A medida que pasaba el tiempo, lady Gibbons cada vez estaba de peor humor. Por algunas cosas que fue soltando, creo que en su casa el dinero escaseaba, y que sir Walter había hecho alguna inversión que había salido mal. Puede que por eso fuera tan agarrada, porque realmente no había mucho dinero.
Para cuando llegó la Navidad, cociné un pavo, y me salió muy mal. No conseguía hacerme con aquellos fogones, que a veces calentaban demasiado y otras no lo bastante. En esta ocasión fue demasiado, y el pavo se me quemó. Rasqué todo lo que pude con el rallador de nuez moscada y puse pan rallado en las quemaduras más visibles. Lo mandé arriba con la esperanza de que todo saliera bien. Esperaba oír a sir Walter estallando de ira a través del elevador de servicio, pero todo permaneció en silencio. Cuando Olive bajó, le pregunté: «¿Sir Walter no ha dicho nada?». «Ni una palabra», contestó Olive. «¿Y ella?», insistí yo. Olive me respondió: «Bueno, a ella le cambió un poco el color de la cara, dio varias vueltas al tenedor y se quedó mirándolo por todos lados, pero no dijo nada, ni él tampoco». Al cabo de dos o tres días, lady Gibbons seguía sin decir nada, así que yo empecé a pensar que tal vez la cosa no había ido tan mal.
Pero cuatro mañanas después, de repente, va y me dice: «Cocinera, ¿qué pasó con el pavo?». Yo le dije: «¿El pavo, mi lady?». Y ella: «Sí, el pavo». Así que le expliqué: «Pues es que se me quemó un poco». Y ella contestó: «¡Un poco! ¡Estaba carbonizado, y cuando sir Walter quiso cortarlo, la carne sencillamente se despegó de los huesos!». Yo le dije que eso era señal de que estaba tierno, pero ella insistió: «No era señal de que estuviera tierno, y es una lástima que no seamos vegetarianos, porque lo único que sabe cocinar usted son verduras». Así que le dije: «Precisamente, esto me lleva a una cuestión de la que quería hablarle». Cuando dije esto, se puso blanca. Debió de creer que iba a darle mi aviso de despido, cosa que, desde luego, no le interesaba. Un pavo quemado es un pavo quemado, pero menos da una piedra. «Es lo siguiente: he pensado que podría apuntarme a clases de cocina por las tardes», dije yo.
Llevaba ya un tiempo pensándolo, y lo del pavo terminó de decidirme. Verán, había sido mi fallo más grave, y al fin y al cabo los pavos son caros. Aquel pajarraco era un cargo de conciencia. «Es una idea estupenda», dijo la señora Gibbons relajando los músculos faciales al tiempo que le volvía el color a la cara. Pero enseguida se le volvió a agarrotar la mandíbula, y añadió: «Pero tendrá que cargar usted con el coste, por supuesto». Era todo genio y figura.
Busqué un poco, y me decidí por un sitio llamado la Gran Escuela de Cocina Continental de Leon. Era un edificio que imponía mucho desde fuera, aunque luego descubrí que la parte que tenía él era en realidad muy pequeña, solo una sala amplia en muy malas condiciones. Pero las clases salían baratas, dos chelines y seis peniques por una clase en grupo y cinco chelines por una particular. Para empezar, escogí seis clases en grupo.
Monsieur Leon era un hombre de mediana edad, que tenía una mata de pelo alborotado cubierta por uno de esos gorros altos de chef. Tenía un aspecto ciertamente profesional, y no se puede negar que era un buen cocinero. Nos enseñó a hacer algunas cosas fantásticas a partir de poca cosa; eso gustó a lady Gibbons.
Por ejemplo, una de las lecciones fue cómo hacer hojaldre. Subió más de lo que nunca he visto subir ninguna masa, y eso que lo hizo con margarina. Claro que nunca nos dejó probarlo, cosa que seguramente fuera preferible.
