Me resultaba asombroso contemplar el comienzo de esa obra, cuando desde hacía tiempo me había resignado a su ruina completa y total. Allí, sobre el escenario, inclinada junto a un hogar de ladrillos, estaba una muchacha vestida de guinga verde. Yo sabía ciertamente que esa muchacha era Iris. Era así cómo se iniciaba el acto, con Iris sola en escena. Pero no podía creerlo. Era algo como surgido de un sueño. Pensé en todas las cosas que le habían ocurrido a Iris en las últimas veinticuatro horas. Ella había ido a rescatarme, Dios sabía cuándo, en Dios sabía qué bar; me había conducido a Elkton; se había casado conmigo; me había transformado en un ser presentable; me había hecho volver al teatro y a la vida. Todo eso había hecho ella, y ahora estaba ahí, en el escenario, poniendo la primera piedra, desempeñando su papel como si nada hubiese acontecido. Iris, que no se había visto nunca en escena hasta hacía unos pocos meses, estaba afrontando la prueba más difícil de la carrera de una actriz.
Iris Duluth era una digna integrante de una gran compañía.
Me incliné hacia delante en mi asiento, aferrando la barandilla del palco. A los dos segundos debía aparecer Kirchner, el papel del que dependía el triunfo o el fracaso de la obra, el papel que no había de ser interpretado ni por Conrad Wessler ni por Roland Gates. Viví un momento de mortal agonía, mientras Iris abandonaba el hogar y se encaminaba hacia la ventana. Ésa era la señal. En ese instante debía de salir a escena Kirchner.
Y así fue. Un hombre apareció por la puerta lateral. Permaneció un momento allí, diciendo las primeras palabras del papel de Kirchner; luego cruzó la escena en dirección a Iris. Era un hombre alto, aunque no tanto como Wessler, pero de la misma figura, un hombre de cabello oscuro y de un continente franco y rudo.
Durante un segundo, al vislumbrar la verdad, no pude hablar. Luego murmuré con voz ronca: “von Brandt”.
—Sí, señor Duluth. —Las palabras de Lenz llegaban a mis oídos—. Puesto que ni él ni su hermano son conocidos por el público americano, el señor Prince y yo no estimamos necesario anunciar oficialmente el cambio en el reparto.
Me volví bruscamente hacia él.
—Pero no es posible —dije—. ¿Cómo ha podido usted hacer eso? Es insensato. Deja usted la obra en manos de von Brandt. Todo depende ahora de él. ¿Cómo ha podido usted hacer eso? Él está… enfermo; está loco.
—No se alarme, señor Duluth. Existe algún riesgo, lo reconozco, pero es muy pequeño. Usted recordará que Herr Wessler logró destruir la insana ilusión de su hermano el día en que éste lo reconoció. Desde entonces se produjo un gran cambio en el estado de Wolfgang von Brandt. Está casi curado, y digo casi, porque sólo puedo esperar la curación completa después de esta noche. La producción ha sido alcanzada por un tornado, señor Duluth, pero de un género que confirma la verdad del proverbio sobre el mal viento. Herr von Brandt necesita una sola cosa para recobrar enteramente la salud mental. Necesita que se cumpla su reprimida ambición: necesita aparecer en el escenario ante un público. El trágico accidente que ha sufrido Herr Wessler ha brindado a su hermanastro la única posibilidad de volver a encontrarse a sí mismo. Confío en que no sólo podrá salvar la obra, sino también salvarse él.
Aquello no eran más que palabras para mí, palabras fantásticas de un texto de psiquiatría. Hacía menos de una semana, yo había visto a Wolfgang von Brandt arrojarse sobre su hermano en un ataque de locura furiosa; vi también que dos hábiles enfermeros tuvieron que llevárselo aullando fuera de la estancia. Eso era todo lo que yo sabía sobre Wolfgang von Brandt. Y ahora interpretaba el papel más importante de mi producción ante una sala repleta. Yo, Peter Duluth, era responsable de todo lo que iba a ocurrir.
