Creo que una de las peores experiencias era el momento de conocer a los criados, aunque en aquella casa, comparada con otras en las que estuve después, tampoco había tantos: un mayordomo, una camarera en lugar de un lacayo, dos doncellas —primera y segunda—, una institutriz, un chófer-jardinero, la cocinera y yo.
Lo primero que me dieron, antes de sentarme y tomarme el té, fue la lista de tareas de la pinche. Cuando la leí pensé que se habrían confundido, porque me pareció que era trabajo para seis personas.
Tareas de la pinche de cocina: levantarse a las cinco y media (a las seis los domingos), bajar, despejar el tiro del fogón, encender el fuego, engrafitar (por cierto, que para hacerlo no tenías cómodos botes con producto líquido, sino una piedra de grafito que, antes de irte a la cama, dejabas en un platito con agua para que estuviera en remojo toda la noche y que al día siguiente, ya un poco pastosa, pudieras restregarla. Yo no sabía eso, y nadie se molestó en explicármelo, así que al día siguiente intenté hacerlo con la piedra sin más; yo creía que solo tenías que frotar con ella. Nadie me avisó. No sé por qué se pensaron que yo lo sabría), limpiar el guardafuego de acero del fogón y sus utensilios (aquel guardafuego de acero, sin exagerar, medía por lo menos un metro veinte de largo, y lo acompañaban un badil enorme, unas tenazas y un atizador que había que restregar con papel de lija), abrillantar los dorados de la puerta principal, fregar las escaleras, limpiar las botas y los zapatos, y poner el desayuno de los criados. Todo eso tenía que estar hecho para las ocho. En cuanto a las cosas que estaban escritas para después del desayuno y a lo largo del día, la verdad es que no había visto una lista semejante en toda mi vida.
Entre el uniforme, la cofia, el pelo y la lista de tareas, para cuando Mary dijo: «Ven a tomar el té y a conocer a los criados», tuve la sensación de que la vida no podía depararme nada peor. Me sentía como si estuviera al fondo de un pozo, y pensé: «¿Cómo puede dejarme aquí mi madre y decirme que las cosas son mejores ahora, que ya no se trabaja tanto, que tienes más tiempo libre y que la gente piensa más en ti?».
Fui a la sala de los criados para conocerlos pero creo que, en realidad, nadie me presentó. Nadie se molesta en presentar a una pinche de cocina. Se limitan a mirarte como si fueras el último mono. Uno de ellos dijo: «Parece lo bastante robusta». ¡Más valía que lo fuera, créanme!
Me senté y me tomé el té, pero no sé ni cómo me lo tomé, con todos aquellos criados mirándome. Por suerte, mi madre —y también mi padre— siempre insistieron mucho con los modales en la mesa. Nunca nos dejaron sentarnos de cualquier manera, y siempre nos obligaron a utilizar bien los cubiertos.
Todavía no había conocido a la cocinera; había salido a ver una película. La cocinera tenía más tiempo libre que nadie. Podía salir todas las tardes que quisiera, siempre que volviera a tiempo para preparar la cena. Como es natural, a quien más ganas tenía de conocer yo era a ella, porque iba a pasar a su lado buena parte de mi vida.
Mary me dijo que la señora McIlroy —era escocesa— era una persona muy simpática, pero yo no me fie, porque Mary no dependía de ella, así que de poco me servía lo que Mary pensara de la cocinera.
Después del té me acerqué a la cocina a echar un vistazo. Eso bastó para terminar de hundirme en la depresión.
El fogón ocupaba un lado entero de la cocina, y yo me quedé mirándolo todo asombrada. En casa también teníamos un fogón, pero nunca lo encendíamos porque había una cocina de gas. Sin embargo, lo que había en aquella cocina era únicamente aquel enorme fogón, que para mí se iba a convertir en una pesadilla, aunque todavía no lo supiera. Había un horno a cada lado, uno grande y otro pequeño, y la pinche anterior lo había engrafitado tan bien que casi te podías ver reflejada en él. Yo nunca conseguí dejarlo así, no sé por qué. Ya dijo la cocinera que hay quien consigue lustrar, y hay quien no. Justo delante estaba el guardafuego, que también estaba lustrado y brillaba como la plata.
