Cuando dejé de trabajar en casa de lady Gibbons, decidí probar en el trabajo temporal, para variar. Pensé que así no me quedaría mucho tiempo en ningún sitio, que haría muchos trabajos diferentes en un breve período, y que de ese modo acumularía mucha experiencia. Es muy raro que dos personas tengan las mismas ideas de cocina. Hay a quien le gustan los platos muy elaborados y a quien le gustan los platos sencillos, quien prefiere los dulces y quien opta por las cosas saladas. Así que creí que acumularía muchos conocimientos y experiencia haciendo diversos trabajos.
Sin embargo, me salió el tiro por la culata. Descubrí que, por lo general, la gente que ponía anuncios solicitando una cocinera temporal lo hacía porque ninguna cocinera que se preciara se quedaría con ella de modo permanente. El primer trabajo que acepté era en Stanley Gardens, en Notting Hill Gate.
No hace mucho esa calle se hizo famosa por un asesinato que se cometió allí, pero por entonces era un sitio lleno de casas victorianas grandes y feas que ya empezaban a perder lustre.
La gente para la que trabajé era un matrimonio judío, los señores Bernard. No eran judíos ortodoxos; no comían cerdo ni panceta, pero tampoco hacían todas las cosas que hacen los judíos ortodoxos, como guardar por separado los paños, cubiertos y utensilios que se usan para los lácteos. Tiempo después, tuve otras dos ocasiones de trabajar con familias judías que eran muy generosas, pero los señores Bernard, desde luego, no entraban en esa categoría. Eran de una tacañería sin nombre. A su lado, lady Gibbons era como el cuerno de la abundancia, si bien el trato era más fácil con ellos que con ella.
Por ejemplo, mi dormitorio, así como los de la doncella y la camarera, estaban amueblados con menos de lo estrictamente necesario. Las camas eran duras como la piedra, y hacían oficio de mantas unas cortinas afelpadas de las que todavía colgaban los pompones. La mía era verde, y las otras dos, rojas. Las habían cortado por la mitad, por lo que por un lado había un ribete con flecos y, por el otro, solo un dobladillo sencillo. Había una silla y un mueble esquinero para colgar la ropa; pero no era un armario, sino simplemente unos cuantos ganchos con una cortina. Y, para terminar, un aguamanil con una pata rota; lo habían calzado con unos libros.
La señora Bernard padecía de flebitis y nunca dejaba de quejarse, ni de enseñar la pierna a todo el mundo, sin excepción. A mí aquello hacía que me subiera por las paredes. Cuando me iba por la noche a la cama, intentaba subir las escaleras como un ratoncito, porque si me oía pasar junto a su dormitorio, decía: «¿Quién anda ahí? Ah, es usted, cocinera, ¡pase, pase!». Y a mí no me quedaba más remedio que entrar y mirar aquella horrible pierna que ella sacaba de la cama. Era una visión de lo más desagradable. La tenía toda hinchada, como una vejiga de manteca. Supongo que tendría que haberme dado pena, debía dolerle y, desde luego, le costaba trabajo moverse, pero por culpa de su constante alarde de aflicción, yo era incapaz de sentir lástima, y la mera visión de su opulento dormitorio, comparado con el nuestro, me ponía de malas. Ahí se pasaba el día entero, comiendo bombones y exhibiendo la pierna. Yo creo que se sentía orgullosa de ella. En todo caso, debía pensar que mostrarme compasiva formaba parte de mi trabajo.
Edna, la camarera, tenía que subirle un bollo con mantequilla antes de irse a dormir, por si por la noche se le abría el apetito. Si no se lo comía, lo mandaba abajo para la gente de la cocina. Pero yo nunca lo aproveché, por la sencilla razón de que aquel panecillo y aquella mantequilla se pasaban la noche entera en la mesita de noche. ¡Menuda higiene!
El señor Bernard era un caballero anciano de aspecto benévolo, pero su bondad no era más que superficial. Se habla de la belleza interior, pero créanme si les digo que hay algo que solo está en el interior, y es la bondad. Como la señora Bernard no podía bajar a la cocina a dar órdenes, era su marido quien lo hacía. Siempre intentaba arrinconarme en un espacio reducido, como la despensa o la trascocina, y entonces me ponía la mano en el brazo, o en el hombro, y tenía los dedos tan huesudos como los de un empleado de banca. «¿Podemos trabajar el menú?», decía. A mí me parece que lo que quería trabajarse en realidad era otra cosa, porque mientras yo escribía él se apoyaba en mi hombro. Estas melifluas muestras de pasión no me habrían molestado de haber ido acompañadas de algún tipo de recompensa, como un par de medias o una caja de bombones, pero nunca hubo tal cosa. Yo sé que él se conformaba con un poco de contacto, pero eso es algo que no gusta cuando viene de un hombre mayor, ¿verdad?
