Pasé un año en Adelaide Crescent. Después, decidí probar suerte en Londres. Siempre había oído decir que era un lugar fantástico en el que se podía hacer fortuna. No es que pensara que fuera jauja ni tontunas de ésas, pero sí estaba convencida de que Londres ofrecía mejores oportunidades que una pequeña ciudad de provincias.
Cuando lo anuncié en casa, mis padres se quedaron tan consternados como si les hubiera dicho que me iba a Tombuctú. Mi madre se acordó en el acto de un artículo de periódico que había leído, que contaba cómo desaparecían las jóvenes en cuanto llegaban a Londres y nunca se volvía a saber de ellas. Era bien sabido, según ella, que aquellas mujeres —y por «aquellas mujeres» se refería, desde luego, a las prostitutas— eran inicialmente jóvenes inocentes que iban a Londres tal y como yo quería hacerlo, y a las que engañaban con promesas de dinero fácil y de una vida de lujos. Me acuerdo de que yo le dije: «Pero mamá, no te preocupes. Cuando esté en una esquina les diré que estoy esperando el autobús». Esto no consoló a mi madre. Mi padre, en cambio, nunca dijo gran cosa. No entiendo por qué mamá se puso así, porque yo no era una de esas chicas atractivas a rabiar y nadie iba a fijarse en mí y decidir que me necesitaba para decorar su harén. Me imagino que para ella era como si la familia se desintegrara. Por aquel entonces, la gente daba a la familia mucha más importancia de la que le da ahora.
En cualquier caso, a pesar de sus protestas y de sus pronósticos, yo decidí que estaba harta de vivir en Hove, así que cogí The Morning Post y contesté a un anuncio en el que pedían una pinche de cocina. Era en Thurloe Square, Knightsbridge.
El sueldo era mejor que el que tenía: cuatro libras más al año. Sé que ahora parece poco, pero por aquel entonces, desde luego, el dinero cundía más.
Mi madre quería acompañarme a Londres. «Te vas a perder, no encontrarás dónde es», me decía. Y yo le contesté: «Mira, mamá. Tengo lengua, tengo voz y un par de piernas. Puedo hablar y puedo andar, y hay autobuses, y metro». Yo no había estado nunca en Londres, y allí no conocía ni a un gato, pero pensé que ya tenía dieciséis años y que podía valerme por mí misma. Así me sentí muy superior a mis hermanos, sobre todo a mi hermano mayor, porque los hermanos mayores siempre te tratan con prepotencia.
Al principio, el tamaño y la solemnidad de las casas de Thurloe Square me asustó. La entrevista con la señora de la casa, la señora Cutler, me intimidó incluso más que la casa en sí. Cuando le dije que me llamaba Margaret Langley noté que le parecía un nombre muy poco conveniente para una pinche de cocina. Era como si mi nombre, para ella, fuera más indicado para subirte a un escenario que para trabajar en el sótano. Me di perfecta cuenta de que tendría que haberme llamado Elsie Smith o Mary Jones. Ésos sí eran nombres apropiados para una pinche de cocina; Margaret Langley le sonaba frívolo.
Ésta era la pesadilla de la gente que te daba trabajo. Siempre tenían miedo de que fueras frívola. Las camareras nos contaban que, mientras esperaban a las señoras en las recepciones que celebraban todos los meses, las oían hablar de los criados. Era uno de sus principales temas de conversación. Les oían decir cosas como: «Sí, tuve que quitármela de en medio. Era frívola». Eras frívola si te ponías el más mínimo maquillaje. Por aquel entonces, la gente no llevaba mucho maquillaje, pero si llevabas un poco, o si te rizabas el pelo, o si te ponías medias de seda de colores (el marrón sí valía, pero otros colores, no) y todo eso en tu tiempo libre, y no cuando estabas en el trabajo, eras frívola, y las chicas frívolas acababan mal.
Nunca entendí por qué, y sigo sin entenderlo.
