EL EXAMEN


(The Test, 1954)

La noche anterior al examen, Les se sentó con su padre en el comedor para ayudarle a estudiar. Jim y Tommy dormían en el piso alto; en el living, Terry cosía con el rostro inexpresivo, clavando y tirando de la aguja con un movimiento veloz y rítmico.

Tom Parker, muy erguido, entrelazó sus manos venosas y secas y las apoyó sobre la mesa; sus pálidos ojos azules seguían atentamente el movimiento de los labios de su hijo, como si eso pudiera ayudarle a comprender mejor. Tenía ochenta años, y aquél sería su cuarto examen.

—Bien —dijo Les, leyendo el modelo de cuestionario que el doctor Trask les había facilitado—. «Repita las siguientes secuencias de números».

—Secuencia de números —murmuró Tom, tratando de asimilar las palabras en tanto las oía.

Pero ya no podía asimilar velozmente las palabras; éstas parecían acumularse sobre los tejidos de su cerebro como insectos sobre un carnívoro soñoliento. Repitió mentalmente las palabras: secuencia de… secuencia de números. Eso era. Y aguardó, mirando a su hijo.

—¿Y? —preguntó impaciente, tras un momento de silencio.

—Ya te leí la primera, papá —le dijo Les.

—Bueno… —balbuceó el anciano, tratando de encontrar las palabras adecuadas para expresarse—. Haz el favor de…, ¿quieres leerme las…?

Les dejó escapar un suspiro fatigado, y repitió:

—Ocho cinco once seis.

Los labios arrugados se estremecieron, mientras la vieja maquinaria cerebral de Tom iniciaba lentamente su marcha.

—Ocho…, ci… inco…

Los ojos parpadearon. Por último, soltó de una sola vez:

—Once seis.

Y se irguió con orgullo. Sí, bien, muy bien. No podrían atraparlo en el examen del día siguiente; él burlaría a esa ley asesina. Apretó fuertemente los labios y asentó las manos sobre el mantel.

—¿Qué? —dijo, tratando de centrar la mirada en Les, que acababa de decir algo—. Habla.

—Te he leído otra secuencia —explicó Les, sin alterarse—. Vamos, te la volveré a leer.

Tom se inclinó un poco hacia adelante, afinando el oído.

—Nueve dos dieciséis siete tres —dijo Les.

Tom se aclaró la garganta con cierto esfuerzo.

—Habla más claro —indicó a su hijo.

No había comprendido bien esa parte. ¿Quién podía retener semejante ristra de números?

—¿Qué, qué? —preguntó, irritado, mientras Les repetía la secuencia.

—Oye, papá, el examinador te leerá las preguntas más de prisa que yo. Tienes que…

—Ya lo sé —interrumpió Tom, con rigidez—. Lo sé perfectamente. Sin embargo, permite que te recuerde algo: esto… esto no es un examen. Es para estudiar, para estudiar. No tiene sentido pasar las cosas a la carrera. No tiene sentido. Tengo que aprender este… este… examen… —se sentía enojado. Enojado con su hijo, y enojado por la forma en que las palabras se le escapaban de la mente.

Les se encogió de hombros y volvió a mirar la página.

—Nueve dos dieciséis siete tres —leyó, más lentamente.

—Nueve dos seis siete…

Dieciséis, papá.

—Eso es lo que dije.

—Dijiste seis, papá.

—¡Me parece que yo sé lo que dije!

Les cerró los ojos por un momento. Luego dijo:

—Está bien, papá.

—¿Y? ¿Vas a leerla de nuevo o no? —preguntó el anciano, en tono cortante.

Les volvió a leer los números. Mientras escuchaba los tartamudeos de su padre, que intentaba repetir la secuencia, echó una mirada hacia el living. Terry estaba allí, cosiendo, con el rostro impávido. Había apagado la radio, y el marido comprendió que escuchaba los tartamudeos de Tom.

Tienes razón, pensó Les, como si hablara con ella. Tienes razón, ya sé que es un viejo inútil. ¿Y qué quieres, que se lo diga en la cara? Sería como clavarle un cuchillo en la espalda. Los dos sabemos que no aprobará el examen. Por lo menos, permíteme esta pequeña hipocresía. Mañana pasarán la sentencia. No me pidas que yo mismo la pase esta noche y le quiebre el corazón.

—Creo que era así, ¿no? —dijo la voz de su padre, dignamente.

Les volvió la mirada hacia aquella cara marchita y enflaquecida.

—Sí —asintió, apresuradamente—. Es así.

Una sonrisa tembló en las comisuras de la boca de su padre, haciéndolo sentirse como un traidor. Lo estoy engañando, pensó. Oyó que él decía:

—Pasemos a otra cosa.

Bajó la vista a la hoja, buscando algo que pudiera resultarle fácil, al tiempo que se despreciaba por hacerlo.

—Vamos, Les —dijo el padre, tratando de controlar la voz—. No tenemos tiempo que perder.

Cerró los puños en un gesto de impaciencia. Al día siguiente pondrían su vida en la balanza, y ese muchacho no hacía más que hojear el examen como si no hubiera nada de importancia por delante.