No me atreví a mirar al escenario. Con la cabeza baja, tenía la vista fija en el piso polvoriento del palco, mientras el diálogo de la pieza zumbaba en mis oídos. No tenía ningún significado para mí. Pude distinguir las distintas voces: la de Iris, la de Theo, la de Gerald. Luego, dominándolas a todas, la voz extraña, lenta y vibrante, con acento alemán, la voz de Wolfgang von Brandt.
No sé cuanto tiempo duró esa horrible suspensión de mi existencia. Pero poco a poco iba tomando cuerpo en mi ánimo la sensación de que la obra se desarrollaba sin ningún obstáculo; ninguno fallaba en su papel. Nada malo acontecía.
Levanté la vista. Miré derecho al escenario brillantemente iluminado. Recuerdo esa primera impresión de las cuatro personas agrupadas en un dramático cuadro: Iris, Theo, Gerald, von Brandt. Todos tenían los ojos fijos en la puerta, escuchando el débil grito que precedía a la aparición de Mirabelle.
Estaba bien. Era exactamente tal como yo había dirigido aquella escena. La tensión había sido lograda; se sostuvo el tiempo correctamente preciso, hasta que Gerald y von Brandt cumplieron su mutis. En seguida estuvieron de vuelta, y con ellos, vivida, electrizante y magnífica, entraba Mirabelle Rue.
A la aparición de Mirabelle se me disipó esa sensación angustiosa y deprimente que me embargaba. A partir de aquel momento comencé a creer que, gracias a algún portento, la obra marchaba bien. Por vez primera sentí al público a mi alrededor; comencé a adentrarme en su estado de ánimo, a ver el espectáculo a través de sus ojos, y a percatarme con creciente excitación de que iba siendo arrebatado por la acción de la obra.
Y no era únicamente por Mirabelle. Bien sabía yo la torturante inquietud que por Conrad Wessler bullía reprimida en su corazón. Y sin embargo, interpretaba maravillosamente. Pero tampoco se veía en el trance de tener que salvar la obra ella sola. Iris, Gerald y Theo a la perfección. Y allí estaba Wolfgang von Brandt.
Ya entonces podía observarlo de un modo imparcial, jugándolo como actor, echando en olvido las atroces circunstancias que determinaron su inclusión en el reparto. Su técnica era bastante distinta de la de Wessler; era menos vehemente, más sutil, con una fuerza serena y arrolladora. Pero era hermosa; ofrecía una contraparte espléndida a la actuación de Mirabelle. Von Brandt era el Hans Kirchner de la obra; vivía y respiraba el personaje imaginario.
Yo estaba sentado entre Henry Prince y el doctor Lenz, habiendo perdido la sensación de la existencia de ambos. Flotaba en un mundo fantástico de triunfo y de júbilo. El acto prosiguió y llegó su fin. Bajó el telón, y, al punto, como un encrespado oleaje, estallaron los aplausos en la sala.
Sentí ganas de saltar. Le palmeé la espalda a Henry. Lo felicité a gritos por encima del estruendo de la ovación. Me volví hacia Lenz, diciendo:
—¿Cómo lo ha logrado usted? Cuénteme cómo lo ha logrado. Es colosal. Es tan bueno como Wessler, y se sabe el papel al dedillo, cada frase, cada ademán, es como si hubiera estado ensayando con nosotros durante meses. ¿Cómo lo ha logrado usted?
Las luces de la sala fueron encendidas. Aplaudiendo aún, el público comenzó a disgregarse, volcándose en los salones laterales para fumar y beber.
El doctor Lenz sonreía de forma grave y satisfecha.
—La actuación de Herr von Brandt no me sorprende. Usted conoce cuál era su estado mental en todos estos últimos años. Él mismo me lo explicó. En Viena, la ambición que siempre le había dominado era interpretar. Escribió varias piezas, obras excelentes, con un gran papel masculino. Cada vez confiaba en poder desempeñar él mismo ese papel. Y cada vez los empresarios, los dictadores y Herr Wessler mismo, insistieron en que los interpretara su hermanastro. La normal ambición de von Brandt se transformó entonces en un sueño anormal. Por fin, esta noche ha logrado su objetivo. Ha estudiado bien ese papel; lo amaba; para él no se trata ahora de un logro ajeno, sino del suyo propio. Él es su propia creación. Éste es su paraíso en la tierra.
