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Los tres meses en casa de lady Downall se pasaron en un suspiro. Tal vez debido a la euforia de mis éxitos, decidí volver a probar suerte en el trabajo temporal.

Conseguí un puesto cerca de la estación Victoria. Era un edificio alto, lúgubre y tirando a desvencijado, y el interior no desentonaba. Era una de esas casas que parece que siempre han estado ahí.

En ella también estábamos mal alojadas y mal alimentadas. Por primera y última vez en mi vida, dormí sobre paja. El colchón era de paja echada directamente sobre la madera, sin muelles ni nada. De noche, cada vez que me movía, todo chasqueaba tanto que tenía la sensación de ser un caballo dándose la vuelta. Hasta en casa de mis padres las camas tenían colchones de lana que se podían sacudir para que resultaran cómodos.

La primera noche no pegué ojo, y cuando me levanté por la mañana tenía clarísimo que iba a protestar por la cama. Pero cuando dieron las diez de la mañana y bajó a darme instrucciones la señora que me había contratado, que se llamaba señora Hunter-Jones —se escribía con guión, y siempre había que decirlo entero—, me dio la sensación de que tenía una pinta tan feroz que el propósito de protestar se fue al traste. Me faltó valor para decir nada. Es terrible ser tan cobarde, pero verle solo la cara pudo conmigo. Me consolé pensando que servir allí no era una cadena perpetua, sino solo un trabajo temporal, y en aquel preciso instante decidí que de temporal no pasaría.

La doncella y la camarera llevaban dos años en la casa, pero para ellas no iba a ser fácil cambiar porque tenían, respectivamente, sesenta y tres y sesenta y cinco años. Las condiciones de trabajo estaban empezando a mejorar; no es que la gente hubiera cambiado de repente y se hubiera vuelto más humanitaria, sino que empezaba a haber alternativas de trabajo para las mujeres. Quien podía emplearse fuera del servicio doméstico, desde luego, lo hacía. Así pues, había un poco de competencia para conseguir criadas, y para los patronos eso implicaba tener que mejorar las condiciones. Lo malo para aquellas viejas criadas era que, con sesenta y tres y sesenta y cinco años, el único sitio donde podían trabajar era el servicio doméstico.

Tantos años de soltería y de trabajar en casa ajena habían dejado a esas pobres mujeres las manos retorcidas, la cara arrugadísima y muy malas pulgas. El aspecto de aquellos dos especímenes de feminidad marchita, sumado al de la feroz señora Hunter-Jones, me animó a marcharme a la primera ocasión. Yo por entonces no dejaba de pensar que podía casarme. Como ya he dicho, ése era mi principal objetivo, y cada vez que empezaba un trabajo nuevo pensaba que alguien podía aparecer en mi vida, quizá alguno de los chicos de las tiendas. Pero estaba claro que, para tal efecto, aquella casa era un callejón sin salida. Además, el trabajo temporal ahí tampoco iba a ampliar mi experiencia, dado que los señores Hunter-Jones nunca tenían invitados y que la sencillez de la comida que querían era equiparable a la parquedad con que me la suministraban. Sin que cocinar supusiera el menor placer, sin más compañía que dos torvas sirvientas y en una casa silenciosa como una tumba, yo estaba muy abatida.

Cuando los demás criados son jóvenes y alegres, por más que la señora sea desagradable siempre puedes sacar punta a las cosas, aunque solo sea uniendo fuerzas contra ella. Nos dedicábamos a hacerles una especie de psicoanálisis de cocina, sin cabida para Freud. Creo que nosotros sabíamos de la vida sexual ajena mucho más de lo que él llegó a saber nunca.

Sin embargo, por más que mis adustas compañeras hubieran estado dispuestas a prestarse a ese juego, en casa de la señora Hunter-Jones no había materia prima para sacar el tema; tengo la íntima convicción de que la dama nunca llegó a saber lo que es darse el gusto. No tenía hijos, y un vistazo al marido terminó de confirmar mis sospechas. A decir verdad, aquel hombre era como un trofeo que, para lo que servía, bien podía haber estado colgado de la pared con las demás cornamentas.