—Vamos, vamos —urgió, malhumorado.

Les tomó un lápiz que tenía un trozo de cordel atado en un extremo, y dibujó un círculo de dos centímetros sobre una hoja en blanco. Después entregó ambas cosas a su padre.

—Debes mantener la punta del lápiz por sobre el círculo durante tres minutos —indicó.

De pronto, le atacó el temor de haber escogido una prueba muy difícil. Había observado que las manos del anciano temblaban durante las comidas, y vacilaban sobre los botones y los ojales de la ropa. Con la garganta agitada, Les tomó el cronómetro, lo puso en funcionamiento e hizo un gesto a su padre.

Éste tomó aliento y se inclinó sobre el papel, tratando de sostener el lápiz; que se balanceaba ligeramente, por sobre el círculo dibujado. Les notó que se apoyaba sobre el codo —cosa que no se le permitiría hacer durante el examen—, pero no dijo nada.

La poca sangre que restaba en la cara del anciano se estaba retirando rápidamente; Les podía ver con toda claridad las diminutas líneas rojas de los vasos abiertos bajo la piel de las mejillas. Contempló aquel cutis reseco, arrugado y parduzco, salpicado de manchas causadas por las afecciones hepáticas. Ochenta años. ¿Cómo se sentía uno a los ochenta años?

Volvió a mirar a Terry. Por un momento los ojos de ella se alzaron, encontrándose con los de Les. Se miraron sin sonreír, sin gesto alguno. Después Terry volvió a su costura.

—Creo que ya van tres minutos —dijo Tom, con voz tensa.

Les echó una mirada al cronómetro y se preguntó si debía mentir otra vez.

—Un minuto y medio, papá —dijo.

—Bueno, no dejes de mirar el reloj —ordenó el anciano, perturbado, mientras el lápiz se balanceaba en una zona mucho más amplia que la del círculo—. Estamos de examen, no de… de… fiesta.

Les contempló la punta ondulante del lápiz. Aquello era completamente inútil, mera ficción: nada de lo que hicieran podría salvar la vida de su padre.

Pero al menos, los exámenes no corrían por cuenta de los hijos que votaran la ley. Al menos no sería él quien estamparía el negro sello, «INSUFICIENTE», sobre las hojas de su padre, pronunciando así la sentencia definitiva.

El lápiz volvió a balancearse por sobre el círculo y volvió a su sitio: Tom había movido ligeramente el brazo sobre la mesa, cosa que habría invalidado esa parte del examen.

—¡Ese reloj atrasa! —protestó Tom, súbitamente furioso.

Les contuvo el aliento y miró el cronómetro. Dos minutos y medio.

—Tres minutos —dijo, apretando el émbolo.

El padre arrojó el lápiz con gesto irritado, diciendo:

—Vaya, qué prueba tan tonta… —y su voz se hizo más lenta—. Eso no prueba nada. Absolutamente nada.

—¿Quieres que probemos con otras preguntas, papá? Sobre dinero.

—¿Esas son las que siguen? —preguntó Tom, desconfiado, mientras miraba la página para comprobarlo por sí mismo.

—Sí —mintió Les, sabiendo que su vista era demasiado débil para leer las preguntas, aunque se negara a usar anteojos—. Espera, hay otra antes.

Acababa de descubrir algo más fácil, o al menos así le pareció.

—Tienes que decir la hora —completó.

—Qué pregunta tonta —murmuró Tom—. ¿Pensarán que…?

Con una expresión enfurruñada, alargó la mano por sobre la mesa para tomar el reloj y le echó una mirada desdeñosa.

—Diez y cuarto —dijo.

—Pero son las once y cuarto, papá —observó Les.

En seguida se arrepintió de haberlo corregido. Por un momento, el anciano lo miró como si hubiese recibido una bofetada. Volvió a tomar el reloj, y Les tuvo el horrible presentimiento de que insistiría en decir diez y cuarto.

—Eso es lo que quise decir —barbotó el anciano—. Me salió mal. Claro que son las once y cuarto: no hace falta ser muy inteligente para darse cuenta. Once y cuarto. Ese reloj es malo. Los números están muy apretados. Tendrías que tirarlo. En cambio…

Sacó su propio reloj de oro del bolsillo del chaleco.

—Este sí que es un reloj —exclamó, orgulloso—. Marcha perfectamente desde hace… ¡sesenta años! Esto es un reloj, y no el tuyo.

Arrojó con disgusto el cronómetro de Les sobre la mesa; el aparato cayó con la cara hacia abajo y el vidrio se rompió.

—Fíjate —protestó Tom apresuradamente, para disimular su confusión—. No tiene resistencia.

Para esquivar los ojos de Les, volvió a mirar su propio reloj y contempló la fotografía de Mary. Mary a los treinta años, adorable, con el pelo dorado…

Gracias a Dios, a ella no le tocaba pasar por esos exámenes; al menos ella estaba libre de todo eso. Cuando murió por accidente, a los cincuenta y siete años, Tom no había imaginado siquiera que algún día su muerte le parecería afortunada. Pero eso fue antes de que se implantaran los exámenes.

