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La casa del matrimonio Bishop era grande y tenía cuatro pisos. Era una casa independiente, con su sótano y sus escaleras traseras para los criados.

La señora Bishop fue para mí una revelación increíble. Yo me había acostumbrado a la férrea respetabilidad superficial de los de arriba, pero ella suponía un cambio enorme. Era italiana de nacimiento y tenía cerca de sesenta años. Sin embargo, se las arreglaba para aparentar unos treinta y, vista de espaldas, desde luego, los aparentaba. Tenía la cara como de esmalte. No sé cómo lo hacía, pero nunca se reía abiertamente, sino que se limitaba a reír tontamente para que nunca se le cuarteara la piel. No movía los músculos de la cara. Llevaba el pelo teñido y, como los tintes de entonces no eran tan perfectos como los de ahora, cada capa de tinte tenía una tonalidad distinta de la anterior, así que tenía el cabello desigual. La primera vez que la vi no podía dejar de mirarla. Tenía el tipo de una jovencita, delgadito, lo que por aquel entonces era poco frecuente. La gente no tenía conciencia de su propia figura, nadie pensaba en ponerse a dieta. Se tomaban todos los días sus almuerzos de primero, segundo y postre, o sus cenas de seis platos, y al diablo con la figura. Tenía una voz muy agradable, un poco ronca. Cuando me entrevistó yo pensé que tendría dolor de garganta, pero no. Estaba muy orgullosa de su voz y decía: «Es como la de Tallulah Bankhead, ¿sabe?». Tallulah Bankhead estaba de muy moda por aquel entonces.

Además de la casa tenían un piso en Londres, donde pasaban desde el martes por la tarde hasta el viernes por la tarde. Esto significaba que teníamos tiempo libre entre semana, pero nunca podíamos disfrutar de los fines de semana. Éste era el motivo de que le costara trabajo encontrar sirvientas, porque a las criadas en general les gustaba disponer de los fines de semana, especialmente si tenían novio. A mí, en cambio, me daba igual, porque aún no tenía.

Desde el viernes por la tarde hasta el lunes por la mañana la casa estaba siempre hasta arriba de gente. Algunos de los visitantes eran jóvenes dedicados a los negocios, y muchos eran parásitos del mundillo del cine y del teatro; ninguno tenía gran clase, pero todos eran jóvenes y de nacionalidades diversas. A la señora Bishop le gustaban mucho, mucho, los hombres jóvenes.

Los fines de semana ninguno de nosotros podía disfrutar ni tan siquiera de media hora que pudiéramos considerar propia. A mí no me importaba en absoluto, porque al menos había algo de vida, aunque la viviera por poderes.

En aquel hogar un tanto extraño era yo quien iba a recoger las instrucciones de la señora, que me las daba mientras se bañaba. Al principio aquello me horrorizaba, porque nunca había visto a nadie desnudo, ni siquiera a una mujer. Fue asombroso que, al cabo de un par de semanas, ya me hubiera acostumbrado. Me sentaba en el borde de la bañera mientras ella me decía lo que quería.

Una mañana, a las diez, entré en el cuarto de baño. Me había acostumbrado tanto a hacerlo que llamaba a la puerta y entraba sin esperar respuesta. Pero aquella mañana, para mi disgusto, en lugar de encontrarme un cuerpo flaco, blanco y desnudo, lo que me encontré metido en la bañera fue un cuerpo enorme, negro y peludo. Era un italiano. Fue la primera vez que vi un miembro viril de tamaño natural, y la visión me hizo entender muy bien por qué Adán corrió a buscarse una hoja bien grande. ¡Yo también lo habría hecho de haber llevado puesto semejante objeto! ¡Qué impresión! Tardé alrededor de una semana en reponerme. Como se podrán imaginar, él no se esperaba que yo fuera a aparecer así. Le dijo a la señora que le gustaría bajar para pedir disculpas, pero ¡menos mal que no lo hizo! Después de haberle visto en cueros, ya no podía verlo vestido; lo habría visualizado todo el rato sin ropa.