Acabar mal significaba que nosotras, la llamada clase baja, nos quedáramos en estado. Nosotras éramos las últimas que podíamos tener hijos ilegítimos, porque no teníamos medios para mantenerlos, ni tampoco casas donde ir si nos pasaba eso. Hoy casi te animan a tenerlos, y dan facilidades a las chicas para que vayan a una casa, y se cuida de ellas cuando se marchan. Se facilitan las cosas, y no se les da publicidad. Por aquel entonces, si tenías un niño fuera del matrimonio, eras una paria. Así que no sé por qué se creían que teníamos tantas ganas de sacar los pies del tiesto. Puede que fuera porque, muy en el fondo, se dieran cuenta de que nuestra vida era tan deprimente que el mero hecho de que un joven cualquiera te sacara de allí, independientemente de lo que te pidiera a cambio, era ya todo un lujo.
Pero yo sé que nunca me habría atrevido a ir por el mal camino, no porque no me apeteciera, sino porque me aterraba. Ni siquiera sabía hasta dónde podía llegar sin arriesgarme a sufrir efectos secundarios, ya me entienden. Así que tenía que ir por el buen camino, porque no sabía adónde habría podido llevarme cualquier otro camino.
En todo caso, a pesar de mi nombre, en aquel momento mi camino me condujo a la señora Cutler. Tuve la sensación de que tanto ella como su salón me asfixiaban. Todo era de terciopelo. En aquella época, el terciopelo estaba de moda. Las cortinas del salón eran de terciopelo marrón, el tresillo era de terciopelo marrón, los marcos de las fotos eran de terciopelo, y un terciopelo morado cubría la pechera de la señora Cutler. Me recordaba a la reina Victoria porque, al igual que a la reina, a la señora Cutler no parecían hacerle gracia muchas cosas. Para la gente como ella, la vida era algo muy serio, y yo no era de las que le hacían gracia a la señora Cutler. En realidad, lo que ella quería era una chacha de Londres; para esa gente, siempre éramos chachas.
Sin embargo, decidió darme el trabajo. Pensó que yo valdría para hacerlo. Supongo que si lo conseguí fue porque me vio fuerte y sana; no cabe duda de que necesitaba estarlo.
Lo primero que descubrí era que con ellos vivía una hija casada que tenía tres niños. Los cuales, desde luego, necesitaban una niñera. Y no solo una niñera, sino también una ayudante de niñera, todos los cuales, niños y niñeras, hacían sus comidas aparte. Después de aquella casa, nunca volví a aceptar un puesto de trabajo donde hubiera niños y niñeras que comieran por separado.
La niñera bajaba dándose aires y, como si fuera una señora en miniatura, dictaba lo que quería para ella y los niños. Los roces entre niñeras y cocineras eran constantes. Siempre había roces entre ellas, y siempre los había habido. La camarera, la doncella y la cocinera pensaban, desde luego no sin razón, que la niñera y su ayudante se consideraban a sí mismas mejores que las demás.
Las niñeras eran una especie de vínculo entre nosotros y la gente de arriba. En muchos sentidos, para ellas eso debía ser problemático. Pasaban más tiempo con la gente de arriba; llevaban a los niños al salón antes de mandarlos a la cama, se sentaban con «ellos» en el salón y sin embargo, desde luego, no eran «ellos». Pero cuando bajaban tampoco eran «nosotros», porque nosotros pensábamos que las niñeras se llevaban bien con «ellos», los de arriba, y eso significaba que cualquier cosa que se pudiera decir abajo sobre «ellos» iba a ser repetida arriba. Lo más probable es que en realidad no fuera así, pero parecía que podía llegar a serlo.
La cocinera, desde luego, siempre se enfadaba cuando la niñera bajaba a la cocina. La cocina era el reino de la cocinera, y únicamente la señora de la casa tenía permiso para entrar, y eso solo por la mañana para dar sus órdenes. Que la niñera bajara y preguntara: «¿Qué hay para comer hoy, cocinera?» —o «señora», si la llamaban «señora»— era algo que, para empezar, enfurecía a la cocinera. Pero si además pedía algo distinto para la comida de los niños, se armaba una buena.