Cerró el reloj y lo hizo a un lado.

—Esta noche me dejarás ese reloj —dijo, gruñón—, y mañana me encargaré de que le pongan un un cristal decente.

—No importa, papá, es viejo.

—Déjamelo. Le haré poner un buen cristal. Te conseguiré uno que no se rompa. Uno que no se rompa. Déjamelo, ¿eh?

Entonces pasaron a las preguntas sobre dinero, preguntas tales como «¿Cuántas monedas de veinticinco centavos hay en cinco dólares?» y «Si pago 36 centavos con un billete de un dólar, ¿cuánto me darán de vuelto?».

Como esa parte del examen debía hacerse por escrito, Les permaneció en silencio, tomando el tiempo. La casa estaba cálida y silenciosa. Todo parecía normal y cotidiano: los dos, padre e hijo, sentados en el comedor, y Terry cosiendo en el living.

Eso, precisamente, era lo espantoso.

La vida seguía tal como de costumbre. Nadie hablaba de morir. El gobierno enviaba una carta, se tomaban los exámenes, y quienes fallaban recibían orden de comparecer en el centro oficial para recibir la inyección. Así funcionaba la ley, y de ese modo la tasa de mortalidad era estable, y se compensaba el problema de la superpoblación. Todo con un carácter legal, impersonalmente, sin gritos ni sensacionalismos.

Pero siempre eran seres amados los que morían.

—Deja de mirar ese reloj —dijo el anciano—. No puedo resolver estos problemas si no dejas de mirar ese reloj.

—Pero, papá, los examinadores lo hacen.

—Los examinadores son examinadores —saltó el padre—. Tú no eres examinador.

—Sólo trato de ayudarte, papá…

—Bueno, en ese caso ayúdame, ayúdame. No te quedes allí, mirando ese reloj.

—Eres tú el que debe hacer el examen, papá, no yo —empezó Les, con un rubor de cólera en las mejillas—. Si…

—¡Sí, soy yo, soy yo! —estalló Tom, en súbita ira—. Todos ustedes se encargaron de eso, ¿verdad? Todos se encargaron de que… de que…

Las palabras volvieron a rehuirle, mientras los enojosos pensamientos se le agolpaban en la mente.

—No tienes por qué gritar, papá.

—¡No estoy gritando!

Terry intervino de pronto:

—Papá, los niños duermen.

—¡Qué me importa si…!

Se interrumpió y volvió a recostarse en la silla, dejando caer el lápiz, que rodó sobre el mantel. Y allí se quedó, temblando; el pecho enjuto subía y bajaba espasmódicamente, las manos le temblaban sin control sobre el regazo.

—¿Quieres seguir, papá? —preguntó Les, reprimiendo su nerviosismo.

—No pido gran cosa —murmuraba Tom para sí—. No pido gran cosa de la vida.

—Papá, ¿quieres que sigamos?

El anciano se puso rígido.

—Siempre que dejes de mirar la hora —dijo, con lento e indignado orgullo—. Siempre que dejes de mirar la hora.

Les volvió a estudiar la hoja de examen, con los dedos crispados sobre las páginas abrochadas. ¿Preguntas psicológicas? No, sería imposible formularlas. ¿Cómo preguntar a un padre de ochenta años lo que opina sobre el sexo? ¿A un hombre tan decoroso, para quien el comentario más inofensivo resultaba obsceno?

—¿Y bien? —preguntó el anciano, alzando la voz.

—Parece que no hay nada más —dijo Les—. Ya hace casi cuatro horas que estamos en esto.

—¿Y qué son todas esas páginas que salteaste?

—La mayoría es para el…, el examen físico, papá.

Vio que su padre apretaba los labios, y temió que volviera a hacer algún comentario sobre ese tema. Pero Tom sólo dijo:

—Qué buen amigo. Qué buen amigo.

—Papá, tú…

No pudo terminar. No tenía sentido seguir hablando sobre eso. Tom sabía muy bien que el doctor Trask no podría extenderle un certificado de salud en esta oportunidad, como había hecho en los tres exámenes anteriores.

Les sabía que su padre se sentía vejado y temeroso: tendría que desvestirse para que los doctores lo hurgaran, le dieran golpecitos y le hicieran preguntas ofensivas. Y cuando volviera a vestirse, alguien lo estaría espiando por una mirilla para anotar en un formulario si lo hacía debidamente. Y cuando almorzara en la cafetería del gobierno, en la mitad del examen —que duraba todo un día—, otros ojos le vigilarían para ver si dejaba caer los cubiertos, si volcaba un vaso de agua o si se chorreaba la camisa.

—Te pedirán que firmes y que anotes tu dirección —observó Les.

Sabía que Tom estaba orgulloso de su letra, y pensó que eso le haría olvidar lo del examen físico.

El anciano tomó la pluma estilográfica y escribió, fingiendo que lo hacía de mala gana. «Los dejaré boquiabiertos», pensó, mientras el lápiz cruzaba la página en movimientos fuertes y seguros:

Señor Thomas Parker, calle Brighton 2719, Blairtown, Nueva York.