Enfrente estaba la alacena, toda ella de madera clara, con armarios amplios en la parte de abajo, y cinco anaqueles en la de arriba. No era como la pequeña alacena que teníamos en la cocina de mi casa, sino que en ésa se podía guardar una vajilla completa, y cuando digo completa no me refiero a las que se compran ahora, que en realidad son solo medias vajillas; lo que digo es que en aquellos anaqueles estaban colocados ciento veintiséis platos de porcelana; en la parte plana, la que quedaba justo encima de los armarios, había una sopera gigantesca, fuentes para la verdura y salseras. En mi lista de tareas estaba escrito que tenía que sacar todo eso una vez por semana, limpiar cada uno de los objetos y restregar la alacena.
La tercera pared tenía dos puertas. Una llevaba a la sala de los criados. Cuando nos sentábamos ahí para comer era entretenido mirar las piernas de los transeúntes y ponerles cara. Si veías pasar un par de piernas gordas decías: «Cincuenta años como poco», y otro respondía: «No, ésa no, debe tener retención de agua en las rodillas, o es paticorta».
Por cierto que nunca supe por qué lo llamaban sala de los criados. Más que una sala, era una salita. Pero en todos los sitios en los que estuve los criados se reunían en lo que se llamaba la sala de los criados.
La otra puerta daba a la despensa del mayordomo. Aunque lo llamaran despensa, no era un lugar donde se guardara comida. Había dos pilas, una para poner el jabón de lavar la plata, y otra para aclararla y lavar el cristal. El mayordomo y la camarera se ocupaban del cristal y de la plata, pero no de los cuchillos, que correspondían a la pinche de cocina.
Había una puerta más, en la última pared, que daba a un largo corredor que iba desde la puerta trasera hasta la cocina. Era un pasillo enorme, todo embaldosado. En ese pasillo, en la pared, había una larga fila de campanas con letreros que indicaban desde dónde habían llamado; salir inmediatamente al pasillo para ver qué campana había sonado también formaba parte de mis tareas. En la casa también tenían instalado un sistema de tubos acústicos. Tirabas de unas clavijas colocadas en la pared que hacían sonar un pitido en las salas de arriba, y así podías avisar a alguien de que le buscaban. Si no salías disparada al pasillo, la campana dejaba de sonar antes de que llegaras y te quedabas sin saber si llamaban del salón azul, del amarillo, del dormitorio principal, el segundo o el quinto, del gabinete o del comedor. Así que volvías a la cocina y le decías a la cocinera: «No sé qué campana era», y ella te reñía: «Tienes que ser más rápida, de lo contrario arriba se armará un lío de aquí te espero». Pero ¿qué podía hacer yo? Si estabas en plena faena, no podías dejarla de repente. Al principio aquellas campanas me ponían muy nerviosa, pero terminé entendiéndolas y no había nadie más rápido que yo para avisar cuando sonaban.
Todo el suelo de la cocina era de piedra; no eran las baldosas brillantes que se ven ahora, sino una especie de ladrillos muy anchos. Había que fregarlas todos los días. La mesa de cocina ocupaba todo el espacio a lo ancho. Era un trasto enorme y macizo que se sostenía con las cuatro patas cuadradas más grandes que he visto nunca, y la habían limpiado hasta conseguir una blancura que envidiaría cualquier detergente de hoy, y eso que entonces no teníamos más que jabón y bicarbonato. Ésa era la mesa de la cocinera que, según me indicó Mary, yo tenía que preparar.
Mary me dijo: «Sabes cómo se prepara la mesa de la cocinera, ¿verdad?». Y yo contesté: «Sí, sé las cosas que hay que sacar para cocinar», pero la verdad era que no tenía ni la menor idea.