La cocinera de Thurloe Place se llamaba señora Bowchard, y era una auténtica bruja. Los demás criados de la casa eran: la pinche de cocina, o sea, yo; en lugar de tener un mayordomo o un lacayo —en aquella casa no eran muy de criados masculinos, con la excepción del ayuda de cámara del señor Cutler— había camarera y segunda camarera; primera doncella y segunda doncella; niñera y ayudante de niñera; el chófer, un jardinero y el mozo de jardinería. No era mucho personal para una casa tan grande si lo juzgamos según los patrones actuales pero, como por aquel entonces una sola persona hacía el trabajo de dos, se puede decir, más o menos, que éramos seis personas para que funcionara la casa, porque la niñera no cuenta.
La cocinera era una amargada. Viéndolo ahora, desde la distancia, creo que la había amargado el constante alud de pinches de cocina, que no dejaban de llegar para marcharse enseguida; nunca duraban mucho. Conseguir empleo como pinche de cocina no era excesivamente difícil, casi te ponían una alfombra roja para que aceptaras, pero tampoco puede decirse que en aquella época hubiera gente haciendo cola para hacer ese trabajo. El problema de las pinches de cocina, para cualquiera que no lo fuera, era que siempre andaban tonteando con los chicos de las tiendas.
Tal vez parezca que mi vida ha sido una larga tragedia, pero no ha sido así. Hacía un trabajo tremendamente duro y a menudo me sentía fatal, pero es imposible tener quince o dieciséis años y no sentirse fatal todo el rato. Y yo, como todas las pinches de cocina, tonteaba con los chicos de las tiendas, y más particularmente con los chicos de los recados. Esos chicos eran una de las vistas más admirables de Londres, yendo por las calles con una bicicleta cargada hasta los topes y silbando canciones a la moda. Eran unos diablillos descarados.
Las pinches de cocina también eran descaradas, y la señora Bowchard estaba amargada por la procesión constante de descaradas que tonteaban. Así que me hizo la vida imposible. Andaba siempre criticando y quejándose. No era porque yo no fuera menos eficiente que las pinches anteriores, no. Lo que pasaba era, sencillamente, que yo era joven. Puedo garantizarles que hizo todo lo que estaba en su mano para rectificar esa condición mía; después de pasar un día con la señora Bowchard, dejabas de sentirte joven.
Otra de las cosas que caracterizaban a la señora Bowchard era que sufría de una curiosa dolencia llamada «mipienas». Ningún médico la conocerá, pero ella padecía de «mipienas». «Mipienas» le impedía hacer montones de cosas. Por culpa de «mipienas» no podía subir las escaleras hasta las buhardillas donde todos dormíamos, por lo que dormía en el sótano; por «mipienas» se veía impedida para hacer nada que otra persona pudiera hacer en su lugar y, como debido a «mipienas» no podía sentarse y abrocharse los zapatos, siempre me tocaba hacérselo a mí. No había nada que yo odiara más que tener que agacharme por las mañanas para poner los zapatos a la señora Bowchard y abrochárselos, y agacharme por las noches para desabrochárselos y quitárselos. Supongo que no es una tarea de menor categoría que el de servir la mesa de los criados, pero me sentía como uno de esos niños limpiabotas de Dickens. Odiaba de verdad tener que hacerlo. No formaba parte de mis deberes, pero ya se imaginarán que, si estás a las órdenes de la cocinera, tienes que hacer lo que ella te manda, porque de lo contrario tu existencia será peor de lo que ya es.