El señor Bernard era quien hacía la compra. Iba todas las mañanas al mercado de Portobello. Si quería una ensalada, me traía una lechuga y una remolacha, o una lechuga y unos tomates. Nunca había nada más. Para hacer una ensalada. Qué les parece. Él decía que suministraba material para el ingenio, pero a mí me parece que el ingenio necesita un mínimo de materia prima. Yo no sé obrar milagros; a veces me preguntaba si no me traería agua, para ver si lograba convertirla en vino.
El problema era que no podían permitirse tener tres sirvientas, pero con el tamaño de la casa tampoco podía haber menos, y las cosas no estaban nunca hechas como tocaba ni por ésas. Todo parecía viejo y desvencijado, excepto el dormitorio de la señora y el gabinete.
En la cocina solo teníamos un linóleo desgastado, unas sillas deformes de mimbre y un fogón antiguo, y todos los utensilios estaban viejos. Las escobas y los cepillos perdían cerdas constantemente, y nada se sustituía. No me sorprende que pusieran anuncios solicitando sirvientas temporales. Sabían que no iban a retenerlas mucho tiempo.
Me quedé tres meses, y lo único bueno que saqué de aquella casa es que allí inventé mi famoso entremés de arenque ahumado. Sucedió de una forma muy graciosa. Una mañana, para el desayuno, serví arenque ahumado, y la señora Bernard, que siempre desayunaba en la cama, no se comió el suyo. Cuando Ethel bajó la bandeja, yo lo cogí y lo tiré al cubo de los desperdicios. Pero cuando el señor Bernard bajó para darme las instrucciones para el día, dijo: «Cocinera, la señora quiere que le haga un entremés para la cena con el arenque que no se ha tomado en el desayuno». Se me cayó el alma a los pies. No me atreví a decir que lo había tirado, porque eso habría destrozado a la pareja, y no me parecía bien dejar a nadie destrozado por culpa de un arenque. Así que me limité a decir: «Sí, señor, de acuerdo». En cuanto se dio la vuelta, corrí al cubo de los desperdicios y pesqué el arenque. Estaba cubierto de hojas de té y de trocitos de cosas asquerosas. Así que abrí el grifo para enjuagarlo. La mala suerte quiso que en ese momento estuviera fregando, y el arenque se me cayó en una palangana de agua jabonosa. Volví a pescarlo y lo pasé otra vez bajo el grifo, olisqueándolo todo el rato para asegurarme de que no oliera a jabón. Al final, creí haberlo conseguido. Faltaba por saber si no iba a tener un regusto jabonoso. Yo, en todo caso, le saqué toda la carne y la machaqué bien en el mortero, y añadí salsa Escoffier. Esta salsa es fantástica para disfrazar el sabor de algo que no quieres que se note. Lo envié arriba con su guarnición y bien decorado, y para mi sorpresa la señora Bernard mandó abajo a la camarera con una felicitación: «Dígale a la cocinera que es el mejor entremés que he comido nunca». Yo pensé: «Chica, ya lo sabes. Si quieres sabor auténtico, empieza por revolver las cosas en el cubo de los desperdicios».
Como ya se imaginarán, no tardé mucho en darme cuenta de que allí iba a aprender más bien poco. Así que me fui. El siguiente trabajo fue en Chelsea, con lord y lady Downall.
El contraste fue extraordinario. Eran las personas más amables y atentas que conocí desde que entré en el servicio doméstico. Desgraciadamente, si habían solicitado una cocinera temporal, era porque realmente la necesitaban. Su cocinera estaba en el hospital, e iba a estar fuera tres meses. Eran tan corteses y sencillos en su modo de tratarnos que, por primera vez desde que había empezado a trabajar, dejé de tener la sensación de que fueran una raza aparte y de que la distancia entre ellos y nosotros fuera insalvable. Se dirigían a nosotros exactamente igual que se dirigirían a personas de su mismo nivel.
Por ejemplo, a todos nos llamaban por nuestros nombres de pila. Fue el primer sitio en que estuve donde la gente de arriba —«ellos»— nos llamaban por nuestro nombre de pila.
