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La comida principal de los señores Clydesdale era la de la noche, aunque estuvieran solamente ellos dos, su hijita Leonora y la institutriz. Las niña y la institutriz comían aparte, las dos juntas, salvo los domingos, en que se permitía a Leonora comer con sus padres. Siempre había cinco platos, a veces seis.

Empezaba con sopa de alguna clase. A la señora McIlroy se le daba muy bien hacer sopa ligera. Siempre teníamos buenos huesos del carnicero, que ella echaba en un puchero que dejaba en un lado del fogón, para que estuviera ahí todo el día, con hierbas en una bolsita de muselina, una zanahoria, cebolla y nabo. A última hora de la tarde sacaba el hueso, las hierbas y las verduras, y echaba unas cáscaras de huevo; no los huevos enteros, sino solo las cáscaras, y lo batía con fuerza. Entonces arriba se hacía espuma, y a mí me tocaba espumar —y era un quehacer la mar de entretenido—. Cuando había retirado con la cuchara todo lo que se podía, cogía papel vegetal y lo pasaba por encima del líquido con mucho tiento, para terminar de absorber la grasa.

A veces necesitaba más de doce papeles. Para entonces, la sopa estaba clara, con un color pálido, ligeramente dorado, pero clara como el agua.

A veces era sopa de tomate. Desde luego, no salía de un bote. Ninguna sopa salía de un bote. La sopa de tomate también la hacíamos con caldo; siempre teníamos un puchero de caldo al fuego. Cuando yo llegué a cocinera, también lo hacía. Todos los huesos se reservaban, ya fueran traseras de cordero, piernas de cordero o costillas… No había un hueso, ni un trocito de verdura sobrante, que no terminara en el puchero del caldo. Para hacer la sopa de tomate, la señora McIlroy derretía mantequilla (nunca margarina, todo lo hacíamos con mantequilla) en un lado del fogón, para que se quedara solo un poco derretida. Después la espesaba con harina, añadía el caldo, los tomates cortados por la mitad y todo se mezclaba hasta que espesaba. Al final, había que pasarlo por el tamiz de alambre. Este también era un trabajo largo, porque había que retirar las pepitas y la piel.

Otra de las especialidades de la señora McIlroy era la sopa de setas.

Se hacía de manera similar, solo que las setas se pasaban por un tamiz de crin. Decía que si las pasabas por el tamiz de alambre lo que sacabas eran trocitos muy menuditos, porque las setas, al ser tan suaves, se colaban fácilmente a través.

El tamiz de crin tenía la misma forma que el de alambre, pero en lugar de estar cubierto de alambre llevaba crines muy finas, como las del caballo, aunque parecían más finas todavía.

Unos cinco minutos antes de que la señora McIlroy enviara el plato arriba, echaba en la sopera medio vaso de nata; era una sopera muy grande, de porcelana, con un cucharón que tenía un mango muy largo. Yo siempre me acordaba de ese refrán que dice «Quien con el demonio haya de comer, larga cuchara ha menester», y decía: «Ahí arriba, con ese cucharón, cenarán con el demonio tan a gusto».

Si sobraba algo, la señora McIlroy me lo daba a mí, porque no había suficiente para todos. Yo siempre tenía hambre, y me comía todo lo que se pudiera comer. Ella decía: «Luego no te va a caber tu comida, espérate y después lo tomas todo junto», pero yo nunca dejé nada en el plato. Creo que es por los años de hambruna que pasé de niña, porque incluso ahora puedo comerme todo lo habido y por haber.

Era frecuente que hubiera un entrante para cada plato. La señora McIlroy a veces preparaba un áspic de gelatina con trozos de pollo. Hacía ella misma el áspic con caldo y gelatina; hoy en día todo se compra preparado. Si la víspera habían tomado pollo y quedaban sobras, yo lo cortaba en trozos pequeños y la señora McIlroy preparaba el áspic con la gelatina, el caldo y el aliño. Se metían los trozos de pollo dentro y luego se ponía en una nevera. No había refrigeradores como los de ahora, por supuesto.

Lo que teníamos era una caja grande de metal galvanizado, y el vendedor de hielo pasaba todas las mañanas con un trozo grande de hielo que yo colocaba en una bandeja situada en la parte alta de la caja. Ahí se metía la comida que tenía que estar al fresco. Como teníamos una despensa que estaba hecha prácticamente toda de pizarra, y que encima estaba en el sótano, era poca la comida que se echaba a perder. De todos modos, nadie hacía intención de almacenar comida, porque la traían fresca a diario.

Después venía el plato de pescado. A veces era salmón, cuando era la temporada; otras veces eran platijas, o rodaballo, y cada uno iba con la salsa correspondiente: holandesa, tártara o mayonesa. Hacer la mayonesa era cosa mía.

¡Menudo trabajo! Pensé que nunca llegaría a salirme bien. Primero echaba una yema de huevo en un cuenco y luego añadía aceite de oliva, pero una pizca, solo una pizca, y empezaba a batir, batir y batir hasta que me quedaba una mezcla amarilla preciosa, parecida a las natillas. Pero, si intentaba hacerlo más rápido, por ejemplo echando el aceite de oliva solo un poquito más deprisa, se cortaba, había que tirarlo y volver a empezar. ¡La cantidad de salsa mayonesa que pude tirar!

