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La cantidad de comida que entraba en aquella casa me parecía totalmente extraordinaria, al igual que la cantidad que se comía y que se desperdiciaba. No era raro que hubiera una trasera de cordero entera. Ahora no se ven muchas, pero las de entonces eran una hermosura. Y también los solomillos. A veces solo se comían la parte inferior del solomillo y dejaban toda la parte alta, y eso era lo que cenábamos nosotros. Pero ni por ésas conseguíamos acabárnoslo, y al final se tiraba un montón. Cuando pensaba en mi familia, en casa, donde apenas llegaba la comida, se me partía el corazón.

El lechero pasaba tres veces al día: a las cuatro y media o cinco de la mañana dejaba la leche; luego, a eso de las diez, se daba otra vuelta con más leche y los pedidos que le hubieras encargado. Llevaba también, desde luego, nata y huevos, pero, si querías mantequilla, pasteles o algo por el estilo, volvía una vez más alrededor de las dos de la tarde.

Nunca he visto tanta leche, nata y huevos. En aquella casa entraban pintas enteras de nata prácticamente a diario, incluso aunque no hubiera invitados, cuando solo estaban los señores Clydesdale, su hija y la institutriz. Al principio de estar yo allí la leche se servía desde una enorme lechera que tenía un asa. No era como las lecheras que llevan —o llevaban— rodando en las estaciones del tren, sino otro tipo, que el lechero acarreaba a mano. Pero muy poco después se pasó a las botellas, lo cual era mucho más limpio, desde luego, porque las latas solían dar olor.

Casi todas las compras se encargaban en alguna de las grandes tiendas de Hove, como Fortnum & Mason’s; para hacer encargos no hacía falta más que ser miembro. Supongo que era, en cierto modo, como una cooperativa para ricos. Lo que ya no sé es si te llevabas dividendos.

Tenían de todo: verduras, carne, pasteles y otros comestibles habituales.

La señora Clydesdale bajaba a eso de las diez y daba los menús del día a la cocinera; si la señora McIlroy necesitaba algo que no tuviera, no tenía más que llamar y pedir que se lo trajeran. Por aquel entonces eso era lo único que tenías que hacer con los comerciantes: llamarles. De hecho, el carnicero y el verdulero se pasaban para tomar el pedido cuando consideraban que la cocinera ya sabría lo que iba a necesitar para el día, y volvían con las provisiones en menos de media hora.

El pescado no lo traían ellos. De eso se encargaba un hombre que venía desde la playa y traía el pescado en un balde lleno de agua de mar, todavía vivo. A mí aquellos peces me daban pavor, porque cuando les cortaba la cabeza aún saltaban y se retorcían.

Un día trajo una platija enorme y, cuando la coloqué en la tabla para cortarle la cabeza, pegó un brinco en el aire y con su afilada aleta me hizo un buen rasguño justo debajo de la nariz. Mary se me quedó mirando y me dijo: «¿Se puede saber qué te ha pasado en la nariz?». Yo le contesté: «Un pez ha pegado un brinco y me ha arañado». No se me ocurrió volver a hacerlo, nunca más volví a intentarlo. A partir de ahí, cogía el atizador grande y les arreaba con él en la cabeza. Nunca llegué a averiguar cuál era la parte vulnerable del pez, pero mi sistema funcionaba.

El pescador también nos traía bogavantes vivos. Yo los dejaba en la despensa, metidos en una cazuela. La despensa era muy grande y no era solo un rincón lleno de estantes, sino que era una sala más, pero con el suelo de pizarra y estantes recubiertos también de pizarra, que incluso en verano estaban muy fríos.

Yo dejaba en el suelo las cazuelas con los bogavantes, y cuando iba a buscarlos por la noche, para la cena, ya nunca estaban dentro, sino que se habían escapado y andaban arrastrándose por ahí. Cuando los cogía, rara era la vez en que no me daban un pellizco. Nunca supe cuál es el sitio más seguro para agarrarlos.

Odiaba echarlos al agua hirviendo. La señora McIlroy decía que se morían en cuanto tocaban el agua, pero yo no estoy tan segura. Nunca llegué a creérmelo, porque lo que sí es seguro es que en cuanto los echaba al agua daban una sacudida espantosa.

La señora McIlroy no tenía «arreglos» con las tiendas pero, no obstante, cuando llegaban los pagos trimestrales muchas veces tenían un detalle con ella, y a finales de año le daban «un buen descuento», como ellos decían.

