31

Algún tiempo más tarde, no sé precisamente cuánto, me revolví en la cama. Abrí los ojos en un ambiente borroso, que poco a poco fue convirtiéndose en un dormitorio desconocido. La cabeza me estallaba; alfileres calentados al rojo me pinchaban los ojos. Deseaba morir.

Cerré los ojos de nuevo. No me trajo alivio. Luego la puerta se abrió. Hice un esfuerzo por ver. Iris entró fría y serena, envuelta en un vestido de noche, plateado. Aquel vestido me hizo recordar la noche anterior, o esa madrugada, o lo que fuera. Me sentí un poco mejor.

—¡Hola, esposa! —le dije.

Ella se sentó al borde de la cama y tomó una de mis manos.

—Gracias a Dios que recuerdas. Hubiera sido insoportable haberme casado contigo estando tú completamente inconsciente de lo que hacías.

—Claro que lo recuerdo —dije—. Éste es el mejor hotel de Elkton. ¿Dónde están los pollos?

—Se han ido. Nosotros debemos irnos también, querido. Quiero que te vistas. ¿Cómo te sientes?

—Horriblemente mal.

Traté de moverme. Era difícil. Invadido por un súbito sentimiento de haber pecado, agregué:

—Iris, tengo el malestar original que sigue a las borracheras.

—No te preocupes, querido —replicó—. Aquí tienes tus pantalones.

Con su ayuda, me vestí. Me sentía muy inseguro sobre mis pies, pero logré avanzar bastante derecho, mientras la seguía escaleras abajo y luego hasta el automóvil. La obedecí en todo. No le hice ninguna pregunta. Ni siquiera sentía ganas de hacer ninguna.

Cuando el coche arrancó, caí en una especie de coma postalcohólico. Tuve una vaga sensación de que era una hora avanzada del día. Cuando abrí los ojos, la luz iba tomándose cada vez más opaca. En algún punto del viaje, Iris encendió los focos.

Una vez pregunté:

—¿Adónde vamos?

—A Nueva York —respondió Iris—. A casa.

Me di por satisfecho con esto. Y rondamos hacia casa, hasta hallamos de vuelta en mi apartamento. Iris estaba muy tranquila; también autoritaria. Me convenció de que me pusiera un smoking, desapareció por algunos minutos en el baño y salió de allí más hermosa que antes. Luego nos hallamos otra vez abajo, en un coche atravesando la ciudad. Yo iba recobrando vagamente la orientación. Vi el pez dorado de Wrigley; luego el auto quedó estacionado. Dejamos el coche y nos encaminamos hacia un lugar que resplandecía de luces. Grupos de gente parecían dirigirse allí también. Nos vimos empujados por otros smokings y abrigos de pieles lujosos.

—Vamos al teatro, ¿no es verdad? —pregunté dócilmente.

—Sí —respondió Iris.

Me condujo a un vestíbulo lleno de gente, luego a lo alto de una escalera, y a través de un pasillo. Nos detuvimos frente a una puerta que ella abrió. Entonces me dio un beso y susurrándome al oído: “Espérame aquí, querido”, me empujó con suavidad hacia adentro. La oí decir aún: “Está aquí. Todo va bien”. Y se marchó.

Por un segundo me resultó odioso estar sin ella. Luego hice un esfuerzo, con la reducida fracción de inteligencia que me restaba, para ver dónde me hallaba. En algún lado una orquesta tocaba el vals de la “Viuda alegre”. Me encontraba en un pequeño cuarto oscuro. Había gente cerca de mí y enfrente. Más allá de la gente estaba todo oscuro y resonaban las notas de “La Viuda Alegre”. Me hallaba en un palco de teatro, sin lugar a dudas. Vi una silla vacía delante de mí. Sabía cómo comportarme con dignidad en un palco. Avancé despacio, de algún modo alcancé la silla y me senté.

Ahora podía ver la orquesta que ejecutaba “La Viuda Alegre”. Relumbraba ahí abajo, en un foso. Por encima de los músicos, un alto telón, rojo y vistoso, cubría el elevado arco del proscenio. Detrás de ellos se extendía la sala. Era una sala grande; estaba atestada de gente que hojeaba programas y producía un murmullo como de mil enjambres de abejas. Vi deslumbrantes pecheras blancas y elegantes vestidos de noche. Probablemente me hallaba en un estreno; en un estreno de importancia.

Volvía mis doloridos ojos hacia un lado, fijándolos en la figura que estaba a mi derecha. La luz proveniente del foso de la orquesta le iluminaba la cara. Era una cara conocida, redonda y tensa, con gafas de carey y pelo negro en desorden: Henry Prince. Alejado de él vi otra cara conocida, una cara tranquila y despierta, con ojos grises: el inspector Clarke.

Me hallaba en una función de teatro con Henry Prince y el inspector Clarke.

—¡Hola, Henry! —dije.

—¡Hola! —respondió.

Supongo que no tardé más de diez segundos en descubrir todo eso desde el palco. Por ello no había advertido la imponente figura situada a mi derecha, hasta que una mano me tocó el brazo y un rostro espléndido y barbudo sonrió junto al mío.

—Me alegro mucho de que haya llegado usted a tiempo, señor Duluth —dijo el doctor Lenz—. Tengo entendido, gracias a una llamada telefónica, que corresponde felicitarle con motivo de su matrimonio.

—Sí —respondí—. Con motivo de mi matrimonio, nada más. Por ninguna otra cosa.

—¿Y cómo se siente usted, señor Duluth?

