Aunque el señor Clydesdale tenía su propio chófer-jardinero, dos mañanas por semana venía a recogerle a la puerta un coche tirado por un caballo viejo y decrépito. Por su pinta, más bien tendría que haber estado en el matadero. Lo llevaba un viejo que se llamaba Ambrose Datchet.
Este señor, según me dijo cuando habló conmigo (lo cual no ocurría muy a menudo, porque con quien hablaba sobre todo era con la cocinera) había sido jardinero en una casa muy grande, mucho más grande que ninguna en la que hayamos trabajado mi madre o yo. Tenía dos mayordomos, dos jefes de cocina, siete lacayos, seis doncellas y más de veintiocho jardineros, uno de los cuales era él. Empezó como mozo de vestíbulo, pero no le gustaba trabajar dentro. Además, cuando vio a los lacayos siempre uniformados y con guantes blancos, a veces incluso con pelucas, dijo que no podría vivir así, de modo que salió y se convirtió en jardinero.
Yo le oía hablar a menudo con la señora McIlroy de cómo eran las cosas en aquella casa enorme. Yo escuchaba sus conversaciones emocionadísima —ya saben lo que pasa cuando oyes algo que crees que no deberías oír, que te crees que es algo inaudito—. Pues bien, según el tal Ambrose Datchet, en aquella casa siempre ocurrían cosas de lo más escandaloso, y lo más raro era que no sucedían entre las criadas, sino entre lacayos, mayordomos y la gente de arriba, y no solo entre los dueños de la casa, sino también con las visitas. Una vez le oí decir a la señora McIlroy: «¡No, la señora no!», y Ambrose Datchet le contestó: «Lo vi con mis propios ojos». La señora McIlroy preguntó: «¿Qué, con ella?». Y él respondió: «Sí, y también con él; era… era un joven muy apuesto». Yo me figuré que uno de los lacayos se habría liado tanto con el señor como con la señora de la casa.
Claro que Ambrose Datchet vio tantas cosas con sus propios ojos que debía tener ojos en el cogote, porque le oí decir eso de «Lo vi con mis propios ojos» por lo menos cien veces.
Una vez me contó una historia sobre una chica de pueblo un poco burra que entró a servir. En su primera casa, la señora le dijo: «Elsie, tomaré el desayuno a las ocho en punto de la mañana». Y Elsie le contestó: «Muy bien, señora. Si no estoy abajo, no me espere».
Cuando Ambrose Datchet volvía de aquellos paseos con el señor Clydesdale, tenía permiso para bajar a la cocina. Si era verano, se tomaba un vaso de limonada; si era invierno se tomaba una taza de chocolate. Se sentaba ahí y se dedicaba a dar cháchara a la señora McIlroy, y a veces también al señor Wade, el mayordomo.
Antes de irse, atravesaba la cocina para ir a una especie de patio en la parte trasera. Al principio yo pensé que iba a hablar con nuestro chófer-jardinero, pero cuando volvía la señora McIlroy le decía: «Qué, Ambrose, ¿le ha cambiado el agua al pajarito?». Yo no tenía ni la menor idea de por qué se reían, pero se me quedaban mirando y yo me ponía roja como un tomate. Después, cuando me lo explicaron, yo también me reí. La señora McIlroy parecía un poco estirada, pero cuando se ponía a hablar lo hacía como la que más.
La señora Clydesdale salía casi todas las mañanas a dar un paseo. A mí eso me daba pavor, porque a la vuelta se dedicaba a inspeccionar la puerta principal. Los dorados de esa puerta principal eran un horror indescriptible. El picaporte era muy enrevesado y el limpiametales se metía por las rendijas; había también una aldaba enorme con forma de gárgola, bien grande. Estaba llena de huecos y recovecos. Además, también había un gran buzón dorado. Había dorados por todo el portal. Algunas mañanas, cuando hacía mucho frío y se me llenaban las manos de sabañones, no me empleaba a fondo. Yo creía que no dejaba nada que se viera, pero ella siempre encontraba algo.
