Aún estaba allí, conversando amablemente con los malhumorados y nerviosos miembros de mi compañía. Nos saludó a Mirabelle y a mí como si nuestros precipitados mutis no hubiesen tenido nada de extraordinario, y mientras yo hacía reiniciar el ensayo permaneció sentado junto a mí, en la sala, con su plácida mirada fija en los actores. Yo estaba excitado como un demonio. Tan pronto como fue posible hacerlo, sin que resultara demasiado brusco, di por terminado el ensayo.
El inspector se quedó allí, luego que se hubieron marchado los actores, de pie en el pasillo y observándome a hurtadillas. Al fin dijo:
—¿Se acuerda usted de Kramer, ese tipo que murió aquí en un baúl, hace unos días?
—No —respondí agriamente—. He olvidado todo lo relacionado con él.
—Yo no —dijo Clarke, encendiendo un cigarrillo—. He estado haciendo averiguaciones sobre su pasado. Parece que no era una persona muy agradable. Se dedicaba un poco al chantaje, ¿lo sabía usted?
Ah, ¿sí?
—Sí. Era un tipo a quien no sería nada raro que alguien tuviera ganas de quitar de en medio. —Los ojos de Clarke me observaban por encima del cigarrillo encendido—. ¿Sabe usted a qué conclusión he llegado? He llegado a la conclusión de que alguno de los de aquí ha matado premeditadamente a George Kramer.
No se imaginaba lo infructuosa que resultaría conmigo su táctica de sorpresa. Sonreí.
—Supongo que será a causa del sabueso que lleva dentro. Muy bien; voy a seguirle la corriente; es posible que lo haya matado yo en un momento de distracción.
—No… Pero podría usted admitir que, tanto usted como Lenz, y probablemente el resto de su compañía, sabían muy bien lo que estaba ocurriendo. —Sacudió la ceniza del cigarrillo sobre la alfombra de felpa roja del pasillo—. Ya he trabajado con usted una vez, ¿no es verdad? Usted sabe que puede confiar en mí.
—Es claro que confío en usted —respondió—. ¿Pero qué diantres tiene que ver aquí la confianza?
Clarke seguía observándome.
—Por cierto que yo lo comprendo. Usted tiene miedo de que cerremos el teatro si averiguamos demasiado. Aún así, ¿estará usted seguro de ser bastante listo? ¿Le haría mucha gracia que ocurriera otra muerte accidental por aquí?
No me dio tiempo de replicarle a ésta. Se dirigió a grandes pasos hacia la puerta de vaivén y desapareció tras ella.
Esa noche, un poco tarde, cuando me hallaba acostado haciendo tentativas inútiles para conciliar el sueño, realicé un útil esfuerzo en la dilucidación del misterio del Dagonet, separando aquello que había sido explicado de lo que aún permanecía sin explicar. Mirabelle, con su historia de sufrimiento y de valor, había dejado aclaradas muchas cosas. Y si mi teoría respecto a Kramer y a Gates era cierta, había también una buena explicación del primer atentado contra Wessler: la treta que había matado a Comstock. A primera vista parecía como si cada uno de los insensatos acontecimientos se hubiera estructurado dentro de un conjunto lógico, esclarecido, que había dejado de constituir un problema.
Y sin embargo, aún cuando fuera ésa la solución definitiva, cosa que yo dudaba, quedaba todavía un hecho que no era posible meter en un pozo convenientemente cegado, donde nadie pudiera percibirlo jamás. Alguien había matado a George Kramer. Yo lo sabía, y ahora lo sabía también el inspector Clarke.
Por más luminoso que pudiera antojárseme el porvenir, no había manera de soslayar el hecho de que el Dagonet constituía aún la arena para el más destructivo de los combates: el de un asesino contra la policía.
Esto era lo que yo pensaba cuando me quedé dormido. Y esto fue en lo que seguí pensando a la mañana siguiente y en los días y noches siguientes. Aunque los ensayos proseguían en forma alentadora, aunque la máquina comercial marchaba perfectamente en mi oficina, aunque los pedidos anticipados de localidades se amontonaban y todo el turbulento proceso de la preparación para el estreno de la obra adelantaba, yo estaba constantemente embargado por esa sensación de incertidumbre, un sentimiento similar al que debía haber experimentado Damocles en aquel festín en que la espada pendía sobre su cabeza, sostenía sólo por un cabello… y mis temores iban en aumento.
