6

Aunque vivíamos junto al mar, casi todos nuestros juegos eran en la calle. Ahora todavía se ve un poco, pero por aquel entonces cada época del año tenía sus juegos. Eran juegos fantásticos, porque no solo podíamos jugar en la acera, sino que disponíamos también de la calzada, porque había poco tráfico.

Por ejemplo, en Semana Santa jugábamos a la comba. Sacábamos una cuerda larga de algún andamio y la extendíamos de lado a lado de la calle. Las madres eran las encargadas de dar, y todo el mundo podía entrar a saltar. A veces nos juntábamos una docena saltando al mismo tiempo, y cantábamos «Panecillos calientes, uno un penique, dos un penique, panecillos calientes»[1].

También jugábamos a los botones. ¡Mi madre tenía pavor al otoño, cuando llegaba la época de jugar a los botones! Dibujábamos con tiza un cuadrado en la acera al lado de casa, y echábamos dentro los botones. El primero que conseguía meter su botón en el cuadrado y sacar al de otro jugador de él, se los llevaba todos. A mí se me daba fatal.

También había una época para la rayuela. Dibujabas en la acera, con tiza, una gran figura alargada, y la dividías en cuadrados que numerabas de uno a doce. Echabas una piedra al número uno y saltabas a ese cuadrado. Cogías la piedra y hacías todo el recorrido a la pata coja sin pisar las rayas. En el siguiente turno echabas la piedra al número dos, y allí la recogías para luego repetir todo el recorrido a saltos, y así hasta que la piedra había pasado por todos los cuadrados. Si apoyabas los dos pies, o si no conseguías coger la piedra, te quedabas fuera.

Pero lo que nos volvía locos a todos era el juego de las canicas. En la calzada, que era de tierra, hacías un hoyo pequeño por lo menos a dos metros de la alcantarilla, y ya podías empezar a jugar. Se trataba de meter las canicas en el hoyo, y luego el juego se desarrollaba igual que el de los botones. Otro de los juegos era el aro. Mi tía me regaló el más grande de todos. Tenía una guía de hierro que se enganchaba en el aro, y corría con él por toda la calle. No teníamos que preocuparnos por el tráfico; hoy ningún niño sobreviviría mucho rato si lo hiciera.

Luego estaba también, por supuesto, la época de jugar a la peonza. Era estupendo, porque cuando tirabas del cordel para bailar la peonza a veces conseguías que recorriera la calle de punta a punta. Se podían pegar trocitos de papel de colores en la parte de arriba de la peonza y así, al bailar, parecía que había un arco iris dando vueltas.

A finales de otoño nos acercábamos a las colinas a recoger castañas para jugar con ellas[2]. Para jugar a eso no gastábamos nada. Cuando se nos acababan, siempre podíamos ir a por más.

Pero no quiero dar la impresión de que en la vida todo eran juegos; estaba el colegio, y las vacaciones no eran tan largas como ahora. Pero a mí siempre me gustó ir al colegio, porque se me daba muy bien. Nunca me pareció que fuera difícil, salvo en cosas como dibujar, tejer o coser. Yo no valía para ninguna de esas cosas, pero lo que más odiaba era la costura. Teníamos que hacer una ropa feísima: camisas y pololos, los dos de percal. Las camisas eran anchas, con una especie de mangas ranglan, y bajaban hasta las rodillas. Los pololos se cerraban por detrás con botones, y también eran muy amplios. No sé quién podía comprar esas prendas tan espantosas cuando las terminábamos. Me figuro que serían para el hospicio, porque desde luego yo nunca me las llevé a casa. Siempre tenían muchos frunces, y repartirlos era nuestra tarea. Yo era incapaz de hacerlo bien. En primer lugar, porque nunca me llevé bien con los dedales, así que no paraba de pincharme y la ropa se manchaba con gotitas de sangre. Cuando empezaba, la tela era blanca, pero para cuando terminaba estaba roja y negra. Además, no se lo van a creer, pero lo cierto es que, aunque en el patio había unos excusados de lo más primitivo, no había ningún sitio para lavarse las manos, así que después del recreo siempre me ponía a coser con las manos mugrientas.

Cantar tampoco era lo mío. Siempre me acuerdo del concierto escolar, que era una vez al año. Como siempre he sido muy cabezota, me empeñé en hacer algo, así que la maestra me dijo: «Como no sabes cantar, ya sé lo que vamos a hacer. Vas a contar un chiste. Yo te lo escribiré, y tú te lo aprenderás de memoria».

El chiste trataba de un hombre que iba a un café y quería pedir un plato de pollo asado, pero se confundía y pedía un plato de callo pasado. A mí me hizo mucha gracia, y a mi familia, también. Se ve que pillaron el chiste. Sin embargo, llegado el día del festival, me subí al escenario y empecé a hablar de una forma muy engolada, un poco como un loro, y lo dije todo al revés, con el pollo y el callo donde no eran. Cuando terminé me quedé esperando las risas, pero nadie se rio, salvo los profesores. A ellos no les quedaba más remedio. Fue horrible. Jamás en la vida me he sentido tan humillada. Me puse roja como un tomate y salí de allí a toda prisa. Nunca más volvieron a pedirme que hiciera nada. Eran unos maleducados. La gente tenía que haberse reído, más aún porque era gratis.

Pero lo mejor del colegio por aquel entonces era que teníamos que aprender. No creo que haya nada mejor que aprender a leer, escribir y hacer cuentas. Son tres cosas que necesita cualquiera que tenga que trabajar para vivir. Nos obligaban a aprender, y creo que a los niños hay que obligarlos. No creo que en esta cuestión se pueda decir que «si no quieren hacerlo, es porque no les hará ningún bien», ¡claro que les hará bien! Nuestra maestra se paseaba por la clase y nos daba fuerte en el cogote, o un sopapo, si veía que estábamos perdiendo el tiempo. Créanme, para cuando salíamos del colegio, algo habíamos aprendido. Sabíamos lo necesario para salir adelante en la vida. Aunque, en realidad, ninguno de nosotros pensaba en lo que iba a hacer después; todos sabíamos que cuando saliéramos del colegio algo tendríamos que hacer, pero no creo que tuviéramos la ilusión de dedicarnos a algo en particular.