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Cuando al volver a casa le conté a mi madre que me habían dado la patada, se enfadó mucho. Debía estar un poco harta de que hubiera tenido tantos trabajos desde mi salida del colegio. Dijo: «Pensé que lo de la lavandería sería estable. Fuiste muy aplicada al volver allí al cumplir los catorce, y ahora que tienes quince, van y te dan la patada. Me parece que no va a quedar más remedio que meterte en el servicio doméstico, y no hay más que hablar».

Yo detestaba esa idea, pero ni siquiera se me pasó por la cabeza la posibilidad de protestar. Podría haber acudido a mi padre, porque él me lo consentía todo, pero en casa era mamá quien tomaba las decisiones, y él siempre le dejaba hacer y nosotros, los niños, siempre hacíamos lo que madre nos decía que hiciéramos. Eso es lo que hacían los niños por aquel entonces.

De modo que dije: «Bueno, de acuerdo». No es que yo supiera gran cosa de cómo era el trabajo, pero mi madre me aseguró que era bueno y que tenía muchas ventajas: buena comida, alojamiento, y todo eso. Y todo el dinero que te daban era para ti.

Desde luego, como pasa con muchas otras cosas cuando las ves con la distancia que da el tiempo, creo que mi madre contemplaba el trabajo doméstico desde la perspectiva de la vida de casada, con un marido que en invierno nunca tenía trabajo, siete hijos y un dinero que apenas llegaba para comer, y no hablemos ya de vestir. Para ella, los años del servicio doméstico la remitían a una época en que al menos tuvo un poco de dinero que podía considerar suyo, pero se olvidaba de algunas de las historias que nos había contado: que entró a servir a los catorce años, en 1895, que tenía que trabajar como si estuviera en galeras y que los demás criados se burlaban de ella.

Cuando le recordé todo eso, me dijo: «Ah, pero ahora cuando se entra a servir las cosas son distintas; el trabajo no es tan duro, tienes más tiempo libre y las libranzas y el jornal son mejores».

Yo le pregunté: «Entonces ¿qué hago cuando vaya a servir?», y ella me contestó: «Bueno, pues, dado que no te gusta coser (siempre lo odié), solo hay un sitio al que puedas ir, y es la cocina. Si fueras camarera tendrías que zurcir la mantelería, si fueras doncella tendrías que zurcir la ropa de cama, y si fueras niñera tendrías que zurcir, e incluso hacer, la ropa de los niños. En cambio, si eres pinche de cocina no tienes que coser nada de nada». De modo que dije: «De acuerdo, seré pinche de cocina».

Fui a una oficina de colocación de trabajo doméstico; por entonces había muchas y siempre tenían ofertas para pinches de cocina, porque era la posición más baja entre los criados de una casa. Tiene gracia, porque si querías ser cocinera y no tenías dinero para costearte el aprendizaje, la única manera de empezar era como pinche de cocina.

Me ofrecieron varios puestos, y finalmente acepté uno que estaba en Adelaide Crescent, en Hove, porque no quedaba muy lejos de mi casa. Era la casa del reverendo Clydesdale y esposa. Mi madre me acompañó a la entrevista.

En Adelaide Crescent había casas enormes. Para ir del sótano a las buhardillas había un total de ciento treinta y dos escalones, y los sótanos eran oscuros y parecían mazmorras. En la parte delantera del sótano, con rejas de hierro en todas las ventanas saledizas, estaba la sala de los criados. Cuando te sentabas ahí lo único que veías pasar era las piernas de la gente. La cocina estaba al otro lado del sótano y daba a los bajos de un porche que lo tapaba todo, así que desde ahí no veías nada de nada. Tenía un ventanuco en la pared, muy alto, por el que no veías nada, a menos que te subieras a una escalera. La luz tenía que estar encendida todo el día.

Esa calle es una de las que tiene más empaque en Hove. Las casas eran de estilo Regencia, e incluso ahora, en que las han convertido en pisos, no han alterado la fachada y se parecen bastante a como eran entonces, con los jardines en el centro. En aquella época, naturalmente, eran los residentes quienes tenían la llave de entrada a los jardines y el derecho de disfrutarlos, y les aseguro que ese derecho no se aplicaba a los criados.

