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Más o menos por esa época pensé que había conseguido cazar a un novio permanente. Como se habrán figurado, no resultó tarea fácil, porque las oportunidades de que disponía eran escasas. Era un limpiacristales. Cuando venía a limpiar las ventanas de la casa, yo le proponía que bajara a la cocina y le daba té y pasteles que había preparado, me arreglaba un poco y me esforzaba por impresionarle. Siempre se dice que el camino hacia el corazón de un hombre pasa por su estómago, pero créanme, a veces cuesta mucho trabajo, porque en ocasiones tienen un estómago de lo más duro.

Éste, que se llamaba George, me invitó a salir durante tres meses. Tres meses enteros. A mí se me hicieron larguísimos, demasiado para considerar a aquel chico un posible marido. Tenía sus defectos, y el peor de todos era la tacañería. ¡Ese chico era el colmo de la tacañería!

Cuando íbamos al cine, compraba ciento cincuenta gramos de bombones, supuestamente para que yo me los comiera en el cine, pero luego él se los ponía en el regazo, o seguía sujetándolos con la mano, y se ponía a engullirlos solito. Tuve que espabilarme. En cuanto nos sentábamos, nuestros brazos empezaban a moverse como péndulos, y al cabo de tres minutos habíamos despachado los bombones, la bolsa estaba debajo del asiento y ya podíamos ponernos cómodos para ver la película.

Su tacañería también se hacía patente cuando pasábamos por delante de un pub. Era la peor parte de todas. Por aquel entonces, los pubs eran sitios a los que no podías ir sola, ni tampoco con otra chica. Si lo hacías, aunque fueras con otra chica, te ganabas una mala reputación. Todo el mundo se daba cuenta de que eras carne fresca, y como tal te trataban. Que te tomaras una copa en lugar de una taza de té no tenía nada que ver, era, simplemente, que no se hacía.

A mis padres les gustaba salir a tomar algo de vez en cuando. No bebían mucho, a lo sumo se tomaban dos medias pintas de cerveza normal o amarga cada uno. La cerveza de antes era fuerte y, dado lo fuerte que era, salía mucho más barata. Si te tomabas dos medias pintas ya notabas el efecto. Ahora puedes beber hasta inflarte como un pez globo y, sin embargo, volver a casa más aburrida que una ostra. Cuando mis padres iban al pub, me llevaban con ellos. Teóricamente a los catorce no tenías permiso para entrar, pero yo empecé a ir a esa edad porque era enorme y parecía mucho mayor. Al principio tomaba una limonada; luego me pasé a la cerveza con limonada, y de ahí a la cerveza amarga, y así me acostumbré a ir al pub. No era por la bebida, sino por la vida.

Por aquel entonces, en los pubs había vida. La animación que reina en ellos ahora está apenas un grado por encima de la que se encuentra en la morgue. Nadie habla con nadie, no hay vida ni alegría, y menos ahora que los han convertido en una especie de salón de cócteles. Hace poco fui a un pub. Había un hombre, solo, que no dejaba de farfullar para sí mismo. Se había tomado unas cuantas copas, pero no hacía daño a nadie; solo estaba contento. El dueño se acercó dos veces para pedirle que parara, y a la tercera lo echó.

No sé si a ustedes les habrían gustado los pubs a los que yo iba los sábados por la noche con mis padres, antes incluso de entrar a servir. Estaban hasta arriba de gente, tenías que quedarte de pie y sujetar el vaso muy cerca del pecho, pero te sentías tan feliz y era muy alegre, había vida. Así es como empecé a beber. Me gustaba la vida en los pubs, y me sigue gustando. Prefiero ir a un pub a tomar algo antes que a ningún otro sitio. Por suerte, a mi marido le pasa lo mismo. (Sí, al final conseguí marido). Así que cuando tenemos un poquito de dinero echamos una canita al aire y, si no, solo nos tomamos un par de cervezas.

