17

Al señor Cutler le encantaba la caza. Había pasado unos años en África y, si la cantidad de trofeos de la casa servía de medida del tiempo que se había pasado yendo de caza por aquellas tierras, no cabía duda de que había sido mucho.

El vestíbulo estaba atestado de cornamentas de esto y aquello. Yo no sé de qué animales serían, solo sé que unas eran curvas y otras rectas, y que encaramarme y quitarles el polvo era cosa mía.

Al volver a Inglaterra ya no encontraba el mismo tipo de animales, como es natural, así que se dedicaba a cazar pájaros. Yo me ponía mala viendo los urogallos, los faisanes y las perdices. Los enviaban a toda prisa desde donde fuera que anduviera de caza y los colgaban para manirlos, y les aseguro que se manían bien.

Los colgaban de una barra de hierro en un pasillo del sótano, y muchas mañanas al bajar me encontraba con que ya solo quedaba la cabeza colgando, y que el cuerpo estaba en el suelo. Los gusanos se habían ocupado de rebanarlo a conciencia. Cuando sucedía esto, se consideraba que ya estaban lo bastante manidos para la cena.

A mí me tocaba desplumarlos sin romperles la piel, y limpiarles las entrañas. Era un trabajo nauseabundo; aquello apestaba como no se pueden imaginar.

Cuando la cocinera servía el faisán ponía la cabeza con todas sus plumas, y reservaba también las de la cola. Para cuando el ave subía a la mesa, la cabeza iba a un lado, y las plumas de la cola, a otro.

Otro trabajo desagradable era limpiar las liebres que cazaba. Parecía que nadaban en sangre. Yo pensaba que a lo mejor ellos eran vampiros que se alimentaban de sangre. Cuando hacía frío las dejaban por lo menos dos semanas colgadas, y necesitabas la fuerza de un toro para desollarlas. Yo siempre intentaba quitarles la piel de una sentada, porque las pieles de las liebres o de los conejos eran mis extras. El trapero me daba nueve peniques por cada piel de liebre entera, sin desgarrones. La cocinera nunca me dejaba lavarlas. Me hacía limpiarlas con papel de seda. Decía que, si lavabas las liebres, o cualquier otro tipo de caza, le quitabas el sabor. No le gustaba que lavaras nada, siempre protestaba diciendo que tirabas el sabor por el desagüe.

A la señora Bowchard le encantaba preparar liebre estofada, y era por el oporto. Cuando había liebre estofada, siempre mandaban oporto a la cocina. La camarera lo traía desde el comedor, dos copas llenas, pero a la cazuela nunca llegaba más que una. La señora Bowchard siempre lo probaba y se lo bebía a escondidas, para que luego yo no pudiera decir que había tomado un poco. Pero yo lo veía con el rabillo del ojo. Una de las copas iba a parar al estofado de liebre, y la otra al gaznate de la señora Bowchard. De haberse dado cuenta de que yo la veía, me habría dicho: «Bueno, esto es el extra de la cocinera. Lo hace todo el mundo». Puede que así fuera; más adelante, yo también lo haría.

En todo caso, la señora Bowchard era muy buena cocinera. Por aquel entonces cocinar era realmente increíble, porque el material del que disponías era inagotable. No pasaba como luego, en la guerra, cuando te decían cómo hacer un bizcocho sin grasa o sin huevos, que era la cosa más espantosa que podías comer en tu vida porque lo preparabas con vinagre y manteca. La gente se engañaba a sí misma si pensaba que aquello se podía comer.

Incluso ahora, cuando ves una receta barata, te dicen que no notarás la diferencia con el original. Puede que así sea si nunca has probado el original, pero, si lo has hecho, la diferencia es inmensa. Es como poner margarina en lugar de mantequilla, la nata de la leche en lugar de auténtica nata, cortes baratos de carne en lugar de los buenos, o salmón congelado en lugar de fresco. Nada de eso sabe igual.

