No tuve tiempo de mostrarme tierno y paternal ante aquel excéntrico romance. El escenario fue súbitamente sitiado por gente excitada y gesticulante. La señorita Pink, olvidándose de su papel de perfecta secretaria, me tomó de la mano y la sacudió de arriba abajo, como si fuera el mango de una bomba de incendio. Mirabelle fue arrastrada por una turba de admiradores encabezada por Louise y la señora de Lenz. Henry Prince me asediaba por un lado diciendo: “Va a ser un éxito, ¿no es verdad, señor Duluth?”. Iris me asaltaba por el otro diciendo: “Esto no es nada, querido. Mañana por la noche dejaremos al público fascinado”.
Yo trataba de hacer frente a los dos al mismo tiempo.
Luego apareció el doctor Lenz acallando todas las voces con una mirada, e invitó a toda la compañía a celebrar el acontecimiento con una cena en el Sardot. Mientras yo pugnaba aún por desasirme de la señorita Pink, Iris se apoderó de mi brazo y empezó a arrastrarme escaleras abajo en pos de la alborotada compañía. En el momento en que pasábamos frente al cuarto del portero, Mirabelle se arrojó impulsivamente sobre éste, lo besó en la seca mejilla y de un tirón le obligó a unirse a la partida.
Mac llevó consigo a Lillian. Debimos formar una procesión bastante estrafalaria, con la alocada Mirabelle a la cabeza y un gato siamés corriendo al lado.
La cena en el Sardot comenzó de un modo ruidoso. Gerald Gwynne, rebosando seducción, se esforzó en persuadir a la señora Lenz, en un tiempo prima donna alemana, de que nos hiciera oír el grito de guerra de Brunilda. Ya estaba a punto de convencerla, cuando Mirabelle dio la vuelta a la mesa y me tiró de un brazo, con una expresión de ansiedad.
—Peter, ¿dónde está él? Me siento tan feliz, tan indecentemente feliz, que no puedo soportar que no esté aquí. Y estoy inquieta. Estoy segura de que algo le preocupa; no yo, alguna otra cosa.
Necesité algunos segundos para enterarme a quién se refería. Luego, al recorrer con la mirada a los presentes, desde Eddie, que se hallaba detrás de Theo, hasta Henry y Gerald, comprendí.
Conrad Wessler no estaba entre nosotros.
—Querido Peter —me decía Mirabelle—, ¿no querría volver por un momento al teatro y traerlo?
—Bien —mascullé—, haré cualquier cosa por un sueño de amor juvenil.
Sólo cuando me levanté de la mesa e iba hacia la puerta me acordé de la extraña conversación que había tenido con el austríaco, momentos antes de haber dado comienzo el ensayo general. Wessler me había dicho que tenía aclarado todo el misterio del Dagonet. Me había dado una cita en su camarín. Y yo estaba aquí celebrando atolondradamente un éxito aún por venir, en lugar de seguir hasta el fin el desarrollo de un suceso que, sin duda alguna, era el más importante de aquel día.
Embargado por un sentimiento indefinible, medio de vergüenza, medio de inquietud, atravesé la calle Cuarenta y Cuatro de vuelta al Dagonet.
Como Mirabelle había raptado a Mac para llevarlo a la fiesta, no quedaba nadie para vigilar la entrada de artistas. Cuando penetré en el oscuro hall, con su olor a rancios afeites, me pareció que el Dagonet había recobrado su antigua atmósfera de pasiva hostilidad. Estaba completamente silencioso, en violento contraste con la tumultuosa animación que lo llenaba un poco antes. Subí la escalera hasta el nivel del escenario, al par que perdía la mayor parte de mi buen humor y sintiendo crecer y dominarme una ansiedad inexplicable. Atravesé el pasillo en dirección al camarín de Wessler. La puerta se hallaba cerrada. Llamé y no hubo respuesta. Traté de mover el picaporte.
Por el momento no me resultó muy extraño que la puerta estuviera cerrada con llave. Wessler se habría cansado de esperar, cerró el camarín y se habría marchado para reunirse con los demás en el Sardot. Hice girar el picaporte para ver si la puerta no estaba atrancada por dentro, y fue en ese momento cuando vi el humo.
Retrocedí un paso, mirando el ojo de la cerradura, como hipnotizado. Lenta, indolentemente, salía por allí formando espirales grises.
