Aquello era pasmoso. Balbucí débilmente:
—Pero ¿a quién…, a quién va usted a arrestar? ¿Cómo fue todo eso? ¿Cómo lo ha descubierto usted?
El inspector Clarke y Lenz se inclinaron ambos hacia adelante, acodándose en la barandilla del palco. Henry y yo quedamos apretujados, anhelantes, entre ellos.
Lenz comenzó con voz muy baja, para evitar irritados siseos de la sala.
—Tan pronto como supe la parte que la señorita Rue había tenido en el asunto, me di cuenta de lo simple que era el problema con que nos enfrentábamos. Una vez le dije a usted que había más de un hilo de misterio en el Dagonet. En esto, precisamente, radicaba la dificultad. Era imposible ordenarlo todo en un solo plan. Pero ahora con la eliminación del caso extraño al misterio principal, los motivos que provocaron los sucesos del Dagonet son tan evidentes como crueles.
A mí no me parecían tan claros. Era una sensación extraña, escuchar a Lenz con un oído tremendamente ansioso por saber lo que diría, y sin embargo, estar durante todo el tiempo atento a la representación que se desarrollaba ante mí, abajo; valorar cada frase del diálogo que allí se pronunciaba, cotejar cada instante del trabajo escénico, con el módulo de perfección que tenía en mi cerebro.
—A usted se le había ocurrido, señor Duluth —continuó Lenz—, que la treta del camarín había sido fraguada por el señor Kramer y el señor Gates con objeto de ahuyentar a Herr Wessler de la compañía y ser sustituido por Gates. Yo no tuve inconveniente en aceptar esa teoría, hasta que me di cuenta de que era insostenible. Aún suponiendo que ellos hubieran tenido éxito en obligar a Wessler a que se marchara, ¿de qué manera podría esto favorecer la causa del señor Gates? Él debía saber que además de él había otros actores en Nueva York. En el caso de que usted se encontrase sin Herr Wessler, a buen seguro que habría escogido el reemplazante de entre una docena de candidatos en la que no figuraría Gates.
—Tiene usted razón —dije—. Estaba pensando. “Mirabelle se demoró un instante de más en el escenario. Theo no ha logrado del todo esa inflexión. Pero nadie debe de haberse dado cuenta”.
—Llegado que hube a esta conclusión —proseguía Lenz—, juzgué que sólo quedaba un modo lógico de encarar el problema, un modo basado en la suposición de que los tres crímenes graves: el susto dado a Comstock, el asesinato de Kramer y el atentado contra Wessler eran todos obra de una sola persona, llevada por algún móvil de vital importancia. Una vez concebida esta hipótesis, no resultaba difícil hallar el motivo que determinaba los actos del criminal.
Henry dejó caer un programa, alguien tosió. El sonido repercutió huecamente en la sala silenciosa y absorta.
—Creo más conveniente que conozca usted ahora mismo la solución, señor Duluth, a fin de que esté preparado para cuando Clarke haga uso de su orden de arresto. Se lo referiré tal como yo lo fui descubriendo. —Lenz me observó sopesando la medida del interés que le prestaba a él y el que dedicaba a la representación—. Era palmario que algún miembro de su compañía tenía motivos para desear que Wessler la abandonara. Al principio, no creo que hubiera querido matarlo. Sólo deseaba alejarlo de la obra porque Wessler constituía una amenaza a su propia seguridad. —Lenz hizo una pausa y agregó: Lo serio que era esta amenaza no lo sabía nadie fuera del criminal, ni siquiera Wessler mismo.
El inspector Clarke silbaba muy por lo bajo, entre dientes. En el escenario, Gerald y Mirabelle realizaban un trabajo delicioso, en una expresión de amor juvenil.
—Ese individuo —decía Lenz— vivía en constante peligro de ser desenmascarado por Herr Wessler. Su única esperanza de permanecer oculto era lograr que Herr Wessler abandonara la compañía. La oportunidad se le presentó en el Dagonet; él debía conocer el temor de Herr Wessler a los espejos; estaba enterado de la leyenda de Lillian Reed. Por mera casualidad, la circunstancia de que la señorita Ffoulkes no reconoció la imagen de la señorita Rue en el espejo y el arranque histérico del señor Comstock le brindaron un recurso ideal para dar los primeros pasos de una campaña premeditada a fin de aterrorizar a Herr Wessler. En la forma que ya conocemos, preparó el terrible artificio con el falso espejo, pero otra persona cayó en la trampa. El señor Comstock fue muerto. A partir de entonces, la situación de ese individuo se volvió aún más insegura. Había fallado en su tentativa de alejar a Wessler de la compañía; y, por añadidura, tenía un homicidio semiaccidental cargado a su cuenta. Ese primer ensañamiento en el Dagonet fue para usted una dura prueba, señor Duluth, pero resultó mucho más tremendo para el hombre que más tarde había de asesinar a George Kramer.
