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A partir de entonces las cosas siguieron más o menos igual en la casa, con la misma rutina interrumpida por cenas con invitados y «recepciones».

Las «recepciones» no me afectaban, al menos no el trabajo, pero me parecían muy interesantes. Todo el mundo tenía un día para recibir, una vez al mes. El de la señora Cutler era el primer jueves, y desde las tres y media hasta más o menos las cinco se producía una incesante procesión de personas. Eran casi todo mujeres, pero había también unos pocos caballeros, que venían, decían: «¿Cómo está usted?», se tomaban una taza de té y se marchaban corriendo, seguramente para ir a alguna otra «recepción». Ellos debían llamarlo «estar al tanto».

¡Al tanto! Las camareras, ¡ésas sí que tenían que estar al tanto! Todo el trabajo recaía sobre ellas: cortar finas rebanadas de pan en las que untaban mantequilla y una cosa que se llamaba Gentlemen’s Relish[6], y luego presentarlas en fuentes. No sé si ese producto existe todavía, ni tampoco por qué lo llamaban así. A mí me parecía una cosa asquerosa y salada, y no me gustaba nada. Supongo que animaría a los caballeros a matar la sed con las bebidas que se tomaban a eso de las cinco y media. La señora siempre estaba pensando en ideas nuevas para esas «recepciones», y se lo hacía pasar fatal a la cocinera y a las camareras. Las sacaba de quicio. Me figuro que hoy, en los bailes de debutantes, se siguen haciendo cosas así: procurar ser la que más destaque, y todo eso.

Las tardes en que la señora recibía no me afectaban tanto como las cenas con invitados. Aunque esas cenas suponían un montón de trabajo extra y ponían a la señora Bowchard de mal humor, también tenían un aire de fiesta. En la cocina se podía sentir, pero arriba se veía.

Antes de la cena, siempre procuraba pasarme un minuto por el comedor. La mesa se vestía con un mantel de encaje que era una reliquia familiar; era un objeto precioso, todo hecho a mano, y se pueden imaginar su tamaño si les digo que cubría la mesa entera, más dos ampliaciones. De todos los manteles de ese estilo que he visto, era el más impresionante. En medio se ponía un centro de mesa de cristal, y toda la plata era de Georgia. Con eso, más dos candelabros de cristal con las velas encendidas, la escena parecía salida de las Mil y una noches.

Tengo el convencimiento de que cuando pones un mantel, aunque no sea un mantel de encaje, sino simplemente un mantel adamascado, muy blanco, queda mucho más bonito que con todos esos mantelitos individuales de ahora repartidos por toda la mesa.

La señora Bowchard nunca fue un modelo de amabilidad, pero el estado en que se ponía cuando había cenas con invitados era demasiado espantoso para decirlo con palabras. Le rodeaba como un aura lúgubre de inaccesibilidad. Se ponía como si tuviera que cocinar simultáneamente para el palacio de Buckingham y un regimiento de la Guardia. Eso dificultaba muchísimo más mi trabajo. Pero la parte más emocionante de las cenas con invitados eran los chóferes que los traían. Mientras sus señores estaban arriba, ellos tenían que quedarse a esperar en nuestra sala de los criados.

El revuelo que se armaba en el palomar en estas ocasiones era formidable. Ahí estábamos, seis o siete mujeres que casi nunca hablábamos con hombres, y con la feminidad tan oprimida que terminábamos pareciendo eunucos femeninos, y de repente adquiríamos conciencia de que teníamos sexo, de que éramos mujeres de verdad. Así que las narices se empolvaban, los peinados se adornaban y las cinturas se marcaban. Por aquel entonces se marcaba la cintura, no había vestidos sueltos. El pecho se realzaba, y también el trasero, de tal modo que al marcar la cintura parecías un reloj de arena; eso era lo que se llevaba por entonces. Incluso Flora, la primera camarera, y Annie, la primera doncella, las dos con cuarenta años más que cumplidos y resignadas a una vida de soltería, esa noche eran una chica más. Nuestra sala de los criados se convertía en una especie de imán para féminas, hasta el punto de que incluso la costurera y la segunda niñera se buscaban alguna excusa para bajar. Y todo por culpa de unos cuantos chóferes uniformados.

