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En mis primeros meses en la casa no paré de meter la pata. Me acuerdo especialmente de una vez en que estaba limpiando la puerta principal; era un día en que iba con algo de retraso, y apareció el chico de los periódicos. En el momento en que iba a dejarlos en la mesa del vestíbulo, la señora Clydesdale bajaba las escaleras, así que le tendí los periódicos. Ella me miró como si eso fuera infrahumano. No dijo ni una palabra, solo se quedó ahí, mirándome como si le costara trabajo creer que alguien como yo pudiera caminar y respirar. Yo pensaba: «¿Qué pasa aquí?». Llevaba puestos el delantal, la cofia, las medias negras y los zapatos; no acertaba a encontrar nada que estuviera mal. Luego, al final, habló. «Langley, nunca, nunca y bajo ninguna circunstancia vuelva a tenderme nada directamente con sus manos desnudas. Use siempre una bandeja de plata. Debería saberlo. Su madre trabajaba sirviendo, ¿acaso no le ha enseñado nada?». Me pareció espantoso. Que alguien pensara que vales tan poco que no puedas siquiera darle algo con tus propias manos, sin haberlo puesto antes en una bandeja de plata, hizo que se me saltaran las lágrimas.

Aquello me hizo sentir tan desdichada que quise irme a casa; me parecía el colmo. Pensé que no iba a poder seguir trabajando en el servicio doméstico. No creo que me haya sentido nunca tan infeliz, ni antes ni después. Sin embargo, sabía que no podía volverme a casa, porque solo tenían tres habitaciones —vivíamos en la parte baja de una casa, con dos cuartos en la planta baja y otro en la primera—, y después de entrar yo a servir el padre de mi madre había fallecido, y mi abuela había tenido que irse a vivir con mis padres. Así pues, ya no había espacio suficiente para mí. Ni siquiera llegué a contarle a mi madre el incidente. ¿Para qué iba a hacerla infeliz a ella también? Además, creo que se habría contentado con decirme: «No hagas caso», y seguramente habría tenido razón. Eso es lo que tenías que hacer si querías mantener un poco de orgullo: no hacer caso.

Aunque no se nos obligaba a ir a la iglesia, se daba por sentado que íbamos por lo menos una vez por semana, los domingos, preferiblemente por la tarde, para su comodidad. Si íbamos por la tarde interferíamos menos. Un día el reverendo me preguntó si yo estaba confirmada. Le dije que no, y él quiso saber la razón. Yo le respondí: «Bueno, mi madre no le daba importancia, nunca me ha hablado de ello, y ahora que tengo quince años no creo que valga la pena preocuparse». Al fin y al cabo, yo no veía qué tenía que ver ser pinche de cocina con estar confirmada. Lo que quiero decir es que eso no influía en mi trabajo. Sin embargo, como es natural, al reverendo le preocupaba mucho todo lo relacionado con mi religión y con mis cuestiones morales.

De hecho, a lo largo de mi vida en el servicio doméstico he visto que a los señores siempre les preocupaba mucho tu bienestar moral. Les daba igual tu bienestar físico. Mientras pudieras hacer el trabajo, tanto les daba que te doliera la espalda, el estómago o cualquier otra cosa. En cambio, todo lo que tuviera que ver con tu moral pasaba a ser asunto suyo. Eso es lo que ellos llamaban «cuidar de los criados», interesarse por los de abajo. No se preocupaban de las largas horas que echabas, de la falta de libertad ni tampoco de lo exiguo de los sueldos, siempre y cuando trabajaras mucho y fueras consciente de que Dios está en el cielo y lo ha dejado todo dispuesto para que tú vivas abajo y trabajes mientras ellos viven arriba con lujos y comodidades. Eso les parecía bien. Yo pensaba a menudo en lo incongruente que era que el reverendo hiciera sus oraciones matinales y que las terminara diciendo: «Ahora demos gracias por lo que tenemos». Yo pensaba: «Pues ellos van a tardar mucho más que nosotros en dar gracias».

Abajo siempre nos reíamos a costa del reverendo.

En aquella época yo no entendía casi nada de lo que decían, supongo que sería porque en casa, con mis padres, no se contaban chistes verdes; estas cosas nunca se habían cruzado en mi camino. Me acuerdo de una vez que estaba limpiando verduras en un cacharro y una de las doncellas dijo al pasar: «¡Oh! ¡Tiene un nabo metido en la cazuela!». Todos se echaron a reír a carcajadas, pero yo no tenía ni idea de por qué.

El reverendo y las ocho hijas que había tenido con su primera mujer era un tema que salía a menudo. Comparaban al reverendo con el clero católico, que no se casa, y decían que cómo podría subirse al púlpito y hablar de los pecados de la carne, y hacían tantas insinuaciones que yo no entendía nada de nada. No es que yo fuera ingenua. Veía el contraste de un clérigo que se supone que predica sobre la vida espiritual y la vida en el más allá y sin embargo tiene una familia enorme, con ocho hijas; yo veía que algo no encajaba, aunque supongo que, por aquel entonces, ocho hijos no era tanto. Pero ser clérigo, casarse en segundas nupcias para intentar tener un hijo varón y heredero, e ir a tener otra hija… la verdad es que resultaba imposible no reírse. Era como si el viejo se hubiera llevado su merecido. Ahora sé que yo no tendría que haber entrado al trapo, después de ocho hijas y todo lo que eso llevaba aparejado, porque desde luego, al cabo de un tiempo terminé entendiendo a qué se referían y empecé a aportar lo mío.

Una carece de valor moral para evitarlo. Mientras serví, aguanté muchas cosas que no me gustaban. Además, si no las hacías los demás pensaban que te ponías por encima, y al fin y al cabo tenías que trabajar con ellos. Y no solo trabajabas con ellos, sino que vivías con ellos y casi dormías con ellos. Compartías dormitorio, así que más te valía llevarte bien con ellos, porque eran toda tu vida.