Quien realmente elegía las tiendas era la cocinera, así que siempre que iba le sacaban la alfombra roja. Es que, aunque el servicio de nuestra casa tampoco fuera muy grande, la comida era realmente de muchísima calidad. Además de con su sueldo, todas las cocineras podían contar con esas compensaciones de las tiendas con las que trataban.

Pero volvamos a cómo eran mis jornadas. Me di cuenta de que lo que pensé que era trabajo para seis era, en realidad, para una, y que esa una era yo.

Me levantaba a las cinco y media, bajaba las escaleras arrastrándome y me plantaba delante del fogón. Lo encendía, lo limpiaba, y encendía el fuego en la sala de los criados.

Después salía disparada para ocuparme de la puerta principal, que era toda blanca y de bronce, y aquélla era una tarea muy poco agradecida, sobre todo en invierno, porque en cuanto conseguía tenerla toda reluciente la brisa marina la deslustraba. Así que, para cuando la señora la veía, siempre le encontraba algún defecto.

Después había que fregar catorce anchos escalones de piedra.

Me volvía abajo, y ya estaba Mary esperándome con las botas y los zapatos.

Me acuerdo de la primera mañana. Me dijo que Carrie (que era la primera doncella) esperaba que yo supiera limpiar las botas y los zapatos. «¡Pues claro que sé! Al fin y al cabo, es algo que ya he hecho en casa», dije yo. Lo que yo no sabía era hacerlo como ellos querían que lo hiciera.

El reverendo se ponía botas a diario: negras entre semana, y marrones los domingos. Por la tarde se cambiaba, para ponerse zapatos negros de charol. La señora llevaba zapatos marrones o negros, a menudo los dos a lo largo del día. Luego estaban los de la institutriz y los de Leonora. Hice estos últimos, y me pareció que habían quedado muy bien. Desde luego, las punteras brillaban.

Cuando Mary volvió me dijo que no estaban bien, que no estaban nada bien. Yo le pregunté: «¿Qué tienen? A mí me parece que así están bien». «De acuerdo, si quieres me los vuelvo a subir, pero seguro que Carrie me manda otra vez con ellos», me contestó.

Regresó al cabo de dos minutos y me dijo: «Ya te lo dije, así no valen. No has limpiado las lengüetas por dentro». «¿Por dentro? —contesté yo—. No sabía que hubiera que limpiarlas por dentro». Lo hice, abrillanté los zapatos otro poco, y Mary volvió a subírselos.

Unos segundos después regresó y me dijo: «No has hecho los cordones». Yo repetí: «¿Que no he hecho los cordones?». Y ella: «Ah, pero ¿no lo sabes? Tienes que planchar los cordones. Los quitas y los planchas». Yo pensé que estaba de guasa. «¿Que planche los cordones?», contesté yo. Y ella me dijo: «Sí». Verán, por aquel entonces los cordones no eran finos, como los de ahora, sino que eran cintas con una anchura de alrededor de centímetro y medio, y los cordones de la señora Clydesdale y los de Leonora tenían en realidad una anchura de casi dos centímetros y medio, y yo tenía que sacarlos y plancharlos.

No había, desde luego, planchas eléctricas, sino de hierro. Había que ponerlas a calentar al fuego, y eso requería cerca de un cuarto de hora. En toda mi vida he visto procedimiento más latoso.

Después tenía que limpiar los cuchillos, que por aquel entonces no eran de acero inoxidable. Los limpiaba con un aparato redondo, muy grande, con tres agujeros por los que se introducía el polvo para cuchillos, que era algo así como un polvo de esmeril. Luego se ponía un cuchillo en cada agujero, y se daba vueltas a la manivela.

A mí me daba la sensación de que estaba tocando un organillo. De hecho, esta tarea terminó siendo musical, porque mientras daba vueltas a la manivela, cantaba.

Un joven en pie ante el tribunal

suspiró con profundo resentimiento

cuando ella, la del casamiento,

posó sobre él una mirada triunfal.

(Para entonces ya tenía tres cuchillos limpios, y ponía otros tres).

Por mil libras lo llevó a juicio

pues él prometió sacrificio,

pero en vez de acudir al templo

se quiso marchar con el viento.

(Los tres siguientes).

No digo hasta pronto, sino adiós, Lu,

porque tengo a otra mejor que tú.