Las espirales iban espesándose rápidamente: el humo se escurría fuera en cantidad cada vez mayor; salía también por debajo de la puerta, elevándose en rizos, semejante a un enjambre de pequeñas víboras. Sentí su olor, el olor sofocante y acre de incendio, y pude oír el débil y siniestro crepitar del invisible fuego.
Me es difícil describir el efecto que me produjo la vista de aquel humo. Realmente, mi cerebro dejó de funcionar, hasta el momento en que me fue posible admitir el hecho escueto y terrible de que el camarín de Wessler, detrás de la puerta cerrada, estaba ardiendo.
En el primer momento de pánico, ni siquiera se me ocurrió pensar en si Wessler se hallaría dentro. Los recuerdos del pasado que asaltaron mi mente se apoderaron de mí por completo. Cinco años antes yo había visto humo, delgado, insidioso, exactamente igual a éste; había aspirado aquel acre olor; había oído el siniestro crepitar de llamas que, antes de que hubiese sido posible atacarlas, estallaron en rugiente y voraz incendio. Eso me había ocurrido a mí cinco años antes.
Por ello me había sumido en la embriaguez hasta tener que meterme en un manicomio para olvidarlo. Aún ahora seguía acosando mi sueño, con una atroz y premonitoria pesadilla. Eso era lo que yo tenía en mi pasado, incrustado profundamente en mi subconsciencia. Temía al fuego tan tremendamente e insensatamente como un animal salvaje.
Y ahora debía arrostrar el fuego otra vez. Me hallaba solo en aquel teatro enorme y oscuro, frente a frente con el monstruo de mis sueños.
Todos mis impulsos más íntimos clamaban dentro de mí por la fuga. No deseaba nada más que escapar; huir de allí, ganar la calle, donde había aire fresco, donde podría librar mi olfato de aquel olor áspero y repugnante. Y sin embargo no huí. Aunque no había existido razón alguna valedera para creerlo, yo había tenido el presentimiento de que eso debía sucederme alguna vez, inevitablemente. Ésa era la forma en que actuaba mi destino. La vida crea para nosotros una especie de horrendo espantajo y de pronto nos enfrenta. Cuando menos lo esperamos, aparece en nuestro camino; es preciso que luchemos y lo venzamos, o estamos perdidos.
Ésa era la suprema prueba de Peter Duluth.
Todas esas impresiones cruzaron por mi mente en una fracción de segundo. No tenía aún ningún pensamiento de inquietud o de temor por Wessler. Sólo sabía, a despecho de que ese conocimiento chocaba con mis impulsos más íntimos, que debía introducirme en el camarín y apagar ese fuego.
Mientras el humo me rodeaba con sus tentáculos, sofocándome, me arrojé sobre la puerta golpeándola con el hombro. Hubo un chirrido de goznes y nada más. Una, dos, tres veces me lancé contra la valla de madera. Al fin el chirrido se convirtió en un violento crujido y un tablero se hundió. Por un instante la puerta retembló; luego cedió la cerradura; el humo me envolvió al balancearse la puerta y caer hacia delante y yo penetré tambaleándome dentro del camarín.
En los primeros segundos no pude ver nada; apenas si me era posible respirar. No parecía haber nada allí, fuera de la sofocante niebla de humo, y detrás de ella, un débil resplandor escarlata que podía estallar de un momento a otro en devoradoras llamas. Mis extraviados pensamientos se iban ordenando al fin. El fuego estaba concentrado en el rincón donde se hallaba el ropero. ¿Cómo pudo haber empezado el fuego en ese lugar? ¿Cómo, a no ser que no hubiera sido en forma accidental?
No había pensado en eso antes. Ahora, mientras sacaba aprisa un pañuelo y lo apretaba contra mi nariz, se me presentó de golpe una explicación horrible y tenebrosa de todo ello. Wessler poseía la clave del misterio. Wessler se había quedado en su camarín con el objeto de transmitirme lo que sabía. Ahora el camarín estaba ardiendo, y él, mi astro, el principal sostén de mi producción, faltaba.
¿Dónde estaba Wessler?
Avancé vacilante, escociéndome los ojos y la respiración ronca y entrecortada detrás del pañuelo. No reconocía la habitación. A tientas, mi mano tocó un objeto de madera, el respaldo de una silla, luego el borde de una mesa. Me volví hacia la derecha, el lado opuesto del rincón en que aparecía el latente fulgor. Mi pie dio contra algo blando. Me puse de hinojos, buscando con los dedos.