Esa casa no solo carecía de compañía agradable; también carecía de un sitio donde sentarse a descansar. Ni siquiera había una sala para los criados. Te sentabas sin más en la cocina, rodeada por el calentador de marca Ideal, la cocina de gas, la mesa y el aparador. Así que empecé a salir por las tardes.

Tenía una amiga que también trabajaba sirviendo y que vivía apenas a diez minutos a pie. Me acercaba a verla a eso de las ocho y media, y siempre estaba de regreso antes de las diez. Esas escapadas no hacían daño a nadie, pero no fueron del agrado de las otras dos criadas. Yo sabía lo amargadas que estaban, pero no me imaginé que protestarían porque, al fin y al cabo, no les afectaba. Pero, como ellas no podían salir, ¿por qué iba a poder yo?

Al cabo de unas pocas tardes, informaron a la señora Hunter-Jones, a quien el dato sorprendió enormemente. Nunca había oído nada parecido, ¡una criada saliendo fuera del horario estipulado para las salidas! Me tocó tragarme un sermón larguísimo y aguantar preguntas sobre por qué quería salir a esas horas, cuando tenía libre la tarde de los domingos y otra más entre semana. Yo le dije: «Así es, señora, pero cuando termino de trabajar no hay dónde sentarse cómodamente». Ella me contestó: «Las demás cocineras se sentaban en la cocina, ¿por qué no puede hacerlo usted? No tiene usted libertad para salir cuando le plazca, en modo alguno».

Me puse a dar vueltas a sus palabras y a las dos viejas solteronas. Tampoco es que este incidente me hiciera detestarlas, porque veía de sobra lo infelices que eran.

Se llamaban Violet y Lily, y sus nombres seguramente les iban como anillo al dedo cuarenta años antes, pero en aquel momento, desde luego, no hacían juego ni con su físico ni con su temperamento.

En una de las raras veces en que tuvimos una conversación amistosa, me contaron que durante veinticinco años fueron camarera y doncella en la misma casa, perteneciente a una viuda sin hijos. Según Lily y Violet, aquella señora les prometió que, si se quedaban con ella hasta su muerte, les dejaría una pensión anual, dinero suficiente para que pudieran dejar el servicio doméstico e irse a vivir juntas a un piso. Ya ven. A mí me pareció que habían sido muy tontas al creérselo. La señora se murió y resultó que no había testado, así que todo el dinero fue a parar al pariente más cercano, que era un sobrino, quien vendió la casa. Las pobres Violet y Lily tuvieron que conformarse con tres meses de sueldo, y a él le pareció que bastante generoso era, puesto que no se había estipulado que tuviera que darles nada.

Ya se podrán imaginar lo que fue verse despedidas con tres meses de sueldo después de veinticinco años de servicio, y justo cuando se creían que iban a poder descansar. Se entiende que tuvieran mala uva, ¿verdad?

La verdad es que estas cosas estaban a la orden del día. Era una manera de conseguir que los criados no te abandonaran cuando te hacías vieja. Pero no se puede confiar en esa gente. Yo, desde luego, no me habría creído ni una palabra.

El caso se complicaba porque ellas estaban convencidas de que su señora realmente les dejó el dinero, y que el sobrino se lo quitó. Yo intenté explicarles que hay cuestiones de testamentaría, notaría y todo eso, pero ellas no querían creerme. A nadie le gusta pensar que le han embaucado, ¿verdad? Esta historia me hizo entender por qué estaban tan amargadas.

Era evidente que tampoco sacarían nunca nada de la señora Hunter-Jones, que además les pagaba muy poco porque sabía que para ellas no sería nada fácil encontrar trabajo en otro sitio.

Yo tampoco veía que mi presencia en la casa fuera un alivio para ninguna de ellas. No vivía con dos personas gruñonas, sino con tres, así que di a la señora Hunter-Jones mi aviso de despido. El trabajo ese último mes fue muy desagradable. Un mes es mucho tiempo cuando la gente es antipática y, aunque mi presencia no empeoraba las condiciones de las dos viejas sirvientas ponía de manifiesto que para ellas no había ni las salidas ni el futuro que yo sí podía esperar. Lo único que tenían era su pasado, que no había sido precisamente bueno.

