Entré en la casa de lady Gibbons con mucha confianza, aunque con poca idea.
Mi primer susto fue cuando llegué a la sala de los criados. Ahí conocí a la doncella, Jessica, pero no había camarera. Jessica me explicó que había una colección incesante de doncellas y camareras, que ninguna se quedaba mucho tiempo debido al mal carácter de lady Gibbons. Jessica me dijo que era peor que una bruja: «Mala como el hambre, con ojos que te taladran y una nariz de sabueso». Yo pensé para mis adentros: «Pues qué le vamos a hacer, me ha tocado un trabajo estupendo», y le pregunté: «¿Qué quieres decir con lo de nariz de sabueso?». Ella me lo explicó: «Si enciendes la cocina de gas por haber descuidado el fuego, la oirás chillar desde lo alto de las escaleras: “¿Está usando la cocina de gas, cocinera?”. Lo huele. A eso me refiero».
Al día siguiente me di cuenta de lo tacaña que era lady Gibbons. Yo venía de una casa donde la cocinera no tenía más que llamar por teléfono para pedir lo que necesitaba, donde había grandes cantidades de leche, nata y huevos, donde la mantequilla se usaba a diario, donde entraban con bastante frecuencia el caviar y el paté de foie gras, y donde las sobras iban al cubo de los desperdicios.
Aquella primera mañana, lady Gibbons vino a la cocina, entró en la despensa y se puso a inspeccionar cada uno de los trozos de comida que allí había. Yo nunca había visto cosa igual, ni tampoco he vuelto a verla después. Echó un vistazo a la cesta del pan duro, y hasta contó los mendrugos. Miró dentro de la lata de la harina, en la repisa de las verduras y en la nevera y, para terminar, contó los huevos. Yo estaba totalmente muda de pasmo. No podía dejar de pensar en la cara que habría puesto la señora Bowchard si a la señora Cutler se le hubiera ocurrido bajar y ponerse a hacer eso. No se habría quedado ni cinco minutos; se habría despedido en el acto.
Mi siguiente susto fue cuando me dijo que ella se ocupaba de hacer los pedidos, y que, si yo quería algo, debía pedírselo a ella. En el sótano tenía una despensa de la que sacaba las cosas que yo necesitaba en cantidades mínimas, tras lo cual la cerraba con llave. Nunca me dio esa llave.
Por ejemplo, la mermelada estaba en uno de esos grandes jarros con capacidad para tres kilos y medio, y se sacaba con un cucharón como si fuera oro en polvo. Lo mismo pasaba con el té y con las demás cosas: solo sacaba lo justo para el día. Puede que, en cierto sentido, esto fuera una ventaja, dado que yo era muy inexperta y no habría sabido muy bien qué encargar, y estar pendiente de la despensa habría sido una preocupación más.
Creo que debo explicar que, cuando ibas a una casa en calidad de «cocinera corriente», no tenías pinche. Tampoco había tanto personal como yo había visto antes. Solo estábamos yo, un chófer, una doncella y una camarera, y, como dije antes, a menudo no había más que una de estas dos últimas.
Cuando llegó el momento de dirigirse a mí, lady Gibbons se encontró ante un dilema. Las dos cocineras que yo había conocido eran «señora», aunque nunca hubieran estado casadas; era una especie de título de cortesía. Sin embargo, lady Gibbons dijo que yo era demasiado joven para llamarme «señora». Se dirigía a los demás sirvientes por sus apellidos, pero a mí eso no me gustaba, así que al final optamos por que me llamara «cocinera».
Quería que me pusiera una cofia, pero yo no. Siempre me ha parecido que es un emblema de servidumbre. Sé que las enfermeras se la ponen, pero en cierto modo con ellas es distinto. Además, era una cofia horrorosa, así que me la quité. A lady Gibbons no le gustó, pero realmente no podía obligarme a ponérmela.