Probablemente en su vida corriente fueran hombres de lo más insulso, pero era como los soldados en la guerra, que todos parecían guapos cuando se paseaban con el uniforme puesto. En cambio, cuanto te los cruzabas vestidos de calle, ni te molestabas en cambiar de acera para ir a hablar con ellos. Bueno, en todo caso con la mitad de entre ellos, y especialmente con los americanos.

Para Gladys y para mí, los chóferes eran sencillamente estupendos, y hablar con aquellos hombres, vestidos en un cien por cien con pantalones ajustados, era algo tan divino que no se puede explicar con palabras.

Es triste reconocerlo, pero a las mujeres ese uniforme no nos sienta nada bien, porque lo único que nos realza son las curvas que tenemos mal puestas. En cambio, hasta al hombre más insignificante se le ve muy masculino cuando se planta un uniforme. Puede que sea porque los uniformes están cortados para destacar las cualidades que tenga, sean cuales sean (no lo digo en sentido vulgar), quiero decir, para realzarlas.

A ellos, desde luego, les encantaba ser el centro de atención. ¿A qué hombre no le habría gustado tener a cinco o seis mujeres revoloteando a su alrededor, ofreciéndole sin parar galletas y tazas de té, y bebiendo sus palabras sin respirar? Los hombres son muy sensibles a los halagos. Hasta el hombre más horroroso, si le dices que es guapo, se lo cree. A los hombres se les puede engatusar con cualquier cuento chino. Se creen cualquier cosa que les cuentes. Basta con mirarlos fijamente a los ojos y hacer que lo que les cuentas suene como si te lo creyeras. Yo lo he probado, por eso sé que funciona.

Aquellos hombres siempre nos contaban historias escandalosas sobre la clase alta. Por aquel entonces, cualquiera que viviera en los pisos de arriba era de la clase alta. Nosotras nos enterábamos de todo lo que les pasaba a sus señores. De lo bueno, de lo malo, y de lo picante. Nos hablaban de sus aventuras. Muchos hombres de la clase alta tenían lo que por aquel entonces se llamaba un nidito de amor, un piso que le ponían a una mujer, y los chóferes solían llevarlos allí. Hasta ahí llegaba lo que sabían. Nunca llegaron a entrar en esos pisos, y realmente nunca llegaron a saber qué pasaba realmente ahí dentro. Sin embargo, había que oírles. Parecía que habían compartido el nidito de amor con sus patronos. Hablaban en plural mayestático, como el cuñado de la señora Bowchard, y nos contaban la ceremonia amorosa con lujo de detalles. Es imposible que los conocieran, pero me figuro que no sería muy difícil imaginárselos. Además, algunos ejercían al tiempo como chófer y como ayuda de cámara, por lo que no me cabe duda de que, en cierto modo, eran algo parecido al repositorio de secretos de sus señores, quienes sabían que era improbable que, por su condición social, llegaran nunca a hablar con nadie importante, y seguro que así descargaban la conciencia, si es que conciencia tenían. Sea como fuere, a los hombres les gusta hablar de esas cosas.

Una vez trabajé para un hombre que tenía un cargo de no mucha importancia en el malecón y, cuando su familia se iba a Londres, él aprovechaba para darse una vuelta por su nidito de amor.

En general, la gente esperaba de los hombres algo así. ¡Imagínense a una mujer haciendo lo mismo! Son las injusticias de la vida: por más que le apetezca a una, una mujer no le puede poner un nidito de amor a un hombre. Es un poco como esos barrios de farolillos rojos, ¿no? ¿Por qué tienen que ser los hombres quienes disfruten de ventajas en su vida sexual? Al fin y al cabo, las mujeres pueden tener maridos que no cumplan como es debido, y creo que tendría que haber sitios a los que pudieran ir, y donde hubiera hombres a los que se hubiera examinado y que estuvieran dispuestos a ser complacientes por una módica cantidad. Nosotras somos el sexo débil en todos los aspectos de la existencia, verdaderamente.

Pero volvamos a los chóferes. Puede parecer una conversación repugnante, pero hasta los sirvientes de mayor rango entraban en ella. Tenían tan pocos motivos de entusiasmo en su propia vida que tenían que buscarlos en las ajenas, ya fuera vida sexual o vida social; en definitiva, vida.