Esa misma tarde, a eso de las seis, llegó la cocinera, la señora McIlroy. Parecía muy simpática. Vino hacia mí y me estrechó la mano, que era mucho más de lo que nadie había hecho.
Era una mujer de alrededor de cincuenta años, escocesa, más bien bajita, de pelo gris, muy con los pies en la tierra y bastante fea, pero de una personalidad tan agradable que no te dabas cuenta de lo fea que era.
Más adelante, cuando la conocí mejor, supe que, aunque la llamaban «señora McIlroy», el «señora» era solo un tratamiento de cortesía. A casi todas las cocineras, aunque estuvieran solteras y siguieran siendo «señoritas», se les decía «señora» cuando empezaban a hacerse mayores, y no solo lo hacían las personas para las que trabajaba, sino también los demás criados. Un día le dije: «Señora McIlroy, no entiendo cómo es que no se ha casado». Yo no escatimaba en halagos, porque siempre me ha parecido que dan sus frutos, sobre todo si se los dices a alguien que está por encima de ti, así que, aunque lo hice con mucho apuro, añadí: «¡Tiene usted una personalidad tan atractiva!». Ella me contestó: “Bueno, así son las cosas, hija. Cuando tenía alrededor de veinticinco años me miré en el espejo y me dije: «Has decidido ser una buena cocinera fea, y eso es lo que vas a ser toda tu vida. Eres fea, no cabe duda, y nadie va a querer casarse contigo, de eso tampoco cabe duda”. Razón no me faltaba».
Aquella primera tarde, después de presentarse, me dijo: «Bien, muchacha, ahora tenemos que ponernos manos a la obra. Puedes prepararme la mesa, ¿verdad?». Yo respondí: «Por supuesto», y ella subió a su habitación.
Puse en la mesa un cuchillo, un tenedor, una cuchara, la harina, la sal y un cedazo. Pensé que no necesitaría nada más para preparar la cena. Por suerte para mí, Mary pasó por allí y, después de explicarme muriéndose de la risa que mi idea de preparar la mesa de una cocinera era un disparate, me dijo: «Te voy a enseñar cómo se hace antes de que baje la señora McIlroy, no porque vaya a enfadarse, sino porque, si ve lo que has sacado, lo mismo se echa a reír». Mary se puso a ello. Sacó cuchillos de todo tipo, de todas las formas y tamaños: cuchillos grandes y largos para trinchar, pequeños para pelar la fruta, otros para untar, rebañadores para los cuencos, y también cucharas metálicas, no de las ordinarias —que eran como de aluminio coloreado—, sino otras, grandes, unas seis. Las de mayor tamaño tenían inscritas las medidas, desde unos gramos hasta cucharadas de postre. Sacó dos tamices, uno de crin y otro de alambre, un cedazo para harina y un batidor para los huevos. Como es natural, por aquel entonces no había batidores eléctricos. De hecho, no había siquiera de esos que tienen ruedas, sino que tenías como un artilugio de alambre al que dabas vueltas a mano. También sacó dos tipos de ralladores, uno fino para la nuez moscada y otro para el pan; una tabla de cortar grande y otra pequeña; tres o cuatro tipos de cuencos; pimentón, cayena, sal común, pimienta y vinagre. Todas esas cosas ocupaban la mitad de la mesa, y había que colocarlas dos veces al día: para el almuerzo, aunque fuera únicamente de tres platos, y por la noche, para la cena, cuando se servían cinco o seis.
Cuando vi todo aquello le dije a Mary: «Es imposible que necesite tantas cosas», y ella me contestó: «Pues aún no has visto nada. Para la hora de la cena te pasarás el rato enjuagando cosas, porque la cocinera las habrá utilizado y querrá volver a hacerlo. Mientras prepara la cena necesita algunas de estas cosas dos o tres veces». Todo resultó ser cierto.