Por la mañana, la camarera tenía que subir para ayudar a la doncella a hacer las camas, y mientras estaba arriba lady Gibbons me preguntó a mí si podía encargarme de abrir la puerta principal. Yo me ponía vestidos estampados con mangas cortas que me llegaban hasta el codo. Una mañana ella bajó con una cofia y un par de brazales que iban de la muñeca al codo, y me dijo: «Se los traigo porque me parece que estará más cómoda si los lleva puestos cuando vaya a abrir la puerta, cocinera». No se le ocurrió pensar que yo no iba a estar en absoluto más cómoda; lo que realmente quería decir es que ella iba a estar más cómoda. Así que le dije: «Sí, claro, muchas gracias, mi lady» —porque tenías que decir «mi lady», naturalmente, puesto que era una dama con título; no le decías «señora»—. «Sí, muchas gracias, mi lady», los metí en mi cajón y me quedé tan pancha. Jamás me los puse, y ella no volvió a mencionarlos. Conocía las reglas; no estaban escritas, pero existían. Sabía que obligarme a ponerme cofia o brazales era tan imposible como forzarme a volar. Cuando empecé a cocinar descubrí que lo que la señora Bowchard había dicho era muy cierto: lo que hacía falta era mucho más que seguir las indicaciones de un libro, e incluso más que tener experiencia. Lo que se necesita es una especie de instinto, y de eso, por aquel entonces, yo no iba precisamente sobrada.
Hay un plato con el que me di un buen batacazo, y fue con el papillote de carne. Me fijé en cómo lo hacía la señora Bowchard, que cogía los mejores filetes de solomillo, los cortaba en lonchas finitas, ponía en cada loncha un poco de carne de ternera picada, la envolvía con el filete, lo ataba con un bramante muy fino y lo metía en la cazuela. Cuando estaban hechos les quitaba el bramante y los servía. Es un plato muy sabroso. A lady Gibbons le gustaba mucho la carne de vacuno, y la tomaba a veces como plato caliente de los domingos, servida con zanahorias y cebollas hervidas. Era un plato muy económico, y cuando sobraba un poco me pedía que hiciera con ello papillote de carne. El caso es que cuando cortas y envuelves una loncha de carne de vacuno que ya está hecha, se te resquebraja por todos lados. Yo lo ataba en paquetitos pequeños, poniendo cordel aquí y allá. Al final, cuando los sacaba de la cazuela, no conseguía quitar el cordel, porque por supuesto se había quedado encajado, así que mandé arriba tal cual el papillote de carne. Cuando los platos volvieron abajo, todos los trocitos de cordel estaban colocados en paralelo a la orilla, a modo de reproche silencioso.
Pero a mí estos incidentes no me desanimaban. Por aquel entonces, yo era alegre como un cascabel. Tiene gracia, pero cuanto menos sabes de cocina, más competente te sientes. Únicamente te preocupas cuando sabes cocinar porque, cuando no sabes, no te enteras de qué ha salido mal. Cuanto más experta me fui volviendo, más me fui preocupando. No tardé en darme cuenta de cuándo los platos no eran perfectos. Tampoco es que pudiera esperar la perfección en los platos para lady Gibbons, porque ni la mejor cocinera del mundo podría hacer nada con aquellos ingredientes tan pobres.
El motivo de que estuviera tan alegre era mi metamorfosis, haber pasado de pinche de cocina a cocinera. Solo quien haya trabajado en el servicio doméstico puede entender la diferencia en rango social. Cuando eres pinche de cocina no eres nadie, no eres nada, no se te escucha, y para los demás criados eres incluso una esclava. Concederé que a una cocinera que no trabaja más que con otros dos criados no se la puede mirar como a Dios Todopoderoso, pero yo tampoco aspiraba a eso. Yo no quería ser ni más ni mejor que nadie; solo quería no tener a alguien constantemente encima de mí.
Aunque lady Gibbons fuera una bruja, solo la veía por las mañanas, cuando bajaba a darme instrucciones. Siempre se quejaba por algo que yo había hecho. Por ejemplo, cuando llevaba allí una semana, bajó, miró la mesa de la cocina y me dijo: «Cocinera, esta mesa está amarilleando mucho». «¿Ah, sí? Debe ser el color de la madera, mi lady», contesté yo. Ella me dijo: «Pues debe haber cambiado de color desde que llegó usted». Pero eso no me desanimó.
