(The Doll That Does Everything, 1954)
—¡Engendro del demonio! —gritó el poeta—. ¡Lagartija revoltosa! ¡Canguro maniático!
Su escuálida silueta cruzó de un salto la puerta, para quedar paralizada.
—¡Satanás! —balbuceó.
El destinatario de tal diatriba permaneció sentado, en total indiferencia, en medio de una montaña de papel picado. Era un manuscrito de lenta y penosa gestación, mecanografiado en estremecida agonía.
—¡Pulpo lunático espumajoso! ¡Simio excavador!
Los ojos de Ruthlen Beauson, inyectados en sangre, se dilataron bajo el armazón de carey de sus anteojos. Los dedos, a los lados del cuerpo, se agitaban como leprosas habichuelas en el vendaval. Úlcera sobre úlcera, todo latía en su interior.
—¡Huno! —bramó, renovada su furia—. ¡Godo! ¡Apache! ¡Nihilista demente!
El pequeño Gardner Beauson dedicó a su arrebatado padre una amplia sonrisa, luciendo su único diente entre hilos de baba. Aquella poesía hecha jirones asomó por entre sus puños diminutos, en tanto la semiesfera de su trasero se balanceaba húmeda por sobre cada lacerado anfíbraco con variaciones yámbicas.
Ruthlen Beauson soltó un gruñido desde el fondo de su destrozada alma.
—Confusión —se lamentó, con voz temblorosa—, fárrago irrestricto…
De pronto, con los ojos convertidos en globos metálicos y los dedos petrificados en el ademán de un estrangulador, balbuceó:
—Lo mataré. Le quebraré el hioides con un golpe de pulgares.
En ese punto apareció Atenea Beauson, con el delantal salpicado y las manos chorreantes de arcilla mojada; entró a toda velocidad, como un fantasma vengativo surgido del lodo.
—¿Y ahora qué? —preguntó con voz ácida, entre los dientes apretados.
—¡Mira! ¡Mira! —exclamó Ruthlen Beauson, señalando con un índice espasmódico al niño burlón—. ¡Ha destruido mis Cantos del Candelabro!
Sus ojos saltones tomaron un brillo de locura.
—Lo coseré a puñaladas… —pronosticó, en un susurro—. Coseré a puñaladas a esa víbora pergaminada…
—¡Oh, oh! ¡Ten cuidado! —advirtió Atenea.
Empujó a su esposo hacia atrás y levantó al niño por la camiseta empapada de baba. Suspendido en el aire, por sobre cúmulos de deshecha inspiración, Gardner miró a su madre con expresión de descaro.
—¡Cachorro! —le espetó ella.
Y le asestó una sonora palmada en el trasero pulposo. Gardner Beauson chilló en inflamada protesta…, pero lo pusieron en la puerta, y debió retirarse; su pequeño cerebro buscaba ya más acción. Con un residuo de arcilla sobre los pañales, avanzó bamboleándose, enormes los ojos, hacia la plenitud de objetos rompibles representada por el living. Mientras tanto, Atenea se volvía hacia su esposo, quien contemplaba horrorizado las ruinas de diez años de labor, arrodillado entre los fragmentos.
—Me voy a eliminar —balbuceó el poeta, con los hombros abatidos—. Inyectaré zumos letales en mis venas.
—Levántate, levántate —dijo Atenea en tono nervioso, amargo el rostro.
Ruthlen se irguió.
—Lo mataré. Sí, mataré a esa bestia enloquecida —repitió, con el corazón vacío.
—Eso no es ninguna solución —replicó su mujer—. Aún así…
Por un momento, sus ojos tomaron una expresión más dulce, mientras soñaba con la posibilidad de empujar a Gardner hacia una tina llena de cocodrilos. Los labios carnosos dibujaron la sombra de una sonrisa trémula… Pero sus ojos verdes volvieron a endurecerse:
—Esa no es solución —repitió—, y ya es hora de que solucionemos este maldito asunto.
Ruthlen contemplaba con ojos atónitos los deshechos de su composición.
—Lo mataré —comunicó a los fragmentos esparcidos.
—Ruthlen, ¿quieres escucharme? —clamó su esposa, mientras apretaba los puños llenos de arcilla.
La mirada muerta del poeta se alzó por un momento.
—Gardner necesita un compañero para jugar —declaró Atenea—. Lo leí en un libro. Necesita un compañero de juegos.
—Lo mataré —murmuró Ruthlen.
—¿Me escuchas o no?