La sala de los criados fue para mí otra revelación increíble. Estaba amueblada para ser cómoda, y la habían decorado teniendo en cuenta un patrón de colores. Había confortables sillones, una alfombra en el suelo, una lámpara de pie y otras lamparitas aquí y allá, cuadros y adornos. Eran cosas que parecían especialmente compradas para nosotros, y no trastos viejos procedentes de sus aposentos. Las cosas combinaban de verdad, no era un sitio con una mezcla de cosas del invernadero, el gabinete y el comedor. Era una sala acogedora, de modo que cuando tenías un poco de tiempo libre descansabas de verdad, aunque siguieras estando de servicio.
En los dormitorios también había distintos colores; el mío era verde. Tenía una alfombra verde, un edredón verde y mantas verdes con remates de raso, y era totalmente maravilloso porque también tenía una lámpara de noche y una mesa.
Todo estaba hecho de tal modo que realmente tenías la sensación de que se preocupaban por ti. Todos los sirvientes de lady Downall llevaban muchos años en su casa, y ninguno tenía la menor intención de marcharse.
Como ya he dicho, el motivo de que me contrataran era que su cocinera estaba hospitalizada. Para cuando saliera del hospital, iban a enviarla a pasar la convalecencia durante un mes, con los gastos pagados por lady Downall. ¡Un mes entero! Esas cosas eran para mí como una revelación.
Cuando eran los cumpleaños de los criados, siempre había para ellos un precioso regalo, nada de vestidos estampados, ni medias negras, cofias o cosas así, sino regalos de verdad. Cosas que no habrían pensado en comprarse ellos solos. Como muestra de lo buenos que eran, mi cumpleaños fue alrededor de seis semanas después de empezar a trabajar con ellos, y me hicieron un regalo. Yo no le dije nada a lady Downall, debió averiguarlo sola, porque me compró ropa interior de seda muy bonita, el tipo de prendas que yo nunca habría podido comprar, y eso que no llevaba en su casa más que seis semanas y que ella sabía que solo iba a quedarme en total tres meses, pero no hizo distingo.
Puede que fuera porque ellos eran aristócratas de verdad. Creo que su apellido tenía mucho abolengo.
Lord Downall había sido algo en la India, al igual que muchas otras personas para las que he trabajado. Él debió haber tenido un cargo importante. Nunca llegué a saber qué había hecho, o qué había sido. Era un hombre muy alto, de un metro noventa, con un aire extremadamente aristocrático. Tenía la mirada de la gente capaz de ver en tu interior.
Me acuerdo de la primera vez que le vi. Un día me lo crucé en las escaleras, y se paró y me dijo: «¿Es usted la nueva cocinera?». Yo le dije: «Sí, señor», mientras me ponía roja como un tomate, como se imaginarán. Entonces él me dijo: «Bueno, pues espero que se encuentre a gusto. Ya verá, esta casa es muy alegre». Desde luego, tenía toda la razón. La camarera me dijo una vez: «Tendrías que ver cómo es aquí la Navidad. Es una época en que lo pasamos estupendamente. Tenemos nuestro propio árbol y nuestros propios regalos, que se dejan junto al árbol; nada de subir y desfilar delante de ellos. Nos los dejan por la noche. En enero podemos ir al teatro, al que nosotros queramos, y no hace falta que vayamos juntos, sino que puedes ir con un amigo».
Sin duda, lady Downall nunca tuvo problemas con los sirvientes. En aquella casa, los sirvientes se preocupaban realmente por los señores. Si alguien me hubiera dicho antes algo así, yo le habría contestado: «Y un cuerno, nadie se preocupa por la gente para la que trabaja. Trabajas para ellos y lo haces lo mejor que puedes porque para eso te pagan, y porque te gusta hacer las cosas bien, pero no te preocupas por ellos».
Aquí también me pagaban cuatro libras al mes. Yo no le quería ningún mal a su pobre cocinera, pero no podía dejar de alimentar la esperanza de que surgieran complicaciones y no pudiera volver en un año, o así. Sentir eso es horrible, lo sé, pero ¡estaba tan a gusto!
¡Y era tan agradable cuando lady Downall bajaba por las mañanas! Me decía: «Buenos días, Margaret. ¿Tiene alguna idea para el almuerzo?», con un tono de voz muy amable. A veces me decía: «Margaret, dado que esta noche tenemos muchos invitados, hoy solo tomaremos un almuerzo frío. Así tendrá más tiempo para preparar lo de esta noche». Eso sí que es consideración, ¿ven? Una cualidad escasa.