Aparte de la vida que hay en los pubs, había otro motivo por el que me fastidiaba que George no me llevara a ninguno, y era por los efectos que la bebida tiene en ti. Yo me ponía amorosa con solo beber un poco, y lo mismo les sucedía a los chicos jóvenes. Cualquier chico, aunque fuera más feo que Picio y por mucho que sobria no me habría molestado ni en mirarle, me parecía Rodolfo Valentino en cuanto me tomaba una cerveza o dos. Como se podrán imaginar, tenía que andar con cuidado para no beber demasiado, había un límite. Podías llegar a los besos y a los mimos, para dejarles con la sensación de que la próxima vez podrían ir un poquitín más lejos, pero no querías que se te pusieran gallitos la primera vez que te acompañaban a casa. Al fin y al cabo, una solo tiene un lote de mercancía, y si se dedica a ir repartiéndolo a diestro y siniestro, cuando llega el de verdad resulta que le queda bien poca cosa que dar. En todo caso, cada vez que pasábamos por delante de un pub, George me decía: «¿Te apetece tomar algo?» y yo le contestaba: «Si a ti te apetece, a mí también». Entonces, él decía: «Si a ti te apetece». Y yo respondía: «Solo si te apetece a ti», pero para entonces ya habíamos pasado de largo y, al final, nunca llegábamos a entrar. Yo no quería que se notara que me moría de ganas de entrar porque, al fin y al cabo, yo veía a George como una institución permanente, y no quería dar la impresión de que estaba loca por entrar a tomar algo a un pub.

Así que al cabo de un mes o dos saliendo con él —no íbamos más que al cine, a las butacas más baratas, donde compartíamos ciento cincuenta gramos de bombones, y sin pisar jamás un pub—, decidí, aunque a regañadientes, que había llegado el momento de darle calabazas. Al fin y al cabo, si un hombre gasta poco en ti cuando aún no estás casada con él, no cabe duda de que, cuando lo estés, tampoco va a hacerlo. Si cuando sale contigo no te lleva al pub, cuando estés casada no querrá más que quedarse en casa al amor del fuego, ¿verdad?

Cuando lo pienso ahora me doy cuenta de que si me esforcé por seguir saliendo con él y me puse así fue porque había muy poco donde elegir. La verdad es que era un espécimen que daba pena. Ni siquiera era tan alto como yo, y además no tenía conversación. Le gustaba hacer maquetas, modelos a escala de aeroplanos. Me dijo que tenía una colección fantástica. ¿Se imaginan una casa llena de esos chismes, que no son más que nidos de polvo, sin poder hacer nada con ellos, y que encima ocupan un montón de espacio? Seguro que alguna acabó quedándose con él, y ahora andará echando pestes, por él y por sus dichosos aeroplanos. Sin embargo, ¡qué interés mostré yo en ellos! Yo le decía: «¡Es fantástico! ¿De verdad los haces tú? Me encantaría que me enseñaras alguno», y cuando me trajo uno para que lo viera yo no escatimé elogios, cuando en realidad me importaban un comino. ¡La de mentiras que tenías que contar a los hombres para dejar claro que te interesaban, y todo porque no había donde elegir! Hoy, cuando a una chica no le gusta lo que hace un chico, o la pinta que tiene, le manda a paseo. Pero por entonces es que ni se te ocurría.

Había, desde luego, hombres mayores, siempre parece haberlos, y te dicen que llevan la juventud por dentro. Me parece muy bien, pero si tienen pinta de tener noventa años, a mí qué más me da. Y, encima, algunos tampoco son tan jóvenes por dentro.

Estuve un año con la señora Bishop. Para entonces me consideré realmente preparada para conseguir trabajo en un sitio donde hubiera más sirvientes, y donde pudiera tener una pinche de cocina. Contesté a un anuncio que vi en The Morning Post; me quería volver a Londres.

La casa estaba en Montpelier Square, Knightsbridge.

Eran holandeses, banqueros, muy ricos, serios y respetables. El señor tenía exactamente la pinta que yo esperaba de un banquero: una enorme panza atravesada por la cadena de oro de un reloj.

En esa casa constaté los distintos rangos del servicio doméstico. En otros sitios pude ver un atisbo, pero ahí estaba la galería al completo. El servicio contaba realmente como parte de la casa.

