La señora Bowchard tenía una hermana en Londres que también era cocinera, y que se había casado con un mayordomo. Los dos trabajaban juntos, en la misma casa. Casarse con un mayordomo y encima trabajar en la misma casa, sin dejar de ser cocinera y mayordomo, a mí me parecía una cosa terrible.
No es como ser cocinera en una casa y tener con el mayordomo una relación de «qué tal sigue su padre». Si es tu marido ya no es lo mismo, ¿no? Es como si la diversión legítima ya no fuera igual, ¿no? Al menos, a mí no me lo parece. Puede que me equivoque, pero he conocido cocineras que se lo pasaban de miedo con los mayordomos. En fin, imagínate que te casas con uno y que te pasas con él toda tu vida en el servicio doméstico, ¡eso sí que tiene que ser estar en amor y compañía!
La hermana de la señora Bowchard y su cuñado trabajaban para un lord algo, ahora no recuerdo el nombre, y se cogían la tarde libre juntos. Tenían que hacerlo así, claro, porque de lo contrario nunca habrían tenido tiempo libre para estar juntos.
En su tarde libre pasaban casi siempre a visitar a la señora Bowchard. ¡Menuda ocupación! ¡Era como quedarse anclados en el servicio doméstico! Por las venas debía correrles servicio doméstico, en lugar de sangre. Imaginen que no tienen más que una tarde libre por semana y un domingo cada quince días, y que lo aprovechan para visitar otro sitio de servicio doméstico y comer con su hermana, que también es cocinera. Si yo no hubiera sido capaz de pensar en algo mejor que hacer en mi tarde libre, me habría pegado un tiro.
Cuando la señora Bowchard terminaba de preparar la cena, se retiraba a su dormitorio con sus dos visitantes y el ayuda de cámara, y a mí me tocaba servirles allí la cena, antes de ponérsela a los demás sirvientes en la sala de los criados. Así que se pueden figurar lo que aquello suponía para mí. Los demás criados protestaban porque su cena se retrasaba, pero ¿qué podía hacer yo? Por rango, los visitantes eran más importantes que las camareras y las doncellas.
El cuñado de la señora Bowchard, el señor Moffat, era un hombre muy grande, barrigón y con papada. Siempre se reía mucho, por lo general de sus propios chistes. Tenía una risa que empezaba en el fondo de la barriga y, como estaba tan gordo, iba subiendo por ondas hasta que llegaba a la papada y contagiaba la ondulación al resto de su persona. A mí me fascinaba.
Siempre hablaba de su trabajo y de lo importante que era. Decía: «Se lo dije al señor», «Se lo advertí al señor», «El señor me lo consultó». Francamente, si oías hablar un rato al señor Moffat era como para pensar que el señor no podía hacer nada, ni tomar ninguna decisión, sin el asesoramiento del señor Moffat.
Cuando el oporto y los puros le achispaban —el oporto y los puros del señor Cutler—, se ponía en plan malicioso, como frívolo. A mí me parecía muy incongruente en un hombre de su tamaño, de su edad y de su supuesta dignidad. Cuando se ponía así, y mientras yo les esperaba, le preguntaba a la señora Bowchard, refiriéndose a mí: «¿Qué tal nos portamos? ¿Estamos aprendiendo todo lo que debemos saber de cocina? Recuerde que el camino hacia el corazón de un hombre pasa por su estómago». Cuando le oía decir eso, yo pensaba que me perdería tratando de encontrar su corazón. Y él, cada vez que lo decía, soltaba otra de sus carcajadas y agitaba todas sus carnes como si fueran gelatina. La señora Bowchard, que para entonces ya tenía unos colores que indicaban que también se había tomado sus copitas de oporto, le contestaba: «Sí, dentro de lo que son las pinches, a Margaret no se le da demasiado mal». Cuando el señor Moffat estaba más achispado que de costumbre, se dirigía a mí directamente, lo cual suponía una gran concesión: ¡un mayordomo que además trabajaba con un lord, que asesoraba a un lord, hablando con una pinche de cocina! Yo tenía la sensación de que se esperaba de mí que hiciera una reverencia. Él me preguntaba: «Bueno, muchacha, ¿estás contenta aquí?». ¿Qué podía contestar yo, teniendo a la señora Bowchard ahí sentada? Me hubiera gustado decir: «Éste es el peor sitio que he conocido», pero no me atrevía.
Ahora, cuando lo pienso, me hace gracia que no me atreviera. ¿Se imaginan a las chicas de dieciséis años de ahora cohibiéndose a la hora de decir algo? Se darían media vuelta y, en un santiamén, dirían: «¡Y una mierda!».
Si yo no contestaba, él me preguntaba si tenía novio. «¡Ah! —se ponía—. Cuando yo tenía tu edad era una buena pieza con las chicas; era un joven lacayo y siempre andábamos de besos y abrazos en la sala de los lacayos».
Cuando me iba a la cama, Gladys me preguntaba: «¿De qué hablaba el gordo?», porque oía sus estruendosas carcajadas. Yo le contestaba: «Me contaba que cuando era joven estaba hecho un donjuán», y ella me decía: «Pues si entonces era como ahora, y con ese barrigón, sería algo así como “Si me lo permites, te daré un consejo, ¿verdad?”». Y nos tronchábamos de la risa.
