Otro entretenimiento, que hoy puede parecer muy corriente, era el cine. Por descontado, no hay ni punto de comparación con las películas de ahora y las salas, según los estándares actuales, eran sórdidas.
El cine que nos gustaba a nosotros estaba en la calle principal. Las películas y seriales que proyectaban eran más emocionantes. Ponían películas todas las tardes, y los sábados había, además, otra sesión a primera hora de la tarde. Los precios habituales eran de seis peniques, nueve peniques, un chelín o un chelín y tres peniques, pero en la primera sesión de los sábados los niños pagábamos tres medios peniques por una butaca abajo, o tres peniques por una butaca en la grada. Los niños pudientes, es decir, los niños pudientes a nuestro entender, iban a la grada y nos tiraban una avalancha de peladuras de naranja y cáscaras de frutos secos.
Los niños que iban en brazos no pagaban, así que nos plantábamos en la taquilla con los de tres y cuatro años en brazos para no tener que pagar su billete. En cuanto pasábamos la taquilla, los dejábamos en el suelo para que siguieran andando.
Íbamos al cine por lo menos una hora antes de que empezara la película. Durante aquella hora reinaba un alboroto tremendo. Había una mujer que siempre estaba tocando el piano; se llamaba señorita Bottle, o al menos así es como siempre la llamábamos. Era una soltera de mediana edad que se peinaba estirándose el pelo hacia atrás y recogiéndolo en un moño con lo que parecía ser un alfiler atravesado. Además, tenía una delantera imponente. Por aquel entonces las mujeres no se ponían postizos, así que me figuro que sería natural. Más o menos un cuarto de hora antes de que llegara empezábamos a dar golpes con los pies en el suelo y a gritar: «¡Señorita Bottle! ¡Señorita Bottle!». Aquello debía halagarla. Además, cuando por fin aparecía, se llevaba una ovación que ni Paderewski habría superado. No era por la música, ni porque ella tocara el piano, sino porque su aparición anunciaba que la película estaba a punto de empezar.
En todo el rato que pasábamos en el cine no dejaba de haber un jaleo de aquí te espero. Los bebés berreaban y los niños chillaban. Pero daba lo mismo, porque era cine mudo. Ya nos ocupábamos nosotros de poner el sonido.
Justo antes de que empezara la película, el dueño de la sala salía con un megáfono al escenario y gritaba: «¡Silencio! ¡Silencio!». Después, rebosando indulgencia y con gesto muy risueño, decía: «Niños, esta tarde vais a pasar un momento fantástico. Vais a ver dos películas preciosas que no me cabe duda de que os van a encantar, así que cuando vayáis a casa no os olvidéis de decir a vuestros padres lo bien que lo habéis pasado». Después, cambiaba el semblante; borraba la sonrisa y nos miraba con severidad para advertirnos: «¡Cuidad de los más pequeños, y no dejéis que esos golfillos mojen las butacas!». Pero a nosotros nos daba igual; nos poníamos a patear el suelo y a gritar. Nadie le hacía el menor caso.
Después empezaba la película principal, y la señorita Bottle no dejaba de tocar mientras duraba. ¡Qué aguante tenían aquellos pianistas! Cuando la acción era encarnizada, ella aporreaba las teclas y apretaba a fondo el pedal, para que sonara muy fuerte. En las escenas románticas de amor tocaba canciones suaves y melodiosas, y los niños se llevaban los dedos a la boca y silbaban; por aquel entonces el amor nos importaba un bledo.
Luego venía el serial, que por lo general era desgarrador. También era nuestra pesadilla, porque cuando papá no tenía trabajo y no podía darnos ni siquiera los tres medios peniques que costaba la entrada, había semanas en que no podíamos permitirnos ir al cine. Eso ocurría siempre justo cuando el serial llegaba al episodio más emocionante, como cuando la protagonista estaba al borde de un precipicio, atada a las vías del tren o delante de una sierra circular que se le iba acercando más y más. En esos momentos es cuando aparecía un letrero que decía: «Continuará la semana que viene». ¡La de veces que me habré quedado esperando a que algún amigo saliera del cine para contarme la continuación! Nunca se me ocurrió pensar que en realidad no podía morirse, porque de haberse muerto el serial no habría podido seguir. Siempre preguntaba: «¿Qué ha pasado? ¿Se murió? ¿Cómo consiguió escapar?». Los seriales eran una cosa que me preocupaba verdaderamente muchísimo.