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A los trece años me dieron una beca; era la edad en que se podía aspirar a una. En la solicitud tenías que explicar a qué te querías dedicar. Yo puse que quería ser profesora. Mis padres fueron a ver a mi maestra, pero cuando se enteraron de que no iba a ganar nada de dinero hasta los dieciocho, y que hasta ese momento tendrían que mantenerme y además comprarme libros y ropa, vieron que, sencillamente, era imposible. Las ayudas gubernamentales, ¿saben?, no existían por aquel entonces.

Me permitieron dejar el colegio porque ya había terminado el último curso y, de haber seguido un año más, habría repetido el mismo trabajo que el año anterior.

Cuando miro atrás, pienso que me hubiera gustado seguir los estudios, pero en aquel momento no me importó en absoluto. No pensaba que mis padres fueran duros, porque era consciente de que tenía que ponerme a trabajar. Yo sabía que necesitábamos dinero desesperadamente. He conocido el sufrimiento de la pobreza. Recuerdo que, cuando tenía unos siete años —al principio de la Gran Guerra; a papá aún no le habían llamado a filas—, no había nada de trabajo en cuestiones decorativas. Los hombres se habían ido al ejército, y las estrecheces económicas eran muchas.

Por esa época se abrió en la ciudad el comedor de beneficencia. Estaba en Sheridan Terrace. Era un edificio con revestimiento de piedra en el que ponían dos peroles calentados al carbón. Guardabas cola para recibir tu ayuda a mediodía, que era el único momento en que servían. Aquella sopa era espantosa. Era una sopa de guisantes, floja y aguada. Seguro que lo que le daban a Oliver Twist era algo parecido. Yo tenía que ir allí con la jarra del aguamanil para que me sirvieran. Mamá nunca supo la vergüenza que me daba llevar aquella jarra. Era de color blanco y tenía dibujos de rosas de color rosa. Los demás niños llevaban jarras esmaltadas, que a mí me parecían mucho más apropiadas para la situación. Además, andar por la calle cargando con una jarra de aguamanil llena de sopa de guisantes, como si no vinieras de allí y la hubieras conseguido sin más, fingiendo que no acababas de aceptar la caridad de nadie… la verdad es que, para eso, tenías que ser muy lista. Yo no quería decirle a madre cómo me hacía sentir, porque no había nadie más para ir a buscar aquella sopa.

Cuando llamaron a filas a mi padre, en 1916, la prestación que nos daban era ridícula, realmente ridícula. Era dinero de hambruna, no se le podía llamar de otro modo.

Después, el carbón empezó a escasear. Si tenías una cocina de gas, ni siquiera podías llevarte a casa medio quintal de carbón, y era yo, aun siendo tan pequeña, quien iba al ayuntamiento para que nos dieran el permiso. Yo iba y les daba «mi palabra honor» de que no teníamos cocina de gas, que nunca la habíamos tenido y que todo lo cocinábamos en el fogón, y siempre lo hice como si tal cosa. ¿Se imaginan crecer aguzando de ese modo el ingenio? Después, cuando conseguía el permiso, tenía que irme derecha al depósito de los trenes y guardar cola. Era en invierno, hacía un frío que pelaba y yo tenía el estómago vacío. Una vez llevaba el carbón en un carricoche viejo y, con el frío, me desmayé. Alguien me recogió y me llevó a su casa. Me dio algo de comer y una moneda de seis peniques, pero aún tuve que llevar el carbón a casa.

Las cosas se pusieron difíciles cuando mi padre se marchó. Me acuerdo de que madre me tenía por confidente a mí, la niña mayor. También me acuerdo de cuando ya no nos quedaba nada para calentarnos, ni teníamos dinero para traer carbón. Yo le dije a mamá: «Saca toda la madera. Podemos hacer un fuego con madera». Entonces ella cogió todas las baldas que teníamos, y hasta el pasamanos de las escaleras. Este tipo de cosas te endurecen.

Yo, además, adopté algo así como maneras de adulto en las tiendas. El carnicero era mi preferido. Solía ir los fines de semana, sola, y le decía: «Quiero el trozo de carne más grande que tenga por un chelín». Él me contestaba: «Bueno, espero que hayas traído papel». Y entonces yo respondía: «Por supuesto. He traído este billete de autobús para envolverlo. Es lo suficientemente grande para sus trozos de carne».

A mi hermano y a mí, mamá nos levantaba de la cama todas las mañanas a las seis. Nos daba seis peniques y una funda de almohada, y con eso nos íbamos a la panadería Forfar’s, en Church Road. No abrían hasta las ocho pero, cuanto antes llegaras, mejor pan te daban. Solo tardábamos veinte minutos en llegar, así que luego nos tocaba esperar fuera un buen rato.

Quien llegaba el primero podía mirar por la rendija del buzón de la puerta para ver qué tipo de pan sacaban. Solían ser hogazas grandes y planas de pan negro. Las llamábamos pastel de vaca, porque se parecían a las bostas de vaca que veíamos por el campo, sobre todo cuando alguien las había pisado.

A veces aparecía alguna hogaza normal, y llevarse una era algo fantástico.

Por seis peniques llenábamos la funda de almohada casi hasta arriba de pan.

Lo mejor de todo eran los molletes. Si en la bolsa caía alguno, nos lo comíamos de camino a casa y a mamá no le decíamos nada. Después de habernos levantado a las seis y de hacer cola fuera con aquel frío teníamos tanta hambre que comernos esos molletes tan escasos era algo totalmente divino.

Lo mejor que pasó por nuestra calle durante la guerra fue que nos pidieron que alojáramos soldados.

Mi madre alojó a tres. Un inglés, un escocés y un irlandés. Tuvo que pedir que trasladaran al irlandés, porque no paraba de protestar por todo.

No sé cuánto dinero representaría aquello, pero noté que nuestras condiciones de vida mejoraban. Mamá dijo que a padre no le gustaba mucho la idea. Ella era una mujer atractiva, y como él estaba en Francia, ya se imaginarán que en aquel momento no podía hacer gran cosa.

Aquello cambió mucho nuestra vida. De pronto, todos aparecimos con cosas nuevas, y hasta el recaudador recibió lo suyo. El recaudador era un viajante que iba puerta a puerta. Pasaba y vendía sábanas y fundas de almohada, botas, zapatos y cosas así, que transportaba en una maleta muy grande. Le pagabas a tanto por semana por lo que te vendía, y un poquito más por la espera para recibir su pago. Nunca se firmaban acuerdos, solo se anotaba todo en un libro. Vender cosas era fácil, todo el mundo podía comprarlas, pero cuando llegaba el momento de recaudar el dinero, la cosa cambiaba. Cuando madre no tenía dinero, yo me quedaba en las escaleras esperando la llegada del recaudador y, al ver que se acercaba, corría dentro y gritaba: «¡Ya viene, mamá!», y ella se marchaba y se escondía. Así, cuando él llegaba a la puerta, era yo quien abría y le decía: «Mamá ha salido». Por lo general no me creía y se ponía muy bruto pero, claro, no podía hacer nada. Pasaba lo mismo con el cobrador del alquiler. Era solo que no teníamos el dinero.

Yo tenía pesadillas con el cobrador del alquiler y el hecho de que podía echarnos. Al final conseguíamos pagarlo todo, pero, claro, el problema era que como siempre había deudas, cuando tu marido volvía a tener trabajo seguías estando igual de agobiada, porque tenías que pagar todo lo que se había acumulado cuando no lo tenía.