La señora Moffat, como correspondía a quien tuviera por marido al señor Moffat, era una persona dulce y sumisa. Me pregunté muchas veces si sería igual de dulce y sumisa cuando se las veía con su pinche de cocina. En cualquier caso, todo lo que decía el señor Mofatt iba a misa para ella. No sé cuál sería el nombre de pila del señor Moffat; ella, desde luego, nunca lo decía. Siempre decía: «Como dijo el señor Moffat al señor», o «Cuando el señor Moffat estaba sirviendo a la señora y tal y cual», o «El señor Moffat le dijo a John» (John era uno de los lacayos). Siempre era «El señor Moffat esto» o «El señor Moffat aquello». Toda su vida giraba en torno al señor Moffat. Fuera cual fuera su personalidad, si es que alguna vez la tuvo (y supongo que debió de tenerla si en algún momento le sedujo, a menos que lo que le sedujera fuera la llamada de su cocina), estaba tan oculta en su interior que, en cierto sentido, cuando venían a cenar el señor y la señora Moffat con la señora Bowchard, era como si solo viniera una persona: el señor Moffat.
Cuando yo servía me ocupaba primero del señor Moffat, así que era a él a quien ponía el oporto en primer lugar. Él era el rey. Estaba embebido en la importancia de la casa donde trabajaba. Supongo que a eso es a lo que se refiere la gente cuando dice que los criados viven para ellos.
En el caso del señor Moffat realmente era así, él mismo se ponía a la altura de su señor. Cuando su señor salía a cenar, también salía el señor Moffat, porque con su tercer ojo podía ver lo que su señor hacía.
Cuando presentaban a su señor a personajes de la nobleza, también se los presentaban al señor Moffat. Lo sé, porque nos contó cosas con tal lujo de detalles que por fuerza tenía que haber estado presente. Ése, desde luego, era el tipo de criado que realmente gustaba, porque, si sometías toda tu persona a tus patronos, ellos sacaban lo mejor de ti. Creo que por eso yo nunca fui tan buena empleada, porque para mí todo aquello era un medio para conseguir algo. Al principio era un medio de vida, pero al final se convirtió en el medio de dejar el servicio doméstico cuanto antes.
Al vivir en una convivencia tan estrecha con los demás criados se producían muchas discusiones. No se puede encerrar a unas cuantas mujeres —y puede que esto sea también aplicable a los hombres— sin que tengan unas palabras entre ellas, y ¡qué palabras! Sin embargo, por más que los criados se pelearan, siempre formaban un frente unido ante ellos, los de arriba.
Siempre les llamábamos «ellos». «Ellos» eran el enemigo. «Ellos» nos hacían trabajar en exceso. «Ellos» nos pagaban demasiado poco, y para «ellos» los criados éramos una raza aparte, un mal necesario.
Como tales, éramos su tema principal de conversación. Las camareras siempre bajaban para contárnoslo. Era más o menos así: «Si viviera en una casa de campo pequeña no me molestaría nada en tener criados, porque no son más que una molestia. No dejan de pelearse entre ellos, siempre quieren más dinero, no quieren hacer los trabajos difíciles y nunca hacen las cosas como tú quieres. Pero, como tengo una posición que mantener, no me queda más remedio que contratarlos».
La señora Cutler nos veía, sin duda alguna, como un mal necesario. Así que en aquella casa nosotros siempre estábamos unidos frente a «ellos», los de arriba. Según «ellos», nosotros, los criados, nunca podíamos ponernos enfermos, ni vestir demasiado bien, ni tener opiniones distintas de las suyas. Al fin y al cabo, es obvio que si únicamente has ido a la escuela hasta los trece o catorce años, tus conocimientos están muy por debajo de los que tienen arriba, ¿no es cierto? Así que, puestos a tener opinión, lo mejor es coger la de los de arriba, que para eso saben más que tú.
«Ellos», los de arriba, pensaban que los criados no sabíamos apreciar el confort ni la buena vida, por lo que nos contentábamos con cosas ordinarias, trabajar y comer en mazmorras, y retirarnos a dormir en cuartos fríos y espartanos. Al fin y al cabo, ¿por qué molestarse en gastar dinero mejorando y facilitando la vida de un montón de personas a las que no les importa lo más mínimo lo que hagas por ellas? Nunca intentaron averiguar si, de haber mejorado nuestras condiciones, y de habernos puesto dormitorios en lugares agradables para descansar, nos habríamos preocupado más. No, no valía la pena gastar dinero porque los criados nunca se quedaban contigo, hicieras lo que hicieras por ellos. De todos modos, estaba claro que «ellos», ahí arriba, necesitaban vivir en el lujo, y que «ellos» podían honrar la mesa del comedor y tener conversaciones ingeniosas. Lo que quiero decir es que tiene que haber un estrato social en el que la gente pueda moverse de aquí para allá con elegancia y permitirse conversaciones ingeniosas, y nadie puede hacer eso si se dedica a hacer el trabajo difícil. Así que, cuanto más dura hagas la vida de los que trabajan para ti, menos inclinados se sentirán a entablar conversaciones de ningún tipo.
Sin embargo, si «ellos», ahí arriba, hubieran oído las cosas que nos contaban las camareras cuando bajaban, se habrían dado cuenta de que nuestra expresión imperturbable y nuestros respetuosos modales ocultaban sorna y desdén.