Toqué algo de áspera lana, la tela de una chaqueta; seguí palpando y encontré una mano. Mis ojos, penetrando la penumbra, pudieron distinguir en el suelo la figura de un hombre tendido sobre la alfombra.
A partir de ese instante obré maquinalmente, con la anormal habilidad que acude en un caso de peligro. Dejé caer el pañuelo de mi boca; así fuertemente con ambas manos aquel cuerpo pesado e inerte. Como pude, lo arrastré a través de la habitación llena de humo, hacia la puerta rota y, atravesándola, lo llevé a lo largo del pasillo, hasta el lugar relativamente seguro que era el escenario.
Yo había adivinado de quién debía ser ese cuerpo. Sólo existía una posibilidad. Pero por un minuto o dos, en tanto me hallaba de pie allí sobre el escenario, jadeante y sudoroso, mi facultad de visión había fallado por completo. Aun allí, a pesar de que la atmósfera era clara y una lámpara eléctrica estaba encendida, me pareció que no había más que humo, un sudario de humo impenetrable que se interponía entre mí y el cuerpo extendido en el piso.
Luego, poco a poco, aquellas brumas imaginarias se disiparon. Caí de rodillas junto al cuerpo. Podía ver otra vez, ver con una claridad aguda y lacerante. Vi la corta barba rubia, los grandes hombros asomando por la andrajosa ropa de granjero.
Conrad Wessler había sido encerrado en aquel cuarto sin ventanas, lleno de humo.
Lo sacudí febrilmente, tratando de hacer algo, pero sin saber qué. Sus ojos estaban cerrados, su cara parecía de cera y rígida, como la de un maniquí. Después de fijarme mejor, vi algo más, algo que me llevó al paroxismo del terror.
Del pelo desgreñado de Wessler se escurrían gotas de sangre que formaban un reguero continuo sobre el piso.
Lo que ocurrió en los momentos siguientes se halla mezclado en mi memoria, como en un confuso calidoscopio. Supongo que debía haber corrido fuera del escenario, escaleras abajo y por el pasillo de salida hacia la calle. Pero no podría asegurar que he obrado así. Todo lo que recuerdo con claridad es la sensación del aire frío en mi frente; la cara asustada de un hombre completamente desconocido y el sonido de mi propia voz gritando:
—Allí enfrente, en el Sardot. Vaya allá, busque al doctor Lenz, el doctor Lenz. Dígale que venga en seguida. Un hombre con barba. Hay allí una reunión de mucha gente. Tráigale aquí en seguida.
Luego la cara del desconocido desapareció de mi conciencia. Me encontraba en el teatro otra vez. Tenía en la mano un extintor de incendios de color escarlata. De nuevo me hallaba en el camarín de Wessler. En ese momento yo no combatía precisamente el fuego; combatía contra diez mil demonios y los exorcizaba con el extintor.
Tengo un vago recuerdo del brillo rojo en el rincón, palideciendo, vacilando y desvaneciéndose por completo. Recuerdo más vagamente aún haber salido al pasillo y vuelto al escenario, aspirando con fuerza el aire puro, y mirando tontamente el cuerpo de Wessler, pensando y no pensando, y sintiendo al mismo tiempo una sensación de triunfo y de desesperación; de triunfo, porque había vencido al fuego y a mí mismo; de desesperación, porque sentía una oscura y desgarradora certeza de que Wessler estaba muerto.
Tenía que estar muerto. Desde el principio mismo de Aguas revueltas había estado acosado por una fuerza sobrehumana y sádica. Era ése el único remate lógico, el final atroz, que nos lo arrebataba todo en el mismo umbral del éxito.
En forma incierta percibí ruido de pasos, en algún punto detrás de mí, fuera del escenario. En un vértigo, me volví hacia la puerta. La vi abrirse bruscamente y varias personas se precipitaron hacia mí a través de ella. Vi a Lenz, a Eddie y detrás de ellos a Mirabelle y a Theo juntas, con las caras blancas y asustadas y los ojos dilatados.
Recuerdo que Mirabelle lanzó un grito ahogado. La vi arrojarse hacia Wessler; oí su torturada voz que decía:
—No puede ser. ¡Oh, Dios, no puede ser ahora! Conrad…
—No, Mirabelle. No lo toque, quédese aquí conmigo, por favor. Deje que lo vea el doctor Lenz; déjele hacer al doctor Lenz.
