Nací en Hove en 1907. Yo era la segunda de siete hermanos. Lo primero que recuerdo es que había niños que parecían andar mejor de dinero de lo que andábamos en mi familia. No obstante, nuestros padres se preocupaban muchísimo por nosotros. Hay algo que recuerdo especialmente, y es que todos los domingos por la mañana mi padre nos traía una revista de historietas y una bolsa de golosinas. Las revistas de historietas valían medio penique cuando eran en blanco y negro, y un penique cuando estaban coloreadas. Cuando lo recuerdo ahora, me pregunto cómo se las arreglaría para comprarlas cuando estaba sin trabajo y en casa no entraba nada de dinero.
Mi padre era pintor y decorador, una especie de manitas. Todo se le daba bien: arreglar tejados, enlucir… pero su fuerte era pintar y poner papel pintado. Sin embargo, en nuestro barrio había poco trabajo en invierno. A la gente no le gustaba que se hicieran arreglos en su casa por esas fechas. No se podía pintar por fuera, y nadie quería tampoco las complicaciones de pintar dentro. De modo que los inviernos eran tiempos difíciles.
Mi madre limpiaba casas desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde por dos chelines al día. A veces volvía a casa con algún tesoro, como un cuenco de grasa de carne asada, media hogaza de pan, un poquito de mantequilla o un tazón de sopa. Mi madre odiaba aceptar cosas. Odiaba la caridad. Pero a nosotros nos gustaba tanto que trajera cosas que, cuando veíamos que traía algo, salíamos corriendo para ver qué era.
Supongo que hoy puede parecer curioso que mi madre odiara tanto la caridad, pero cuando mis padres nos criaron no había dinero para los desempleados. Si recibías algo, era por caridad.
Me acuerdo de que mi madre, una vez en que solo teníamos un par de zapatos para cada uno y todos necesitaban remiendos, se acercó al ayuntamiento para ver si le daban alguna ayuda. Tuvo que contestar montones de preguntas y le hicieron sentirse avergonzada por no tener suficiente dinero para mantenerse.
Encontrar un lugar donde vivir era por aquel entonces muy distinto a como es ahora. Bastaba con salir a la calle y andar un poco para ver carteles de «Se alquilan habitaciones».
Cuando las cosas se ponían muy cuesta arriba, nosotros solo podíamos tener una o dos habitaciones, y siempre en casa ajena. Sin embargo, cuando papá tenía trabajo, podíamos alquilar media casa. Nunca tuvimos casa propia. Por aquel entonces poca gente podía permitirse tener una casa entera para su familia. En lo que se refiere a comprar una casa, ¡santo cielo!, era algo que ni se nos pasaba por la cabeza.
Me acuerdo de que yo me preguntaba a menudo cómo era posible que, estando las cosas tan mal como estaban, mamá no dejara de tener niños, y también me acuerdo de lo mucho que se enfadaba porque una pareja de solteronas para las que trabajaba le decía sin parar que no tuviera más hijos porque no podía permitírselo. Una vez le pregunté a mi madre: «¿Por qué tienes tantos niños? ¿Es difícil tener niños?». Y ella me respondió: «Para nada. Coser y cantar».
Ya ven cuál era el único placer que podía permitirse la gente pobre. Era algo que no costaba nada, al menos no mientras se estaba haciendo el niño. Tener niños era de lo más fácil. A todo el mundo le daban igual los médicos y, además, traer a la partera suponía poco gasto. En cuanto al hecho de que después sí que fuera a suponer un gasto, bueno, por aquel entonces la clase trabajadora nunca pensaba mucho en el futuro. No se atrevía a hacerlo; bastante tenía con vivir al día.
Además, la gente no pensaba en el control de la natalidad. Solo se pensaba en tener familia. Tal vez fuera un legado de la época victoriana porque, en cierto modo, cuantos más hijos tenías más se te veía como a alguien que cumplía con su deber de ciudadano cristiano. Aunque la verdad es que la Iglesia no tenía mucho peso en la vida de mi padre o de mi madre. No creo que tuvieran mucho tiempo para eso. Aunque seguramente sería más exacto decir que sí tenían tiempo, pero no disposición. A algunos de nosotros ni siquiera nos habían llevado a cristianar. Yo, por ejemplo, no lo estaba, y nunca lo he estado. Sin embargo, todos teníamos que ir a la escuela dominical. No porque mis padres fueran religiosos, sino porque así se nos quitaban de en medio.
Los domingos por la tarde se dedicaban a hacer el amor, porque en las casas de la clase trabajadora no se podía tener mucha intimidad. Cuando vivías en dos o tres cuartos, alguno de los niños siempre dormía contigo. Si tenías sentido de la decencia —y mis padres lo tenían porque en toda mi infancia nunca llegué a enterarme de si hacían el amor— te esperabas hasta que se durmieran o no anduvieran por medio. La verdad es que nunca los vi siquiera darse un beso, porque mi padre era tirando a seco, al menos en apariencia, y me asombré mucho cuando, no hace tanto, mi madre me dijo que en realidad era un hombre muy ardiente. Así que, como ven, solo podían dejarse llevar cuando los niños no andaban por medio.
Total, que los domingos por la tarde, después de una buena comida (todo el mundo procuraba hacer una buena comida los domingos) era el momento de pasarse un rato en la cama, haciendo el amor y echándose una siestecita. Porque, como me dijo mi madre tiempo después, puestos a hacer el amor, mejor hacerlo con comodidad. Cuando llegas a la mediana edad, hacerlo en rincones raros ya no te hace tanta gracia. Por eso la escuela dominical tenía tanto éxito. No sé cómo será ahora.