—¿Entonces Kramer no fue asesinado por el hecho de ser chantajista? —pregunté.
—Al contrario, señor Duluth, Kramer fue asesinado porque era chantajista, pero no fue asesinado por ninguno de los motivos secundarios ya sabidos, tales como las tribulaciones familiares del señor Prince o las fotografías de la señorita Rue. George Kramer quiso, se dice vulgarmente, meterse en la boca más de lo que podía tragar. Trató de hacerle chantaje a una persona lo suficientemente desesperada como para volverse seriamente peligrosa. George Kramer descubrió por qué ese miembro de su compañía le temía a Herr Wessler. Por ahora, no podemos decir con exactitud a qué táctica recurrió. Tal vez le amenazara con descubrirlo: lo cierto es que le había exigido dinero a cambio de su silencio. De todos modos, se había vuelto más peligroso para ese individuo que Herr Wessler mismo.
La excitación que me producía el espectáculo iba debilitándose, sobrepasada por el creciente interés que me inspiraban las palabras de Lenz. Éste iba absorbiendo cada vez más mi atención.
—¿Así que mató a Kramer? —dije.
—Exactamente. El inspector Clarke conviene conmigo en que la estratagema con que fue muerto Kramer es la más diabólicamente astuta que se le había presentado en el ejercicio de su profesión. De no haber sido por las sospechas nacidas de hechos anteriores y el descubrimiento casual de que alguien había dejado escapar las ratas atrapadas, es posible que nunca hubiéramos adivinado la verdad. Tal como ocurrieron las cosas, fácil es imaginar lo sencillo que habrá sido para esa persona, una vez que había logrado provocar la fumigación, obtener un poco de ácido cianhídrico en cualquier forma y deslizado en el ataúd un poco antes del ensayo. Kramer fue asesinado. Clarke se mostró aparentemente satisfecho con la teoría del accidente; y por un tiempo el asesino debió juzgar que no tenía motivos para inquietarse.
—¿Excepto por Wessler? —observé.
—Excepto por Wessler. He dicho que al tiempo del primer atentado contra él, Herr Wessler no tenía la menor idea de que estaba en posesión de un conocimiento de grave importancia. Pero después de la muerte de Kramer sucedió algo que le llevó a caer en la cuenta de ello. Desde ese día estuvo pensando y pensando, hasta que poco a poco llegó a la verdad, y echó de ver que durante todo el tiempo había estado en su poder la clave del misterio. Fue a verle a usted antes del ensayo general; le dijo que conocía la causa de los trastornos que habían ocurrido en el Dagonet. El asesino de George Kramer alcanzó a oír estas palabras. Comprendió que no le quedaba más que un recurso. Wessler no sólo conocía ese hecho de su pasado que tan desesperadamente se había esforzado en ocultar; sabía también que él había matado a Kramer. Wessler podía enviarlo a la silla eléctrica. Por eso se resolvió llevar a cabo el apresurado y brutal atentado contra su vida.
Yo no comprendía. No tenía aún ni la más remota idea de quién podía ser ese tenebroso criminal.
—Fue esta misma desesperación de su último crimen lo que le descubrió. —La voz del doctor Lenz continuó queda, sobre el obligado indistinto de las voces de los actores en el escenario—. Como usted habrá notado, señor Duluth, todo lo que había ocurrido antes, por raro e inusitado que pareciera, estaba brillantemente encubierto, de manera que pudiera atribuirse a accidentes. Aún cuando nosotros lo hubiéramos querido, nos habría resultado muy difícil presentar a la policía pruebas suficientes de que había de por medio intención criminal. Al principio resultaba inexplicable el hecho de que esa persona fuera tan extremadamente cautelosa. Luego descubrí la verdad. —Se detuvo, fijando por un segundo sus ojos en el escenario, luego prosiguió—: Durante todo ese tiempo usted tenía justificados motivos para temer que los disturbios del Dagonet llegaran a impedir la representación de su obra, señor Duluth. Quizás no se haya percatado usted de que había otra persona que estaba aún más ansiosa de que Aguas revueltas se estrenara. Esa persona era la provocadora de los disturbios.