Había, incluyendo a la camarera personal de la señora, siete sirvientes, y cada uno teníamos nuestro propio dormitorio, que era realmente muy cómodo; además, nos consultaban sobre nuestros gustos. A mí me preguntaron si había algo que quisiera cambiar, si tenía suficientes mantas, si quería tener más lámparas en la habitación, y cosas así. Era obvio que de verdad querían que te quedaras, y que apreciaban que estuvieras allí.

La cocina estaba equipada con los aparatos más modernos de la época y, aunque seguía estando en el sótano, era clara y espaciosa, y estaba pintada de blanco, no de marrón chocolate hasta la mitad de la pared y verde el resto. En la trascocina, la pila era de esmalte blanco, y no uno de esos trastos de cemento, y las cazuelas eran de aluminio, un gran cambio respecto al hierro o al cobre.

Todo se había comprado especialmente para el personal de servicio, no había nada de «esto valdrá para el sótano». Nos daban los uniformes gratis. Hasta entonces yo siempre había tenido que comprarme los míos. La camarera, la doncella y la pinche de cocina tenían vestidos a rayas, y podían escoger el color que les gustara, rosa, verde o azul. Yo, como cocinera, podía elegir mis colores y mi estilo. Me enseñaron varios modelos, para que eligiera. Todo era muy distinto.

La señora era muy estricta. Todo tenía que estar perfecto, y pagaba en consecuencia. Las comidas tenían que servirse con la máxima puntualidad, y todos los platos debían estar preparados a la perfección. Pero ahora yo tenía la sensación de que ella estaba en su derecho de esperar que así fuera. Había demostrado que se preocupaba por nosotros, y en nuestra mano estaba preocuparnos por ella.

Ella organizaba personalmente algunas de las comidas, y en otras ocasiones era yo quien lo hacía. A veces tenía que elaborar yo el menú completo, y eso todavía era nuevo para mí. Al principio cometí algunos errores. Eran muchas las cosas que nunca había hecho, ni siquiera había visto cómo se hacían. Pero yo sabía que podía confiar en la señora Beeton. No creo que le fallara nunca a nadie; en su libro tenía recetas para todas y cada una de las situaciones. Ahora la gente se ríe cuando lee: «Coja una docena de huevos y medio litro de nata», pero por aquel entonces, desde luego, lo seguías al pie de la letra.

Tener una pinche de cocina era de gran ayuda, desde luego, pero yo a ella no le hacía mucho bien, porque tenía tan malos recuerdos de los tiempos en que yo era pinche que estaba decidida a no ser nunca dura con ninguna. Sin embargo, me encontré con que no le faltaba razón a aquella bruja de la señora Bowchard cuando decía que siempre tienes que estar dándoles la lata para que se muevan.

La que yo tenía, a menos que estuvieras todo el rato encima de ella, nunca se molestaba en hacer nada, y yo no era capaz de ponerme estricta. No estaba acostumbrada a tener autoridad, no era capaz de darle órdenes ni nada de eso. Le pedía que hiciera algo y, si tardaba más de la cuenta, acababa haciéndolo yo. Hay que reconocer que, realmente, ésa no es la mejor manera de preparar a una chica. Pero la cuestión es que yo, sencillamente, no podía estar todo el rato encima de ella diciéndole que no hacía las cosas bien, que se subiera las medias y que se portaba mal. Por un lado, no era mi estilo y, por otro, si lo hacía yo terminaba antes. Pero eso no era una buena preparación para ella. Creo que le fallé.

La señora, en cambio, a mí no me falló. Al principio me pareció que su interés y su atención eran poco creíbles. Quiero decir que, después de tantos años mal alimentada y mal alojada, había llegado a la conclusión de que se necesitaba una revolución sangrienta para que mejorasen las condiciones de los trabajadores del servicio doméstico. Sin embargo, al cabo de unas semanas, me di cuenta de que la señora realmente quería que estuviéramos satisfechos en nuestro trabajo. No es que sintiera inclinación alguna por las clases bajas, no era eso. Era que pensaba que un servicio satisfecho hace que la casa funcione mejor, y estaba en lo cierto. Los criados que tienen la sensación de que se abusa de ellos pueden crear mal ambiente en la casa de muchas maneras, como no acudiendo raudos cuando oyen la campana, mostrándose huraños o insolentes, haciéndose los tontos o pareciendo ligeramente irritados, para compensar lo que no se les está dando. Pero aquí no hacían nada de eso. Como ya he dicho, no era que a la señora le interesáramos, y nosotros tampoco queríamos que así fuera. Lo que queríamos era lo que nos daba: que se nos pagara bien, y a cambio hacer un buen trabajo. En aquella casa me convertí en una cocinera muy competente y sé que mis esfuerzos los apreciaban tanto arriba como abajo, el personal de servicio, y de forma particular el mayordomo, el señor Kite.