La comida por entonces era fantástica porque siempre estaba fresca, ni siquiera los carniceros y los pescaderos tenían congeladores. Tenían cámaras de frío, pero ahí nada se congelaba: la comida que tomabas era fresca y tenía sabor. Ahora es el colmo, porque sacan al mercado productos para devolver sabor a la comida, porque el sabor se le ha ido con la congelación. No se puede. Nadie podrá engañarme y hacerme creer que eso se puede hacer. Pero, desde luego, si no lo has probado a la manera de antes, no vas a notar la diferencia.

Cuando la gente de ahora habla de su trabajo siempre menciona las «ventajas adicionales». Como ya dije antes, las cocineras solían obtener ventajas adicionales en las tiendas donde compraban. En cuanto a la ropa, se podría pensar que la que se desechaba arriba llegaba abajo, pero no era así. Ellos no se planteaban dársela a los criados, porque no habrían querido que te la pusieras mientras vivías en su casa y, desde luego, tampoco querían que te fueras y pudieras ponértela en otro sitio. Preferían dársela a organizaciones caritativas.

A toda esa gente le interesaba mucho la caridad, todos participaban en el consejo de esta o aquella organización. Cuando leías la prensa siempre veías que la señora Tal y el señor Cual ocupaban un cargo aquí y allí.

La señora Bowchard preparaba pasteles para los actos benéficos de la señora Cutler, que se dedicaba a ayudar a mujeres caídas en desgracia. La señora Cutler se aplicaba mucho en ayudar a las mujeres caídas en desgracia, pero desde lejos. Al igual que mucha otra gente, podía ser generosa siempre y cuando no tuviera que comprometerse demasiado. Era a este tipo de obras de caridad donde solían enviar su ropa vieja.

Me acuerdo de que una vez la primera camarera se molestó mucho por un abrigo muy bonito con cuello de piel que la señora Cutler había llevado varios años. La camarera sabía que no iba a tardar en desprenderse de él, y estaba segura de que se lo daría a ella, porque había dejado caer en un par de ocasiones lo mucho que le gustaba y tenía la sensación de que su comentario no había caído en saco roto, pero no, al final lo empaquetó y fue a parar a una obra benéfica.

A nosotros no nos daban gran cosa. Por Navidad, como regalo, nos daban telas para que confeccionáramos cosas con ellas, delantales y regalos asquerosamente prácticos.

Pese a lo mucho que insistí en irme a Londres, en los dos años que pasé en Thurloe Square apenas vi la ciudad. Siempre estaba demasiado cansada para salir a dar una vuelta. Lo que no quita para que, antes de irme, me agenciara un libro sobre diversos aspectos del Londres antiguo, que explicaba cosas del tipo de dónde habían estado personas como Carlyle, Wells o Dickens, y yo pensaba en lo fantástico que sería dar un paseo y poder decir luego que yo había estado ahí, porque a mí me encantaba la historia, y también leer.

Pero luego siempre estaba horriblemente cansada y solo me quedaban fuerzas para ir al cine, donde puedes sentarte en la oscuridad y da igual que vayas o no bien vestida.

En mi día libre solía acercarme al cine más cercano para vivir aventuras de amor por poderes. Robaba mucha menos energía. Muchas veces pensaba que, si en mi vida apareciera un príncipe azul, me sentiría menos presionada; no podía remediarlo.

Cada quince días tenía un domingo por la tarde libre y salía con Gladys, la segunda doncella; íbamos de paseo a Hyde Park.

Gladys tenía un año más que yo y siempre había vivido en Londres. Procedía del barrio de Stepney, donde vivía su familia. Tenía ocho hermanos y diez hermanas. Casi no podía recordar ningún momento en que su madre no hubiera estado esperando un bebé. Me contó historias sórdidas sobre la vida en Stepney, lo atestado de gente que estaba, me habló de bichos en las camas, de mugre, de borracheras y de las peleas de los sábados por la noche. A mí me parecía fantástico oír aquellas historias, aunque desde luego no habría querido presenciar ninguna de ellas.