Si me quiere, por dinero no es;

sino que amor verdadero lo suyo es.

(Los tres últimos venían para la última estrofa).

El juez sonrió desdeñoso.

La chica lo tenía atrapado.

Pero aunque ella ganó al novio roñoso

a día de hoy el dinero no ha tocado.

Para entonces, ya era la hora de llevar una taza de té a la señora McIlroy. A continuación tenía que poner la mesa en la sala de los criados, para el desayuno, que la servidumbre tomaba a las ocho en punto.

Después, la señora McIlroy y yo preparábamos el desayuno para los de arriba.

Como las demás comidas, el desayuno de los señores era muy distinto del nuestro. Para la señora Clydesdale, lo importante era que estuviéramos alimentados, así que lo que tomábamos eran cosas como arenques, bacalao, estofados o gachas con leche. Sin embargo, dado que ninguno de aquellos nutritivos alimentos iba escaleras arriba, yo solo podía concluir que incluso sus órganos internos eran distintos de los nuestros, visto que lo que a nosotros nos alimentaba a ellos no debía sentarles nada bien.

Siempre había que estar ahorrando.

En los años que pasé en el servicio doméstico me di cuenta de que el ahorro siempre empezaba por los criados, y también terminaba en ellos.

Arriba se tomaban unos desayunos inmensos, tanto si tenían visitas como si no. Tomaban panceta y huevos, salchichas, riñones, pescado —ya fuera ahumado o con arroz y huevo—, y no una o dos de estas cosas, sino todas y cada una de ellas.

Yo no podía dejar de pensar en mis pobres padres en casa, donde para el desayuno solo había tostadas. ¡Y toda aquella comida iba arriba, para ellos, que nunca trabajaban! No podía evitar pensar en lo injusta que es la vida.

Por mucho que se lo dijera a la señora McIlroy, ella no lo veía. Aceptaba sin más lo que tenía. Pensaba que tenía que haber gente con dinero, y gente que no. Ella decía: «Si no hubiera gente con dinero, ¿qué haría la gente como nosotros?». Yo replicaba: «Pero ¿no puede haber un poco de igualdad, que el reparto sea más equitativo? Que ellos tuvieran un poquito menos, y nosotros un poquito más. ¿Por qué tenemos que trabajar nosotras en esta mazmorra y tener solo lo estrictamente necesario, mientras que ellos arriba tienen de todo? Al fin y al cabo, señora McIlroy, piense que la comida y el alojamiento forman parte de nuestro sueldo. Se supone que las dos libras mensuales que recibo en metálico se complementan con la comida y el alojamiento. Si el alojamiento que tenemos Mary y yo es como el que tenemos en la buhardilla, y si la comida es escasa, y los permisos tan pocos, ¿cómo pensar que lo nuestro es un pago justo?».

Yo ya pensaba esas cosas, incluso de jovencita.

Tal vez fuera por mi padre, porque a él le entristecían mucho las desigualdades de la vida. En cambio, madre no se lo tomaba así. Mientras pudiera beber un poco de vez en cuando, y mientras tuviera para darnos a nosotros de comer lo bastante, cosa que podía hacer en verano, no parecía preocuparle mucho. Papá, en cambio, acusaba más esas cosas.

En cuanto terminábamos de recoger el desayuno, nos poníamos a hacer la comida para mediodía.

El almuerzo, según la señora McIlroy, era una comida sencilla.

Sopa, pescado, chuletas o carne a la parrilla, y un dulce. Una de las cosas que me enseñó fue a presentar los platos. Por ejemplo, cuando había chuletas, ella aplastaba las patatas y hacía con ellas bolas apenas mayores que una nuez, que rebozaba con huevo y pan rallado; las colocaba en forma de pirámide en una fuente de plata y luego disponía las chuletas en corona, cada una con un papillote rizado blanco en el extremo del hueso, y perejil repartido alrededor de la fuente. Era una presentación de lo más lucida.

Para nosotros la comida principal era la del mediodía, porque por la noche solo tomábamos algunas sobras. Aunque fuera nuestra comida principal, nunca se componía de tres platos; para nosotros solo había carne y un postre. Eran platos bastante sustanciosos, pero no teníamos chuletas, ni filetes, ni nada de eso. Cuando había pescado, era en rodajas, o bacalao. En todo caso, la cantidad siempre era suficiente y, como yo no estaba acostumbrada a vivir con lujos, siempre me comía todo lo que había.