Por las cosas que los señores decían delante de los criados, los primeros parecían estar constantemente expuestos a que los chantajearan, pero nosotros ni siquiera habríamos sabido cómo hacerlo. Eso es algo que llegó más tarde, al elevarse el nivel educativo y haber mayor libertad de prensa. Teníamos la sensación de que lo que se hacía en los pisos de arriba, por más que se prestara al escándalo, el cotilleo y la risa, era un privilegio que tenían, y no porque fueran mejores que nosotros, sino porque tenían dinero y de nada servía tener dinero si no te saltabas las normas.

Poco después de acceder a quedarme con la señora Cutler pasó algo que conservo en la memoria como una escena de melodrama victoriano. Se descubrió que Agnes, la segunda camarera, estaba en estado.

Hoy todo es tremendamente distinto. Ahora, si trabajas en una casa tienen tanto interés en mantenerte que estoy segura de que si tus señores se enterasen de que vas a tener un niño, te dirían: «Vaya, qué mala suerte. Pero tú cuídate y vuelve cuando haya nacido, ¿de acuerdo?». Lo ves en los anuncios que dicen: «No se objeta hijo», que tienen la bondad de decir: «De acuerdo, has tenido un hijo ilegítimo, pero estamos dispuestos a aceptarlo».

Pero por aquel entonces te daban con la puerta en las narices, te despedían sin darte dinero, y seguramente en tu propia casa también te encontrarías la puerta cerrada, así que no te quedaba otro remedio que echarte a la calle o ir al hospicio.

Gladys y yo compartíamos el dormitorio con Agnes; habíamos notado que nada más levantarse de la cama se encontraba indispuesta, pero no se me ocurrió que eso fuera un síntoma de embarazo. Yo solo pensé que tendría cólicos repentinos. Parecía raro que le pasara justo cuando se levantaba y que el resto del día estuviera bien, pero lo achaqué a eso.

Al final Gladys, mucho más versada que yo en estas cosas, terminó preguntándole directamente si estaba embarazada. Aquel «embarazada» sonó fatal. Agnes admitió que lo estaba, y nos imploró que le guardáramos el secreto. Estaba de poco, y todavía no se le notaba.

Sin embargo, las prendas de aquel entonces no estaban precisamente pensadas para disimular la barriga. Llevabas el talle marcado con un cinturón, así que no era nada fácil. Yo quería ayudar a Agnes con todo mi corazón, pero no tenía ni la menor idea de cómo hacerlo. Quien sabía algo del tema era Gladys, y ella sí lo intentó.

Compró frascos de píldoras de poleo, que se suponía que eran muy buenas para acabar con el embarazo, píldoras laxantes, y quinina. Pero con eso lo único que consiguió fue que Agnes se pasara la mitad del día en el cuarto de aseo. Después, siguiendo instrucciones de Gladys, cargamos agua caliente hasta el piso de arriba para llenar el baño de asiento. Echamos dentro unas latas de mostaza, hasta que el agua se puso completamente amarilla. Se suponía que los baños en mostaza caliente eran otra cosa conveniente para el caso. Puede que lo fueran, si Agnes hubiera sido capaz de sentarse ahí dentro, pero no pudo. Después probó a cargar con todo el peso del que fuera capaz, y cuando tenía el día libre se iba al parque, se subía a los bancos y se dedicaba a saltar. Todo esto suena muy cómico, pero para ella era espantoso. Lo intentó moviendo muebles. Cogía un sillón de los grandes —y por aquel entonces eran muy grandes— y lo llevaba de aquí para allá. Pero ninguno de estos remedios funcionó.

Al final, como era de esperar, no pudo seguir ocultándoselo a la señora Cutler, que le dijo a la pobre Agnes que se marchara en cuanto terminara la semana.

Hoy es imposible imaginarse lo que debió suponer para ella. A Gladys y a mí nos daba muchísima pena, pero era como cuando vas al hospital y alguien está muriéndose, y tú no puedes evitar alegrarte porque quien se muere es el otro. Así lo sentíamos Gladys y yo. Por encima de nuestra simpatía por Agnes estaba nuestro agradecimiento por no encontrarnos en su situación.