La señora Bowchard tenía un gato. Era un animal enorme, blanco y negro; supongo que se podría decir que era un gato precioso. Ella lo llamaba «Su señoría», pero cómo lo llamaba yo, mejor me lo callo. Nunca me han gustado mucho los animales, pero «Su señoría» me inspiraba un odio intenso. Era un bicho de lo más altanero. Personalmente, creo que todos los gatos son altaneros. Se te quedan mirando como si no valieras ni un comino. Como podrán imaginarse, aquel gato era listísimo; eso no puedo negarlo. Dormía en la habitación de la cocinera. Se metía debajo de su cama, y a las siete menos cuarto de la mañana sin excepción, en cuanto sonaba el despertador, salía de ahí, iba a la puerta y daba con la patita en el picaporte, señal para que la señora Bowchard se levantara, abriera y le dejara salir. Entonces, él se daba un paseo por el pasillo, venía a la cocina y se quedaba mirándome, muy quieto. No se movía, solo me miraba hasta captar mi atención, señal para que le llevara a la señora Bowchard una jarra de agua caliente y una taza de té. Aquello me sacaba de mis casillas. Yo decía: «No sé cómo la vieja no te da una nota para que la cojas con la boca y me la traigas. Vete de aquí». Pero, como se pueden figurar, no se iba. Aunque le señalara la puerta, él se quedaba ahí quieto hasta que me veía pasar con la jarra de agua caliente y la taza de té. Era realmente muy listo, aunque por entonces a mí no me lo pareciera.
Dos veces por semana, recibíamos una cabeza de bacalao para el animalito, que yo tenía que cocinar para él, y retirarle las espinas. La señora Bowchard se quedaba arrobada mirando al gato. Me decía: «Y no te olvides de quitar todas las espinas, a Su señoría no se le puede atravesar ninguna en la garganta, ¿entendido?». Cuando decía eso, yo me quedaba lívida. Pero lo hacía, y luego lo dejaba en el suelo para él, y créanme si les digo que ese endemoniado gato a veces no hacía más que olisquearlo y se marchaba tan campante, con la cabeza bien alta y el rabo bien tieso. Si la cocinera no estaba delante cuando hacía eso, yo, desde luego, le mandaba bien lejos de un puntapié. Pero ese bicho era tan listo que al final no se le ocurría siquiera mirar u olisquear el pescado si era yo quien lo había preparado. ¡Ya lo creo, que era listo!
La señora Cutler recibía muy a menudo. Dos o tres veces por semana daba cenas para al menos doce comensales, a veces más, y con tantos platos nunca teníamos tiempo para fregar sobre la marcha. En cuanto se llevaban un plato ya estabas corriendo para preparar el siguiente y servir el de después, de manera que para el final de la cena a mí me tocaba todo lo que se puedan imaginar, y más: platos, platitos y fuentes; la plata no, porque la plata y el cristal eran cosa de las doncellas, pero yo tenía que limpiar todo lo demás. Todas aquellas cosas se amontonaban en la pila, en el escurridero, y hasta en el suelo de aquella vieja, húmeda y lóbrega trascocina.
Las pilas eran poco profundas, de piedra, de un gris oscuro, y estaban hechas de cemento. Eran porosas, nada de loza esmaltada o de acero inoxidable como las de ahora; en ellas parecía que el agua sucia se quedara estancada; olían tan mal que echaban para atrás. Fregar aquella vajilla era lo que se llama un latazo, como se dice ahora. Y, encima, un aburrimiento. Después de terminar —cosa que requería su tiempo— todavía había que retirar la comida de los criados, y fregar.
Éramos seis o siete, más el ayuda de cámara.
El señor Cutler tenía muy poco que ver con todas estas cuestiones; yo solo lo veía yendo y viniendo como si fuera una sombra. Nunca bajó a la cocina y, si en alguna ocasión la idea se le pasó por la cabeza, debió pensar que hacerlo podría costarle la vida. Se dedicaba a algo en la City. No es que yo esté muy puesta en estos trabajos peculiares en los que sales de casa por la mañana a eso de las diez y vuelves sobre las cinco de la tarde, pero él no hacía nada que fuera muy extenuante. Al salir siempre se llevaba un paraguas. Un día en que la señora Bowchard estaba de mejor humor que de costumbre le pregunté a qué se dedicaba el señor Cutler, y me dijo: «Ni me preguntes; ¡no hace nada de nada!». Pero yo sigo pensando que era algo en la City.