Pero no ocurrió nada. En los cuatro últimos días de ensayo casi pude haber creído que mi producción era tan normal como la de cualquier otro. Al inspector Clarke no se le vio ni el pelo. Mirabelle faltó a un ensayo para hacerse la primera aplicación de su tratamiento. Pero volvió al trabajo tan segura y resuelta como siempre, y me llamó aparte para decirme que el médico tenía confianza en su curación. No hubo choques de personalidades, ni explosiones de nervios, fuera de una accidental muestra de mal humor por parte de Wessler. Se le había metido entre ceja y ceja que el final pecaba de falsa psicología, y varias veces intentó discutir al respecto con Henry. Mas como quiera que todas sus argumentaciones eran farfulladas en alemán, para gran azoramiento de Henry, la discusión no tuvo consecuencias de ninguna especie.
Aquello era, sin embargo, sintomático del humor de Wessler. A medida que se iba aproximando la noche del estreno se volvía cada vez más inquieto e irritable. Era ésa la primera vez en su vida que iba a presentarse sin tener a su lado a von Brandt, y creo que la causa principal de su ansiedad era la preocupación por su medio hermano.
Habiendo llegado a estas conclusiones, sentí un gran contento. Un primer actor algo nervioso parecía bien poca cosa comparado con todos los males que yo había esperado.
En esos últimos días Eddie se portó a las mil maravillas. Me quitó de las manos todos los problemas prácticos, puso el escenario en perfectas condiciones en un tiempo brevísimo. Y el decorador había realizado un buen trabajo con el único escenario holandés de Pensilvania. Gradualmente, a medida que las carteleras se iban cubriendo con los anuncios de Aguas revueltas y en la marquesina del Dagonet comenzaban a refulgir los letreros luminosos con los nombres de Mirabelle y Wessler, fui sintiéndome otra vez despreocupado y alegre.
La víspera del estreno hice el primero y último ensayo general. Reinaban la turbulencia y tensión habituales en esos ensayos, pero se notaba, además, esa indefinible atmósfera de alborozo que sólo se crea cuando una compañía sabe que tiene entre manos una obra que va a causar sensación. Mirabelle, magnífica en su traje de Floradora, corría de un lado a otro, saltaba por encima de cables eléctricos, sorteaba cajones, y besaba a quienquiera que se le ponía por delante. Theo, completamente transformada en la agria granjera de la pieza, charlaba con Gerald, que era un hermoso y patilludo joven, y con la un tanto excitada Iris. Viendo todo eso me sentí dichoso como un niño. Estaba de nuevo en mi elemento.
Teníamos a todo un público en la sala. Allí estaba Lenz, acompañado por ese personaje junesco y casi místico que se llamaba señora Lenz. En incongruente proximidad a ellos, se hallaba sentada Louise, mi criada de color, con uno de los muchachos de la despensa de Belmont. Todo el personal de mi oficina con sus amigos y conocidos llenaba la primera galería. No había, por cierto, ni indicios del inspector Clarke.
Yo estaba en el escenario, dirigiendo las últimas palabras de estímulo a la compañía, cuando Wessler llegó aprisa de su camarín, algo retrasado. Mi primer actor austríaco tenía un aspecto soberbio e impresionante con su figura heroica y sus harapientas ropas de granjero: diríase un dios pagano que acababa de volver de la batalla. Una expresión de contenida emoción brillaba en su semblante.
Les eché un breve discurso alentador a los hombres y mujeres de mi compañía. Tan pronto como terminé la alocución, Wessler se me acercó, puso su mano grande sobre mi brazo y me llevó aparte entre bastidores.
—Señor Duluth —murmuró con voz ansiosa—, he estado pensando y pensando durante muchos días. Me preocupaba porque estaba tan cerca de la verdad y no podía comprenderlo. Ahora lo veo bien todo. Fui un tonto por no haberme dado cuenta antes.
—¿Dado cuenta de qué?
—Me refiero a mi hermanastro Wolfgang. La razón por la que cree odiarme… todo. ¡Es tan claro! Estoy seguro. —Wessler echó una mirada por encima del hombro al percibir que alguien se nos aproximaba—. ¿Entiende usted alemán, señor Duluth? —me preguntó.
—Un poco —le dije—. Si se me habla con palabras sencillas.
Se me acercó más y me susurró al oído, en alemán:
—Haga el favor de venir a mi camarín después del ensayo. Le esperaré allí. Le diré todo lo que pasa, la razón por que ocurrieron todas estas cosas en su teatro. Lo sé. No tiene por qué preocuparse más, porque todo se arreglará.
Lo miré confuso, pero los que venían ya estaban casi al lado nuestro. Wessler me apretó el brazo y volvió aprisa al escenario.
Con esas frases extrañas resonando en mis oídos, me uní al agitado Henry y bajé a la sala. Dejé a mi autor junto a mi administrador, y busqué un asiento lejos de todos, desde donde pudiera observar solo el prólogo de mi regreso a Broadway.
Era asombroso lo cambiado que estaba el Dagonet ahora que las pesadas cortinas de felpa se hallaban en su lugar y una concurrencia rompía la monotonía de la sala. Hasta allí, aquel teatro no había sido para mí más que un sombrío escenario de continuos desastres. Pero ahora daba la impresión de haberse sacudido el aojamiento y haber recobrado su dignidad, como una de las más antiguas salas de Broadway, orgullosa de su tradición.