—Y la fecha —indicó Les.

Tom escribió: 17 de enero de 2003, y algo muy frío se filtró en sus entrañas.

El examen sería al día siguiente.

Ni él ni Terry podían dormir. Apenas habían cambiado palabra mientras se desvestían, y cuando Les se inclinó para darle el beso de las buenas noches, ella murmuró algo inaudible.

Les se volvió sobre un lado con un profundo suspiro. Terry abrió los ojos en la oscuridad, para mirarlo.

—¿Duermes? —preguntó suavemente.

—No.

No quiso decir más, y esperó a que ella comenzara la conversación. Pero ella no lo hizo. Un ratito después, Les arriesgó:

—Bueno, creo que aquí termina todo.

Acabó la frase en voz baja, pues aquellas palabras le sonaban melodramáticas hasta lo ridículo. Terry no respondió de inmediato. Después, como si pensara en voz alta, preguntó:

—¿Crees que habrá alguna posibilidad de que…?

Les se puso rígido, adivinando lo que ella intentaba decir.

—No —respondió—. No puede aprobar.

Oyó que Terry tragaba saliva, y rogó mentalmente: «No lo digas. No me digas que vengo opinando lo mismo desde hace quince años. Ya lo sé. Pero así me parecía».

De pronto se preguntó por qué no había firmado muchos años antes la Solicitud de Eliminación. Los dos necesitaban verse libres de Tom, por el bien de los niños y de sí mismos. Pero… ¿cómo expresarlo en palabras, sin sentirse como un criminal? Era imposible decir: «Espero que el viejo fracase, espero que lo maten». Sin embargo, cuanto uno dijera no sería más que una forma de sustituir hipócritamente esas palabras, que representaban la verdad.

Términos médicos. Gráficos que demostraban la mengua de las cosechas y el descenso en el nivel de vida, el hambre mundial y el empeoramiento de la salud pública. Utilizaban todos esos argumentos para justificar la ley. Pero todo era mentira, obvias mentiras sin fundamento. La ley había sido aprobada porque la gente quería estar sola y vivir la propia vida.

—¿Y si aprueba, Les? —preguntó Terry.

Él crispó la mano sobre el colchón.

—¿Les?

—No lo sé, querida —respondió.

Las siguientes palabras de Terry sonaron muy firmes en la oscuridad. Era la voz de quien se siente en el límite de la paciencia:

—Pues deberías saberlo.

Él movió la cabeza sobre la almohada, inquieto.

—No insistas, querida —rogó—. Por favor.

—Les, si supera este examen lo tendremos otros cinco años. Cinco años más, Les. ¿Comprendes lo que eso significa?

—No puede pasar el examen, querida.

—Pero… ¿y si lo pasa?

—Falló en las tres cuartas partes de las preguntas que le hice esta noche, Terry. Está casi sordo, tiene artritis y le falla el corazón.

Dejó caer el puño sobre la cama, desesperanzado, agregando:

—Ni siquiera puede aprobar el examen físico.

Y se sintió lleno de odio contra sí mismo por asegurar que Tom estaba condenado. ¡Si al menos pudiera olvidar el pasado, y ver a su padre tal como era en la actualidad! Sólo un anciano indefenso y medio agotado, que les arruinaba la vida… Pero era difícil olvidar cuánto había amado y respetado a su padre; era difícil no tener en cuenta las excursiones por el campo, las partidas de pesca, las prolongadas caminatas nocturnas…, y tantas otras cosas que habían compartido.

Por eso nunca había tenido el coraje necesario para firmar la solicitud. No había más que llenar un simple formulario; era mucho más fácil que aguardar el examen quinquenal. Pero eso equivalía a entregar la vida de su padre. Era pedirle al gobierno que se encargara de él, como de un desecho desdeñado. Nunca pudo hacerlo.

Sin embargo, ahora que el anciano tenía ya ochenta años, toda su educación moral y todos sus principios cristianos no le impedían sentirse tan aterrorizado como Terry por la idea de que el viejo Tom pudiera aprobar el examen y vivir otros cinco años con ellos. Otros cinco años de desordenar la casa, de revocar las indicaciones que daban a los niños, de romper cosas; otros cinco años en los que trataría de ayudar, pero sólo para convertirse en un estorbo, convirtiendo la vida en un tormento de nervios contenidos.

—Será mejor que duermas —le dijo Terry.

Trató de seguir el consejo, pero le fue imposible. Permaneció de espaldas, con la vista fija en el techo, tratando de encontrar una respuesta inalcanzable.

A las seis sonó el despertador. Aunque Les no necesitaba levantarse hasta las ocho, quería ver a su padre antes de que partiera. Se vistió en silencio para no despertar a Terry.

De cualquier modo, ella despertó y lo contempló desde la cama. Un momento después se irguió sobre un codo, con expresión soñolienta.

—Me levantaré a preparar el desayuno —dijo.

—No hace falta —respondió Les—. Quédate acostada.

—¿No quieres que me levante?

—No te molestes, querida. Quiero que descanses.