Mi principal preocupación eran las referencias, porque tenía la sensación de que las de la señora Hunter-Jones no iban a ser buenas, pese a que había entrado en su casa con una magnífica recomendación de lady Downall. Intenté que me las diera por escrito para poder conocer su opinión, en cuyo caso tal vez hubiera podido hacer algo al respecto, pero no quiso; dijo que nunca había oído semejante petición.

Cuando encontré un puesto que me interesaba y di el teléfono de la señora Hunter-Jones, lo hice con mucha inquietud. Sabía que no iban a conocerse, porque yo había decidido volver una temporada a Brighton, así que al menos no iban a tener ocasión de verse y tener una larga charla.

El trabajo era en The Drive, que por aquel entonces era una calle muy señorial. Me entrevistó una tal señora Bishop. Puse mucho empeño en explicarle que en casa de la señora Hunter-Jones solo había estado como empleada temporal, pero ella insistió en que iba a llamarla al día siguiente, antes de decidirse.

Cuando volví para conocer el veredicto, me dijo sobre ella: «Qué persona tan peculiar. Lo que me dijo cuando la llamé para pedir referencias sobre usted fue: “Bueno, creo que Margaret Langley podría cocinar si estuviera en casa para hacerlo pero, como quiere estar fuera mañana, tarde y noche, nunca tiene tiempo”». En condiciones normales, una referencia así habría sido como una condena, pero resultó que la señora Bishop vivía de un modo bastante raro, lo cual no la ayudaba a conseguir sirvientes que se quedaran mucho tiempo, y así, a pesar de los esfuerzos de la señora Hunter-Jones, me contrató como cocinera, con un sueldo de cincuenta y dos libras al año. Era un buen sueldo, porque este trabajo no era temporal, sino permanente.

Puede que les parezca que insisto mucho en lo de las referencias, pero por entonces eran un asunto de vital importancia. A la gente le preocupaba que pudieras robar cosas, o que estuvieras trabajando «desde dentro» para una banda de ladrones. Querían saberlo todo de ti. Sin embargo, ellos nunca daban referencias de sí mismos, cuando a mí me parecía que teníamos derecho a ellas. Si ibas a trabajar como una esclava, si se iban tarde a la cama, si eran tacaños y egoístas, si te iban a tratar como si no valieras un pimiento. Nada de eso. En cambio, ellos querían saberlo todo de ti. Si no tenías una buena referencia del último sitio en que hubieras trabajado, de poco servía que llevaras desde los quince años en el servicio doméstico y que hubiera muchas personas a las que pedir referencias, y tampoco contaba que, si esa referencia era mala, fuera porque en tu último empleo tuviste la osadía de hablar de condiciones laborales. Los patronos no querían ni oír hablar de algo así: aquello era bolchevismo. «¿Cómo se atreve alguien de la clase baja a criticar a la alta?». Les parecía que las chicas como yo, procedentes de casas pobres, podíamos darnos con un canto en los dientes por trabajar en casas grandes donde nos daban comida y cama. Para los de arriba, cualquier casa era mejor que la tuya. Si decías que en tu última casa no tenías esto, o lo otro, se consideraba un amotinamiento, porque se daba por sentado que en cualquier caso sería mejor de lo que tenías antes. Que un criado aspirase a ascender y salir del sótano era para ellos algo inconcebible.

Hasta lady Downall era así en algunos sentidos. Recuerdo que una vez le pregunté si podía llevarme prestado un libro de su biblioteca, para leerlo, y en su cara se reflejó una gran sorpresa. Me dijo: «Sí, por supuesto, claro que puedes, Margaret. Pero no sabía que leyeras». Sabían que respirabas, que dormías y que trabajabas, pero no sabían que leías. Algo así escapaba a su entendimiento. Pensaban que en tu tiempo libre te ponías a mirar las musarañas, o que hojeabas revistas como Peg’s Paper o Crimson Circle. Casi podías imaginártelos contándoselo a sus amigos: «Margaret es una buena cocinera pero, por desgracia, lee. Y encima, libros».