Nunca olvidaré aquel ensayo general. No bien fue alzado el telón, me di cuenta de que la representación sería una maravilla. No hay en el mundo nada más difícil de impresionar que la extraña mezcolanza de gente que se reúne en una exhibición preliminar. Así y todo, a los pocos minutos pude asegurar que los teníamos arrobados: al doctor Lenz, a la señora de Lenz y a cuantos estaban reunidos allí. Wessler hacía gala de un arte más vigoroso aún de lo que yo había esperado. Y desde el momento en que Mirabelle salió a escena el teatro pareció trepidar de emoción. Formaban la pareja más espléndida que me fue dado ver actuar jamás. Parecía increíble que aquella Mirabelle, llena de fuego, fuera la misma mujer conocida durante tanto tiempo en Broadway como la remilgada dama mundana de las comedias de salón, de la pareja Rue-Gates. Parecía increíble también que tan armónica combinación de fuerzas no tuviese por fundamento otra cosa que un extraño antagonismo recíproco.
En cuanto cayó el telón sobre la escena en que Mirabelle y Wessler marchaban cogidos de la mano hacia la puerta de salida de la casa de campo, me precipité hacia el escenario. No tenía necesidad de escuchar lo que dijera, quienquiera que fuese. Y me ahogaba en mis propias hipérboles.
Corrí hacia Iris, Eddie y Gerald, que hablaban y reían muy excitados; besé a Iris; después, en un arrebato de entusiasmo, besé también a Eddie y a Gerald. Luego los dejé, lanzándome a felicitar a Theo, que se hallaba detrás con la mirada desviada hacia un punto entre bastidores.
—Theo… —comencé.
Me interrumpí al ver su cara. Estaba pálida y crispada. Tenía los ojos clavados en algo que estaba ocurriendo sobre el escenario. Me acerqué curioso y miré a mi vez por encima de su hombro.
Vi lo que ella había estado viendo; y comprendí la causa de la violenta contracción de sus labios. En pie detrás del decorado, cerca de la puerta de salida, se hallaban Wessler y Mirabelle. Estaban inconscientes de todo lo que acontecía en torno de ellos, tan sólo atentos el uno al otro, como sumidos aún en la magia de la representación. Los brazos grandes, rudos, de Wessler, ceñían el talle de ella, y sus labios vagaban tiernamente sobre su cabello.
En cualquier otro momento, el cuadro de Mirabelle y Wessler, en aquella actitud extática, hubiera parecido algo fantástico. Ahora parecía perfectamente natural; la culminación ineludible del tornado de emoción que había sido desencadenado en el escenario. Yo no estaba sorprendido; me sentí más alegre aún y más contento. Aquélla era la flor que faltaba en el ramo de mi dicha. El único problema importante en mi producción, la enemistad de Wessler y Mirabelle, se resolvía en claro de luna y en rosas.
Por un instante permanecí junto a Theo observándolos, exactamente como unos minutos antes el público los había podido observar en el escenario. Esa escena tenía algo de la misma talla, de la misma magnificencia teatral que la obra misma. Oí la voz gutural de Wessler susurrando:
—Fuimos tan ciegos. No sabíamos lo que nos pasaba y hemos estado peleando y odiándonos porque no nos dábamos cuenta. Una vez me preguntaste si no te había visto antes. Ahora puedo decirte: sí; porque lo sé. Te había visto siempre; pero era en mi corazón.
En esto Theo dejó escapar un leve sonido extraño, algo que no era exactamente una risa. Yo bien sabía lo duro que aquello debía resultarle. ¡Pobre Theo, que había estado dispuesta a matar a Kramer para proteger a Wessler, que había puesto su alma y su vida en su adoración por él! Ésa era toda su recompensa: una categórica manifestación de que nadie la necesitaba.
Puse mi mano sobre su brazo.
—No se olvide del pelirrojo camarero del Waldorf, querida —murmuré.
Tras de lo cual la dejé, y me dirigí hacia Wessler y Mirabelle. Toqué el brazo de Wessler, y ambos se estremecieron, separándose bruscamente y mirándome azorados. Tomé una mano de cada uno.
—Nunca pensé que saldrían con esto —dije—. Pero es magnífico. Los dos son magníficos y también es magnífica la obra. Y todo está muy bien, muy bien.
Mirabelle me contemplaba aún. Luego sus ojos se volvieron lentamente a Wessler, escrutando su rostro con una especie de suspendido asombro.
—Peter —dijo—, es insensato; es una locura; es absolutamente inconcebible, pero estoy enamorada de este hombre. ¿Cómo diablos no me he percatado de esto antes?