Pocas semanas después de mi llegada, Jessica, la doncella, se marchó. La nueva camarera, Olive, solo tenía quince años. ¡Una camarera de solo quince años! Incluso las segundas camareras suelen tener más edad. Lady Gibbons siempre contrataba a chicas muy jóvenes como doncellas o camareras, y hacía lo que ella llamaba «formarlas». Lo hacía porque eran mucho más baratas, y también porque estaba empezando a ser muy conocida entre el gremio de los sirvientes, con lo que no conseguía contratar a nadie experimentado. Olive era una chica de campo. Vino de un remoto pueblecito que quedaba a cinco kilómetros de la estación del tren o la parada de autobús más cercana. Era extraordinariamente guapa, tenía unos ojos preciosos, un pelo negro muy bonito y la mejor de las disposiciones. Con lady Gibbons, buena falta le hacía. Se convirtió en amiga mía para toda la vida.
Sir Walter era un hombre tranquilo, que parecía vivir inmerso en ensoñaciones de glorias pasadas, y que no se enteraba de lo que pasaba a su alrededor. En el extranjero, había sido un hombre importante, no sé muy bien qué. Puede que trabajara con la Compañía de las Indias Orientales; desde luego, tenía la tez morena. Lady Gibbons a veces hablaba de sir Walter y decía: «Cuando sir Walter cenó con el marajá…», así que yo me quedé con la idea de que había sido un hombre importante.
También me quedé con la impresión de que su matrimonio con lady Gibbons había sido su peor error, que le había hundido socialmente. Ella hablaba como una verdulera, y parecía carecer por completo de educación. Puestos a hablar de la Decadencia y caída de Gibbons, ahí la teníamos.
Él solo volvía a la vida a la hora de las comidas. Olive me contó que él comentó un día que las buenas cocineras eran una especie que estaba desapareciendo, de modo que sentido del humor, sí tenía. Pensándolo ahora, lo necesitaba para algunos de los platos que les serví. Me acuerdo de otra anécdota. En aquella casa, el elevador para la comida estaba en la cocina, y cuando se tiraba de él para que subiera a la planta del comedor, se oían los ruidos de abajo. Yo llevaba toda la tarde cantando alegremente, hasta cuando enviaba los platos, y sir Walter, evidentemente, no podía seguir soportándolo, porque se acercó al elevador y me regañó diciendo: «¡Cocinera! ¿Puede cantar el God Save the King y dar por terminado el concierto?».
A lady Gibbons le gustaba impresionarnos con la importancia de su título. Decía: «Cuando hablen de mí, no digan “lady Gibbons”, sino “mi lady”, y lo mismo cuando se dirijan a sir Walter: no digan solo “Sí, señor”, sino “Sí, sir Walter”, “No, sir Walter”». Un día, Olive bajó con una jarra de agua en una bandeja y empezó a dar vueltas alrededor de la mesa diciendo: «Sí, sir Walter. Sí, sir Walter», y nos hizo mucha gracia.
Aunque en la familia solo eran tres, el trabajo tampoco era sencillo. Yo seguía teniendo que levantarme temprano para encender los fogones. Había que hacerlo con tiempo suficiente para preparar el baño de sir Walter. Después tenía que preparar un desayuno tempranero para el hijo, que lo tomaba a eso de las siete y media de la mañana, antes de marcharse al trabajo. Luego venía nuestro desayuno a las ocho, y el de sir Walter y lady Gibbons a las nueve. A continuación, y antes de que ella bajara a las diez para dar instrucciones, tenía que fregar la cocina y la trascocina, y arreglar la sala de los criados y la despensa, porque ella siempre se fijaba en todo.
La camarera, la pobre Olive, también tenía mucho que hacer, especialmente en invierno, cuando había que encender las chimeneas a carbón. Tenía que transportar los cubos de carbón desde el sótano hasta la planta baja para el comedor, y hasta la primera planta para el gabinete. En la sala del desayuno también había una chimenea. Esos tres fuegos tenían que estar encendidos todas las mañanas para las ocho, y únicamente le permitían echar medio cubo de carbón en cada uno. Algunas mañanas le salía a la primera, pero otras, cuando el viento soplaba en mala dirección, no conseguía que prendieran. Cuando eso ocurría, se pasaba el rato yendo de arriba abajo para coger parafina y la cara se le llenaba de lágrimas que se le mezclaban con el hollín. La doncella tenía suerte, porque eran tan tacaños que nunca encendían el fuego en las habitaciones.