Henry me tendió un paquete de cigarrillos. Tomé uno y empecé a fumarlo furiosamente. Estaba pensando que difícilmente podía haber existido alguna vez una situación más extraña que aquélla, en la que un autor, un psiquíatra, un director teatral y un policía, vestidos de etiqueta, se hallaban reunidos en un palco, viendo una obra que según todas las leyes de la lógica no debía haberse estrenado nunca, y discutiendo sobre cuál de los miembros de la compañía era el asesino. Dije:
—Ahora estoy empezando a ver algo más claro, pero no mucho. ¿Quién era ese hombre? Y, ¿qué sabía contra él Wessler?
—Como usted verá, estas dos preguntas se complementan recíprocamente —repuso Lenz—. Si yo le digo en qué forma Herr Wessler constituía una amenaza, es posible que usted comprenda quién es la persona que tenía motivos para temerlo. Herr Wessler, como usted sabe, posee una extraordinaria capacidad retentiva para las caras. Esto es la clave de todo. En un tiempo pretérito, Herr Wessler había visto una vez a esa persona; la había visto en una circunstancia tal, que si salía a luz, destruiría todo lo que esa persona había hecho para labrarse una posición. Por eso la amenaza que Wessler constituía para él, sólo era potencial al principio; era posible que recordara la cara de esa persona. Finalmente se convirtió en una amenaza real e inmediata, porque de pronto recordó cuándo y dónde había visto esa cara antes. —Lenz sonrió—. Tanto el inspector Clarke como el señor Prince lograron adivinar, a esta altura, mi pequeño acertijo, señor Duluth. ¿No lo adivina usted también?
—No —declaré categóricamente—. No vislumbro la mínima posibilidad de que yo también lo adivine. Yo no…
El espectáculo se acercaba a su culminación, y por algunos minutos yo fui el campo de batalla de dos deseos contrarios e igualmente poderosos. Era para mí de vital importancia conocer el final del relato de Lenz. Estaba dispuesto a desterrar toda clase de consideraciones de mi espíritu, pero no pude.
Supongo que era un sentimiento muy natural en mí. Importaba muchísimo, sin duda alguna, saber qué miembro de mi compañía era el autor de los atroces crímenes perpetrados en el Dagonet, pero la obra era de capital importancia también. Pese a todos los contratiempos infernales, aquella noche iba a ser decisiva para mi carrera. Había luchado como un demonio para alcanzar esa meta. Ahí estaba yo, Peter Duluth, ex bebedor, ex olvidado, presenciando el estreno de la producción con que retornaba a Broadway. Acababa de casarme; sentía la hormigueante excitación de Iris. Luego, la devoradora excitación de lo que ocurría en el escenario. Aquellos momentos hacían historia en mi vida. No volverían a repetirse nunca, nunca más. Tenía razón en gozarlos. Durante los últimos momentos del acto final tenía que dar la espalda a asesinos y asesinados; tenía que aprehender el breve instante de mi triunfo.
Por eso fue por lo que ni siquiera terminé la frase que dirigía a Lenz. Toda mi atención había sido absorbida por el escenario, donde la obra se iba aproximando en forma ineluctable hacia su fin. El público, no perturbado por los problemas de nuestro palco, estaba magnetizado por la fascinación que emanaba de detrás de las candilejas. Era casi terrible la intensidad del interés que había suscitado la obra.
Volvió a invadirme la inquietud. Siempre me había causado aprensión el final de la pieza. Le faltaba la palpable autenticidad del resto de la obra. Rebasaba el borde de lo verosímil, lindando con la farsa. Pudiera ser que Mirabelle y von Brandt lograran salvar esa escena final. Tal vez, no habiendo nunca ensayado juntos, no podrían cumplir su milagro hasta la última caída del telón.
Los observé, sintiendo latir el pulso en mis muñecas. En ningún momento, a lo largo de toda la representación, habían descendido una pulgada de la increíble altura en que se colocaron al comenzar la primera escena. Se hallaban ahora los dos solos. Theo, Gerald e Iris se habían eclipsado de la trama. Ambos parecían estar enteramente seguros de sí mismos y del público. Resultaba increíble que esas dos personas, que nunca, antes de esa noche, habían posado sus ojos uno en otro, pudieran fundirse en tan perfecta pareja.