Cuando la campana sonaba dos minutos después de su vuelta a casa, yo ya sabía el porqué. La primera doncella bajaba y me decía: «La señora quiere que Langley (ésa era yo) suba al gabinete».
El solo pensamiento de tener que subir hacía que me temblaran las piernas, porque sabía lo que me iba a decir, y que iba a ser algo sobre la puerta principal. Siempre empezaba con algún comentario ambiguo, del tipo de «Langley, ¿qué ha pasado esta mañana en la puerta principal?». Lo mismo podía referirse a si yo había visto algo como a que no estaba bien limpia, pero yo sabía perfectamente a qué se refería. Después, seguía: «Langley, aquí tiene una buena casa, buena comida y está bien alojada. Ha aceptado un trato, por lo que espero que, a cambio, haga bien su trabajo». Para cuando llegaba ese momento yo ya me había echado a llorar y me sentía muy poca cosa. Solo tenía quince años. Cuando ya llevaba un poco más de tiempo sirviendo me hice mucho más dura, y ni me inmutaba cuando me decían cosas así.
Cuando volvía abajo, hasta la señora McIlroy se ponía de mi parte y me decía: «Vamos, vamos, no te preocupes, chiquilla. Piensa siempre que los cuerpos de ellos funcionan igualito que los nuestros». Yo no veía cómo me podía consolar saberlo cuando, por añadidura, los cuerpos de ellos podían funcionar con todas las comodidades. Nosotros no teníamos más que un cuarto de aseo abajo, que era la guarida de una fauna de arañas peludas, escarabajos negros y todo tipo de insectos.
Muchas veces Mary se despertaba por las noches con ganas de ir al aseo. Compartía conmigo la buhardilla y, como le daba miedo bajar sola todas aquellas escaleras, me despertaba para que la acompañara. Bajábamos siempre de puntillas, evitando las escaleras que chirriaban. Como si fuéramos delincuentes. De hecho, así lo habría pensado la señora Clydesdale de haberse enterado, porque para ella los criados debían ser seres tan regulares en sus costumbres como en todo lo demás, y no tenían por qué visitar el cuarto de aseo por las noches.
Una mañana en que los señores Clydesdale habían salido, el señor Wade bajó y le preguntó a la señora McIlroy si podía prescindir de mí unos instantes. La señora McIlroy y el señor Wade se llevaban bastante bien, aunque la señora McIlroy siempre pensó que el señor Wade guardaba algún secreto. Cuando yo ya llevaba varios meses allí, un día volvió borracho como una cuba, y nos lo encontramos vestido con uno de los trajes del reverendo. Lo despidieron en el acto. Cuando entramos en su dormitorio, que estaba detrás de la despensa del mayordomo, nos encontramos que tenía el armario lleno de botellas de whisky vacías. Tal vez fuera ése su secreto.
En todo caso, cuando aquella mañana el señor Wade bajó y le preguntó a la señora McIlroy si podía prescindir de mí unos instantes, ella le pregunto que por qué. «Para el tentetieso de las diez en punto», explicó él. «¿El tentetieso de las diez en punto, dice usted, señor Wade?». «En efecto», respondió él. «Muy bien, puedo prescindir de ella media hora», dijo la señora McIlroy. Entonces nosotros fuimos arriba, abrimos la puerta principal y nos quedamos mirando.
Por todo Adelaide Crescent había coches, y a su lado chóferes primorosamente uniformados. Vestían un pantalón amplio hasta la rodilla, botas relucientes, viseras y guantes blancos. Algunos uniformes eran grises, otros verdes y otros azules. Los chóferes estaban firmes junto a los coches, listos para cuando salieran sus señores.
