5

Las tiendas, naturalmente, no tenían nada que ver con las de ahora. No existían los supermercados, ni las tiendas de autoservicio. Eran, más bien, pequeños negocios familiares.

Había un Woolworths —aunque no creo que por aquel entonces se llamara así— que era el «Bazar de los tres y seis peniques». En aquellas tiendas, todo costaba tres o seis peniques. Se podría pensar que con esos precios la variedad no podía ser mucha, pero lo cierto es que se las ingeniaban muy bien. Separaban precios. Por ejemplo, el hervidor valía seis peniques, y la tapa, tres, pero se vendían por separado. Así que, como ven, eran seis y tres peniques. Lo mismo ocurría con las cazuelas, las tazas y sus platitos, etcétera. Pero, de todos modos, por seis peniques podías comprar muchas cosas.

Las casas de empeños también tenían un papel importante en la vida de la clase trabajadora. Los lunes por la mañana, las mujeres empeñaban los trajes de sus maridos, para tener dinero para la semana. El viernes por la noche o el sábado por la mañana se acercaban a desempeñarlo, para que los maridos se lo pudieran poner el sábado y el domingo. El lunes, vuelta a empezar. Eran tiempos difíciles y también se empeñaban otras cosas, como las sábanas o las mantas. No es que aquello diera mucho dinero, pero con un chelín o dos se podía sacar la semana adelante.

Estaban también, desde luego, las tiendas de alimentación, que eran muy socorridas. Siempre estaban dispuestas a fiar. Madre me enviaba a la tienda con una nota en la que decía si podía ponerle esto, aquello o lo de más allá en su cuenta, y que pagaría al final de la semana. Te dejaban hacerlo, porque la gente siempre pagaba en cuanto podía. Casi todo el mundo era pobre, y dependía de que le pudieran fiar. Las tiendas podían no ser tan bonitas como las de ahora, pero estoy segura de que la comida era más sabrosa.

Por ejemplo, el panadero de la esquina de nuestra calle. Para nosotros no había tienda mejor. El pan se horneaba allí mismo, y aquel maravilloso olor salía a nuestro encuentro todas las mañanas al ir al colegio. Con aquel olor divino se te hacía la boca agua incluso aunque no tuvieras ni pizca de hambre. Tenían unas rosquillas que valían medio penique la unidad. No eran como las de ahora, que son como la sombra de una rosquilla: das un mordisco, y no encuentras la mermelada; das otro, y ya te la has pasado. Aquéllas eran espléndidas, grasientas y doradas, estaban bañadas en buen azúcar y llevaban mucha mermelada. El panadero sacaba varias tandas diarias. Los fines de semana en que pagaban a papá, nos dábamos el capricho de comprar unas cuantas para la merienda. No he tomado mejores pasteles en toda mi vida. Lo mismo pasaba con el pan, de hecho. El de entonces no era como el de ahora, que cuando te lo metes en la boca parece algodón en rama, puedes masticarlo hasta que te aburras y es como tragarse trozos de rosquilla mojada. No. Era como un bollo. Claro que, según las normas de hoy en día no era higiénico. Nada de todo aquello estaba envuelto.

Cuando yo era pequeña, había un pub prácticamente en cada calle. De hecho, en algunas había uno en cada esquina.

Cuando más se bebía era los sábados por la noche. Se respiraba una alegría que había que ver para creer, y entiendo muy bien el porqué. Era porque los trabajadores de entonces eran totalmente distintos de los de ahora. Ahora es en plan «Cada quisque vale tanto como su jefe», pero por aquel entonces no era así en absoluto. Era «Sí, señor» y «No, señor», y se trabajaba de sol a sol. Se trabajaba mucho, porque de lo contrario tenías a media docena de personas haciendo cola para ocupar tu puesto. Sin embargo, cuando ibas al pub dejabas de depender de nadie. Sí. Cuando un hombre tenía dinero en el bolsillo, poco importaba que tuviera que durarle para toda la semana; él se lo gastaba. Iba al pub y decía bien alto lo que le parecía, sin jefes que vinieran a dictárselo. Allí podía decir lo que le viniera en gana. Casi todos los hombres iban al pub en cuanto abría, y las mujeres en cuanto metían a los niños en la cama. También había muchas que iban con los niños y los dejaban fuera.

Los sábados por la noche, a eso de las ocho, aquello era una locura. En los pubs, todo el mundo cantaba y bailaba; siempre había música: uno se ponía a tocar el acordeón, otro el banyo y alguien se ponía a cantar. Los hombres decían tacos con sus vozarrones, y las mujeres, a menudo, también.

Y, mientras, los niños fuera. Unos estaban en los cochecitos, y otros jugando; algunos abrían la puerta y gritaban: «¡Mamá! ¿Vienes ya? ¡Mamá, el niño está llorando!». Entonces, la madre venía. Podía darle algo al niño o podía reñir a toda la prole por haberla sacado de ahí, y volvía a meterse en el pub a toda mecha. Cuando llegaba la hora de cerrar casi siempre había una pelea en la acera, desde luego. Se liaban a puñetazos y se gritaban obscenidades. No había nada de tíralo al suelo y dale una patada en los huevos, o de usar navajas y botellas, como ahora.

Había un hombre cuya mujer no bebía. Cuando él salía del pub haciendo eses, borracho como una cuba, echaba un vistazo a la ventana de su dormitorio. Si no veía luz, sabía que ella se había acostado y se ponía a vociferar: «¡De nada sirve que te metas en la cama, bruja, porque me vas a hacer falta enseguida!».

La clase trabajadora solo tenía los pubs para distraerse. No podían permitirse ir al teatro. Todo lo más, al cine. Tampoco es que gastaran tanto. La cerveza era entonces muy fuerte. Cuando mi padre tenía trabajo, los sábados volvía a la hora del almuerzo y me enviaba a la bodega a comprar media pinta de Burton. Solo se tomaba esta media pinta de cerveza, y la compartía con mi madre. Ella decía que era como beber vino, que era tan fuerte y tan buena que no necesitaban más. Ahora te puedes tomar todas las pintas que quieras; es como si tomaras agua.