Pasó una cosa extraña, algo que nunca he visto, ni antes ni después. En casa de lady Gibbons usaban calentadores. Por entonces ya habían caído en desuso, pero lady Gibbons tenía dos. Uno estaba colgado de la pared en el vestíbulo, de adorno, pero en el otro echábamos rescoldos de la estufa todas las noches y lo pasábamos entre las sábanas para caldear las camas. Yo pensaba que nosotras salíamos mejor paradas, porque en las noches de invierno yo ponía en el horno unos ladrillos, que luego envolvíamos en un trozo de franela y metíamos en la cama. Créanme, tengo la certeza de que sacábamos mejor partido de aquellos ladrillos que ellos de sus calentadores.
En la buhardilla solo había un cuarto, y Olive y yo lo compartíamos. Yo me podría haber quedado con una habitación abajo, pero se la dejé a la doncella porque quería alejarme de «ellos» todo lo posible. A lady Gibbons le pareció muy raro que la cocinera compartiera habitación, porque siempre tenía la suya propia y quienes compartían eran la doncella y la camarera, pero yo prefería estar en la buhardilla.
En casa de lady Gibbons tenía libres todos los domingos por la tarde y una tarde libre por semana, además de un día entero al mes, como yo estipulé. Olive, en cambio, solo tenía domingos alternos. Pero siempre que podíamos íbamos juntas al salón de baile el domingo por la tarde. Ahora puede sonar desenfrenado y seguramente lo sea, pero por entonces era una actividad de lo más inofensivo. Siempre ibas con una pareja. Si ibas con una chica, te podía tocar bailar con ella toda la tarde.
Pero si ibas era, por supuesto, con la esperanza de pescar novio. Era, realmente, la única oportunidad que tenías de dar con uno. Si ibas a ver una película, por ejemplo, y un joven se sentaba a tu lado y empezaba a darte codazos y eso, pensabas lo peor, como es lógico. Además, en la oscuridad apenas podías distinguirle, ni tampoco podías trabar conversación. Esos codazos por lo general acababan siendo de chicos con una cara como la del monstruo de Frankenstein y los modales de un gallo de corral, así que nunca les di ninguna oportunidad. Pero en un salón de baile se podía estudiar al otro sexo, y si veías a alguno que te gustara siempre podías echar los restos para cazarlo. Y créanme si les digo que todos íbamos allí para echar los restos.
Yo, como saben, estaba decidida a casarme. No quería ser una solterona. Por aquel entonces, la gente decía con mucho desprecio frases como «quedarse para vestir santos» o «ser un solterón». En fin, te lo perdías prácticamente todo. Hoy las mujeres que no se casan pueden tener tantas relaciones sexuales como les parezca, y también seguridad. Es solo que no les apetece tener a un hombre de por vida, de lo cual no las culpo en absoluto. Pero yo necesitaba a uno que me mantuviera. No me imaginaba de cocinera toda la vida; yo quería un marido que me sacara de ahí para siempre.
Olive, además de ser muy guapa, era una bailarina estupenda, mucho mejor que yo, y como era tan atractiva siempre tenía muchos galanes. La clave de su éxito era la seguridad. Se había criado en un pueblo, y allí nunca había dejado de ir a los bailes. En los pueblos, los padres se llevan al baile hasta a los niños pequeños, así que aprenden a bailar pronto, y tienen muchísima seguridad. Yo, en cambio, no sabía bailar. Era incapaz de seguir a nadie. Además, como soy tirando a mandona, intentaba llevarles yo, en lugar dejar que fueran ellos los que me dieran vueltas.