Aunque la señora le dijo que se marchara al final de esa misma semana, le pagó el sueldo del mes entero. Que hiciera eso acabó de confirmar mis suposiciones sobre quién era el padre. Agnes nunca lo dijo. Yo no esperaba que se lo dijera a la señora, pero tampoco nos lo dijo a Gladys ni a mí, y yo sabía que ella lo sabía, porque no era de las que andan revoloteando de chico en chico, así que no podía ser más que un hombre, uno solo. Mis sospechas se dirigían al sobrino de la señora Cutler. Era muy joven, probablemente de poco más de veinte años, y muy apuesto. Tenía una voz tan bonita que nos volvía a todas locas con solo dar los buenos días. Nos estremecía de pies a cabeza. Sospeché de él porque me lo encontré muchas veces en la escalera trasera, que era la nuestra, un sitio donde, desde luego, no pintaba nada. A mí me decía buenos días o buenas tardes con aquella voz suya tan fantástica. Luego he descubierto que algunos americanos tienen voces parecidas.

Creo que la señora Cutler estaba preocupada, porque me parece que ella sabía, o al menos estaba casi segura de que había sido su sobrino. Nos preguntó insistentemente a mí y a Gladys y, pese a que le dijimos que no lo sabíamos, no nos creyó.

Con todo este asunto, pensó que nuestra carne era débil, así que nos tocó escuchar todo un sermón acerca de los peligros de semejante conducta. Ningún joven decente se atrevería siquiera a sugerir algo así a una chica con la que esperara casarse. Yo no sé cómo se puede decir semejante tontería, porque eso, precisamente, era algo que los chicos sugerían siempre, tanto si querían casarse contigo como si no. Los chicos siempre tratan de conseguir lo que quieren. Yo nunca he estado con un hombre que no lo haya sugerido, créanme. La señora Cutler siguió, y nos dijo que ninguna chica decente deja jamás que un chico se aproveche de ella.

Pues vaya, ahí tenemos otro comentario ridículo, porque en proporción había muchas más chicas que chicos, por lo que, si conseguías uno que te gustara, y él sugería algo así, aceptar parecía ser el único medio de conservarlo. Salvo que tuvieras la intención de quedarte para vestir santos, te costaba mucho trabajo no aceptar, más aún si estabas deseando dejar de trabajar en el servicio doméstico, como era el caso de casi todas. ¿Qué sabía la señora Cutler de la naturaleza humana en el sótano? Lo único que a mí y a la gente como yo nos hacía ir por el buen camino eran la ignorancia y el miedo. La ignorancia sobre cómo evitar el embarazo, y el miedo a coger algo malo. Siempre nos decían que bastaba con ir con un chico para coger una enfermedad venérea. Por eso ahora hay tantas que se desvían del buen camino, porque esos dos miedos han desaparecido, ¿no es así? La enfermedad tiene cura, y del niño hay quien se ocupe, incluso si decides tenerlo. Ahora te animan a que te deshagas de él antes de que vaya a más.

Pero Agnes no era como Gladys y yo. Gladys procedía de una familia inmensa, había tenido una vida muy difícil y era realista; yo solo estaba asustada por lo que pudiera pasar y era, también, una ignorante. Apenas sabía qué es lo que hay que hacer para tener un niño, y ciertamente ignoraba lo que se podía hacer para no tenerlo. Agnes, en cambio, era una chica ingenua, muy sentimental e idealista, y cada vez que iba al cine la cabeza se le llenaba de pájaros.

Me acuerdo de que César Romero la volvía loca. A Gladys y a mí una vez nos echaron del cine cuando fuimos a ver una de César Romero, porque yo le dije a Gladys: «¿Verdad que tiene una dentadura preciosa?». Y ella me respondió: «Sí, y seguro que en casa tiene otra». Nos dio tanta risa que nos echaron. Pero, para la pobre Agnes, César Romero era un dios, así que pueden imaginarse lo que sería para ella el sobrino de la señora Cutler con su voz fantástica, que sabía cómo tratar a una chica y hacerla sentir importante, mucho más que una segunda camarera sin dinero ni posición. Además, Agnes era una chica muy mona, y su belleza era natural, nunca se sirvió de ayudas artificiales. Me imagino a la perfección lo mucho que debió impresionarla. Él le hizo regalos. Lo sé porque tenía algunas prendas de ropa interior de seda. Ella dijo que le habían llegado de su casa, pero no creo que eso fuera posible.

Es verdad, tal vez no fue él, pero me inclino a pensar que sí, y lo mismo le pasaba a la señora Cutler. ¿Qué pintaba él en nuestra escalera? Al único sitio al que llevaban era a los dormitorios de las sirvientas.