Ella volvió a acostarse y le volvió la espalda. Sin saber porqué, comenzó a llorar silenciosamente; tal vez porque él no le permitía ver al padre, o quizás a causa del examen. No podía contenerse. Sólo le fue posible mantener el cuerpo quieto hasta que la puerta del dormitorio se hubo cerrado. Entonces sus hombros se estremecieron, y un sollozo quebró la barrera interior que había levantado.

Les se dirigió hacia el cuarto de su padre y halló la puerta abierta. Tom estaba sentado en la cama, atándose los oscuros zapatos. Sus dedos torcidos temblaban visiblemente sobre los cordones.

—¿Todo bien, papá? —preguntó Les.

Su padre levantó la vista, sorprendido.

—¿Qué haces levantado a esta hora?

—Se me ocurrió desayunar contigo.

Por un momento, se miraron en silencio. Después, su padre volvió a inclinarse sobre los cordones.

—No hacía falta —dijo.

—Bueno, de cualquier modo, voy a desayunar —replicó Les, y se volvió para evitar discusiones.

—Les.

Se volvió.

—Espero que no te hayas olvidado de dejar ese reloj a mano —dijo Tom—. Hoy mismo iré al joyero para que le pongan un… un cristal decente, uno que no se rompa.

—Es sólo un reloj viejo, papá —observó Les—. No vale un centavo.

—Es lo mismo —afirmó su padre, agitando la mano extendida delante de sí, como para evitar toda discusión—. Quiero…

—Está bien, papá, está bien. Lo dejaré sobre la mesa de la cocina.

El anciano quedó en suspenso por un segundo y lo miró, inexpresivo. Luego, como siguiendo un impulso que no era sino una voluntad demorada, volvió a inclinarse sobre los zapatos. Les contempló por un momento su pelo gris, sus dedos temblorosos. En seguida se marchó.

El reloj estaba aún sobre la mesa del comedor; Les lo tomó para llevarlo a la cocina. El anciano debía haber pasado la noche repitiéndose lo del reloj; de otro modo no habría logrado recordarlo.

Puso agua fresca en el globo del café y operó los controles de la cocina automática para preparar dos platos de tocino con huevos. Después sirvió dos vasos de jugo de naranja y se sentó a la mesa.

Unos quince minutos después bajó su padre; vestía el traje azul oscuro, y se había lustrado cuidadosamente los zapatos. Tenía las uñas bien recortadas, y los cabellos alisados y cepillados. Tenía un aspecto muy pulcro… y muy viejo. Se aproximó al globo del café y echó una mirada dentro.

—Siéntate, papá —dijo Les—. Yo te lo alcanzaré.

—No soy un inválido —dijo Tom—. Quédate donde estás.

Les se las arregló para sonreír, diciendo:

—Puse a cocinar un poco de tocino con huevos para los dos.

—No tengo hambre —replicó su padre.

—Pero te vendrá bien tomar un buen desayuno, papá…

—Nunca he comido mucho en el desayuno —replicó Tom, rígido frente a la cocina—. No me convence. Es malo para el estómago.

Les cerró los ojos por un instante; en su rostro se dibujó una expresión desesperada. ¿Para qué se había molestado en levantarse? No harían más que discutir. Todo el cuerpo se le puso tenso. Pero… no; se mostraría optimista y alegre… aunque muriera en el intento.

—¿Dormiste bien, papá? —preguntó.

—Claro que dormí bien. Siempre duermo bien. Muy bien. ¿Dónde está ese reloj? —preguntó, acusador.

Les exhaló un suspiro fatigado y se lo tendió. Tom avanzó torpemente por el suelo de linóleo para tomarlo, y lo examinó brevemente, con los labios ahuecados.

—Qué mala fabricación —dijo—. Pésima.

Y agregó, guardándolo cuidadosamente en el bolsillo lateral de la chaqueta:

—Te haré poner un cristal decente. Uno que no se rompa.

—Buena idea, papá —asintió Les.

El café ya estaba listo, y Tom sirvió una taza para cada uno. Les se levantó a apagar la cocina automática. Había perdido todo deseo de comer tocino con huevos.

Sentado a la mesa frente al severo rostro de su padre, dejó que el café caliente se le deslizara por la garganta. Tenía un sabor horrible, pero nada habría podido saberle bien esa mañana.

—¿A qué hora tienes que estar allí? —preguntó, para romper el silencio.

—A las nueve.

—¿No quieres que te lleve en el coche?

—¡Pero no! —dijo su padre, con el tono paciente de quien habla con un niño fastidioso—. El metro me deja bien. Tengo tiempo de sobra.

—Está bien, papá.

Les dejó que su mirada se perdiera en la taza del café. Habría querido decir algo, pero no se le ocurría una sola palabra. El silencio se arrastró entre ellos durante largos minutos, mientras Tom bebía a tragos lentos y metódicos.

Les, nervioso, se humedeció los labios con la lengua, los sintió temblar, y prefirió esconderlos tras la taza. Hablar, pensaba, hablar, hablar y hablar, sobre coches y metros y horarios de examen… Y mientras tanto, los dos sabían que ese mismo día Tom podía ser sentenciado a muerte.