Como ya he dicho, tenía muy poco que ver con nosotros. Su ayuda de cámara, por supuesto, le veía mucho. Hoy tal vez crean que el ayuda de cámara era como el rey de la casa. No sé si siempre habrá sido así, pero este parecía muy femenino. No sé si será por la naturaleza de su trabajo (aunque ser ayuda de cámara no es realmente un trabajo afeminado), o por estar empleado en el servicio doméstico y pasar tanto tiempo entre mujeres, pero considerábamos a este hombre como a una más. A mí, los ayudas de cámara no me molestaban en absoluto. No tenía intención de casarme en el trabajo, y además éste parecía demasiado mayor. Supongo que tendría alrededor de cuarenta y cinco años, pero, cuando solo se tienen dieciséis, cuarenta y cinco es como si fuera tu abuelo. A mí únicamente me interesaba alguien que pudiera durar. Por aquel entonces, toda mi vida estaba encaminada a conseguir un novio duradero, y cualquiera que trabajara en el servicio doméstico quedaba excluido. Total, que nunca me interesé lo más mínimo por el ayuda de cámara.
Era, como ya he dicho, algo recíproco. Quien más se preocupaba por él era la cocinera; a ella le caía bastante bien. Sin embargo, nadie le trataba como si fuera un hombre. Todo el mundo hablaba y bromeaba con él como si fuera una mujer. Tenía unas manos tan suaves, y hablaba con tanta suavidad, que no parecía masculino. Para mi gusto era un poco blandengue. Me figuro, por supuesto, que podía ser padre; me refiero a que creo que tenía todo lo necesario, físicamente hablando. Sin embargo, no puedo imaginármelo intentándolo. No estaba casado, y ya había cumplido cuarenta y cinco años. Puede que nunca hubiera querido casarse, no sé. Visto ahora, con el tiempo, puede que fuera homosexual pero, desde luego, nunca lo llamamos de ese modo. Se sabía de manera imprecisa que había hombres que se entendían entre ellos, como se decía por entonces, pero ni por ésas sabía yo nada de estas cosas, y no creo que nadie supiera mucho más que yo. Si hacían cosas por ahí, tenía que ser muy de tapadillo, y nadie hablaba de ello. De haber pronunciado alguien esa palabra, yo no hubiera sabido a qué se refería.
El chiscón era el territorio de la pinche de cocina. Yo pasaba allí mucho tiempo, entre cuchillos y botas. Figúrense que en aquella casa a nadie se le había ocurrido nunca planchar los cordones de los zapatos.
Cuando le dije a la señora Bowchard que había que poner la plancha a calentar, ella me dijo: «¿Planchar los cordones? ¿A qué viene eso?». Yo le expliqué que en mi trabajo anterior tenía que quitar los cordones de los zapatos para plancharlos. «¡Menuda sandez, nunca había oído decir nada semejante, así que aquí ni se te ocurra hacerlo, y, si no les parece bien, ve y diles que se ocupen ellos de quitar los dichosos cordones de los zapatos». Así dio la cara por mí.
De todos modos, aquel chiscón era realmente un refugio en el que me protegía de las peticiones de aquella bruja de cocinera. Nunca entró, primero porque era un sitio muy pequeño, y luego porque estaba todo decorado de telarañas. Yo las quitaba siempre, solo por darme el gusto de volver al día siguiente y verlas otra vez tejidas.
Se van a reír de lo que voy a decirles, pero hoy en día las arañas no tejen como antes. Antes hacían las telarañas de pared a pared, con dibujos de lo más intrincado. De haber andado por ahí Robert the Bruce[5], créanme, habría tenido un día totalmente agotador, porque no habría sabido por cuál empezar.
En limpiar todas las botas y todos los zapatos tardaba una hora todas las mañanas; los dejaba relucientes como espejos. Para entonces era una verdadera experta, y hasta me felicitaron por lo bien que los dejaba, pero yo me sentía como Cenicienta, sentada en aquel chiscón con un viejo mandil de arpillera mientras soñaba con todas las cosas que me gustaría hacer. No es que yo soñara con un príncipe azul con un zapatito de cristal, se lo aseguro. Al fin y al cabo, cuando tienes un pie tan grande como el mío no cuentas con que venga un príncipe azul con un zapatito de cristal, ¿verdad?