Según Gladys, su padre bebía como un cosaco y casi todas las noches volvía a casa borracho como una cuba e incapaz de hacer nada. Yo pensaba que tan incapaz no debía volver, porque de otro modo su madre no habría podido tener diecinueve hijos, ¿no? Gladys no era en modo alguno una chica guapa, como tampoco lo era yo, pero tenía una personalidad muy alegre y desde luego sabía cuidar de sí misma. Supongo que al venir de un lugar como Stepney tuvo que aprender a marchas forzadas, con tantos hermanos y hermanas, y con un padre que empinaba el codo. Había aprendido a sacarse las castañas del fuego sin perder la sonrisa. A Gladys no se le podía dar gato por liebre. Además, siempre me daba buenos consejos. Una de las cosas que me dijo fue: «Nunca, jamás, de ninguna manera, se te ocurra decirle a un chico que trabajas en el servicio doméstico, porque si lo haces te dirá que no eres más que una esclava y nunca conseguirás que se quede a tu lado». Cuando yo le pregunté qué debía contarles a los chicos, ella me respondió: «Cuéntales cualquier cosa, como que trabajas en una tienda, o en una fábrica». Cuando yo le dije que no me parecía que las chicas que trabajaban en fábricas fueran mejor que nosotras, replicó: «Para los novios, lo son. Las que trabajamos en el servicio doméstico somos esclavas, y ellos ni se molestan en mirarnos. Solo tener tan pocas horas libres basta para que nos dejen fuera de juego». Yo seguí sus instrucciones al pie de la letra, pero no me pareció que tuvieran mucho efecto, porque los pocos chicos a los que llegamos a conocer eran casacas rojas del cuartel de Knightsbridge.

Esos chicos nunca tenían dinero suelto y, si lo tenían, ninguno de ellos se gastó un solo penique con nosotras. Lo más que hicimos fue dar vueltas por el parque durante horas, para terminar escuchando a los oradores de Marble Arch. Como nosotras teníamos que estar de vuelta a las diez en punto clavadas, los adioses nunca se prolongaron. Los chicos decían un montón de idioteces, nosotras soltábamos un montón de risitas, dábamos unos pocos besos y hacíamos promesas para asegurarnos de que volveríamos a verlos a la misma hora a la semana siguiente, pero ni Gladys ni yo teníamos la menor intención de tener una relación duradera con semejantes pobretones. Nuestra idea del amor no era precisamente la de andar dando vueltas por Hyde Park horas y horas para terminar con una pareja de casacas rojas sin sacar nunca nada de ellos.

Gladys y yo devorábamos las revistas femeninas de la época, como Peg’s Paper, The Red Circle Magazine o Red Heart. En sus páginas, eran muchas las protagonistas pobres y solitarias que terminaban casándose con un hombre del estilo de Rodolfo Valentino, o con un Rothschild inmensamente rico. Aunque aquellas chicas carecieran de una educación esmerada, siempre tenían una preciosa carita ovalada y unos bonitos ojos brillantes de color violeta, por supuesto. Gladys y yo carecíamos de tales atributos, pero eso no impedía que soñáramos con que los teníamos y que algún día llegaría nuestro príncipe.

Por aquel entonces, yo me imaginaba el cielo como un lugar donde no hubiera que hacer absolutamente ningún trabajo.

Gladys tenía una imaginación desbordante —a lo mejor Stepney es un lugar en el que la imaginación desbordante es lo único que te ayuda a tirar adelante— y era capaz de recitar de un tirón, a todos los chicos que conocía, un montón de detalles sobre cualquier trabajo imaginario. En cambio, para mí era imposible pretender que hacía un trabajo que no fuera físico, porque siempre tenía las manos rojas y ásperas, y eso me delataba. No podían estar de ninguna otra manera, porque por aquel entonces no existían los guantes de goma o, si existían, las pinches no los usaban, y seguro que no se habían inventado las cremas protectoras. Pero además es que, de haber existido, para cuando por las mañanas terminaba de hacer las escaleras de piedra de la puerta principal, y los dorados de la puerta, más toda la limpieza que venía después con sosa diluida en agua, habría dado lo mismo.