Lo único que tenía a mi favor es que sabía hablar, pero eso no es lo más conveniente en un salón de baile. La gente no va al baile para charlar, sino para bailar y ver a quién se puede arrimar para llevárselo a casa después. Ser capaz de dar conversación me hacía realmente un flaco favor, porque lo que yo decía se salía de la norma. La norma era más o menos así: el chico te dice: «¿Vienes aquí a menudo?», y tú le contestas: «Sí, bastante a menudo», y él dice: «La pista es muy bonita, ¿verdad?», y entonces tú respondes: «Ya lo creo, y está muy bien encerada», y entonces él añade: «La orquesta está bien, ¿verdad?», y tú: «Sí, tiene mucho ritmo». Yo, en cambio, hablaba a mis galanes sobre el Londres antiguo, o preguntaba que si habían leído a Dickens. Debían creer que era un bicho raro. Ni siquiera habían oído hablar de Dickens, así que ni hablar de haberlo leído.
Yo empezaba a disfrutar mucho con la cultura. Incluso por aquel entonces, siempre conseguía sacar algo de tiempo para la lectura, para los libros que vale la pena leer.
A veces intentaba hablar de Conrad, que tiene libros que pueden gustar a un chico, o de Henty, o de O. Henry. Pero ellos nunca habían leído nada, y me dejaban tirada a la primera de cambio.
Olive, en cambio, era enternecedora, una chica sentimental que los miraba con expresión amorosa y siempre decía lo que había que decir. Y, además, bailaba bien.
Siempre he pensado que, cuando dos chicas salen juntas, una resulta más atractiva que la otra, y eso era lo que pasaba con Olive y conmigo. Ella era muchísimo más guapa que yo. Cuando pescas a dos chicos pasa lo mismo: que uno es el guapo y el otro un adefesio. Supongo que es la ley natural de la compensación.
Aunque Olive acababa de llegar del campo y no tenía más que quince años, se llevaba a los chicos de calle, como si fueran abejas revoloteando alrededor de una flor. También sabía cómo hablarles, y tenerles como en suspenso. Para esas cosas hay que tener arte.
Como era de esperar, yo me quedaba con el astroso. A veces no estaba demasiado mal y pensaba, bueno, pues aquí lo tenemos. Otras veces tenía una barbilla huidiza, o estaba alelado, y yo solo pasaba una tarde a su lado y luego lo despachaba.
Por más que quieras casarte, tienes que andarte con ojo. Si no te gustan las barbillas huidizas ni los individuos alelados, ni siquiera para un rato, tampoco querrás tenerlos frente a ti en la mesa todas las mañanas y todas las noches de tu vida, ¿a que no? Olive siempre me decía: «Eres demasiado exquisita, ¿qué más da? ¡Quédate con éste hasta que encuentres otro!». Pero ¿cómo vas a encontrar a otro si vas con el mismo todo el rato? «Sí, claro que se puede», decía ella. Ella podía. Como ya he dicho antes, eso es todo un arte, y no estaba a mi alcance; yo no he tenido nunca talento social. Cuando me quejaba por alguno, ella me decía: «Más vale tener que desear», pero nunca se desea tanto como a los dieciocho. Después, cuando por fin me casé, conseguí a uno razonablemente guapo.
Aunque Olive tuvo un sinfín de ocasiones, no cometió el mismo error que Agnes. Parecía tener la cabeza bien puesta sobre los hombros para ir por el buen camino, cosa que, nuevamente, achaco a la vida en el campo. Olive se crio en un pueblo llamado Ripe, en Sussex. Cuando se pronuncia el nombre con el acento cockney de por allí, suena a agresión indecente[7]
Entonces en los pueblos no pasaba lo que ahora, que la gente joven intenta largarse a la primera ocasión. Eran lugares que tenían una vida social, que se concentraba en el centro municipal. Siempre que se celebraba algún acto, la gente iba con sus hijos, por lo que desde muy pequeños se mezclaban con el sexo contrario. Por eso a Olive nunca la intimidó como a mí el otro sexo. Por más que se diga que los chicos de pueblo son unos palurdos, lo cierto es que, estés donde estés, un chico es un chico, y un hombre es un hombre.