Era un hombre de unos cincuenta años; llevaba desde los trece en el servicio doméstico. Empezó como paje y poco a poco fue ascendiendo. Su primer puesto fue en una casa de campo donde el servicio estaba compuesto por seis lacayos, dos mayordomos, seis mozas de cámara, seis doncellas, un cocinero, un ayudante de cocina, cuatro pinches y catorce jardineros: ¡era una casa enorme! El servicio externo vivía en unas casitas de la propia finca, y los de dentro ocupaban toda la parte alta de la casa. Figúrense que los hombres estaban estrictamente separados de las mujeres, y si se encontraba a cualquiera de los criados en la sección de las mujeres después de la hora de acostarse, se le despedía en el acto sin darle referencias.

Yo pregunté al señor Kite cómo era el trabajo en tales condiciones, y él respondió: «Verá, ellos eran auténticos nobles». «Entonces, ¿en qué se diferenciaban de nuestros señores de aquí?», quise saber yo, y el señor Kite me lo explicó: «Verá, ellos estaban tan por encima de los criados que, literalmente, no nos veían. Cuando ya me habían ascendido a lacayo, una tarde yo estaba esperando en el comedor, después de que las señoras se hubieran retirado y mientras los caballeros se tomaban el oporto. Estaban hablando de un rumor muy escandaloso que tenía que ver con la realeza, y cada uno hacía su aportación a ese rumor. Uno de los invitados dijo: “Tenemos que tener cuidado de que nadie nos oiga”, a lo que el anfitrión respondió: “¿Quién iba a oírnos, si aquí estamos solos?”. Sin embargo, en aquel momento estábamos tres lacayos en la sala. Pero debíamos de ser invisibles. Hasta ese punto estaban por encima de nosotros. Para ellos, nosotros ni siquiera estábamos allí».

Una de las cosas que yo envidiaba de la gente de arriba era su forma de hablar. Deseaba con todas mis fuerzas ser capaz de hablar con tanto refinamiento. Una vez le dije al señor Kite: «Mire, si nosotros pudiéramos hablar como ellos, daría igual que únicamente tuviéramos dos peniques en el bolsillo; podríamos entrar en el Ritz solo con abrir la boca, y los camareros vendrían corriendo para llevarnos a una mesa. Sin embargo, tal y como hablamos, por más que llevemos cincuenta libras y pidamos una mesa, el único sitio al que nos van a llevar es a la puerta».

El modo de hablar del señor Kite era un poco redicho. Era como si a fuerza de mezclarse con los de arriba hubiera terminado, al igual que muchos otros, siendo como ellos en muchos sentidos. Era habitual que soltara obviedades como si fueran perlas de sapiencia. Le gustaba mucho ser mayordomo. Decía muy a menudo: «No me cambiaría por nadie; no hay que avergonzarse del esfuerzo honrado». Yo no sé qué querría decir con eso del esfuerzo honrado, se hacen muchas cosas poco honradas, pero ¡que yo sepa el esfuerzo no es una de ellas! También decía: «Un hombre solo necesita dos cosas en la vida: amor y confort».

La señora le proporcionaba el confort, y algunas veces me pregunté si no podría proporcionarle yo el amor. Él nunca me lo pidió, pero me atrevería a decir que la cercanía y mis platos podrían haberle predispuesto, de haber decidido que lo quería por marido. Como eso habría supuesto no dejar nunca el servicio doméstico, era una perspectiva que no cabía contemplar. En todo caso, fue en aquella época cuando hice realidad mi ambición de toda la vida. Salí de aquel sitio para casarme; fue mi último trabajo permanente en una casa.