Lamentaba haberse levantado. Habría sido mejor despertarse y descubrir de pronto que su padre se había marchado solo. Ojalá pudiera ser así para siempre. Ojalá pudiera despertarse una mañana y encontrar vacío el cuarto de su padre…, desaparecidos los zapatos oscuros, las ropas de trabajo, los pañuelos, los calcetines, las ligas, los tirantes y el equipo de afeitar, inexistentes todas esas muchas pruebas de una vida.

Pero no podía ser así. Una vez que Tom fuera reprobado, pasarían varias semanas sin que llegara la carta para la última cita, y después una semana más, aproximadamente, hasta el día fijado. Habría un lento y horrible período dedicado a empacar, a deshacerse de algunas cosas y regalar otras, un período de almuerzos y cenas compartidos, de charlas, una última comida, un largo paseo hasta el centro del gobierno, un ascensor zumbante y silencioso…

¡Gran Dios!

Lo recorrió un temblor irrefrenable; por un momento se sintió al borde del llanto. En ese instante, su padre se levantó; él lo miró con expresión sorprendida.

—Me voy —dijo Tom.

—Pero si son apenas las siete menos cuarto —observó Les, nervioso, echando un vistazo al reloj de pared—. No tardarás tanto en…

—Quiero llegar bien temprano —respondió su padre, con firmeza—. No me gusta llegar tarde.

—Por Dios, papá; tardarás una hora, cuanto más, en llegar al centro —insistió él.

Sentía un horrible vacío en el estómago. Cuando el anciano meneó la cabeza, comprendió que no había oído.

—Es demasiado temprano, papá —repitió, esforzándose por alzar su voz temblorosa.

—No importa.

—No has comido nada.

—Nunca comí gran cosa en el desayuno —empezó Tom—. No es bueno para…

Les no prestó atención al resto, a las teorías y los hábitos de toda la vida. Se sentía invadido por oleadas de implacable horror. Habría querido saltar hacia su padre, arrojarle los brazos al cuello, pedirle que no se preocupara por los resultados del examen, que todo eso no importaba, porque lo amaban y lo cuidarían por siempre…

Pero no pudo hacerlo. Permaneció tenso, enfermo de pánico, con los ojos clavados en su padre. Tom se volvió hacia la puerta de la cocina, y él seguía sin decir palabra.

—Hasta la noche, Les.

El anciano había pronunciado aquella despedida con una voz calma y fría; en eso había empleado todas sus energías. La puerta se cerró, levantando una brisa que dio en las mejillas de Les, helándole todo el corazón.

Se levantó de un salto, con un gruñido de sorpresa, y corrió hacia la puerta. Desde allí pudo ver a su padre, que había llegado casi a la puerta de calle.

—¡Papá!

Tom se detuvo, sorprendido. Les cruzó el comedor para alcanzarlo, contando mentalmente los pasos uno, dos, tres, cuatro, cinco. Se detuvo ante su padre con una sonrisa forzada y vacilante:

—Buena suerte, papá —dijo—. Hasta… hasta la noche.

Habría querido decirle «te estaré esperando», pero no pudo.

El anciano inclinó la cabeza una sola vez, brevemente, con el gesto de un caballero que reconoce a otro.

—Gracias —le dijo, y se alejó.

Cuando la puerta se cerró tras él, fue como si se convirtiera súbitamente en una muralla impenetrable, que Tom ya no podría volver a cruzar. Les se acercó a la ventana. El padre se alejó lentamente por el sendero y tomó la acera hacia la izquierda. Dio algunos pasos calle arriba; después se detuvo y se irguió, echando hacia atrás los hombros enjutos, para caminar con firmeza entre el gris de la mañana.

En un primer momento, Les pensó que estaba lloviendo. Después comprendió que esa neblina centelleante no estaba en la ventana.

No pudo ir a trabajar. Avisó por teléfono que estaba enfermo y se quedó en casa. Terry preparó a los niños para ir a la escuela. Después desayunaron juntos, y Les le ayudó a levantar los platos para ponerlos en el fregaplatos. Ella no hizo ningún comentario sobre el hecho de que no fuera a trabajar. Actuaba como si fuese perfectamente normal tenerlo en casa en un día de semana.

Les pasó la mañana y la tarde en el tallercito del garage; comenzó siete proyectos distintos y perdió interés en todos ellos.

Cerca de las cinco volvió a la cocina y abrió una lata de cerveza, mientras Terry preparaba la cena. No le dijo nada. Se paseaba incesantemente por el living, contemplando por la ventana el cielo cubierto.

—¿Dónde estará? —dijo finalmente, ya otra vez en la cocina.

—Ya volverá —respondió Terry.

Él se puso rígido por un instante: había creído percibir cierto disgusto en su voz. En seguida comprendió que era sólo su imaginación, y aflojó nuevamente el cuerpo.

Eran ya las seis menos veinte cuando se vistió, después de tomar una ducha. Los niños, que habían salido a jugar, estaban ya de regreso, y todos se sentaron a cenar. Les notó que Terry había puesto cubiertos para su padre, y se preguntó si lo había hecho por darle el gusto.