Había rodeado con su brazo el talle de Mirabelle y la dejaba avanzar. El doctor Lenz se puso de rodillas, se inclinó sobre Wessler. Eddie me tenía cogido del brazo y me hacía preguntas con voz gruesa y baja. Me parece que se las contesté. Había recobrado el aliento; podía hablar; podía recordar más que el mero humo sofocante.
Pero no escuchaba mi propia voz. Reservando todas mis facultades, esperaba lo que diría el doctor.
Hubo un prolongado y palpitante silencio. Eddie se había escurrido para asegurarse de que el fuego estaba bien extinguido. Sólo quedábamos allí Mirabelle, Theo y yo, esperando que hablara Lenz.
Mirabelle pugnaba por desasirse de Theo. Trataba de acercarse a Wessler. Decía:
—No puedo soportarlo, doctor Lenz. Verle así y no saber… no puede soportarlo. Tiene que decírmelo. ¿Está muerto?
Otra vez el mismo silencio tenso, expectante. Luego se oyó la voz de Lenz:
—No, señorita Rue, no está muerto.
—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! ¿Pero qué le pasa? ¿Es el humo? ¿Está sofocado?
—No es sólo eso, señorita Rue. Tiene una seria contusión en la cabeza. Alguien le ha dado un golpe en el occipucio con un instrumento pesado. Temo que tenga fracturado el cráneo. Está gravemente herido.
Se dijo algo acerca de un hospital, de llamar una ambulancia, de avisar a la policía. Pero de pronto sentí que ya no podía resistir más.
Pensé: “De modo que era para esto para lo que yo he estado trabajando. Para esto hice tantos esfuerzos por rehabilitarme. Ya no tenemos a Wessler. Mañana estrenamos. No podemos estrenar sin Wessler. Esta vez estamos perdidos”.
Yo estaba perdido. No me importaba nada ya. Durante meses había trabajado como un esclavo, había esperado, había luchado contra mi deseo de beber. Y todo eso lo había hecho sólo para ver cómo se hundía bajo mis pies.
De nada servía empeñarse más. No tenía ningún sentido continuar. Yo estaba perdido.
Me deslicé fuera del escenario. Creo que nadie se hubiera fijado en mí. Poseído por un deseo único que me guiaba como una columna de fuego, bajé corriendo la escalera. Iba a dejar el Dagonet para siempre; iba a emborracharme hasta la hediondez, hasta el delirio.
Supongo que estaría cerca de la puerta de salida, cuando sentí esa mano pequeña y fría sobre mi brazo. No tenía ningún significado para mí; traté de sacudírmela, pero se me había pegado.
Luego oí una voz que decía:
—Peter, en verdad, ¿tiene usted tanta prisa?
Me detuve. Me sacudí. Miré al hombre que tenía delante, que me contemplaba con ojos sin expresión, unos ojos que parecían mirar con una sonrisa superficial y burlona.
—El portero me ha contado la triste nueva —dijo Roland Gates—. Qué desgracia para todos ustedes; pero qué suerte que usted haya seguido mi consejo y me haya inducido a aprender mi papel. No debe usted preocuparse por nada. Mañana por la noche estaré en perfectas condiciones para reemplazar a Wessler.
Hasta ese momento yo no había dicho una palabra, porque no me había sido posible hacerlo. No había palabras en mí, sino únicamente un odio infinito y salvaje por Roland Gates. No, él no iba a tomar parte en mi obra… aún cuando me torturaran diez mil demonios a la vez. Antes dejaría que se hundiera; antes la seguiría aullando hasta el infierno.
—Sí, Peter —murmuró—. Creo que quedará usted muy satisfecho de mi interpretación. Yo…
Tal vez dijo algo más, no lo recuerdo. Con los puños crispados, me arrojé sobre él, apuntando directamente a la mandíbula. Luego seguí adelante tambaleándome. No sabía si le había pegado o no; no sabía nada, salvo que me hallaba de nuevo en el aire frío de la noche, corriendo adelante.
Recuerdo que pensé. “Entonces éste es el adiós a Iris, también. No volveré a verla nunca más”. Pero esto no tuvo fuerza para detenerme. Iris era parte del inconsciente sueño que yo había creído posible arrancar a las nubes; ella era algo que no me hubiera sido posible conseguir de manera alguna.
Ahí, en cambio, había algo que yo sí podía conseguir, ahora y siempre… y me metí, dando traspiés, en el bar más cercano.