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Hove era un sitio estupendo, sobre todo para los niños, y en especial para los niños que no tenían dinero. La ciudad no era como es ahora.

Por ejemplo, la zona junto al mar y los campos contiguos. Esos terrenos ahora están arreglados para gente adinerada. Hay un juego del reloj para entrenarse al golf, hay tenis y bolos, pero no hay nada de nada para los niños. Sin embargo, cuando yo era pequeña aquellos terrenos eran para todo el mundo. No había nada más que hierba y un refugio, y por alrededor había arbustos en los que se podía jugar fantásticamente al escondite. Podías ir allí y organizar una merienda campestre; no había guardas que vinieran a darte la lata.

Otra ventaja era que el campo estaba al lado de la ciudad. Viviéramos donde viviéramos, apenas teníamos que caminar unos minutos y ahí estaba el campo, con sus granjas.

Los granjeros eran muy simpáticos. Nos dejaban andar por ahí, asomarnos a la cochiquera para rascar a los cerdos, imitar el cacareo de las gallinas y quedarnos a ver cómo ordeñaban las vacas. A veces, la mujer del granjero salía y nos daba un vaso de limonada.

Había árboles para subirse a ellos, árboles fantásticos que parecían haber crecido justo para los niños.

En la playa se montaban espectáculos a orillas del mar, los de Pierrot. Sentarse en una silla de playa y quedarse a ver el espectáculo valía seis peniques o un chelín, pero ni que decir tiene que nosotros nunca teníamos ese dinero. Así que nos quedábamos al fondo.

Desde la distancia que da el tiempo, creo que aquellos espectáculos eran buenos. No eran en absoluto indecentes, porque los presentaban como un espectáculo para toda la familia.

Una soprano salía y cantaba una canción romántica de amores perdidos, sobre un amante que tuvo y se marchó por culpa de un malentendido, y ella esperaba de todo corazón que algún día volverían a encontrarse. La mitad de los espectadores se echaba a llorar, y también los niños que estábamos al fondo. Por entonces la gente creía en esas cosas: morir de amor, conmoverse por ello, arrepentirse de las cosas, las oportunidades perdidas y todo eso. Nadie tenía esa actitud de «a mí qué me importa». Después salía el barítono, que cantaba canciones sobre la amistad, Inglaterra, y una muy conocida llamada Hands Across the Sea.

Ahora todas estas cosas pueden parecer bagatelas, pero a nosotros el espectáculo nos parecía estupendo y a los demás espectadores, también.

Luego estaban los burros y el señor que los cuidaba. Hace poco he oído que se dice que la gente que pasa mucho tiempo con animales termina pareciéndose a ellos, tanto por su aspecto como por sus gestos. Era el caso del señor que cuidaba de los burros. Era viejo, bajito, encorvado, gris y muy peludo. No es que tuviera barba, sino que parecía salirle pelo por todas partes. Muchas veces he pensado que, de haberse puesto a cuatro patas, podríamos habernos subido encima y no habernos dado cuenta de que a lo que estábamos subidos no era un burro.

¡Qué pena daba esa recua de burros! Supongo que no les faltaba la comida, pero los burros son criaturas que siempre dan pena, salvo cuando están bien cuidados, y éstos no debían estarlo. Pero los niños pudientes nunca necesitaron sentarse a lomos de un burro, como los niños normales. ¡Desde luego que no! Podrían haberse ensuciado. Ellos iban en un cochecito tirado por perros, todo él tapizado de cuero rojo. Había sitio para dos. Aquellos niños iban con niñeras que los tenían a su cargo y salían a la calle vestidos de punta en blanco, en carricoches muy amplios.

El dueño del cochecito tirado por perros tenía que ir andando junto a los niños por un lado, y por el otro tenía que ir la niñera, no fuera a pasarles algo a esos angelitos. Sin embargo, no pasaba nada porque nosotros fuéramos trotando a lomos de los viejos burros, con el trasero escocido.

A los niños ricos nunca les dejaban jugar con los niños de clase baja como nosotros. Nunca les dejaban jugar con nadie, solo con otros niños igual de ricos. Y nunca iban a ningún sitio solos, sino siempre con sus niñeras. Algunos tenían dos: una niñera y una ayudante de niñera. Los terrenos junto al mar estaban abiertos a todos y a nosotros no podían echarnos, pero, si algún niño se acercaba a nosotros, la niñera le decía: «¡Vete de ahí! ¡Aléjate ahora mismo! ¡Ven aquí!». Nunca les dejaban hablar con nosotros.

Como se pueden figurar, nosotros sentíamos por ellos una especie de desdén. Había cosas que ellos no podían hacer y nosotros sí. No les dejaban ensuciarse, ni andar entrando y saliendo de los arbustos. Tampoco les dejaban subirse a los bancos y andar sobre sus estrechos respaldos. No les dejaban hacer nada divertido, pero no era culpa suya.

Fuera como fuese, nunca nos mezclábamos. Jamás. Ellos jugaban a sus jueguecitos exquisitos con grandes pelotas de colores, se paseaban con sus cochecitos de muñecas o daban vueltas con sus patinetes. En cambio, nosotros no teníamos nada de nada, todo lo más alguna pelota de tenis vieja, pero con todo y eso jugábamos a juegos fantásticos, sin tener absolutamente nada.

Puede que si nos hubieran dejado mezclarnos nos habríamos hecho amigos, pero no lo creo, porque a ellos los educaban con la idea arraigada de que eran una clase de personas distintas de nosotros.

Recuerdo, por ejemplo, una vez en que estaba jugando por ahí y llevaba puesto un abrigo que había sido de mi abuela; era un abrigo afelpado. Una de aquellas niñas se acercó y empezó a hacer comentarios sobre mi abrigo. La niñera la reprendió: «No debes decir eso, preciosa, al fin y al cabo son niños pobres. Su mamá no tiene dinero». Y la niña se echó a reír y contestó: «Sí, pero ¿has visto qué pinta tiene? A lo mejor mamá tiene algo que darle para que se lo ponga». Aquello me fastidió un montón. Hasta entonces, a mí aquel abrigo me había dado igual. No me había parecido que llevar un abrigo de mi abuela estuviera mal. El incidente se me grabó en la memoria, pero no tuve tiempo para estar resentida porque siempre había algo que hacer o algo que esperar, como la visita anual del circo.