La Navidad en el servicio doméstico no tenía nada que ver con la Navidad que pasábamos en casa. Me acuerdo de la emoción que reinaba en mi casa, incluso con poco dinero; de la emoción de levantarnos temprano y correr a la habitación de nuestros padres para ver los regalos y los calcetines. No teníamos pavo, ni árbol, pero nos reíamos un montón y siempre había comida suficiente.
En cambio, en casa de la señora Cutler la Navidad era un asunto muy formal y muy complicado. En el comedor se ponía un árbol muy grande, de cuya decoración se encargaba la niñera.
El día de Navidad, después del desayuno, los criados nos poníamos en fila en el vestíbulo. Como yo era la que tenía el puesto más bajo, iba la última. Después teníamos que ir al comedor, donde nos esperaba la familia al completo —los señores Cutler, su hija y los nietos— con sonrisas navideñas y cara de auxilio social. Los niños nos miraban como si fuéramos seres de otro planeta, y me imagino que para ellos realmente éramos subseres del submundo. A mí me recordaba a los anuncios en los que salían negros andando en fila y me pasaba el rato gastándole bromas a Gladys, intentando hacerla reír. Pero no se podía reír, porque era una ocasión solemne. ¡Menuda Navidad! Cuando llegábamos a la altura del árbol, aceptábamos respetuosamente los paquetes que nos tendían los niños y decíamos muy bajito «Gracias, señorito Charles, gracias, señorita Susan». ¡Cómo lo odiaba!
Después nos acercábamos a los señores, que nos daban un sobre con dinero. A mí me daban una libra, y a la señora Bowchard, cinco. Los regalos siempre eran algo útil: un largo de tela estampada para un vestido, un delantal, unas medias negras, pero desde luego no de seda; nunca te daban nada frívolo, sino medias negras de lana. ¡Cómo ansiaba yo tener alguna de las cosas que ellos tenían, como ropa interior de seda, perfumes o joyas! ¿Por qué no nos daban cosas así? ¿Por qué nos daban siempre cosas prácticas? Creo que si nos daban uniformes era porque sabían que, con nuestros miserables sueldos, nosotros no podíamos pagárnoslos. Además, con perfume o seda podríamos ir por mal camino. Así que yo odiaba este desfile de buena voluntad navideña, al igual que la pretensión de que para nosotros la Navidad también era un momento agradable.
Trabajábamos como mulas, preparando las cenas con invitados y demás diversiones de arriba. De acuerdo, teníamos un árbol de Navidad en la sala de los criados que habían comprado ellos, pero nunca nos dieron nada para decorarlo; teníamos que decorarlo con oropel, campanitas y otras cosas, y ellos no ponían ahí sus regalos, sino que teníamos que ponernos en fila india para aceptar su limosna. Así era allí la Navidad.
Era exactamente igual en todas las casas donde pasé la Navidad como parte del servicio doméstico. Muy formal y muy complicado, con mucha diversión para ellos, pero sin gran cosa para nosotros. Me atrevería a decir que en las casas más grandes se podía llegar a organizar un baile para los criados, como se hace en el palacio de Buckingham, pero, por lo que sé, nunca se hacían por Navidad, sino mucho después.
Alrededor de dos meses después de la Navidad empezábamos la limpieza primaveral. Era una operación de mucho calado, y duraba cuatro semanas. Por aquel entonces no había nada para hacer la limpieza primaveral; me refiero a aspiradores, aparatos o detergentes modernos: nada. Ahora ya no se hacen limpiezas primaverales, porque las casas se mantienen limpias a lo largo de todo el año.
A lo largo de aquellas cuatro semanas me levantaba todas las mañanas a las cinco de la mañana y trabajaba hasta alrededor de las ocho de la noche, y después tenía que hacer la cena para los criados. Todos trabajábamos todas esas horas pero, como es natural, recuerdo sobre todo lo mío, porque era lo mío lo que me cansaba, no lo de los demás. Me iba arrastrando todas las noches a la cama, tan cansada que ni siquiera tenía fuerzas para lavarme. Suena guarro, pero prueben a trabajar desde las cinco de la mañana hasta las ocho de la noche haciendo limpieza primaveral en una casa antigua que tiene fuegos de carbón en todas las habitaciones, y terminarán completamente rendidos.