No tuve tiempo para formular más preguntas. La puerta del palco se abrió, dejando paso a un enjambre de gente que irrumpía con felicitaciones. Sólo se había visto un acto de la obra, pero todo el mundo descontaba que sería un éxito sensacional. Me abrumaron a elogios; me quedé aturdido de estrechar manos, de decir gracias y de esforzarme en no permitir que se adivinara que no hacía media hora que acababa de recobrar el sentido de la peor borrachera que registra la historia.
El segundo acto había comenzado. Siempre tuve confianza en el segundo acto. Era como dinamita, desde la primera frase hasta la caída del telón. Estaba seguro de que en este acto todo iría bien. Y así fue. Era un regocijo sentir la vehemente reacción de la multitud. Al caer el telón por segunda vez, yo me cernía sobre una cresta de aplausos entusiastas, inacabables.
No esperé que Lenz o Henry o Clarke me dijeran algo. Salté sobre mis pies, me escurrí del palco y me precipité hacia el proscenio.
Subí al escenario. No me cuidé de si habían terminado las llamadas a escena de los actores.
Todos estaban allí. Todos se arremolinaron a mi alrededor. Besé a Iris, diciéndole:
—Querida, es un triunfo. Tú eres un triunfo. Dios mío, te amo. Eres maravillosa. Y nunca más volveré a beber; nunca, nunca más.
Le estreché la mano a Gerald. Mirabelle revoloteaba a mi alrededor diciendo:
—Peter querido, está bien, ¿no es verdad? Vamos ganando al público. Pase lo que pase, lo vamos a ganar. —Por un instante el sufrimiento asomó en el fondo de sus ojos—. Peter, creí que no me sería posible trabajar. Al principio creí que no podría. Ahora tengo noticias del hospital. Está bien, Wessler curará. Tal vez sea mejor. Cuando él esté bien otra vez, yo también habré terminado con mi tratamiento. Los dos estaremos sanos y contentos. Dios mío, ¿no le parece una maravilla? ¡Cómo está la sala! ¡Cómo está la sala!
La besé a ella también. Me abrí paso hacia Wolfgang von Brandt. Le estreché las dos manos. En su cara se esbozó una sonrisa extraña, semiincrédula, semitriunfante.
—¿Le parece bien, señor Duluth?
—Me parece espléndido.
La sonrisa se difundió por todo su rostro.
—Me siento muy feliz. Siempre tuve la convicción de que debía ocurrir de esta forma. Es realmente mi papel. Siempre ha sido mi papel.
Lo era en verdad. Así se lo dije. Le decía todo, a todo el mundo. Luego Theo Ffoulkes me tomó del brazo y me arrastró a un lado.
—Querida Theo —dije yo—, oh, querida, querida Theo.
—Peter, encanto —repuso ella—, lo estamos llevando a buen fin. —Luego lanzó una de sus risillas francas y burlonas—. ¿No le parece maravilloso von Brandt? Es todo un genio; es increíble, es mejor que Wessler. Y tiene un porte magnífico; da gusto mirarlo. Nunca pensé que…
Yo sabía lo que iba a decirme. La interrumpí:
—Nunca pensó que eso podría ocurrirle otra vez, ¿no? Primero el mozo pelirrojo, luego Conrad Wessler y ahora von Brandt. Siga adelante, que va por buen camino.
—Peter —replicó—, sigue usted siendo un cerdo. En este momento llegó corriendo Eddie, rebosando de entusiasmo por todos los poros. Arrastró a Theo a un lado y me empujó fuera del escenario. Iba a dar comienzo el tercer acto. Volví a mi palco.
Lenz, Henry y el inspector Clarke estaban solos otra vez, sentados muy juntos, formando el trío más discordante que yo había visto jamás. Se me antojó increíble en ese momento que en el transcurso de esa noche agitada no se me hubiera ocurrido considerar la razón por la cual el inspector Clarke estaba en nuestro palco.