En el momento en que iban a dar las diez, fue prácticamente como si la calle entrara en acción. Empezó en la segunda casa después de la nuestra. Se abrió la puerta y salió un anciano caballero. Un mayordomo le ayudaba a bajar las escaleras; tras él salió una ancianita del brazo de la primera doncella, seguidas por la segunda doncella, que cargaba con un escabel y un horroroso perrito faldero con pinta de ser muy viejo. Acomodaron a la pareja en el coche, colocaron el escabel bajo los pies del anciano caballero y pusieron al perro con ternura en el regazo de la ancianita. El chófer se inclinó sobre ellos y, con mucho cuidado, los arropó con una manta. No tenía que darles ni pizca de aire (aunque Dios sabe que, unos años después, sobre ellos sopló el aire amargo de la adversidad), y así se marcharon. La escena se repitió en toda la calle. Eso era «el tentetieso» de las diez en punto.
Después, el señor Wade me dijo que me iba a enseñar la casa, porque, al ser yo pinche de cocina, en todos los meses que llevaba allí no había visto nada más que las escaleras de atrás. Solo había ido del sótano a las buhardillas.
¡Menudo contraste con la parte donde vivíamos nosotros! Por todas partes había alfombras magníficas, muy gruesas y de todos los colores; alfombras de Turquía y de China en el gabinete, el salón, el comedor y los dormitorios. También había butacas muy bonitas y muy grandes, estupendas cortinas de espeso terciopelo y preciosas camas con colchones tan gruesos que ninguna princesa habría podido notar un guisante de haber dormido en ellos, como en el cuento. Todo indicaba que allí se llevaba una vida cómoda y desahogada.
Pensé en nuestra habitación, donde en verano reinaba un calor tropical y en el invierno un frío helador, hasta el punto de que cuando por la noche dejábamos agua en la jofaina se formaba una capa de hielo que por la mañana teníamos que romper para lavarnos. Ni siquiera podíamos bañarnos cómodamente; lo único que teníamos era una bañera para baños de asiento, y para bañarnos teníamos que subir el agua, gota a gota, desde el cuarto de baño, dos plantas más abajo, y volverla a bajar cuando la vaciábamos. Además, nunca supe muy bien qué hacer con aquellos baños de asiento, si sentarme con las piernas muy dobladas para poder meterlas en el agua, poniendo las rodillas bajo la barbilla, o si sentarme dejando las piernas colgando fuera. Lo hiciera como lo hiciera, terminaba congelada.
Después pensé en lo que llamábamos la sala de los criados, que era realmente nuestra sala de estar. Ellos tenían lámparas, preciosas lámparas de lectura con tulipas monísimas. En cambio, en la sala de los criados apenas teníamos una bombilla con una pantalla de porcelana. El suelo estaba cubierto con un viejo linóleo de color marrón, teníamos unas sillas de mimbre deformes que un día adornaron su invernadero y ahora ya no se consideraban lo bastante buenas ni para eso. Las paredes eran deprimentes, pintadas hasta la mitad de un marrón brillante y el resto, hasta el techo, de un verde bilioso de pintura al temple. Cubríamos la mesa con un paño viejo. Así era nuestra sala.
Mary y yo teníamos sin duda la peor habitación, pues éramos las dos criadas de menor categoría. Pero incluso la señora McIlroy no tenía más muebles que los que los señores habían desechado. La cama era una que había tenido Leonora en algún momento y ahora no se consideraba lo bastante buena para ella. Los trozos de manta con que nos arropábamos venían de sus dormitorios. Mirases donde mirases, la diferencia saltaba a la vista. ¡Habría bastado con un gesto para amueblar nuestras habitaciones con unas pocas cosas nuevas! ¿Por qué teníamos que quedarnos siempre con sus trastos viejos?
Había una tarea que yo odiaba particularmente. Cuando el chófer-jardinero tenía el día libre, me tocaba sacar a pasear a la horrible perrita de la señora Clydesdale. Era una doguillo, tan cebada y tan gorda que era casi cuadrada. Se llamaba Elaine, pero en mi cabeza no cabía ningún Lanzarote que pudiera encapricharse de ella[4]. Por lo general la paseaba arriba y abajo por Adelaide Crescent y, por supuesto, la perra se pasaba el rato dando vueltas a los árboles. Todos los chicos de los recados —por aquel entonces había cientos— me silbaban y me decían: «Se ve que has sacado a pasear al mono, ¿dónde te has dejado el organillo?». Detestaba esa tarea.