Las demás sirvientas querían que les contara lo sucedido con todo lujo de detalles. Me decían: «Seguro que saliste corriendo», o: «Seguro que le echaste una buena mirada». Por aquel entonces se daba a estas cosas más importancia que ahora. En todo caso, desde aquel día ya nunca pasé el baño sin haber llamado y esperado respuesta, para asegurarme de que quien estuviera dentro fuese la señora Bishop.

Los jóvenes eran toda la vida de aquella señora. Dicen que la vida empieza a los cuarenta y, desde luego, ella debía llevar veinte años viviendo intensamente. Claro que no le faltaba atractivo. Se arreglaba muy bien la cara y siempre tenía las persianas medio bajadas; eso hacía que entrara una luz tenue que ayudaba.

Tenía discusiones acaloradísimas con aquellos jóvenes, y cuando pasaba eso yo sabía que a la mañana siguiente me tocaría una sesión lacrimosa. Me contaba siempre lo mismo, una y otra vez; debí oírlo montones de veces: «¿Sabe usted, Margaret? Salí del convento directamente para casarme, a los diecisiete años, y no había visto al señor Bishop hasta que me encontré a su lado en el altar. De joven nunca tuve la oportunidad de vivir. Me casaron con un hombre diez años mayor que yo. No había visto el mundo, y ahora es demasiado tarde». Como es natural, yo no podía más que darle la razón. A ella mi opinión le daba lo mismo, solo quería mi compasión. Yo no veía a qué venía tanto alboroto. Tenía una casa preciosa, criadas, joyas y una vida regalada. Vamos, que si aquello no era vida, era una imitación de primera. Con tal de tener una vida así, yo me habría casado con el mismísimo diablo.

El señor Bishop era harina de otro costal. Creo que era de origen alemán, pero se había cambiado de nombre durante la guerra. Era un hombre muy plácido. Aquel matrimonio, desde luego llevaba vidas separadas. Ella dormía en el segundo piso y él en el tercero, y no tenían nada que ver el uno con el otro. Iban y volvían juntos a Londres, pero cuando yo los conocí no estaban casados en toda la extensión del término; aquello se había acabado.

Aquel hombre me caía bien. Tenía sentido del humor. Mientras estaban en Londres, nosotras tomábamos posesión de la casa. Nos acomodábamos en el salón, poníamos sus discos y yo me sentaba al piano y lo tocaba ruidosamente. Uno de esos días me pillé la mano con un coche y casi me rompí el pulgar. Tuve que ir al médico, y me lo tuvieron que vendar. Cuando al día siguiente me crucé con el señor Bishop, me dijo: «¿Cómo va ese pulgar?». Yo le contesté: «Bien, señor, aunque trabajar con él así es un poco difícil». Entonces, él me dijo: «Sí, y tocar el piano así tampoco debe ser fácil». Alguien debía haberle contado lo que hacíamos mientras ellos estaban fuera, pero me lo dijo guiñándome el ojo. No le importaba.

Al fin y al cabo, era poca cosa comparado con lo que tenía que aguantar de la señora Bishop. También hacía la vista gorda en ese sentido. Me enteré de que ella había intentado suicidarse un par de veces, o al menos escenificar un suicidio, tomando pastillas o algo así, y que uno de sus hijos estaba en Australia con un billete de «irás y no volverás»; le enviaban dos libras semanales para que no saliera de allí. Creo que había falsificado la firma de su padre en un cheque. Así que el señor Bishop ya había tenido su dosis de problemas en su momento, y no tenía intención de buscarse otros nuevos. No pertenecían, desde luego, a lo que podía llamarse la nobleza.

Pero en aquella casa había mucha vida, ¿saben? Cada dos por tres venían amigos italianos de la señora Bishop, que bajaban a la cocina, y me preguntaban si no me importaba que les dejara preparar platos italianos. A mí no me importaba, porque casi siempre eran jóvenes. Claro que armaban muchísimo jaleo y luego me dejaban la cocina hecha un asco, porque nunca se les ocurrió que podían ocuparse de limpiar, pero yo observaba lo que hacían y atesoraba todos los consejos que oía. Así que, aunque no podía afirmar que estuviera trabajando para gente «de buen nombre», me daba realmente igual. Me pagaban lo que me correspondía, tenía una vida alegre y divertida, y no necesitaba más.