No pudo probar bocado. No hizo más que cortar la carne en trocitos cada vez más pequeños y convertir en puré las patatas al horno, agregándole manteca; pero no tocó el plato.

—¿Cómo? —preguntó de pronto, notando que Jim le hablaba.

—Si el abuelo no aprueba el examen, le queda un mes, ¿verdad, papá?

Les sintió que se le contraían los músculos del estómago.

Le queda un mes, ¿verdad, papá? Las últimas palabras de su hijo mayor seguían retumbándole en el cerebro.

—¿De qué hablas? —preguntó, mirándolo con fijeza.

—Mi libro de Educación Cívica dice que los ancianos tienen un mes de vida en caso de que no aprueben el examen. Es verdad, ¿no?

—No, no es verdad —interrumpió Tommy—. La abuela de Harry Senker recibió la carta apenas dos semanas después.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Jim a su hermano, que tenía nueve años—. ¿Acaso la viste?

—Ya basta —dijo Les.

—¡No me hace falta verla! —protestó Tommy—. Harry me dijo que…

—¡Ya basta!

Los dos niños miraron sorprendidos al padre: estaba muy pálido.

—No quiero que se hable de eso —dijo.

—Pero…

—Jimmy —observó Terry, en tono de advertencia.

El niño levantó la vista hacia ella. Un segundo después volvió a su plato, y todos comieron en silencio.

Les comprendió, con amargura, que la muerte del abuelo no tenía para ellos la menor importancia. Hizo un esfuerzo por aflojar el cuerpo, pensando que, después de todo, así debía ser. Aún no les había llegado el turno de preocuparse por eso, pero no les faltaba mucho tiempo.

A las seis y diez, la puerta se abrió y volvió a cerrarse. Les se levantó tan de prisa que tumbó un vaso vacío.

—No, Les —exclamó Terry, de pronto.

Y él comprendió que ella tenía razón. A su padre no le gustaría verlo entrar en seguida a la cocina, con las preguntas a flor de labios.

Se dejó caer nuevamente en la silla, con la vista fija en su plato intacto; el corazón le latía violentamente. Mientras levantaba el tenedor, con dedos rígidos, oyó los pasos del anciano que cruzaban la alfombra del comedor y subían la escalera. Miró a Terry, y un estremecimiento le agitó la garganta.

No podía comer. Siguió sentado a la mesa, hurgando en el plato y respirando con agitación. En el piso alto se cerró la puerta del cuarto de Tom.

Cuando Terry trajo el pastel, Les se excusó de prisa y abandonó la mesa. Ya estaba por subir, cuando se abrió la puerta de la cocina y ella exclamó:

—¡Les!

Inmóvil, en silencio, la dejó acercarse.

—¿No será mejor que lo dejemos solo? —preguntó.

—Pero, querida…

—Les, si hubiera aprobado el examen habría venido a la cocina para decírnoslo.

—Es que él no sabe si…

—Si hubiese aprobado, lo sabría, puedes estar seguro. Las últimas dos veces nos lo dijo. Si hubiera aprobado, nos habría…

Se interrumpió. La mirada de Les la hizo estremecer. En medio de un denso silencio, se oyó un súbito golpe de lluvia contra las ventanas. Ambos se miraron por largos momentos. En seguida, Les dijo:

—Voy a subir.

—Les… —murmuró Terry.

—No le diré nada que pueda molestarle —prometió—. Yo…

Hubo otra larga pausa. Por último, se volvió para subir la escalera. Terry lo contempló mientras subía, con expresión desolada y vacía.

Se detuvo un momento ante la puerta cerrada, con los brazos apretados contra el pecho. No lo molestaré, se decía; no lo molestaré.

Llamó suavemente a la puerta, preguntándose al mismo tiempo si no estaba cometiendo un error. Tal vez sería mejor dejar solo al anciano.

Dentro del cuarto se oyó el crujir de la cama y el ruido de los pies al tocar el suelo.

—¿Quién es? —preguntó la voz de Tom.

Les contuvo el aliento.

—Soy yo, papá —dijo.

—¿Qué quieres?

—¿Puedo hablar contigo?

Silencio.

—Bueno… —dijo la voz del anciano.

Pero se interrumpió en seguida. Les le oyó levantarse y caminar por el cuarto. Después le llegó un ruido de papeles y un cajón se cerró cautelosamente.

Finalmente, la puerta se abrió.

Tom vestía su vieja bata de baño, puesta directamente sobre la ropa; había cambiado los zapatos por pantuflas.

—¿Puedo entrar, papá? —preguntó Les, con voz serena.

El anciano vaciló por un momento.

—Entra —dijo al fin.

Pero no era una invitación. Parecía estar diciendo: esta es tu casa; no puedo impedirte que entres.

Les había pensado decirle que no quería molestarlo, pero no pudo. Entró, y se detuvo en el medio de la gastada alfombra, aguardando.

—Siéntate —le dijo Tom.

Tomó asiento en la silla recta donde Tom colgaba sus ropas durante la noche. Su padre se dejó caer en la cama, con un gruñido.