La primera tarea era fregar de cabo a rabo los suelos de piedra del sótano, con una mezcla de jabón y arena. Los suelos de piedra del sótano no eran como los que se ven hoy en los porches principales o en las cocinas, de baldosa muy brillante, sino que estaban picados y en los huecos se metía la porquería, que solo conseguías sacar echando una mezcla de jabón y arena y frotando con un cepillo. Todos los cacharros de hierro y de cobre se limpiaban por fuera más incluso de lo habitual; el guardafuego y los fogones se pulían hasta que parecieran nuevos; se limpiaban todas y cada una de las piezas de la vajilla (y había suficientes para llenar una tienda), y tanto las largas mesas de la cocina como las sillas y el aparador se frotaban hasta que quedaban blancos. Las manos se me cuarteaban y me sangraban, y las uñas se me rompían y se me astillaban.
Para las camareras, arriba era más fácil, porque no había que frotar tanto. Ahí lo peor eran las alfombras. Por aquel entonces la gente tenía cientos de pequeños adornos de porcelana, y había que limpiarlos todos.
La limpieza primaveral de la plata era otra tarea importante. En esta casa —y en casi todas las que eran por el estilo—, la plata tenía su propia despensa especial, y la de diario se guardaba ahí todas las noches. Era un cuartito que daba al comedor, con la puerta disimulada por un biombo. Se podía pasar directamente dentro. Había juegos de té, y no uno solo, sino varios; juegos de café, candelabros, centros de mesa y bandejas de plata. Parecía la cueva de Aladino. Se limpiaba con óxido férrico, no con una de esas pastas blancas que hoy en día vienen en latas, y después había que abrillantar con una gamuza y un cepillo. Era una operación muy larga, porque había que asegurarse de no dejar nada de óxido en rendijas y hendiduras.
No nos daban más dinero por trabajar todas aquellas horas, pero en compensación la señora Cutler nos reservaba unos asientos en el teatro. La mitad del personal iba una semana, y la otra mitad, a la siguiente. Me acuerdo del último espectáculo que fuimos a ver; era una comedia, pero yo no la disfruté, porque estábamos en las butacas más caras, sentadas entre la gente adinerada, y yo tenía la sensación de que llamaba la atención con mi abrigo negro andrajoso y un par de guantes negros de algodón, que no me atreví a quitarme por lo rojas y ásperas que tenía las manos. Al día siguiente la cocinera me preguntó si me lo había pasado bien, y yo le dije que no había estado mal. Así que me dijo: «Mañana por la mañana dale sin falta las gracias a la señora, por la velada que te ha ofrecido». Y yo le contesté con mucho descaro: «Pues a mí la señora no me ha dado las gracias por todo el trabajo extra que he hecho». La cocinera se enfadó tanto que pensé que se ahogaba. «¡Estás aquí para trabajar, y si no te gusta el trabajo, podemos conseguir a otra pinche de cocina en un periquete!», me dijo.
Para entonces ya llevaba casi tres años de pinche de cocina, y después de tres años siendo la criada de menos rango, y la peor pagada, pensé que había llegado el momento de buscarme un trabajo de cocinera. Al menos sabía cómo preparar verduras y hacer salsas, y pensé que aprendería más cosas sobre la marcha.
Me puse a buscar anuncios en los periódicos, y finalmente encontré uno: «Se busca buena cocinera corriente»; era para una casa de Kensington. Les escribí. Me eché dos años más, porque pensé que si les decía mi verdadera edad no me cogerían. Estaba segura de que les parecería que dieciocho años serían pocos para ser cocinera. Me contestaron pidiéndome que fuera para una entrevista.
El día señalado me presenté en la casa, no sin preocupación, porque pasar de ser pinche a ser cocinera es un salto grandísimo. Cuando llegué, me sometieron al interrogatorio habitual. La señora empezó preguntándome mi edad. «Veinte», mentí yo. «¿Vive en Londres? ¿Le asusta el trabajo?».