Uno esos jóvenes italianos era el favorito que más tiempo le duró a la señora Bishop. Era heladero, de los de verdad. Se paseaba por ahí con un monito en el hombro que a mí me aterrorizaba. La señora Bishop le daba dinero. Era lo que se puede decir un gigoló. No tendría más de veinticinco años, y dado que la señora tenía casi sesenta, no creo que pudiera ofrecerle mucho, así que si alguna de las jóvenes sirvientas hubiera estado de acuerdo en tener con él un interludio, no se lo habría pensado. Bajaba a la cocina con aquel repugnante mono en el hombro y se ponía a darte conversación. Empezaba hablando de comida y cosas así, y luego te preguntaba: «¿Tienes novio?». Yo no sé a qué vendría esa pregunta. Después daba la vuelta a la mesa, se acercaba a ti, y yo no dejaba de moverme para ponerme fuera de su alcance, porque sabía perfectamente con qué intenciones venía y, desde luego, honrosas no eran. Conmigo nunca consiguió nada. No merecía la pena perder el tiempo con imposibles; yo tenía que centrar todos mis esfuerzos en los posibles, los que se te acercaban con buenas intenciones.

El otro día leí en el periódico que en Inglaterra, en las edades comprendidas entre los dieciséis y los veintiún años, actualmente hay cincuenta y seis mil chicos más que chicas. El dato me sacó de mis casillas, porque en mis tiempos, en Brighton, había cinco chicas por cada chico, así que pueden imaginarse lo mucho que tenías que pelear para conseguir uno y quedarte con él. Además, para nosotras no había ni un fin de semana libre, que era el único momento en que los jóvenes tenían un poco de dinero. Para cuando teníamos tiempo de conocer a alguno, estaba sin blanca. Por añadidura, cuando les decías que trabajabas en el servicio doméstico, siempre pasaba lo mismo: se les cambiaba la cara. Los menos educados soltaban: «¡Ah, esclavas!», y se largaban, y ahí te quedabas, compuesta y sin novio.

Una noche, Hilda, la camarera, vino conmigo a un baile. Hilda contaba a los chicos que era secretaria. Aquella noche nos juntamos con dos oficiales de la Marina. Si hubiera que establecer una escala de presumidos del mundo, los de la Marina Real Británica se llevarían la palma. No sé qué rango tendrían, probablemente el más bajo. Además de presumidos, eran tacaños, porque nos acompañaron a casa en autobús; nada de taxi. Yo nunca aparenté ser más que la cocinera, porque siempre intentaba probar suerte dándoles algo de cenar. Pensaba que tal vez mi camino hacia un hombre pasara por su estómago. Los llevábamos a la cocina. Ya se imaginarán que no teníamos permiso para hacerlo, pero así compensábamos lo de no tener fines de semana. Justo después de que llegáramos, Hilda subió para ir al aseo, y el oficial que iba con ella se me acercó y me dijo: «No es secretaria». Yo, para disimular, le contesté: «Es lo que ella haya dicho que es». «Pues secretaria, seguro que no. Es la camarera de esta casa», aseguró él. «¿Cómo lo sabe?», le pregunté yo. «Porque la he llevado ahí, a ese sitio de la pila (se refería a la despensa del mayordomo) y, antes de permitir siquiera que me acercara a ella, se ha puesto a limpiar la plata», me dijo.

¿Qué les parece? Ella no se dio ni cuenta. Estaba tan acostumbrada a no dejar que la plata sucia se acumulara que se puso a limpiarla. Está claro que a ninguna secretaria se le habría ocurrido ponerse a hacer eso. Claro, que un oficial y caballero de verdad tampoco lo habría contado. La pobre Hilda nunca llegó a alistarse en aquella sección de la Marina. Lo que no quita para que aspirase a ello.