—Horriblemente mal —dije. Estaba avergonzado, pero tenía que decírselo—. Anoche me emborraché de forma asquerosa. Todavía no sé dónde estoy. He aquí la clase de paciente que soy. Más vale que me abandone; no tengo remedio.

La orquesta tocaba ahora “La Hechicera del Bosque”. Sentí un profundo disgusto por hallarme en un teatro. No tenía la menor gana de estar allí. Sólo deseaba que mi cerebro funcionara con lucidez.

Oí vagamente la voz de Lenz diciendo:

—Al contrario, señor Duluth, no encuentro nada reprochable en usted como paciente. En circunstancias como las de anoche, yo mismo le habría prescrito alcohol.

—¿Qué? —dije.

Lenz reiteró su asombrosa afirmación; y agregó:

—Usted ha pasado demasiado tiempo sin ningún género de falsos estimulantes. Ahora que se halla en posesión del estimulante más persistente, que es el matrimonio, no creo que se vea usted expuesto a caer de nuevo en el alcoholismo.

Esto me resultaba divertido. Solté una carcajada.

—¿Es que aún seguimos de parranda? —dije—. Entre paréntesis, ¿dónde estamos? No quiero ser molesto con mis preguntas, pero a uno le gusta saber estas cosas.

Pude ver que un fruncimiento de sorpresa arrugó la frente de Lenz.

—No dudo de que usted sabe dónde estamos, señor Duluth —dijo—. Estamos en el teatro Dagonet. Ésta es la noche del estreno de su producción Aguas revueltas.

Me enderecé. Miré hacia abajo, a la sala repleta. Se parecía mucho a la del Dagonet, sin duda alguna.

—No diga eso si no es cierto —balbucí—. No lo diga, por favor.

—Pues claro que es cierto, señor Duluth. Su administrador anunció un éxito extraordinario de taquilla. Dijo que…

—¿Pero cómo?

Yo iba recobrando el dominio de mis facultades. Los hechos volvían a mi memoria rápidamente. Todo lo que había ocurrido la noche anterior aparecía claro y distinto. Podía explicármelo todo, menos eso. Eso resultaba increíble.

—No es posible —exclamé—. Esto es absurdo. Wessler… ¿me dirá usted que está bien pese a todo?

—Me temo que no podré asegurárselo, señor Duluth. De no haber sido por su heroísmo de anoche, al salvarlo y apagar el fuego, él habría sucumbido, sin duda alguna, al atentado verdaderamente brutal de que fue objeto por parte del asesino de George Kramer. Ahora, debido al golpe que sufrió en la cabeza, tendrá que someterse a una pequeña operación que le dejará incapacitado por algún tiempo. Y si bien no cabe la menor duda de que se restablecerá, creo que no podrá usted contar con él para las primeras representaciones de esta obra.

Yo deseaba que la orquesta dejara de tocar, para poder oír mejor.

—Entonces, estrenamos sin Wessler —dije—. Esto es lo que usted quiere decir. No es posible. No es… —Me interrumpí volviéndome hacia Lenz y le así del brazo furiosamente—. No tenía que haberme hecho esto. Prefiero morir antes que ver eso. Suspenda la función, haga suspender la función. No permitiré de ninguna manera que ese rufianete de Roland Gates…

—No hay nada de eso, señor Duluth; Roland Gates no toma parte en la representación de esta noche. —Lenz soltó una risita ahogada—. Me temo que no estará en situación de tomar parte en ningún espectáculo por algún tiempo.

Recordé entonces cómo la noche anterior le había saltado encima, cuando salí tambaleándome del teatro. En mi aturdimiento se me había olvidado por completo lo que pasó después.

—Así que le pegué fuerte. Lo dejé derrengado.

—Otra vez no, señor Duluth. Anoche, lamento decírselo, su puntería no fue muy eficiente. Usted había atacado al señor Gates, pero falló los golpes. El que realmente pegó fuerte fue el señor Gates. Parece que el portero se interpuso entre ustedes, procurando evitar la pelea. Y ocurrió que, en medio de la riña, el señor Gates lo golpeó a él, dejándolo sin conocimiento y con dos dientes rotos. En ese mismo instante llegaba al teatro el inspector Clarke. Cuando le informé de la conducta general de Gates, le persuadí de que debía arrestarlo por perturbación del orden. Está recluido por tiempo indeterminado.

Aquello era divertido; arrebatadoramente divertido. Parecía como si, al fin y al cabo, hubiera una especie de justicia providencial en alguna parte. Luego desterré de mi mente a Roland Gates y me dispuse a poner en limpio el problema esencial.

—Pero entonces —pregunté—, en nombre de Dios, ¿quién va a interpretar el papel de Wessler?

En ese instante las luces en el foso de la orquesta vacilaron; un timbre sonó detrás del escenario; “La Viuda Alegre” fue reducida a un susurro, el cual a su vez no tardó en extinguirse, seguido por un completo y expectante silencio.

La mano alzada del doctor Lenz señaló su desagrado a seguir hablando en aquel momento trascendental. Lentamente se fue elevando el telón; luces brillantes iluminaban el interior holandés de Pensilvania. Me pegué a mi asiento, embargado por un sentimiento de vértigo y aprensión.

Había empezado Aguas revueltas, la obra en que tenía cifradas todas las esperanzas de mi existencia, la obra que yo consideraba desahuciada, la obra que, milagrosamente, había sobrevivido a mi deserción de su capitanía, y se estaba estrenando allí, en el Dagonet, ante un público que colmaba la sala y en la noche señalada.