Luego venía el plato principal, que a veces era un redondo de ternera y otras, si tenían visita, podía ser toda una trasera de cordero, o pierna de lechal.

La señora McIlroy hacía un glaseado muy bonito. La verdad es que nunca llegué a saber cómo lo hacía. Ahora se puede comprar envasado, pero ella hacía el suyo propio con una especie de azúcar tostado. Cuando se derretía adquiría un color precioso de caramelo tostado, y lo rociaba por la pierna o la trasera antes de mandarlo arriba; realmente tenía una pinta soberbia.

Luego venía el postre. Podía ser cualquier cosa, pero casi siempre era algo frío. Podía ser un batido de chocolate, que se hacía con chocolate rallado, huevos y azúcar blanca, o podía ser fruta, fruta fresca con azúcar hervida para hacer un almíbar que luego se filtraba sobre ella, o una compota de naranja o de plátano; no siempre eran cosas pesadas, porque al reverendo Clydesdale no le gustaban mucho. A veces le apetecía tomar unas sardinas o unas anchoas con una tostada, nada muy elaborado.

Después se sacaba el queso, y luego el café. Ésa era su cena. Lo que tomábamos nosotros eran las sobras de la víspera, macarrones con queso o pan tostado con queso. No era por culpa de la señora McIlroy; era que no tenía permiso para darnos más. Algunas doncellas no paraban de gimotear diciendo que nunca comían lo bastante. Yo no me quejaba, pero tenía la sensación de que aquello no era justo.

Aunque ellos no cenaban hasta las ocho, yo tenía que tener la mesa dispuesta para la señora McIlroy antes de las seis, porque hacía a mano todo lo que cocinaba. Por ejemplo, si preparaba un suflé de queso, que era algo que les gustaba mucho, lo hacía con queso parmesano, que tiene una textura más ligera y pesa menos que el queso ordinario. Ahora se puede comprar el queso parmesano ya rallado y envasado, desde luego, pero por aquel entonces comprabas un trozo y, créanme, era duro como una piedra, y yo lo rallaba con el lado fino del rallador. Eso me quitaba mucho tiempo, y al principio también parte de los nudillos.

Si se servía salsa de rábanos, también había que prepararla a mano. Rallar rábanos es mucho peor que rallar cebollas; yo lloraba como una magdalena. Odiaba esa tarea. Si había espinacas a la crema, se tenían que pasar por el tamiz, y era otro quehacer que llevaba su tiempo.

Pero lo peor de todo era cuando había pastel de carne picada. Había que pasar la carne de vaca cruda, en general un filete, por el picador. No era nada fácil. Pero, si había que pasarla por el tamiz de alambre, todavía cruda, se pueden imaginar el tiempo que requería. La primera vez que lo intenté creí que sería imposible, pero al final vi que, invirtiendo el tiempo necesario, se consigue.

La carne pasada por el tamiz se mezclaba luego con hierbas y una yema de huevo, se envolvía en un trozo de muselina y se ponía a cocer a fuego lento con un poco de caldo no más de veinte minutos. De ese modo, al abrirla seguía más o menos cruda, pero, al estar picada tan fina por el tamiz, sabía como si se hubiera cocinado hasta ponerse tierna. Era una cosa fantástica, pero exigía mucho trabajo.

Cuando se servía caza, se acompañaba con patatas fritas.

Ahora cualquiera puede comprarse una bolsa o un bote de patatas fritas, pero por aquel entonces había que hacerlas a mano. Primero se pelaban las patatas. A continuación se extendía un lienzo a lo largo de toda la mesa y se cortaban las patatas en rodajas tan finas que al ponerlas delante de los ojos se pudiera ver a través. Eran como lonchitas de aire. Se extendían en el lienzo, cada una por separado. Luego se ponía otro paño encima, hasta que se secaran. Después se ponía manteca de cerdo a derretir, pero no grasa de carne asada, porque tenía demasiado color. (No comprábamos la manteca por cuartos de kilo, sino por «vejigas», como se decía por allí. Tenían más o menos el tamaño de un balón de rugby, y también una forma parecida). Se derretía un poco en una sartén que fuera muy profunda, y cuando empezaba a hervir y salía humo azul, se echaban las rodajas de patata, pero de una en una, porque si las echabas de golpe se pegaban y ya no se separaban. Para cuando echabas la última, las primeras ya estaban fritas, así que tenías que correr como una loca para sacarlas y echar otras. Si las dejabas un minuto más de lo debido, en lugar de patatas con un tono pálido y dorado, te salían de color marrón oscuro y duras como la piedra.

Cuando mi madre me preguntó si había aprendido mucho sobre cocina, yo le contesté: «No, mamá, no hay tiempo para eso». Sin embargo, supongo que en realidad sí estaba absorbiendo conocimientos, porque cuando empecé a trabajar de cocinera yo misma me sorprendí de la cantidad de cosas que sabía.