Ante la sala tensamente silenciosa, Mirabelle dio comienzo a su parlamento final de pasión triunfante, en que desafiaba el odio de Kirchner hacia ella; le echaba en cara el hecho de que en el fondo le consumía el deseo de hacerla suya, y lo incitaba temerariamente a que lo abandonara todo y la siguiera a cualquier parte, adonde fuera. Lo dijo bien, había logrado un efecto soberbio. Parecía real.
Pero era la respuesta de Kirchner lo que siempre me había inspirado recelo; el repentino empequeñecimiento del hombre de hierro que se resuelve en un sensual hipócrita; su histérico renunciamiento a la realidad; su partida final con la muchacha hacia las aguas de la inundación que descienden lentamente. En los ensayos, yo siempre tenía esperanza de que pasaría. Ahora, mientras pensaba en ello, se me antojó estridentemente impropio, una violenta deformación de la psicología de la obra. Me quedé angustiado, suspenso, a la espera de cómo interpretaría esa escena von Brandt.
Mirabelle había terminado. Mis ojos estaban clavados en esa figura alta, oscura; el hombre que había estado loco y que estaba destinado a convertirse en el ídolo de Nueva York. Yo conocía de memoria su diálogo. Durante un segundo interminable esperé que de su boca salieran las palabras.
Pero no salieron. En el escenario siguió reinando absoluto silencio: von Brandt y Mirabelle permanecían frente a frente, contemplándose con fijeza.
Sentí que se me desplomaba el corazón. Ahora, en el último momento, von Brandt nos arrojaba a la ruina. Su memoria le había fallado. Había olvidado su último parlamento. El público aún no se había dado cuenta de que algo andaba mal; pero lo percibía al punto.
Muy lentamente, von Brandt se apartó de Mirabelle. Con un gesto de infinito desprecio, le dio la espalda, alejándose de ella hacia el viejo reloj de pesas. El público seguía en suspenso cada uno de sus pasos.
Sólo gradualmente me di cuenta de lo que estaba ocurriendo; me di cuenta, con un estremecimiento de excitación y de horror, que von Brandt estaba modificando el final. No iba a dejar que Kirchner sucumbiera a la frívola tentación del sexo. Lo mantenía fiel a su carácter. Era una locura que un actor hiciera esto, que se apartara del texto en el momento culminante de la obra.
No dijo una palabra. Dando imperturbablemente la espalda a Mirabelle, como olvidado de su existencia, alzó el brazo hacia la esfera del reloj, descolgó la llave y lentamente, cual si cumpliera un rito, empezó a darle cuerda.
Era sencillo, pero magnífico. Con ese insignificante acto doméstico, mostró más vigorosamente de lo que hubiera podido lograrlo cualquier discurso, su completa victoria sobre cuanto había de frívolo en él. Pero la angustiosa sensación en mi interior no aflojaba. Ésa era la perfecta solución del personaje de Kirchner, ¿pero cómo demonios iba a terminar la obra? ¿Qué iba a hacer Mirabelle? Ahora todo dependía de ella.
Durante una fracción de segundo tuve la certeza de que se quedó desconcertada. Una alteración tan brusca del ambiente, apareciendo después del continuo torrente emocional de la obra, creaba una situación terrible para cualquier actriz. Yo podía haberme figurado, sin embargo, que Mirabelle Rue sabría cómo vencer la dificultad. Sin dejar que la tensión decayera un ápice, encontró y puso en acción el único proceder adecuado para dar perfecta cima a la obra.
Lo mismo que von Brandt, no dijo palabra. Con un leve y soberbio encogimiento de hombros, cruzó el escenario hacia el actor que se hallaba en el otro extremo dando cuerda al reloj, impasible. Por un instante permaneció frente a él, la cabeza echada hacia atrás, las manos en las caderas. Luego, de improviso, con un gesto de escarnio, escupió sobre el piso.
En medio del grave silencio que siguió, se encaminó hacia la puerta de salida de la casa de campo holandesa, denotando con todo su cuerpo el profundo desprecio que le inspiraba el hombre que no se resolvía a seguirla. Abrió la puerta con violencia, vaciló un instante, contemplando la extensión de agua a lo lejos. Luego, bruscamente, traspuso el umbral y volvió a perderse en la inundación de la que había emergido. De la nada, a la nada.