Mientras enseñaba no dejaba de hacer comentarios como los que corresponde hacer a un francés. Decía voilà, comme ci, comme ça, y oui, oui. Yo no sabía siquiera lo que significaba aquello, pero a mí me sonaba muy francés, así que me fie de las apariencias.
Cuando asistí a mi primera clase particular tuve ocasión de pasar al otro lado de la mesa y me acerqué a sus dos cocinas de gas y a las cosas que había a su alrededor. ¡No he visto nunca nada igual! Había cazuelas a montones, con trocitos de comida que debían llevar ahí dentro desde tiempos inmemoriales; en aquellas cazuelas había suficiente penicilina para curar a un hospital entero, de haberse sabido lo que era la penicilina. Las sartenes estaban pegadas a las cocinas de gas por culpa de la grasa enfriada, y el olor, bueno, el olor pudo conmigo, ni más, ni menos. Dije: «Monsieur Leon, ¡está todo mugriento!», y luego me desmayé, me caí redonda al suelo.
Cuando recobré la conciencia, monsieur Leon estaba inclinado sobre mí dándome una gota de brandy; él también se había servido media copa. Según me hablaba, noté que había perdido todo rastro de acento francés. Le dije: «Monsieur Leon, usted es tan francés como yo china». Y él me respondió: «Pues claro que no soy francés», y entonces, animado por el brandy, empezó a hacerme confidencias. «Durante la guerra, me destinaron a la cocina para preparar el rancho. Con eso aprendí los rudimentos. Después, deserté. Tenía novia allí, y de hecho, nos casamos. Ella me dejó luego, pero para entonces yo había aprendido bastante de cocina. Entonces me volví a Inglaterra y puse en marcha esta escuela». Yo le pregunté: «¿Cuál es su nombre auténtico?». Y él me dijo: «Percy Taylor. ¿Cómo iba a montar una Escuela de Cocina Continental de Percy Taylor? ¡No habría tenido ni un alumno! Así que me puse Leon y empecé a decir algunas de las palabras francesas que aprendí. Sabía más, pero se me han ido olvidando». Yo pensé: «Sí, y lo que sabías de cocina francesa se te habrá olvidado también». Así que aquélla fue la última vez que fui a su escuela. Lady Gibbons tendría que conformarse con la cocina à la Margaret.
Una de las cosas que ella no podía soportar era que algo se rompiera —y como ella, muchas más—. En el servicio doméstico, las roturas son riesgos laborales, sobre todo cuando tienes mucho que fregar. Pero nadie lo reconoce, y lady Gibbons menos que nadie. Siempre pasa lo mismo cuando se me cae algo: «¿Qué ha sido ahora, cocinera?», preguntan. Yo se lo digo. Y ellas se ponen: «¡Oh, no, eso no!», como si fuera su posesión más preciada. Es una cosa curiosísima. En todos los años que he trabajado en el servicio doméstico he constatado que da igual lo que se rompa; siempre es algo a lo que la señora tenía «especial cariño», o costaba «mucho dinero», o era «una herencia familiar», o era «insustituible», o tenía «valor sentimental». Nunca se trata de un objeto cualquiera que puedas ir a comprar a la tienda. A mí me recordaba a un empleado de mudanzas que estaba embalando porcelana y rompió una fuente. La propietaria le dijo: «¡Ay! ¡Esa fuente tenía más de cien años!», y el empleado le contestó: «¿Ah, sí? Pues ya le había llegado de sobra su hora, ¿no?».
Una mañana, lady Gibbons bajó y anunció que la familia iba a ir al campo a pasar un par de meses, no sé dónde en Yorkshire, y que iban a cerrar la casa. Dijo que a Olive le habían buscado una plaza en casa de unos amigos; a mí me extrañó que Olive le dejara buscarle otro puesto. Yo, desde luego, no habría querido trabajar para unos amigos de lady Gibbons por nada del mundo, porque la gente suele tener amigos que se le parecen. Añadió que a mí me llevaban con ellos y que, como allí ya tenían cocinera, yo iba a ser la camarera.