Mi hermano y yo empezamos a ir juntos al colegio. Por aquel entonces te dejaban empezar con cuatro años. Mi madre me envió a la escuela con él porque ya tenía a otro niño danzando por ahí, y pensó que sería mejor quitarse a dos de encima.
Teníamos que volver a casa para el almuerzo. En el colegio no se daba de comer, ni leche, ni nada parecido. Te llevabas una rebanada de pan con mantequilla envuelta en un trozo de papel y se la dabas a la maestra para que te la guardara, porque muchos de nosotros, de niños, teníamos tanta hambre que nos la comíamos a mordisquitos durante las clases de la mañana, en lugar de estar haciendo lo que tuviéramos que hacer. A las once en punto nos las repartían.
Guardo pocos recuerdos de mis primeros días en el colegio; es como si, hasta los siete años, no hubiera tenido necesidad de ocupar un lugar en la existencia. Lo que pasó es que, como mi madre se marchaba temprano por la mañana para ir a servir y yo era la niña mayor, me tenía que ocupar de poner el desayuno a mis hermanos. Piensen que para darles el desayuno no había que cocinar, ni nada parecido. Nunca tuvimos huevos, ni tocino, y de los cereales ni siquiera habíamos oído hablar. En invierno tomábamos avena cocida, y en verano únicamente pan con margarina y una capa fina de mermelada, cuando mamá traía. Solo teníamos permiso para tomar tres rebanadas.
Siempre me gustó ir a la panadería y comprar esos panes redondos que por encima tienen un dibujo que hace cuatro picos (creo que se llamaban panes de Coburgo). Siempre nos peleábamos para quedarnos con los picos, porque contaban como un trozo de pan pero llenaban más que una rebanada.
Después preparaba el té —un té muy flojo al que se llamaba escoria, de lo barato que era—, recogía, fregaba y me preparaba para ir al colegio.
Llevaba a la guardería a los dos pequeños. Valía seis peniques diarios por niño. Por ese dinero, también almorzaban. Los dejaba allí justo antes de entrar al colegio y los recogía por la tarde, al salir.
A mediodía me iba a casa corriendo, sacaba las patatas y las verduras, ponía en marcha el almuerzo y hacía todo cuanto podía para que mi madre, al volver corriendo del trabajo, no tuviera más que servirlo.
Por lo general comíamos estofados, porque es lo que más llena.
A veces madre nos preparaba un pudín de carne. Cuando pienso ahora en aquel pudín de carne, me hace gracia. Me acercaba hasta la carnicería y pedía seis peniques de «adornos de mostrador». La higiene no tenía nada que ver con lo que es ahora, y los carniceros colocaban unas grandes tablas de madera fuera de la tienda para exponer toda la carne, a la gente y a las moscas. A medida que cortaban siempre quedaban restos de carne, que iban esparciendo alrededor. A esos recortes se les llamaba «adornos de mostrador».
Por lo general, yo compraba seis peniques de recortes y un penique de sebo. Con eso mi madre preparaba un pudín de carne fantástico. Sabía muchísimo mejor que el que yo hago ahora, cuando pago cinco o seis chelines por la carne.
En cuanto acababa de comer, mi madre se volvía al trabajo a todo correr, porque solo le daban media hora de descanso. Total, que a mí me tocaba fregar antes de volverme al colegio. Después, en cuanto salía por la tarde, recogía a los dos pequeños de la guardería, los llevaba a casa, ordenaba y hacía las camas.
Nunca tuve la sensación de estar sufriendo, ni tampoco de que me maltrataran. Las cosas eran así, nada más. Cuando eras la hija mayor en una familia de clase trabajadora, eso era lo que se esperaba de ti.
Por las tardes era mamá quien se encargaba de todo, claro. Volvía a casa a eso de las seis y nos daba de merendar lo mismo que en el desayuno: pan con margarina.
De pequeña nunca salí de noche a la calle, y mis padres eran muy estrictos en este sentido. En cambio, leía mucho. Por entonces ya teníamos una biblioteca gratuita. También nos las apañábamos para entretenernos solos.
Mi hermano mayor nos montaba a menudo espectáculos de magia. Se le daba de maravilla. Alguien nos regaló una linterna mágica con transparencias. No se movían, desde luego, pero mi hermano se las arreglaba para inventarse historias sobre ellas. No hubo una sola tarde en que nos aburriéramos. Siempre había algo que hacer.
A diferencia de mucha gente que he conocido, en mis años de escuela yo no hice amigos que perdurasen. Supongo que es fácil verlo desde hoy y afirmar que mi madre y mi padre eran poco sociables porque no nos daban permiso para traer amigos a casa. Mamá ya tenía bastantes niños. Nunca tuve fiestas de cumpleaños, por supuesto; esas cosas eran inimaginables.
En el colegio había dos niñas con las que me llevaba bien, pero ya se sabe lo que pasa cuando hay tres, que son multitud y a una le dan de lado, y ésa siempre era yo. Creo que aquellas dos niñas procedían de casas donde se hablaban las cosas, como por ejemplo de sexo, porque entre ellas había una especie de código, del que yo nunca entendí ni una palabra, que hacía que anduvieran todo el rato con risitas. Una vez, cuando yo estaba a punto de cumplir los trece, una de ellas —se llamaba Bertha— no quería salir a jugar. Yo le pregunté: «¿Por qué? ¿Por qué no puedes venir?». Y ella me respondió: «Es que ayer anduve en bicicleta y me hice daño, así que ahora no puedo hacer nada». Y las dos empezaron con sus risitas.
Pero la verdad es que, teniendo como tenía a mi familia, todo eso me daba igual y, además, teníamos toda la ciudad a nuestra disposición.