Cuando mi madre y yo llegamos a aquella casa para la entrevista fuimos a la puerta principal. En todo el tiempo que trabajé allí, ésa fue la única vez que entré por la puerta principal. Pero aquel día sí lo hice. Nos hicieron pasar a un vestíbulo que a mí me pareció el colmo de la opulencia. En el suelo había una alfombra preciosa, y justo frente a la puerta de entrada había una escalinata enorme toda alfombrada, no solo el trocito estrecho que teníamos nosotros para cubrir el centro de nuestras escaleras. En el vestíbulo también había una mesa de caoba magnífica y un perchero, también de caoba, y grandes espejos con marcos dorados. Para mí, todo desprendía un halo de abundancia. Pensé que debían ser millonarios. Yo nunca había visto algo así.

Un mayordomo nos abrió la puerta, y mi madre dijo que yo era Margaret Langley, que había venido para una entrevista de pinche de cocina. Era un mayordomo muy bajito. Yo siempre había creído que los mayordomos eran hombres altos e imponentes. En el vestíbulo vimos a un caballero tirando a anciano y a la señora que nos iba a entrevistar. Nos llevaron a lo que era obviamente un cuarto de juegos.

La única que habló fue mi madre, porque yo estaba maravillada con aquel cuarto. Aunque no fuera más que un cuarto de juegos, las tres habitaciones en que nosotros vivíamos podrían haber cabido ahí dentro. También estaba abrumada por la timidez, porque por aquel entonces mi inseguridad me hacía pasar muy malos ratos. La señora Clydesdale me miraba de arriba abajo, y yo me sentía como en un mercado, imagínense, uno de esos mercados de esclavos. Parecía estar sopesando todas mis cualidades.

Mi madre le dijo que yo había estado haciendo trabajos como externa, pero no mencionó la lavandería porque pensó que no sería una buena referencia. Por aquel entonces, la gente consideraba que las lavanderías eran antros de perdición, por las obscenidades que decían las chicas que trabajaban allí.

La señora Clydesdale decidió que, dado que era fuerte y estaba sana, podría valer. Mi paga se estipuló en veintiuna libras al año, pagaderas por meses. Iba a tener una tarde libre, de cuatro de la tarde a diez de la noche, y domingos alternos con ese mismo horario. Nunca, en ninguna circunstancia, iba a volver a casa después de las diez. Debía disponer de tres vestidos estampados en azul o gris, cuatro delantales blancos y cuatro cofias, medias y zapatos negros de cordones. Siempre tendría que decir «señor» y «señora» si el señor o la señora Clydesdale se dirigían a mí, tenía que tratar a los criados superiores con el mayor de los respetos, y hacer todo lo que la cocinera me pidiera que hiciera. Mi madre dijo a todo «Sí, señora» o «No, señora», y prometió en mi nombre que yo haría todas esas cosas. Yo estaba cada vez más hundida. Era como si estuviera en la cárcel y hubiera llegado mi última hora.

Cuando salimos le dije a mamá cómo me sentía, pero ella pensaba que el trabajo me convenía, y ya no hubo más que hablar.

El problema era el uniforme. Mi madre puso mucho empeño en conseguir algo que de otro modo no hubiera podido ser: comprar todas aquellas cosas para mí costó cerca de dos libras. Sé que ahora parece una cantidad ridícula pero, en aquel momento, para nosotros, dos libras suponían la abundancia. No teníamos esas dos libras, pero ella se las arregló para que nos las prestaran y me equipó para el trabajo.

El día en que yo empezaba, sacó su viejo y desgastado baúl de hojalata, que siempre la había acompañado en el servicio doméstico, y yo metí dentro mis escasas posesiones. Al margen del uniforme, tenía muy poca ropa. Me puse elegante con una blusa, una falda y un abrigo que habían pertenecido a mi abuela.