Volviendo a la ignorancia, al miedo y a seguir el buen camino, todo lo que se refería a hacer el amor estaba ligado a la idea de que era algo pecaminoso y repulsivo. Ese modo de pensar destrozó muchas relaciones matrimoniales.

Alrededor de un año después de casarme, me encontré con una chica que había trabajado conmigo y fuimos a tomar el té para recordar viejos tiempos. Me contó que llevaba cinco años casada, y cuando le pregunté si tenía familia, ella saltó: «¡Oh, odio esa parte de la vida de casada! Ni siquiera soporto que George me bese, porque sé que cuando empieza, termina en “eso”». Nunca se le habría ocurrido llamarlo por su nombre; era «eso». Yo le señalé que su madre seguramente no sintió esas cosas, puesto que había tenido doce hijos. Ella me contestó: «Bueno, eso era por mi padre, que nunca la dejaba en paz. Hasta cuando estaba tendiendo la colada él le saltaba encima, ¡a plena luz del día!». ¡Me dejó anonadada! ¿Qué podía hacer yo, más que reír? Su «¡a plena luz del día!» sonó graciosísimo. Y cuando para remate le dije: «Pues la verdad es que fue un interludio estupendo para un día de colada», se indignó tanto que se marchó hecha una furia, y me tuve que terminar el té yo sola. Pero ¡no pude evitar echarme a reír! Era un interludio de lo más agradable.

Aunque muchas de las cosas que digo puedan hacerles pensar que la vida de los demás me daba envidia, no era realmente el caso. Lo que me fastidiaba eran la desigualdad y la injusticia. Sin embargo, sí hubo una persona a la que envidié, de la que tuve celos: la señorita Susan, la nieta mayor de la señora Cutler. Apenas tenía dos años menos que yo, pero ¡qué distinta era su vida de la mía! Era casi tan alta como yo, y tenía el pelo de un color parecido al mío, pero ahí se terminaba el parecido, porque la señorita Susan era, y tenía, todo lo que yo no era ni tenía. Tenía ropa a montones, un caballo para montar y una cancha de tenis donde jugar. Hablaba francés, tocaba el piano y sabía cantar. Yo envidiaba su vida tanto como sus éxitos. No todo el rato, eso no. Pero cuando bajaba a la cocina para pedir algo y yo estaba en la pila, rodeada —como podrán imaginarse— de fuentes grasientas, lavando platos, con mis pelos de rata todo tiesos, cubierta con un mandil de arpillera, y ahí estaba ella, solo dos años más joven, tan lozana, vestida de punta en blanco, con su voz tan educada pidiendo algo que yo iba a tener que ir a buscar de inmediato… no habría sido humana si no me hubiera dado envidia. Todo se le daba hecho. La ayudante de la niñera le cepillaba el pelo, le preparaba el baño y hasta le ponía la pasta en el cepillo de dientes.

A veces bajaba para transmitir algún mensaje a la cocinera, y la señora Bowchard se derretía con ella. Todo era: «Oh, sí, señorita Susan», «No, señorita Susan», «Sin duda, señorita Susan». Y, cuando se marchaba, la señora Bowchard me decía: «¿Verdad que parece salida de un cuadro? Es que da gusto verla, es como un rayo de sol». Estas cosas me dolían. Una vez, tuve la temeridad de decir: «Si tuviera que trabajar aquí abajo, dejaría de parecer un rayo de sol». La señora Bowchard se enfadó muchísimo conmigo. Me dijo: «Te pueden los celos, porque nunca podrás aspirar siquiera a parecerte a ella; no podrías comportarte como la señorita Susan, ni parecerte a ella, por más que tuvieras dinero». No creo que yo envidiara realmente a la señorita Susan por el lugar que ocupaba en la vida; era solo por el contraste tan acusado que creaba su aparición en la cocina. Por añadidura, nunca me habló, ni me vio. Podrían ustedes pensar que sí lo hizo, porque al fin y al cabo yo era otra chica más o menos de su edad. Yo pensé que me miraba por encima del hombro. Pero puede que, en realidad, solo estuviera actuando con tacto, al ver el contraste tan grande que había entre nosotras, así que, ahora que lo veo con la distancia que da el tiempo, puede que pecara de injusta.