De todas las preguntas ridículas que se le pueden hacer a alguien, la peor es la de si le asusta el trabajo. Hay muchísima gente a la que no le asusta el trabajo, y a la que no le gusta que se lo pregunten. Si hubiera dicho: «¿Le gusta trabajar?», habría sido igual de idiota. Por aquel entonces, yo me imaginaba el cielo como un sitio donde no tenías nada que hacer, aparte de andar por ahí jugueteando con el arpa.
Aquella dama tenía un título nobiliario y se llamaba lady Gibbons. Pero me di cuenta de inmediato de que no pertenecía a la nobleza. Me dijo que su familia estaba compuesta por tres personas: ella, sir Walter Gibbons, y su hijo. «¿Qué salario espera percibir?», me preguntó, y yo oí una voz, que parecía ser la mía, que respondía: «Cuarenta libras». «¡Cuarenta libras!», repitió ella como si le hubiera pedido las joyas de la corona. Entonces se produjo una pausa, como si pensara que yo fuera a reconsiderarlo. No lo hice. Contesté: «Sí, y quiero tener un día libre completo al mes». La cara se le descompuso todavía más. «Si le doy un día libre completo al mes, la doncella y la camarera también lo pedirán», me explicó. Yo no dije nada. Me quedé callada.
Siempre me ha parecido que guardar silencio, no responder, es la mejor defensa, porque así se dan cuenta de que, aunque no estás de acuerdo con ellos, no te corresponde discutir con tus superiores. Es una actitud que suele dar buenos resultados. En todo caso, aunque los criados aún abundaban, se empezaban a oír voces de descontento por los bajos sueldos y las malas condiciones, y ya no era tan fácil pagar apenas nada y tampoco dar apenas tiempo libre.
Me dieron el puesto. Con las cuarenta libras al año y mi día libre mensual.
Tuve que pasar, una vez más, por el desagradable trago de dar mi aviso de despido con treinta días a la señora Cutler. En este caso no podía haber incentivos, y tampoco iba a ofrecerme más dinero porque, cuando se le da más dinero a un criado, luego todos piden un aumento. Una vez más, pasé por el ritual de pedir cita con ella como si se tratara de un personaje de la realeza. Yo recurrí al dorado de píldora, y ella recurrió al breve sermón. Podía haber sido mucho peor.
Lo malo fue con la señora Bowchard. No era que tuviera nada personal contra mí, sino que no le gustaban las pinches de cocina ni, en general, nadie que fuera mucho más joven que ella. Me pasé todo el mes de preaviso recibiendo salvas de indirectas sobre mi capacidad para ser cocinera. Por ejemplo, me decía: «Imagínate que tienes que hacer esto y aquello, ¿cómo lo harías?». Yo no sabía cómo hacerlo porque no había tenido ocasión de aprenderlo, así que le respondía: «Lo sacaré de un libro». «Meg —me contestaba ella—, no puedes cocinar a partir de un libro; se aprende con la experiencia y la práctica». Y yo: «Pero de algún modo hay que empezar». A lo que ella replicaba desdeñosamente: «Pero yo no empecé a los dieciocho, sino que me esperé a los veinticinco para pensar que podía estar preparada». A lo que yo contestaba: «Los tiempos cambian, ¿no es cierto?». «Sí, pero para peor en el caso de lady Gibbons. Lo único que sabes hacer son verduras», me decía, para luego encadenar con las digestiones de la lady, esperando que fueran buenas. No paraba de lanzarme pullas.
Aparte, por supuesto, tenía que dejarlo todo totalmente impecable, para que cuando llegara la nueva pinche de cocina todo tuviera una pinta fantástica. Yo sabía exactamente lo que iba a hacer la señora Bowchard. En cuanto tuviera a la nueva pinche, no dejaría de hablar bien de mí: «¡Ah, Margaret, ella sí que era buena, hacía esto, lo otro y lo de más allá!». Los últimos quince días fueron los peores, pero como sabía que me marchaba, me dio igual. Fui todo lo simpática que pude.
Lo único que sentía era dejar a Gladys; nos llevábamos a las mil maravillas. Ella procedía de una casa tan pobre como la mía y nunca había hecho castillos en el aire. Nos entendíamos a la perfección. Hay algo que me prometí a mí misma: que, si algún día llegaba a ser tan buena cocinera como para tener una pinche de cocina, nunca me portaría con ella tan mal como se había portado conmigo la señora Bowchard.