Todo ello sin nada de «si no le importa», ni si me parecía bien cambiar de rango, ni si tenía inconveniente en ir a Yorkshire. ¿Qué se creía que era yo, un trasto que se puede trasladar así como así? Yo estaba decidida a no ir a Yorkshire por nada del mundo, ni aunque me ofrecieran el doble de dinero. No como camarera. Me las habría visto y deseado si tuviera que servirles a la mesa. Bastante mal lo pasaba ya con solo entrar en la misma habitación que ellos, así que ni pensar en tener que esperarles mientras comían.
Cuando le dije que no quería irme de Londres, me explicó que el lugar al que iban estaba en pleno campo, en un sitio precioso. No se podía imaginar que eso iba a terminar de convencerme para quedarme, porque yo ya había tenido bastante campo con mi visita al pueblo de Olive.
Ya podía figurarme cómo sería Yorkshire. Me imaginaba un lugar perdido en el páramo, y a mí ahí atascada en compañía de sir Walter y lady Gibbons. El campo no me gustaba nada. Cuando has visto una vaca, o un árbol, ya los has visto todos, me parece a mí. Una vaca tiene cuatro patas y un árbol tiene ramas, pero no hacen nada, ¿verdad? A mí me gusta hablar, la gente, y las cosas que se mueven con un propósito.
Cuando lady Gibbons se dio cuenta de que no me iba a marchar con ellos, intentó conseguirme un trabajo temporal; ya ven que quería que alguien volviera. De lo contrario, tendría que darme un permiso de ocho semanas completas con paga, y la sola idea podía con ella. Yo dije: «Bueno, mi lady, no me importa hacer un trabajo temporal. Lo aceptaré, pero si al final me conviene el puesto, sintiéndolo mucho consideraré conservarlo. Así que no es seguro que vuelva aquí cuando ustedes regresen». Esto era demasiado para ella, yo sabía que no me dejaría marchar.
En aquel momento no dijo nada, tenía que hacer como si fuera ella quien tomaba la decisión. Pero al día siguiente volvió a bajar y dijo que sir Walter y ella habían pensado que, dadas las circunstancias, sería preferible no cerrar la casa, y que yo podía quedarme para cuidarla; si lo deseaba, podía vivir en ella. Me pagaría mi sueldo y quince chelines semanales para mi manutención. Aquello era perfecto. Conseguí dos meses de vacaciones pagadas, algo completamente inaudito. Estaba en el séptimo cielo.
Lo más curioso es que, una vez que regresaron, yo solo me quedé cuatro meses más. Puede que me hubiera acostumbrado a no tener nada que hacer. Cuando di mi aviso de despido les conté que el médico me había dicho que no me convenía vivir en un sótano oscuro con la luz encendida todo el día.
Cuando comunicabas tu aviso de despido, siempre intentabas dar la impresión de que lamentabas marcharte, tenía que parecer que te habrías quedado de buena gana. Era por las referencias. Si no tenías buenas referencias, no podías optar a otro trabajo. Actualmente, la gente las falsifica, desde luego. Yo, de haberlo sabido, también lo habría hecho. ¿Fiarte de lo que dice de ti la última persona con la que has trabajado? ¡Qué va! De lo que veas, ni la mitad te creas. Puede intentar fastidiarte porque te vas. Si la gente fuera siempre de una honradez sin tacha, quisieran o no siempre te darían buenas referencias, si es que las merecías, pero la gente no es así. Yo no sé si lady Gibbons se tragó mi historia, pero las referencias que me dio fueron bastante buenas; no es que me pusiera por las nubes, pero dijo que era honrada, trabajadora y buena cocinera. ¿Qué más podía pedir yo?