Creo que una de las cosas que más odiaba era limpiar las escaleras con piedra de pulir. En la actualidad, si quieres hacerlo —y pocas personas lo hacen— puedes comprar un paquete de producto en polvo, pero lo único que teníamos nosotras era un pedazo de piedra, parecido a un canto de playa, que había que restregar con fuerza contra los escalones. Así que ahí estaba yo, ataviada con un mandil de arpillera y con el trasero en pompa, y con los recaderos que al pasar se ponían descarados. Para no inclinarme, al principio intenté hacer los peldaños desde abajo hacia arriba, pero no se podía. Tenía que hacerlos de arriba abajo.

Limpiar las cazuelas de cobre era otra de las tareas que más detestaba. Se ponían roñosas cada vez que se utilizaban. Perdían todo el lustre, y había que limpiarlas con una mezcla horrible de cenizas, sal, vinagre y un poco de harina. Lo mezclabas todo hasta obtener una pasta y luego lo restregabas con las manos. No valía hacerlo con un trapo, porque entonces no podías aplicar la presión necesaria. Metías la mano en la lata en que habías preparado la mezcla, sacabas un poco y frotabas el cobre del exterior de la cazuela. Era un trabajo asqueroso, y tenía que hacerlo todas las mañanas. Como se pueden imaginar, cuando terminaba quedaban preciosas. Las colgaban de la pared de la cocina, alineadas desde la más pequeñita, que no tendría capacidad más que para el equivalente de una taza de té, hasta la mayor de todas, que era tan enorme que dentro cabían hasta tres púdines de Navidad. También había un hervidor de pescado muy grande. A veces me sentía tan desgraciada que deseaba que sufrieran un envenenamiento tomaínico por culpa de las cazuelas. Siempre me habían dicho que, si no estaban bien limpias, se podía sufrir un envenenamiento tomaínico. De haberles pasado eso, habrían cambiado de cacharros.

Al final terminaron haciéndolo, porque más adelante me enteré de que otra pinche se negó en redondo a limpiarlas. Aún me pregunto qué habría pasado si me hubiera negado yo; supongo que me habrían puesto de patitas en la calle.

Al cabo de un año, di mi aviso de despido con los treinta días de antelación debidos, y fue un proceso de lo más angustioso. Lo primero, por supuesto, fue comunicárselo a la señora Bowchard, la cocinera, lo que acarreó, como yo me esperaba, una diatriba acerca de la ingratitud de los jóvenes en general y de las pinches de cocina en particular. Ella se lamentaba diciendo: «Las enseñas, ¿y para qué? Te sonsacan todo lo que pueden y, en cuanto terminan, se largan a otro sitio». La avalancha duró un buen rato, durante el cual no me quitó los ojos de encima.

Pero todo eso no eran más que paparruchas. Nunca me enseñó cómo hacer ninguno de sus platos especiales, que era lo que realmente yo quería saber. De un libro se pueden sacar todas las cosas normales, pero todas y cada una de las buenas cocineras tienen especialidades con ese pequeño toque que no viene en los libros de recetas. Le pregunté muchas veces cómo había logrado que algo tuviera un sabor determinado, o que le saliera de determinada forma, pero ella nunca me lo explicaba. «Secreto de cocinera», decía. Era muy injusto, porque cuando eres pinche de cocina tienes el peor trabajo de la casa, trabajas más que nadie y sirves a los criados porque esperas que con el tiempo conseguirás el mejor trabajo, que es el de cocinera. Así que, si estás haciendo un buen trabajo, en sus manos está recompensártelo.