Mirabelle había salido airosa de la prueba.
El telón estaba cayendo ahora. Fue como la señal para que estallara una tempestad de aplausos en la sala. El mundo entero parecía retumbar por el estruendoso batir de palmas. Enajenado por la excitación, tomé de un brazo a Lenz y lo arrastré fuera del palco.
Deseaba tener un canasto lleno de flores para ir tirándolas a diestro y siniestro. Todo era maravilloso; todo había sobrepasado mis sueños más descabellados.
Detrás del escenario reinaba un tremendo bullicio. Fui asaltado por mi agente de publicidad. Estaba aullando como un orate:
—He hablado con Brooks Atkinson; he hablado con Brooks Atkinson. Está loco por nosotros, todo el mundo está loco por nosotros. El premio Pulitzer, el premio Pulitzer, el premio Pulitzer…
Iris se arrojó en mis brazos llorando y gimiendo:
—¡Oh, Peter, Peter, Peter, soy tan feliz!
Mirabelle revoloteaba a mi alrededor gorjeando:
—¡Dios mío, qué final! ¡Dios mío, Peter, qué final!
Fui hacia von Brandt. Le estreché la mano con fuerza, traté de decirle algo, pero no pude hablar. Él sonreía turbado.
—Le ruego que me disculpe por el cambio del final, señor Duluth —dijo—. Siempre me había preocupado el final. Hasta esta noche, no me había dado cuenta de que…
—Es espléndido —lo interrumpí—. Es colosal. Yo…
Eddie surgió como de bajo tierra; llamó enérgicamente al orden y arrastró todo el elenco para la llamada a escena. Yo me quedé observándolos desde un lado entre bastidores; los contemplé alineados en medio de la brillante luz, inclinándose a la oscuridad de la sala, a la oscuridad y a los aplausos.
Luego el telón los aisló otra vez del entusiasmo del público, que no disminuía, y mi compañía volvió a bullir a mi alrededor. Alguien me besó. Theo tropezó con el ataúd y cayó. En un abrir y cerrar de ojos, Eddie se encontró a su lado, se puso de rodillas y comenzó a frotarle el tobillo izquierdo.
—Por suerte aprendí a hacer masajes en el hospital, señorita Ffoulkes. Siempre le viene bien a un director de escena saber un poco de todo.
Me acerqué a ellos con objeto de ver si Theo había sufrido algún daño, cuando Lenz puso su mano sobre mi brazo. Había un brillo sereno en sus ojos.
—¿No le interesa saber cuál es el miembro de su compañía que va a ser arrestado, señor Duluth?
Esto me produjo una sacudida. Miré a Eddie y a Theo y luego a Lenz.
—Sí…, claro —dije—. Alguien a quien Wessler había visto en algún sitio donde no debía de estar, ¿no es así? Alguien cuya cara fue recordando Wessler poco a poco.
Theo y Eddie nos contemplaron como si nos hubiéramos vuelto locos. En seguida ambos se fueron para la tercera llamada a escena. Lenz y yo nos quedamos solos entre bastidores. Yo hice por recobrar el aliento que parecía perdérseme en tantas direcciones diferentes.
—¿Recuerda usted esa primera mañana en que el señor Kramer nos hizo el relato de cómo Wessler había roto el espejo en el Hospital del Teatro, señor Duluth? —preguntó Lenz.
—Sí —dije—. Lo recuerdo.
—Recordará también usted que, según nos dijo, él había sabido esa historia de un enfermero que había cuidado a Wessler mientras estaba ciego y que había tenido que pasar a asistir a von Brandt después de haber sorprendido a Wessler en el momento de romper el espejo; porque Wessler se había negado a tener ninguna relación con él, a partir de entonces.
—Ciertamente —dije—. Lo recuerdo.
El público no dejaba que mis actores abandonaran el escenario. Mirabelle se inclinó, luego von Brandt. Los aplausos seguían siendo ensordecedores.
—Herr Wessler no había visto, por lo tanto, más que una vez la cara de ese hombre: nunca le había oído hablar otro idioma que el alemán. Nadie que no fuera él hubiera sido capaz de reconocer a ese hombre al verle de nuevo. Gracias a su asombrosa memoria, Wessler lo reconoció al fin.