Todo eso me incentivó para cocinar más y mejor que nunca. Una de mis especialidades eran los suflés. Yo hacía unos suflés fantásticos, por aquel entonces tenía mucha facilidad. Podían ser dulces o salados. Pero con aquellos fogones nunca pude lucirme mucho; a veces estaban demasiado calientes y el suflé salía disparado mucho antes de que el centro se cociera, o por el contrario no subían nada. He batallado tantos años con esos fogones que al final conseguía sacar de ellos algo en limpio, pero siempre los he tenido por mi peor enemigo. Sin embargo, allí había una cocina de gas, y me salían bien.
Todas las noches, antes de acostarme, echaba un vistazo al Mrs Beeton’s Cookery Book. Era el libro que se usaba por aquel entonces. Yo elegía una receta y me la aprendía al dedillo, para que cuando lady Downall me preguntara al día siguiente si tenía alguna sugerencia, pudiera hacer esa receta, como quien no quiere la cosa, como si fuera algo que hacía a menudo. La elaboraba mentalmente, hasta que el plato era la perfección absoluta. En mi cabeza lo era, desde luego, pero no siempre era así al llegar a la mesa. Es algo que les pasa a todas las cocineras, que lo planeamos todo, pero las cosas no siempre salen como esperamos. Lady Downall por lo general apreciaba mis sugerencias, y una vez me dijo: «Le tengo muchísimo cariño a Aggie (que era la cocinera titular), que tantos años lleva con nosotros; empezó siendo pinche de cocina en casa de mi madre. Pero todas esas cosas distintas que usted sabe preparar han supuesto un cambio muy agradable». No podía figurarse que me había pasado media noche en vela para aprendérmelas.
A lady Downall le gustaba mucho ir al mercado Caledonian. Ahora ya no existe, pero por aquel entonces era un mercado con mucha actividad; estaba en Camden Town. Le gustaba darse una vuelta y mirar las antigüedades genuinas. Al menos, así es como las llamaban allí: antigüedades genuinas. Nosotros la acompañábamos por turnos, y era muy divertido. El chófer llegaba con el coche a eso de las diez de la mañana. Yo me sentaba delante, con él.
Era un hombre muy guapo, pero yo no podía hacer nada porque lady Downall podía ver si te estabas riendo demasiado, o algo por el estilo. En todo caso, por más que fuera guapo poco se podía hacer, porque ya le habían cazado. Estaba casado y tenía dos hijos.
Nosotras nos paseábamos por el mercado, y lady Downall se fijaba en los objetos que le gustaban y que le parecían de calidad. Nunca negoció los precios, porque decía que, en cuanto abría la boca, se metía en un lío. Lo que quería decir era que, de haber preguntado el precio, ellos habrían sabido que tenía dinero, y lo habrían subido en consecuencia. Así que, cuando veía algo que le gustaba, le pedía a quien le hubiera acompañado que se acercara a preguntar el precio, y a regatearlo.
Me acuerdo de que una vez, mientras buscaba algo que le gustara, yo estaba haciendo lo propio, y en un estante vi un cacharro azul, muy grande, con un asa a cada lado. Pensé que sería ideal para la aspidistra de mi madre —por aquel entonces todo el mundo tenía una aspidistra—. Así que me acerqué al tendero de una manera que a mí me pareció desenfadada. Pero ya se podrán imaginar que ellos saben perfectamente cuándo le has echado el ojo a algo, no se han caído de un guindo. Sin embargo, yo me puse a mirarlo todo, menos el cacharro, y me creía muy lista. Al final, le pregunté: «¿Cuánto es, ese cacharro azul?». Y él me dijo: «Para usted, diez chelines», y yo le contesté: «Entonces para cualquier otro será media corona, ¿no? Le doy cinco peniques». Y él dijo: «¿Cinco? Estará de broma. Además ¿para qué lo quiere?». Yo le expliqué que lo quería para la aspidistra de mi madre. «Buena idea, y cuando haya terminado de darle ese uso, puede cogerlo por un asa y ponerlo debajo de la cama. Se lleva dos cosas por el precio de una. ¿No le parece que eso bien vale diez chelines?». Me puse roja como un tomate y me batí apresuradamente en retirada. Nunca volví a ese puesto.