En todo caso, la vida para mí no era tan dura. Había un hombre para todo que se ocupaba de la caldera, de las escaleras de la entrada principal, de los zapatos y de las botas. El suelo de la cocina estaba muy bien, porque lo habían pavimentado con unas baldosas rojas muy lisas y bastaba con pasarles un paño húmedo para limpiarlas. El gran aparador que solía haber en todas las casas tenía aquí puertas acristaladas, y así las cosas no cogían polvo. Además, en la cocina había un teléfono. Después de la casa de la señora Hunter-Jones, poder cocinar cosas como filetes de salmón o liebre estofada, y hacer auténtica mayonesa en lugar de salsa bechamel era un verdadero placer. En esta casa entraban solomillos y traseras, y pude realmente practicar y aprender a cocinar.

Aunque ya había adquirido bastante experiencia, era un buen trabajo, y nunca tuve que hacer ninguna otra tarea de servicio doméstico, como ser camarera y atender la mesa. Solo hubo una excepción, y con ésa me bastó. Hilda enfermó un día en que la señora Bishop tenía invitados, y no podía atender la mesa. La señora bajó corriendo para pedirme que, entre plato y plato, me acercara a echar una mano. La doncella tenía que ocuparse del plato principal, y yo de ofrecer la guarnición. Yo sabía que iba a pasar muchísima vergüenza. Se pueden imaginar lo que es subir desde el calor de la cocina, con la cara toda roja, y encima ataviada con un vestido estampado. Cuando llegué al comedor, la señora Bishop anunció a todos los presentes: «Ésta es mi cocinera». Como era de esperar, todo el mundo me echó una mirada, lo cual no ayudó; me sentía como en una exhibición. Una de las guarniciones eran patatas nuevas, muy pequeñitas, dispuestas en una fuente que a su vez estaba colocada sobre una bandeja de plata. Con su salsa blanca de mantequilla y su hierbabuena, tenían una pinta deliciosa. Estaban bien calentitas. La primera invitada a la que tenía que servir era una francesa muy atractiva. Resulta que estaba tan nerviosa que me empezó a temblar la mano. La fuente se me escapó de la bandeja y todas las patatitas se cayeron. Fueron a darle a ella, en la cara y el regazo. Se levantó de un salto y profirió una sarta de palabras que no entendí. De repente me di cuenta de que una de las patatitas se le había metido por el escote, y no se me ocurrió nada mejor que intentar sacársela con la cuchara de servir. Aquella idiota no paraba de moverse —la patata debía quemarle— y yo, en lugar de sacársela, lo único que conseguí fue aplastarla contra su pecho. Ella me quitó la cuchara de la mano y gritó: «Coshon, coshon» media docena de veces. Dirán de Oliver Twist, pero a la pobre era lo que le faltaba. Yo me volví abajo volando.

Alrededor de una semana después, cuando pensé que las cosas se habrían calmado, le pregunté a la señora Bishop qué significaba «coshon». Estaba convencida de que sería algo horrible. Ella me dijo: «Bueno, verá, no es más que la palabra que sirve para decir en francés “maldita sea”». Unos años después se me ocurrió buscarla en un diccionario de francés, y resultó que se escribía cochon y que significa «cerdo» o «canalla». Me dio igual. Ella se quemó con las patatas, y yo no.

A veces, entre semana, el señor Bishop se volvía de Londres. Creo que tenía una amante en algún sitio de Brighton; nunca llegamos a verla, pero teníamos el convencimiento de que venía por eso. Siempre nos llamaba antes para avisarnos de que estaba de camino, para no pescarnos nunca en alguna situación embarazosa. Si le apetecía cenar, nunca había de qué preocuparse, porque le gustaba tomar siempre lo mismo: sopa de menudillos —de eso siempre teníamos, porque siempre había pollo en casa—, sardinas a la parrilla y manitas de cerdo. Normalmente cogía las manitas de cerdo y se las comía a chupetones. Siempre comía lo mismo; eso era lo que le gustaba, no quería otra cosa.

Si nosotras habíamos previsto ir a bailar tampoco hacía falta que anuláramos nuestros planes, porque de hecho era nuestro tiempo libre, así que nos turnábamos para servirle la cena entre la doncella, la camarera y yo. Una se ocupaba de ponerle la cena mientras otra se arreglaba para ir al baile, de modo que a veces era una persona distinta la que le servía cada plato. Hilda le servía la sopa y se iba corriendo a cambiarse; la doncella le llevaba las sardinas y, cuando se marchaba, llegaba yo con las manitas. A él nunca pareció importarle.