Le pregunté a mi madre que cómo íbamos a llevar el baúl hasta Adelaide Crescent, que si íbamos a coger un taxi. Ella me contestó: «Estás loca de remate. ¿De dónde crees que podemos sacar dinero para eso? Papá va a pedir prestada la carretilla». En aquel momento, papá trabajaba con un decorador, así que iba a cargar el baúl en la carretilla para llevarlo hasta la casa. Debíamos tener una pinta muy curiosa: mi padre andando por la calzada con un baúl de hojalata en una carretilla, y mamá y yo siguiéndole por la acera. Cuando llegamos, papá arrastró el baúl de hojalata hasta el sótano.

Al despedirse, mi madre me dio un abrazo, lo cual era insólito porque en nuestra familia nunca había demostraciones de afecto. Yo tenía ganas de ponerme a gritar sin parar, y eso que no se iban a mucha distancia, pues vivíamos en la misma ciudad, pero para mí era horroroso ver a mi madre y a mi padre marcharse y dejarme en aquel lugar desconocido. Yo pensaba: «¡No, no puedo quedarme!», pero no lo dije. Sabía que tenía que trabajar, porque mis padres no podían permitirse que me quedara con ellos.

La primera persona a la que vi fue otra chica joven, más o menos de mi edad. Me dijo que se llamaba Mary y que era la segunda doncella y, señalando el baúl, añadió: «Voy a ayudarte a llevarlo arriba». ¡A llevarlo arriba! Yo jamás había visto nada semejante. Nunca pensé que en una casa pudiera haber tantas escaleras.

Partiendo del sótano, y hasta dos plantas por debajo de las buhardillas, había unas escaleras traseras para los criados, por lo que tú nunca te cruzabas con «ellos» y «ellos» nunca se cruzaban contigo corriendo por las escaleras ni nada parecido. Aquellas escaleras, desde luego, eran muy distintas de las escaleras principales. Solo tenían linóleo, el mismo que había en nuestra casa.

Fue una suerte que no tuviera mucha ropa, porque de lo contrario no sé cómo habríamos subido el baúl de hojalata hasta el dormitorio.

Cuando por fin llegamos, le pregunté a Mary: «¿Qué hago ahora?». Ella me contestó: «Lo primero es que te cambies rápido, te pongas el uniforme, y bajes. Por cierto, tienes que hacer algo con esos pelos, no puedes bajar así». Yo llevaba el pelo muy largo, porque era antes de la época en que todo el mundo se lo cortó. Había intentado hacerme un moño para entrar a servir y madre me había ayudado, pero se me había caído y me faltaban horquillas. Mary se ofreció a ayudarme y me estiró toda la melena hacia atrás para quitarme el pelo de la cara; yo, en cambio, me lo había puesto hacia delante para intentar estar más guapa. Pero Mary me dijo: «La cocinera no te dejará llevar así el pelo. Cuando te pongas la cofia, no debes tener ni un solo pelo en la frente». Así que me lo echó todo para atrás y me lo apretó en un moño, y además de ponerme todas mis horquillas me puso un montón de las suyas. Yo tenía la sensación de llevar un acerico en la coronilla. Cuando me lo toqué con la mano no sentí nada más que horquillas, y cuando me vi en el espejo, sin un solo pelo en la cara, me pareció que estaba espantosa. Lo que menos me podía imaginar es que no iba a dejar de tener esa misma pinta espantosa todo el tiempo que trabajé allí, así que, al menos, eso no fue muy importante en el comienzo.

Me puse el uniforme, ¡cómo lo odiaba! Por ser pinche de cocina, tenía que llevarlo tanto por la mañana como por la tarde. No me cambiaba para ponerme de negro, como hacían los criados que subían. Era un uniforme azul, pero no azul marino, sino entre azul marino y azul de Prusia. Después me tenía que poner uno de esos delantales muy anchos, con tiras por la espalda que se abotonaban en la cinturilla, y luego la dichosa cofia. Odié aquella cofia hasta que fui cocinera, y en cuanto llegué a serlo dejé de ponérmela. Eso me costó una batalla campal con una mujer con la que trabajé, pero siendo cocinera nunca llevé cofia.

Cuando terminé de vestirme, Mary dijo: «Ahora vamos a bajar a la cocina». Cuando llegamos, era la hora del té para los criados. La pinche de cocina no se sienta a tomarlo, pero la segunda doncella, sí.