—Lo mataré…
—¡Te digo que Gardner necesita un compañero de juegos! No me importa que el presupuesto lo permita o no. ¡Necesita un compañero de juegos!
—Matar… —siseó el poeta—. Matar…
—¡No me interesa que no tengamos un centavo! Tú necesitas tiempo para la poesía, y yo necesito tiempo para esculpir…
—Mis Cantos del Candelabro…
—¡Ruthlen Beauson! —gritó Atenea.
Precisamente entonces se oyó el ensordecedor estruendo de un vaso al hacerse añicos.
—¡Buen Dios! ¿Qué hizo ahora? —exclamó la madre.
Lo encontraron colgado de la repisa, pidiendo a gritos socorro y un cambio de pañales.
EL MUÑECO MARAVILLOSO
Atenea se detuvo frente a la vidriera, con los labios ahuecados en una profunda meditación. Un vívido equilibrio zigzagueaba en su mente: por un lado, la aguda necesidad; por el otro, los ingresos estériles. Una indócil contemplación le partía en dos la frente. No tenían dinero, eso era evidente. Una guardería infantil quedaba fuera de su alcance, y era imposible tomar una niñera. Sin embargo, tenía que haber una solución.
Atenea, cruzándose de brazos, entró al negocio.
El vendedor levantó la vista, y una amable sonrisa puso hoyuelos en sus mejillas de manzana.
—Ese muñeco —inquirió Atenea—, ¿es tan maravilloso como declara el anuncio?
—Ese muñeco —clamó el vendedor— está más allá de toda comparación; no tiene igual entre los productos de juguetería. Camina, habla, come y bebe, depone los residuos de la digestión, ronca mientras duerme, baila una giga y canta los estribillos de siete canciones infantiles… —tomó aliento y prosiguió—: Para citar unas pocas, canta «Arroz con leche».
—¿Cuál es el precio de…?
—Nada en estilo crawl, cubriendo ciento cincuenta metros, lee un libro, toca trece estudios simples en el pianoforte, corta el césped, se cambia solo los pañales, trepa a los árboles y eructa.
—¿Qué precio…?
—Además, crece —especificó el vendedor.
—¿Cómo?
—Crece —reiteró el hombre, entornando los ojos—. En el plástico de su cuerpo están todas las células y los protoplasmas necesarios para un ciclo de maduración de veinte años.
Atenea dio un respingo.
—A diez mil setecientos cincuenta, una verdadera ganga —concluyó el hombre—. ¿Se lo envuelvo o lo lleva caminando?
Un estallido de ansiosos trompetazos, cada cual un pensamiento, zumbó en el cerebro de Atenea Beauson. Aquél era el perfecto compañero de juegos para el pequeño Gardner…, pero ¡diez mil setecientos cincuenta! Cuando Ruthlen viera la factura, sus gritos romperían las ventanas.
—No se va a arrepentir —dijo el vendedor.
Necesita mucho un compañero de juegos.
—No hay problemas en convenir el pago a plazos —agregó el vendedor, adivinando la situación.
Ante aquel golpe de gracia, toda vacilación desapareció como las fichas barridas de una mesa de apuestas. Los ojos de Atenea se encendieron, y una súbita sonrisa alzó sus comisuras.
—Un muñeco varón —pidió, ansiosa—, de un año de edad.
El vendedor corrió a la estantería.
No hubo ventanas rotas, pero los oídos de Atenea resonaron durante media hora.
—¿Estás loca? —gritó el marido, y fue como una espada estridente clavada en su cerebro—. ¡Diez mil setecientos cincuenta!
—Podemos pagarlo a plazos…
—¿Con qué? —chilló él—. ¿Con notas de rechazo? ¿Con arcilla?
Atenea atacó a su vez:
—¿Prefieres que tu hijo esté solo todo el día? ¿Dando vueltas por la casa, dedicado a romper, estrellar, rasgar y quebrar?
Ruthlen hizo una mueca ante cada una de aquellas palabras, como si fueran cachiporras lanzadas contra su cráneo. Cerró los ojos detrás de las gruesas lentes, y se estremeció.
—Basta —murmuró, levantando una pálida mano en gesto de derrota—. Basta, basta.
—Llevemos a Gardner el muñeco —replicó Atenea, excitada.
Ambos corrieron al pequeño dormitorio del hijo; allí estaba, desgarrando las cortinas. Ruthlen, sibilante, tensas las mejillas, lo arrancó del antepecho de la ventana y le asestó varios coscorrones. Gardner parpadeó una sola vez; sus ojos siguieron siendo cuentas brillantes.
