animó: «Seguro que enseguida vuelves a cogerle el tranquillo, estas cosas no se olvidan así como así. ¿Por qué no lo intentas?». Cuando volví a casa hablé con Albert y se lo expliqué. Aquello suponía por lo menos diez chelines, o una guinea, y ese dinero nos vendría de perlas para los niños, así que dijo que sí, y fui.

Hice un buen trabajo, y cuando terminé la señora de la casa bajó y me preguntó que si me gustaría que me recomendara a sus amigos. Yo le dije que sí. De vez en cuando, personas de su círculo de amistades me escribían para pedirme que fuera a su casa a preparar una cena. A veces era para seis personas, y otras hasta para doce, en cuyo caso también traían algunos platos de fuera. Cuando se trataba de una cena pequeña me pagaban una guinea, pero cuando era más elaborada cobraba dos. Teniendo en cuenta que mi marido solo sacaba cuatro libras semanales, incluso entonces, dos guineas era mucho dinero. Además, yo disfrutaba con aquellas excursioncitas. No solo les sacaba un dinero, sino que además me permitían asomarme a otro tipo de vida. La gente era muy distinta, muy amable. Ahora entraban y salían de la cocina, y hablaban contigo como si fueras una más. Las cosas realmente habían cambiado mucho en el servicio doméstico.