—¿Así que era su enfermero del Hospital del Teatro? ¿Quiere usted decir que forma parte de mi compañía?
—En efecto.
—¿Pero qué le había hecho a Wessler? ¿Por qué le tenía miedo?
—No le había hecho nada a Herr Wessler mismo, señor Duluth. Su mala acción la había cometido contra Herr von Brandt. Como usted sabe, antes de agravarse su psicosis, tuvo algunos días de lucidez. En aquel tiempo ese hombre lo cuidaba. Von Brandt presintió que estaba en peligro de perder por completo la razón. Por ello confió a esa persona su más preciado tesoro, algo de cuya existencia nadie, ni siquiera Wessler, sabía. Se lo confió a ese hombre, arrancándole la promesa de que lo guardaría en un lugar seguro. Ese hombre faltó a su promesa. Creyendo que Herr von Brandt nunca volvería a recobrar la salud mental, sabiendo que nadie más que él estaba al tanto de los hechos, se apropió de ese objeto y lo explotó en su propio provecho.
El telón había bajado al fin. Los actores respiraron, pero no se movían del escenario. Ahora ya estaban seguros de que tendrían que responder a uno, dos, tres, cuatro, cinco llamadas y más. Eddie corría de un lado a otro, entre bastidores, observando el escenario con el consciente orgullo de un padre.
—El único peligro —continuó Lenz—, era Herr Wessler. Si él llegaba a recordar que había visto a ese hombre en el Hospital del Teatro, era muy posible que, atando cabos, diera con la verdad. Ésta es la razón por la que el señor Kramer, que conocía a ese individuo, y había adivinado el precioso secreto, debía morir también. Sin duda ya se da cuenta usted, señor Duluth. ¿Qué podía un hombre robarle a Herr von Brandt en un sanatorio? ¿Qué cosa podía ser la que von Brandt, que tan apasionadamente quería a su hermano, estimara demasiado preciosa para entregarla hasta a Herr Wessler?
—Yo… —comencé.
Oí confusamente voces del otro lado del telón, voces que dominaban los aplausos.
—¡El director!
Esto me hizo zumbar la sangre en las sienes. Mirabelle vino corriendo hacia mí. Yo traté de resistirme; no lo deseaba seriamente, pero traté de hacerlo. Pero ella me empujó hacia adelante. Eddie dio la señal de que se levantara el telón, y me encontré allí en medio de mi elenco, con la mano de Mirabelle en la mía derecha y la de Theo en la izquierda. Todo el mundo aplaudía; alguien gritaba “bravo”. Me incliné. Besé a Mirabelle, besé a Theo. El telón permanecía levantado.
Peter Duluth había retomado a Broadway. Oh, sí, sí, había retomado a Broadway en forma triunfal y decisiva.
El telón cayó. Volví al lado de Lenz. Aún permanecía en un costado de los bastidores junto a Eddie, el inspector Clarke y Henry.
—Bien, señor Duluth —dijo Lenz—, ¿no ha adivinado usted mi pequeño enigma?
—No —repliqué—. No lo he adivinado. ¡Dios, me siento tan feliz! ¡Demonios, me siento tan feliz!
Lenz continuó:
—Piense usted, señor Duluth. ¿Cuál era la única ambición en la vida de Herr von Brandt? ¿Qué era lo que le había sido negado, causando su eventual pérdida de la razón? Piense usted.
Traté de pensar. Puedo jurar que traté de pensar. Pero aún se aplaudía y se pataleaba allí en la sala. Otra vez gritaban. Al principio no pude distinguir las palabras. Luego, gradualmente, lo oí con claridad:
—¡El autor! ¡Queremos al autor! ¡Queremos al autor!
Salté hacia Henry, lo tomé de un hombro. Yo estaba contentísimo de que también él pudiera gozar de su triunfo.
—Vamos, Henry, vamos —dije—. Adelante. El público le reclama.
Empecé a arrastrarlo hacia adelante. Clarke y Lenz avanzaron conmigo. Ya iba a poner el pie en el escenario, cuando de golpe quedé helado sobre mis pies.
En la sala aún reclamaban furiosamente al autor. El telón se había levantado. Mirabelle, Gerald, Iris y Theo se habían escurrido del escenario. Nada más que una persona permanecía allí sola. Un hombre, de andrajosa vestimenta, se inclinaba ante el público.