Otra característica de los pueblos es que si sacas un pie del tiesto todo el mundo se entera, y por eso siempre se pone un poco de cuidado en por dónde se anda. No obstante, si tienes algún tropiezo en el pueblo, no se te condena como en la ciudad. Allí la gente vive mucho más cerca de la naturaleza, y sabe que cuando un chico y una chica se juntan, pueden pasar cosas, y pasan. Cuando pasan, los padres de la chica, cuando no el propio chico, cuentan con que se casen. Olive me contó que muchas de las chicas que se casaban de blanco ya tenían un niño en camino. Además, algunas personas pensaban que si hacías otra cosa eras un poquito presuntuosa, puesto que al fin y al cabo los hijos son regalos de Dios, y que la manera en que llegan es secundaria. Por otro lado, la gente de los pueblos está en contacto con animales que siempre están criando y, en todo caso, hay poco que hacer y son muchas las ocasiones que se presentan, o sea que andas por ahí por veredas campestres, sin luces, con todo a oscuras. Las ocasiones son estupendas, ¿verdad?
En la ciudad todo es tremendamente distinto. Es un lugar tan impersonal que no tienes tantas ocasiones, y no llegas a familiarizarte con el otro sexo. Si te quedas embarazada, el hombre siempre puede escabullirse y ahí te quedas, con un niño y con la fama de que «te vas con cualquiera».
Una vez fui a Ripe con Olive. Ya he hablado de los beneficios sociales de la vida en el pueblo, pero vivir en la ciudad tiene también sus compensaciones. Para empezar, el pueblo quedaba a cinco kilómetros de la parada de autobús más cercana, lo que me obligó a andar más de una hora con el equipaje a cuestas. No había agua corriente, ni electricidad, ni gas, solo lámparas de aceite por la noche, y tenías que lavarte en una palangana de esmalte colocada sobre unos ladrillos, con un agujero para que saliera el agua: quitabas el tapón y el agua simplemente caía al suelo, salpicándote los pies si no te echabas atrás; a mí me salpicó la primera vez. El agua se sacaba de un pozo en el huerto. No había nada para subirla. Tenías que hincarte de rodillas en el suelo y tirar del cubo. Estaba llena de cositas garrapatosas que parecían renacuajos. Olive me dijo que la hervían antes de ponerla para el té. Yo pensé que no tenía muchas ganas de tomar renacuajos hervidos. Además, todo olía a humo. Su madre solo tenía una chimenea abierta para cocinar.
Compartí cama con Olive, una de esas preciosas y cómodas camas con colchón de plumas que no tienes más que sacudir. A mí me pareció que no podía haber nada más cómodo bajo la capa del cielo. Sin embargo, encima de nosotras se oía como algo que raspaba, así que le pregunté a Olive: «¿Qué es eso?». Ella me dijo: «No es nada, solo una rata en el tejado». ¡Solo una rata en el tejado! A mí casi me dio algo. «¡Búscala y sácala de ahí!», le pedí yo. Y ella me contestó: «Nunca sale. Tiene ahí arriba su nido». Yo creí que me moría.
Los retretes eran de lo más primitivo. Estaban al final del huerto, y créanme si les digo que ése era el mejor sitio para que estuvieran. Visto desde fuera, a la luz del día, parecía de lo más bonito, con rosas trepadoras, pero ¡qué distinto cuando entrabas! Era uno de esos horribles sitios que los hombres de vez en cuando tienen que remover y enterrar, y tenía un asiento con dos agujeros. Como para Darby y Joan, aquella pareja tan enamorada que ni en la vejez se separaba. ¡Para eso sí que tiene que haber comunión de espíritus! Con ir uno solo, ya era casi mortal, así que de haber ido por pares habría sido imposible salir con vida.
Pero era la casa de Olive, y ella era muy feliz allí. En las ciudades se dice, sobre los pueblos, que en ellos todo el mundo sabe lo que haces, y es muy cierto, pero tú también sabes lo que hacen los demás, así que es una comunidad muy unida, y a mí eso me parece muy bien. Yo vivo en una ciudad y sería incapaz de decirles cómo se llama la gente que vive a dos o tres casas de la mía. Nadie habla con nadie, y que te consideren una persona que se guarda las cosas para sí misma es todo un cumplido. Pero esta actitud no la ayuda a una a buscarse a un chico, ¿verdad?