—Baja.
—Bájalo para que vea —dijo Atenea.
Gardner abrió la boca, mostrando su único diente, y contempló a aquel muñequito silencioso. Era más o menos de su tamaño, moreno, de ojos azules y piel fresca; estaba en pañales, y parecía un niño real.
Gardner parpadeó furiosamente.
—Activa el mecanismo —susurró Ruthlen a Atenea.
Ella, inclinándose, oprimió el diminuto botón. El muñequito dedicó a Gardner una amplia sonrisa; éste retrocedió, lleno de babeante consternación, con un grito histérico:
—¡Ba-bi-ba-bá…!
—Ba-bi-ba-bá —respondió el muñeco.
Gardner gateó hacia atrás, dilatados los ojos, y se encogió cautelosamente para observar al muñequito que avanzaba hacia él con pasos bamboleantes. Al ver impedido por la pared todo retroceso, se recogió sobre sí mismo, atónito y tenso, hasta que el muñeco se detuvo ante él con un chasquido.
—Ba-bi-ba-bá —volvió a decir, sonriendo.
Después soltó un eructo y echó a bailar una giga sobre el linóleo. Los labios gordinflones de Gardner se ensancharon bruscamente en una sonrisa idiotizada. Gorjeó, lleno de felicidad, y sus padres cerraron los ojos con un gesto beatífico en la cara agradecida, superada ya toda cavilación con respecto a las dificultades financieras.
—¡Oh! —susurró Atenea, maravillada.
—No puedo creer que esto sea verdad —agregó su esposo, en tono que el asombro volvía gutural.
Durante varias semanas, niño y muñeco fueron inseparables. Se sentaban juntos en el suelo, intercambiando miradas de asombro para reír de íntimos gozos, y gozaban plenamente de sus babeantes téte-á-tétes. Lo que Gardner hacía, el muñeco lo hacía también.
En cuanto a Ruthlen y a Atenea, disfrutaban el advenimiento de una paz casi olvidada. Ya no había gritos histerizantes que martillearan en los delicados huesos del oído, ni se oía el estruendo de los objetos rotos. Ruthlen escribía y Atenea modelaba, todo en una bendición de privacidad sabática.
—¿Ves? —dijo ella un día, por sobre la mesa de la cena—. Eso era todo lo que necesitaba: un compañero.
Y Ruthlen inclinó la cabeza, en homenaje a su esposa.
—Verdad. Es verdad —murmuró, feliz.
Así pasó una semana, tal vez varias. Después, gradualmente, se produjo la metamorfosis. Una mañana, Ruthlen, empantanado de un difícil pentámetro, levantó la vista, petrificado:
—Escucha —murmuró.
Era un ruido de juguetes rotos.
Corrió a la habitación del niño, y allí encontró a su único vástago en el acto de arrancar las entrañas de algodón a la muñeca, hasta entonces respetada. El poeta permaneció fuera del cuarto; el latir de su corazón menguó hasta tomar el ritmo enfermizo de los ancianos. Mientras tanto, Gardner seguía desentrañando el juguete, mientras el muñeco lo observaba, sentado en el suelo.
—No —murmuró el poeta, presintiendo que era «sí».
Y se alejó penosamente, tratando de convencerse de que era un accidente.
Sin embargo, durante el almuerzo del día siguiente, los dedos de Ruthlen y de su esposa apretaron tan bruscamente los emparedados que las rodajas de tomate saltaron de ellos para caer en el café.
—¿Qué es eso? —preguntó Atenea, horrorizada.
Gardner y su muñeco aparecieron cómodamente instalados entre los escombros de lo que, en tiempos más felices, había sido una maceta con su planta. El muñeco observaba con transparente interés, mientras Gardner arrojaba hacia lo alto puñados de tierra negruzca, que llovían sobre la alfombra en sucios terrones.
—No —exclamó el poeta, revividas sus úlceras.
Y los labios empalidecidos de Atenea dejaron caer el eco:
—No…
El niño recibió unas palmadas y se le puso a dormir; el muñeco quedó encerrado en el armario. Con un chillido lastimoso en los oídos, marido y mujer siguieron almorzando sin hablar, mientras los ácidos cultivaban ácidos peores en sus contraídos estómagos.
Sólo un comentario se pronunció, mientras ambos se separaban para volver a sus respectivos trabajos; fue Atenea quien lo dijo:
—Ha sido un accidente.