Éste aplaudió; lo aplaudió haciendo retumbar el teatro. Pero alguien seguía reclamando aún al autor. Von Brandt levantó la mano. Al punto se produjo un silencio sepulcral.
—Señoras y señores —dijo—, quiero agradecerles en nombre de toda la compañía por la acogida tan favorable de esta obra; por mi parte no podría expresarles lo feliz que me siento. Que me hayan mostrado ustedes tanta bondad sin conocerme casi… ¿Cómo podría expresarles mejor mi emoción, que diciéndoles que, después de un período trágico y terrible, puedo afirmar ahora que la vida me sonríe otra vez? Esto es todo lo que deseo.
Yo tenía aún la mano sobre el hombro de Henry, pronto a empujarle hacia adelante, pero quedé detenido por ese breve discurso conmovedor. Tenía un significado tan grande para mí, un significado tan mayor de lo que jamás podría haberse figurado el público.
—Hay algo más —dijo von Brandt—. Me alegro infinitamente que les haya gustado la obra. En Austria escribí muchas piezas que no dejaron de tener algún éxito; pero esta pieza nunca fue representada en Viena. Es, creo yo, mucho mejor que todas las otras, que sólo fueron para mí un aprendizaje. Estoy muy orgulloso de estrenar mi obra más importante ante ustedes, ciudadanos de los Estados Unidos. Les doy las gracias como actor y como autor; gracias.
Por un instante permanecí clavado en el sitio. Ni siquiera podía pensar. El mundo entero parecía haberse vuelto loco.
—¿Qué diablos…? —comencé.
La voz de Lenz me interrumpió, tranquila.
—Acaba usted de oír la solución del enigma, señor Duluth. Esto es lo que le fue robado a Herr von Brandt. Era tan fuerte su deseo de interpretar el papel principal de esta obra, que ni siquiera le reveló a su hermanastro que la había escrito. Tenía miedo de que volviera a suceder lo que había ocurrido antes: que si llegaba a conocer la existencia del manuscrito, Herr Wessler interpretaría inevitablemente el papel principal. Von Brandt ocultó a todos su nueva obra, hasta que sintió temor de que iba a perder la razón. Entonces la confió a la única persona que tenía cerca: el enfermero del hospital, que lo cuidaba, que hablaba inglés, pero que también comprendía el alemán, al hombre que tradujo la pieza, la adaptó a un ambiente holandés de Pensilvania y la vendió como suya propia.
El telón había caído por última vez. Los aplausos iban reduciéndose a débiles palmadas. Wolfgang von Brandt cruzaba el escenario rumbo a nosotros con la cara radiante.
—Es, pues, perfectamente claro que el señor Prince tuviera tanto miedo de Herr Wessler. Si éste llegaba a reconocerle como enfermero de su hermanastro en el hospital, no tardaría en adivinar el verdadero origen de esta obra, que inevitablemente debía contener muchas reminiscencias de las otras obras de von Brandt.
—Pero —balbucí—, pero, pero…
Me volví atontado hacia Henry Prince. Su piel tenía el color del yeso. Sus labios estaban contraídos en una leve sonrisa fatua.
Pero sólo vagamente percibí todo eso, porque tenía la mirada fija en su muñeca derecha. Se hallaba unida a la del inspector Clarke por un par de relucientes esposas de acero.
—Sí —prosiguió diciendo Lenz—, fue una treta hábil, desviarle a usted de la verdadera pista, con la historia verosímil de que Kramer le estaba haciendo víctima de un chantaje, a causa de su padre. Fue prudente, también, mantenerse alejado de los ensayos, todo lo que fuera posible, a fin de verse menos expuesto a ser reconocido por Herr Wessler. Fue…
—¡Peter!
Iris cayó bruscamente sobre nosotros. Tenía un aspecto salvaje, con el pelo revuelto. Se arrojó en mis brazos.
—Todo ha pasado, Peter. Al fin ha pasado todo. Y es un éxito. Nada nos detendrá ahora. Tomaremos un coche en seguida; iremos al Sur; iremos a Elkton y nos casaremos.
Besé un punto indeterminado de su oreja.
—Querida —le dije—, has hecho de mí un hombre decente hace justamente diecinueve horas. ¿No te acuerdas?
Súbitamente se apartó de mí, clavándome los ojos muy grandes y oscuros.
—¡Dios mío! —exclamó—, es cierto. Se me había olvidado.
— FIN —