Cuando yo ya llevaba allí varios meses, descubrí en él una aberración de lo más peculiar. Cuando volvía solo a casa, siempre tocaba la campana de su dormitorio a eso de las once y media de la noche, cuando nosotras ya nos habíamos ido a la cama. Tocaba la de arriba, la que estaba en el rellano al que daban nuestros cuartos, y Hilda o Iris, la doncella, se ponían la bata y bajaban a su dormitorio. Él entonces les pedía que le llevaran un whisky con soda, o una jarra de agua, o un libro que se había dejado en la biblioteca. Una noche le dije a Hilda: «¿Por qué siempre se espera a que estemos en la cama para llamar?». Y ella me dijo: «Es porque le gusta vernos con los bigudíes». Yo, muy extrañada, le pregunté: «¿Qué quieres decir?». Y ella repitió: «Que le gusta vernos con los bigudíes». Por aquel entonces no había rulos como los de ahora, sino unos bigudíes pequeños, de acero, y nos los poníamos antes de irnos a la cama porque estaba de moda llevar muchos rizos y, cuanto más durasen, mejor. Yo le dije: «Estarás de broma». Y ella: «No, te aseguro que es cierto». Así que le pregunté: «¿Y qué hace cuando os ve llegar con los bigudíes?». Ella me lo explicó: «Pues la verdad es que no hace gran cosa. Nos pide que nos quitemos las redecillas del pelo y nos toquetea los bigudíes, ¿sabes?». Yo no daba crédito a lo que oía. Me parecía que hacer algo así no tenía objeto, que era una estupidez. Quise saber si eso era todo, si se limitaba a tocar los bigudíes. Ella me dijo: «Sí, no hace nada más. Y siempre se le ve muy contento cuando lo hace». Así que ahí quedaba la cosa: ella se sentaba en la orilla de su cama y él toqueteaba los bigudíes. Aquello me pareció, y me sigue pareciendo, una manera de lo más rara de darse gusto. No tenía sentido. ¿Dónde se ha visto que a alguien le guste ver a otra persona con bigudíes, y no digamos ya tocarlos?

Hilda e Iris se las apañaban bien con esta peculiaridad del señor, porque a cambio les regalaba cosméticos, cajas de bombones o medias. De haber querido, también yo habría podido. A él lo mismo le daba quién respondiera a la campana, siempre y cuando se presentara en bata y con bigudíes, pero yo nunca quise ir. No era que me importara que me viera con los bigudíes; aunque no hubiera dejado que ningún joven me viera así, porque eso habría sido el fin del idilio y de la posibilidad de conseguir a alguien que me mantuviera, por él no me habría preocupado. No, si yo no quería ir era porque se trataba de otra demostración de inferioridad de los criados. A él nunca se le habría ocurrido pedir a sus invitadas que le dejaran toquetear sus bigudíes. En cambio, las criadas podían alegrarse, porque a cambio les daba regalos. Sin embargo, Hilda e Iris no estaban de acuerdo conmigo. Decían: «Pero bueno, ¿qué más da, si no nos hace ningún daño y nosotras sacamos algo a cambio?». Yo intenté hacérselo ver, porque tenían aspiraciones y aquello no las llevaba a ningún sitio. Sin embargo, Iris me dijo: «Pero somos criadas, ¿verdad? Pues cualquier cosa que nos den por no hacer nada, mejor que mejor». Y Hilda dijo: «Pues a mí me trastorna y luego, cuando estoy atendiendo la mesa y el señor Bishop está ahí, hablando pomposamente con sus invitados, pienso a menudo que me encantaría dejar caer un bigudí en el plato».

Yo, desde luego, nunca en mi vida he oído hablar de aberración semejante. ¿Cuál podía ser la causa de que le gustara tocar bigudíes? Supongo que algo que le pasó de pequeño, o de joven. Puede que su madre se los pusiera, o algo así.