En fin, volvamos a mi aviso de despido. Había superado la fase de comunicárselo a la cocinera; el siguiente paso era, desde luego, la señora. De haber tenido que elegir entre una de las dos, habría sido incapaz; para mí, las dos eran ogros. Ver a la señora cuando no eras más que una pinche de cocina era un triunfo. Tenías que pedirle a la camarera que le preguntara si podía concederte unos minutos, y había que pedirlo con el tono de voz apropiado, que demostrara que eras consciente de hasta qué punto el tiempo de la señora era valioso.

En todo el año en que trabajé en esa casa calculo que vería a la señora, a lo sumo, una docena de veces, porque cuando la señora Bowchard se enteraba de que bajaba a la cocina, si veía que yo estaba especialmente desaliñada —cosa que, por supuesto, ocurría a menudo—, me mandaba salir hasta que se hubiera ido. A nadie se le ocurría justificar mi desaliño viendo la cocina tan limpia, la mesa blanca como la nieve, y las cazuelas de bronce lustradas como si fueran de oro. Así que, como decía antes, como mucho vi a la señora una docena de veces, pero no creo que ella me viera, por la sencilla razón de que yo parecía invisible a sus ojos.

En todo caso, con la mediación de la camarera, la señora tuvo a bien concederme una audiencia a las diez de la mañana del día siguiente, y yo le entregué mi aviso de despido. Ella, en toda lógica, quiso saber por qué me iba. «¿No estás bien aquí?», me preguntó, con ese tono ligeramente indignado que en realidad quiere decir: «¿Cómo es posible que alguien no esté contento trabajando en esta casa?», amén de: «No encontrarás un sitio mejor», y afirmó que estaba segura de que yo había aprendido mucho. Yo le respondí que el trabajo era muy duro, y las horas, muchas. Entonces, para mi sorpresa, me dijo que iba a traer a alguien para que me ayudara; que si me quedaba buscaría a un hombre para todo que me echara una mano. Yo, aun así, habría preferido marcharme, pero el hecho de que alguien quisiera que me quedase me superó. Sin darme cuenta, dije que sí, y llegué incluso a decir que me gustaba el trabajo.

Debí de volverme loca de remate, pero la verdad es que nadie había querido nunca que me quedara, si exceptuamos a un novio, y yo ya sabía para qué quería ése que me quedara.

Incluso la señora Bowchard, esa bruja de cocinera, pareció un poco menos antipática cuando le dije que la señora me había pedido que me quedara. Me preguntó que si me iba a pagar más. Seguro que, si le hubiera dicho que sí, al día siguiente habría subido ella. Así que le dije: «No, no me va a pagar más, pero voy a tener a un hombre para todo que me eche una mano». Por descontado, no pudo dejar de decir que «las chicas de ahora ya no son lo que éramos en mis tiempos, ahora queréis estar todo el rato entre algodones», pero añadió que le daba lo mismo, que eso era mejor que «tener que preparar a otra chica. Acabaré antes si te quedas que si tengo que empezarlo todo de nuevo. Cuando has visto a una pinche, las has visto a todas». Y así siguió; yo ya le había oído decir todo eso antes, así que no le hice ni caso.

A partir de entonces, todas las mañanas —salvo los domingos— venía un hombre que se llamaba Old Tom. Si tenía apellido, lo ignoro; nosotros siempre le conocimos como Old Tom. Llegaba a las seis de la mañana y trabajaba durante una hora y media, y no se imaginan la gloria que era no tener que salir y hacer aquellas escaleras de la entrada. A Old Tom no le molestaba hacerlas; nadie se pone a soltar burradas a un hombre que está fregando con el trasero apuntando directo al cielo. Él también se ocupaba de los zapatos y de las botas, y de traer el carbón. Era una maravilla. Me quedé otro año, y al final ya no me parecía que fuera tan duro. No me lo podía creer.