En tanto que el público volvía apresuradamente a sus asientos me volví con efusión hacia Lenz y le dije:
—Es formidable. Nunca podré agradecérselo bastante. No sólo por von Brandt; por todo. No podría haber habido ningún espectáculo si no fuera por usted.
El doctor Lenz me miró con aire burlón.
—No es a mí a quien debe dar usted las gracias, señor Duluth —respondió—. No estaba de ningún modo en mi poder el permitir que esta obra se estrenara. Debe usted completamente el éxito de esta noche al inspector Clarke.
—¿Qué quiere usted decir? —pregunté invadido por un súbito malestar.
—Seguramente no ha olvidado usted los lamentables sucesos ocurridos en el Dagonet en las últimas semanas, señor Duluth. —Lenz acarició su barbilla—. Recordará usted asimismo que anoche se llevó a cabo un bárbaro atentado contra la vida de Wessler. Alguien le esperó en su camarín; le golpeó en la parte posterior de la cabeza; prendió fuego al ropero y cerró la puerta con llave. Fue una premeditada tentativa de homicidio. Esto sólo sería suficiente para cerrar el teatro en circunstancias ordinarias.
Era verdad, sin duda. Simplemente, yo no había pensado en eso.
—Y el inspector Clarke —continuó Lenz, interrumpiéndose por un momento para saludar con la cabeza a algún otro personaje barbudo de la sala— está perfectamente convencido de que el señor Kramer fue asesinado y de que el señor Comstock murió de un susto violento, preparado de antemano en forma criminal. Si el inspector Clarke hubiera optado por presentar un informe inmediato a la jefatura, Aguas revueltas no tendría la más remota posibilidad de ser estrenada esta noche, ni quien sabe cuándo.
En este punto, ya me sentía completamente sobrio. Las luces se apagaron; se alzó el telón. Pero yo apenas si lo notaba. Con honda sensación de angustia eche de ver qué pompa de jabón constituía en realidad ese triunfo. Contentísimo, había estado delirando a grito pelado, teniendo un asesinato, una tentativa de asesinato y un homicidio intencional, atados a mi cuello como piedras de molino.
—Sin embargo —prosiguió en voz baja Lenz—, el inspector Clarke ha sido en extremo generoso. Ha arriesgado su propia reputación, ha demorado la intervención oficial de la policía hasta mañana por la tarde.
Clarke se inclinó hacia mí por encima de Henry, sonriendo boquitorcido.
—Solamente es porque no quise perderme el espectáculo —dijo—. Deduje por los ensayos que tenía que gustar.
—Esto habla muy en su favor —repuse sin convicción—. Al menos así lo creo. Pero y mañana ¿qué pasará? Mañana nos dejará todo deshecho. Habremos estrenado tan sólo para reunir una pila de crónicas favorables. Mañana tendremos que levantarlo todo, como si fueran tiendas árabes.
—No creo que esto suceda —observó Lenz—. Mañana casi no habrá nada que investigar…
—¿Qué? —dije—. ¿Casi nada que investigar, habiendo tantas cosas oscuras?
Lenz sonrió. Pude notarlo por el movimiento de su barba en la oscuridad.
—Al contrario, señor Duluth, ya casi no queda ninguna cosa oscura. Mientras usted se hallaba ausente, el inspector Clarke y yo hemos dado con la solución del misterio del Dagonet.
Le miré fijamente, con la boca abierta.
—El doctor Lenz es modesto —intervino el inspector Clarke—. Yo no tuve ninguna parte en el asunto. Lo ha descifrado todo él solo.
Tuve una vaga sensación de que mi gente se movía abajo, en el escenario, del intenso color de llama del vestido que llevaba Mirabelle, de Iris y, en un punto lejano, cerca de las candilejas, de las apretadas filas de rostros que formaban el público.
—Así es, en efecto —prosiguió la voz desapasionada, indiferente, del inspector Clarke—. Lenz lo ha descifrado todo. Me ha presentado los hechos en bandeja de plata. Todo lo que me queda por hacer, una vez que termine el espectáculo, es sacar de mi bolsillo cierta orden y arrestar al sujeto que ha matado a Comstock, ha asesinado a Kramer e intentó quitar de en medio a Conrad Wessler…