Durante largo rato se miraron sin hablar, como dos perfectos desconocidos, cada uno a la espera de que el otro iniciara la conversación. Les oía la pregunta formulada en su cerebro: ¿Cómo te fue en el examen? ¿Cómo te fue? ¿Cómo te fue? Pero no podía repetirla. ¿Cómo te fue en…?

—Supongo que quieres saber qué ocurrió —dijo el anciano, realizando un visible esfuerzo por controlarse.

—Si —dijo Les—. Yo… —se interrumpió, y por último repitió tan sólo—: Sí.

El anciano bajó la vista al suelo por un momento. Después, súbitamente, levantó la cabeza y clavo en su hijo una mirada desafiante.

—No me presenté —dijo.

Les tuvo la sensación de que toda su energía se había descargado repentinamente en el suelo. Quedó petrificado, inmóvil, con los ojos fijos en el padre.

—No tenía intenciones de presentarme —agregó su padre, de prisa—. No quería pasar por todas esas tonterías. Examenes físicos, exámenes mentales, situar cubos en un tablero y sabe Dios cuántas cosas más. No tenía intenciones de ir.

Sus ojos tomaron una expresión de enojo, como si desafiaran a Les a decirle que había hecho mal. Pero el hijo no pudo decir una palabra.

Paso un largo rato. Por fin, Les tragó saliva y logró formular una pregunta:

—¿Qué vas a hacer?

—No importa, no importa —respondió el anciano, como si agradeciera el interés—. No te preocupes por papá. Papá sabe cuidarse.

Y de pronto, Les volvió a escuchar el ruido del cajón al cerrarse, y el susurro de una bolsa de papel. Estuvo a punto de mirar hacia el escritorio, para ver si la bolsa estaba aún allí, pero desvió la cabeza, venciendo el impulso.

—Bueno —tartamudeó, sin imaginar siquiera que su expresión le traicionaba: se sentía perdido y presa del pánico.

—Ahora no te preocupes —repitió el padre, sereno, casi suave—. No es asunto tuyo. No tiene nada que ver contigo.

¡Sí, es asunto mío!, se gritó Les mentalmente. Pero calló. Algo en el rostro de su padre lo obligó a guardar silencio: una especie de fuerza indomable, una grave dignidad que no debía herir.

—Ahora quisiera descansar —dijo Tom.

Fue como un golpe violento en el estómago. Quisiera descansar, descansar… Las palabras despertaron ecos en los extensos túneles de su mente. Descansar, descansar…

Se sintió empujado hacia la puerta. Allí se volvió a mirar a su padre. Adiós. La palabra quedó en él. Pero el anciano sonrió, diciendo:

—Buenas noches, Les.

—Papá…

Sintió la mano del viejo más fuerte, más firme que la suya; lo calmaba, le servía de apoyo. La otra mano, la izquierda, le oprimió el hombro.

—Buenas noches, hijo —dijo el padre.

En ese momento, Les pudo ver en el rincón del cuarto, por sobre el hombro del anciano, una bolsa de papel arrugada con el membrete de una farmacia, como si la hubiesen arrojado allí para que pasara desapercibida.

La puerta se cerró. Y él siguió allí, mirándola, temblando sin control. Por último se alejó.

Terry lo esperaba al pie de la escalera, descolorido el rostro. Al verle bajar, formuló la pregunta en una sola mirada.

—No… no se presentó.

Fue todo lo que Les logró decir. Ella soltó una pequeña exclamación de sorpresa:

—Pero…

—Estuvo en la farmacia —dijo Les—. He visto… la bolsa en un rincón de su cuarto. La arrojó allí para que yo no la viera, pero… la vi.

Por un momento pareció que Terry iba a subir la escalera, pero fue sólo una tensión pasajera.

—Debe haberle mostrado al farmacéutico la carta citándolo para el examen —explicó Les—. Y el… farmacéutico le habrá dado… píldoras. Todos hacen lo mismo.

En el silencio del comedor, la lluvia tamborileaba contra las ventanas.

—¿Qué haremos? —preguntó ella, con voz casi inaudible.

—Nada —murmuró Les, con un suspiro que le agitó la garganta—. Nada.

Echó a andar torpemente hacia la cocina. El brazo de Terry lo rodeó como si ella quisiera filtrarle su amor por los poros, ya que no podía hablarle de amor.

Pasaron la velada sentados en la cocina. Ella acostó los niños y volvió, y allí siguieron, tomando café y hablando en voz baja, solitarios.

Cerca de la medianoche se encaminaron hacia la escalera. Les se detuvo junto a la mesa del comedor: allí estaba su cronómetro, con un cristal nuevo y reluciente. Ni siquiera se atrevió a tocarlo.

Ya en el piso alto, pasaron frente a la puerta de Tom. Todo estaba silencioso en el cuarto. Se desvistieron, se acostaron juntos, y Terry dio cuerda al reloj, como todas las noches. En el curso de unas pocas horas, ambos habían logrado conciliar el sueño.

Y durante toda la noche, el cuarto del anciano estuvo en silencio. A la mañana siguiente, el silencio continuaba.