Pero durante la semana siguiente se vieron forzados a abandonar la tarea exactamente ochenta y siete veces.
En una oportunidad, Gardner estaba desgarrando las cortinas arrancadas del living. Otra vez era Gardner, que tocaba el piano con un martillo, en respuesta a la gavota de Bach tocada por el muñeco. Y hubo otra vez, y otra, y otra, en una sucesión de objetos tumbados, desde tarros de mermelada hasta sillas. En total, se rompieron treinta objetos rompibles, desapareció el gato, y el suelo quedó a la vista bajo la alfombra, donde Gardner había estado usando las tijeras.
Hacia el final del segundo día, los Beauson escribían o modelaban con los ojos desorbitados y los labios blancos y rígidos sobre los dientes apretados. Al cuarto, sus cuerpos sufrían ya un proceso de petrificación, y el cerebro comenzaba a osificarse. Al cumplirse la semana, tras muchas sacudidas y espasmos de vísceras, permanecían en paralizado silencio, a la espera de nuevas atrocidades, soñando con un violento infanticidio.
Llegó el final.
Una noche, mientras tomaban como cena un vaso de sales digestivas calmantes, Atenea y su esposo se miraron. Parecían espantapájaros atacados por el rigor mortis, los ojos convertidos en cuatro pelotas de estupor, surcados por hilos de sangre.
—¿Qué vamos a hacer? —murmuró Ruthlen, quebrado ya su espíritu.
Atenea sacudió negativamente la cabeza.
—Creí que con el muñeco… —comenzó, pero su voz murió en un murmullo.
—El muñeco no ha servido de nada —se lamentó Ruthlen—. Estamos otra vez como antes. Mejor dicho, diez mil setecientos cincuenta dólares peor, pues el muñeco no se puede devolver, según dijiste.
—No se puede —confirmó Atenea—. Es…
El ruido la interrumpió en medio de la frase. Era un sonido húmedo y fofo, como si alguien arrojara barro contra una pared. Barro o…
—No —exclamó Atenea, alzando sus ojos amoratados—. ¡Oh, no!
El súbito chancleteo de sus sandalias sobre el suelo tomó el ritmo de su enloquecido corazón. Ruthlen la siguió, rígidas las piernas, con los labios apretados en un trémulo círculo de espanto.
—¡Mi figura! —gritó Atenea desde la puerta del estudio, como si se hubiese convertido en mármol.
Paralizada por el impacto, contempló la horrenda escena con el rostro ceniciento.
Gardner y su muñeco jugaban al blanco con las rosas del empapelado, utilizando como proyectiles grandes tortas de arcilla arrancadas de la estatua inconclusa de Atenea.
Marido y mujer fijaron los ojos aturdidos en el muñeco; éste, bajo la cobertura metálica de su cráneo, había creado nuevas conexiones sinápticas; al baile, a la habilidad de trepar y nadar, a los eructos, agregaba ahora el lanzamiento de arcilla.
Y de pronto, algo quedó en claro: la planta caída, los floreros y los frascos arrojados desde los estantes más altos… ¡Gardner necesitaba ayuda para esas cosas!
Ruthlen Beauson entrevió un horripilante futuro: el horripilante pasado multiplicado por dos. Todos los tormentos guiñolescos de la vida con Gardner, pero duplicados por la presencia del muñeco.
—Saca a ese monstruo metálico de esta casa —balbuceó Ruthlen a su esposa, modulando las palabras con labios de cemento.
—Pero… ¡no puedo devolverlo! —gritó ella, histérica.
—En ese caso… me encargaré de él, ¡con un abrelatas! —rugió el poeta, retrocediendo.
—¡No es culpa del muñeco! —exclamó Atenea—. ¿Qué ganaríamos con romperlo? Es culpa de Gardner, ese monstruo horrible que hemos creado entre los dos.
Los ojos del poeta chasquearon violentamente en sus órbitas al pasear la mirada del muñeco a su hijo y viceversa, comprendiendo la odiosa verdad de aquel comentario. Era el niño. El muñeco se limitaba a imitar, el muñeco haría cuanto se le indicara hacer.
Fue precisamente entonces cuando surgió la idea. Con ella entró la paz en la familia Beauson.
A partir del día siguiente, Gardner fue un modelo de buen comportamiento, y la casa se convirtió en un santuario para la inspirada creación artística. Todo era perfecto.
Tan sólo veinte años después, cuando Gardner —ya universitario— conoció a una curvilínea estudiante y fundió trece juntas y el generador…, sólo entonces se conoció la desagradable verdad.